miércoles, 21 de diciembre de 2022

El ser inhumano

 


Hace años que me pregunto en qué momento de la evolución se torció la cosa, pues en lugar de llevar a la consecución de una especie perfecta, o casi perfecta (dicen que la perfección no existe, al menos en este mundo), ha conducido a la obtención de un ser defectuoso en muchos sentidos que, aunque afortunadamente goza de algunas excepciones racionales, domina la tierra sin escrúpulos ni compasión.

Así como en la larga cadena evolutiva han sobrevivido los mejores, los mejor dotados, en el caso del hombre solo ha sobrevivido o, por lo menos, abundado, siguiendo el principio de la selección natural, el ser más perverso, el que todo lo quiere y todo lo puede, a expensas de sus congéneres más dóciles.

Y lo peor de todo es que el proceso ya no se puede revertir, el daño ya está hecho y es irreparable desde hace miles de años.

Hacer un repaso de todos los desmanes que el hombre ha hecho a lo largo de su historia daría para una enciclopedia, pero no es necesario ponerlo por escrito con letras de imprenta. Todos sabemos de qué se trata y tenemos ejemplos de sobra desde que tenemos uso de razón.

Son muchas las veces que me he preguntado —y os habréis preguntado— cómo un ser llamado humano puede ser tan cruel y cometer tantas barbaridades, y no me refiero a psicópatas asesinos, no, me refiero a personas cultas —al menos en apariencia— que perpetran aberraciones contra gente inocente abusando de su poder y todo por unas ideas que esas mentes enfermizas consideran legítimas.

¿Estará el ser humano en vías de una degradación (moral) de igual o mayor intensidad que la que está sufriendo nuestro planeta? Muchas veces he llegado a pensar que el hombre no merece habitar este planeta y que lo mejor que podría hacer sería extinguirse, como está sucediendo con las especies animales a las que persigue y aniquila con su comportamiento antinatural.

Son, por desgracia, muchos los frentes en los que se manifiesta el ser inhumano, desde las guerras fratricidas, persecuciones, genocidios, torturas y penas de muerte por motivos religiosos y políticos hasta la extinción de gran parte de la flora y fauna del planeta con fines puramente lucrativos.

Ante esta terrible realidad, a uno le entran ganas de encerrarse en un caparazón impermeable a todos los males, aislarse del mundo que nos rodea o bien pasar por alto el comportamiento ilícito e injusto de políticos y dirigentes de las grandes Corporaciones, pero esta sería una actitud más bien cobarde y egoísta. Pero ¿qué podemos hacer ante tanta injusticia y tropelías? Si una multitud enfervorizada saliera a las calles como lo han hecho millones de argentinos para celebrar que su equipo ha ganado el mundial de futbol, quizá algo iría cambiando en nuestra sociedad. Pero el silencio, la desidia, el miedo a represalias o la resignación dan pie a que todo siga igual e incluso que vaya empeorando.

Estamos a las puertas de las fiestas navideñas, momento en que parece que es obligada la alegría y el buenismo. Todo el mundo tiene que ser bueno, pero las desigualdades y las injusticias permanecen inalterables. Mientras que unos celebrarán estas navidades en concordia y buena compañía, otros las pasarán con penalidades.

Pero estamos en Navidad y toca desear paz, salud y prosperidad. Ojalá existieran los Magos de Oriente, Santa Claus o quienquiera que tuviera poderes mágicos y nos obsequiara con el mejor de los regalos: que el hombre sea cada vez más humano.

Sea como sea, ¡felices fiestas y feliz año nuevo!


viernes, 18 de noviembre de 2022

¿Ecoterrorismo?

Como doy por sentado que ya no habrán más comentarios en mi entrada anterior (me habría gustado conocer la opinión de quienes han faltado a la invitación y que son, precisamente, quienes podían haber arrojado más luz a mi disquisición), paso a otro tema de mayor interés general, o así lo creo.


Me declaro ecologista a ultranza y también amante del arte como patrimonio cultural de la humanidad. Si en el primer caso no hay fisuras en mi actitud, en el segundo discrepo muchas veces con lo que algunos llaman arte. Pero esto ya es otra cuestión.

Volviendo al ecologismo, siento verdadera inquina hacia la ignorancia, pasividad, egoísmo y codicia que manifiestan quienes ostentan el poder económico mundial ante la degradación sin paliativos que está sufriendo nuestro planeta. Todas las cumbres sobre el cambio climático han terminado con un rotundo fracaso, prevaleciendo siempre los intereses económicos por encima de los planes para detener esta imparable degradación que en los próximos treinta años puede que nos lleve a un punto de no retorno. En este sentido, la COP27, celebrada estos días en Sham el-Sheikh (Egipto) no ha sido una excepción, con el agravante de que los representantes de las petroleras han superado con creces a los de los diez países más vulnerables a la crisis climática juntos. Creo que está más que claro el motivo. Por no hablar de la incongruencia —o debería decir cinismo— de que la mayoría de líderes y dirigentes mundiales han asistido a la Cumbre trasladándose en aviones privados altamente contaminantes.

Si la protesta contra la gestión en la Sanidad madrileña convocó a cientos de miles de ciudadanos indignados, una manifestación contra la crisis climática debería reunir al mismo, o mayor, número de agraviados por esa pasividad política —porque son los políticos y no los científicos quienes tienen las riendas para solucionar dicha crisis—. Pero si Isabel Ayuso calificó la protesta ciudadana contra su mala gestión como un acto político instigado por la izquierda como argumento descalificador, las manifestaciones organizadas por movimientos ecologistas no están libres de críticas despreciativas hacia sus promotores, también de izquierdas.

A Greta Thunberg la ridiculizaron hasta lograr que pasara de ser un héroe mundial, un icono del activismo ecológico, a una niña manipulada para servir a intereses poco claros. Pero ¿de dónde le llovieron más críticas? De Putin, de Trump y de Bolsonaro, principalmente. El resto de mandatarios simplemente la trataron con condescendencia, por no hablar de la mención a su síndrome de Asperger, como si ello fuera motivo para devaluar sus reivindicaciones. Cierto que, por otra parte, ha recibido varios premios y reconocimientos, pero el resultado de su labor sigue en el aire. En nuestro país, ha aparecido recientemente una joven catalana de 15 años, Olivia Mandle, a la que se han apresurado a llamar la Greta Thunberg española, que también intenta concienciar a la sociedad en general y a los jóvenes en particular sobre la imperiosa necesidad de salvar el planeta con acciones decididas, valientes y de calado internacional. ¿Tendrá éxito? Lo dudo mucho.

¿Cómo levantar la voz para que la salvación del planeta Tierra no solo sea del interés de unos cuantos y que los países más contaminantes se pongan de una vez por todas manos a la obra? Algunos ecologistas piensan que hay que hacer algo rotundo, impactante, que haga reaccionar al mundo entero. ¿Pero qué?

Hace unos días, la televisión nos sorprendió con una noticia entre curiosa y alarmante: dos activistas ecologistas arrojaron sopa de tomate al cuadro Los girasoles, de Van Gogh, en la National Gallery de Londres para protestar contra la explotación de yacimientos fósiles en el Reino Unido. Afortunadamente, el cuadro estaba protegido por un cristal y el hecho no pasó de ser anecdótico. Pero a continuación, estas activistas fueron secundadas por otras y otros museos fueron el escenario de actos calificados por algunos como ecoterroristas. Obras pictóricas de Goya, Claude Monet, Andy Warhol y Gustav Klimt, entre otras, han sido objeto de ataques con distintos tipos de productos. Incluso una réplica de la momia de Tutankamón, en el museo egipcio de Barcelona, ha sido recientemente objeto de ataque con un líquido que pretendía emular al petróleo.

Los protagonistas de esos actos son todos miembros de diversas organizaciones de defensa del medioambiente, que pretenden con ello alzar su voz y hacer un llamamiento para que se tomen acciones más contundentes para frenar el calentamiento global. Pero yo me pregunto si este tipo de acciones, en lugar de sensibilizar a la gente, no tendrá un efecto negativo, desacreditando al movimiento ecologista, dándoles la razón a quienes califican a los defensores de la naturaleza como unos extremistas irracionales. Aunque las obras de arte atacadas estuvieran protegidas por un cristal, hecho conocido por los activistas, no me parece esta la mejor forma de protesta, si con ella se pretende sensibilizar a la población en general, y no digamos a las autoridades e instituciones.

Alguien ha dicho en su defensa —y tiene parte de razón— que la mayoría de reivindicaciones y protestas llevadas a cabo por los ecologistas apenas han tenido repercusión mediática, mientras que estas acciones han dado la vuelta al mundo. Yo creo que, al margen de la publicidad alcanzada, el resultado será, me temo, el contrario al pretendido, tachando una vez más a los activistas ecologistas de fanáticos irresponsables.

En todas las manifestaciones habidas y por haber siempre he considerado absurdo e injusto que paguen justos por pecadores. Los afectados por las protestas tienen que ser los responsables de aquello que las ha motivado. Un corte de carreteras para protestar contra un despido colectivo solo afecta a los ciudadanos que van a trabajar. Si se protesta contra los bajos precios que cobran los agricultores en comparación con el precio final del producto, esta debe dirigirse a quienes tienen en sus manos la potestad para corregir esa injusticia, no a la ciudadanía que, además, también sufre, como consumidor, el resultado de esa grave anomalía. Pues del mismo modo me parece injusto que sean las obras de arte las que sufran la represalia de una protesta ecológica a escala mundial. Si lo que buscan esos activistas es notoriedad, la han conseguido, pero no creo que su imagen salga bien parada, todo lo contrario.

Nunca he creído en el argumento de que es mejor que hablen de uno aunque sea mal. Oscar Wilde, a quien se le atribuye la frase «hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti», así lo creía, pero yo no. Al menos no siempre. Pero, claro, yo no soy un hombre de letras tan insigne que necesite ser objeto de habladurías.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Distintas tipologías, distintos perfiles

 


Esta es una entrada que he ido demorando año tras año —incluso pensé que nunca la publicaría—, mientras deshojaba una margarita virtual pensando “la publico o no la publico”. Y la duda, como suele ocurrirme en estos casos, se debía al temor a molestar, a incomodar, a ofender, por mucho que intente presentar mi reflexión del modo más aséptico posible.

Podréis, eso sí, preguntaros si no tengo otra cosa más interesante en la que fijarme y de la que escribir. Pero es que soy observador por naturaleza —mi formación científica me ha hecho así—, y aunque sea una tontería para muchos, a mi me suele llamar la atención el comportamiento de la gente y cómo reacciona cada uno ante una misma situación. De ahí que haya titulado esta entrada del modo en que lo he hecho.

Vaya por delante —siempre conviene sentar las bases de lo que sea antes de meterse en camisa de once varas— que cada uno es muy libre de obrar como le plazca y yo no tengo ningún derecho a poner objeción alguna, de ahí mi renuencia a la hora de abordar este tema. Así que, considerad este ejercicio como un simple pasatiempo, y aunque alguien se sienta identificado —que se sentirá—, espero que no se lo tome a mal.

Cada persona tiene sus gustos y su forma de pensar y actuar. Ya sé que esta afirmación es una perogrullada, pero con ella intento hacer notar que, porque alguien actúe de un modo distinto a como lo hacen los demás o, más concretamente, de una forma distinta a la mía, no es motivo de crítica. Solo pretendo aquí dar una pincelada a lo que he venido observando desde mi inicio en este mundo de los blogs con respecto al modo que cada uno tiene de tratar los comentarios que recibe, describiendo los distintos tipos de conducta que he identificado a lo largo de los años, sin que ello signifique una crítica negativa, sino solo una exposición de unos hechos tal como los he visto.

No sé si habré sido demasiado atrevido al calificar con un adjetivo a cada uno de esos comportamientos. Con ello he querido emular a un eneagrama de la personalidad. Vosotros juzgaréis lo acertado o desacertado de mi criterio.

Para simplificar al máximo, he englobado esos casos en cinco grupos:

-        El formal: el que contesta con celeridad a todos y cada uno de los comentarios a medida que los recibe.

-        El procrastinador: el que espera a tener un determinado número de comentarios para ponerse a contestarlos.

-        El práctico: el que —seguramente por recibir muchos— opta por una respuesta global que, por tal motivo, solo puede ser genérica.

-        El austero: el que, por costumbre, no contesta nunca a ninguno de los comentarios.

-        El inconstante: el que a veces responde, a veces no, y otras veces solo responde a unos cuantos comentarios, generalmente a los recibidos en primer lugar.

De todas estas conductas, lo que más me llama la atención no es que haya quien no conteste nunca, como podríais pensar, pues es muy libre de hacerlo y seguro que su decisión está sujeta a algún principio de base, sino el comportamiento irregular, el que he calificado como inconstante: el ahora sí, ahora no. ¿Qué es lo que determina esta variabilidad? Lo ignoro. Como dije al principio, cada uno es como es y actúa a su antojo, y no hay que darle más vueltas. Pero no puedo evitar preguntarme por qué, interrogante este que aplico a todo lo que ocurre a mi alrededor.

Supongo que, tras la lectura de esta entrada anodina, ya os habréis identificado en alguna de las cinco tipologías que he descrito. Yo, como debéis saber, pertenezco al primer grupo, pero no por ello me voy a poner una medalla. Mi comportamiento es simplemente un fiel reflejo de mi forma de ser, digamos, perfeccionista.

Si consideráis pertinente dar alguna explicación a vuestro modo de proceder, sentíos totalmente libres de hacerlo, pues seguro que me resultará clarificador. Pero si preferís callar por aquello de “a palabras necias, oídos sordos”, pues estáis en todo vuestro derecho.

Hace años, tuve el atrevimiento de tratar en este blog las relaciones interesadas entre algunos blogueros, esas que se basan en el conocido principio de “te leo si me lees”, y estoy casi convencido de que la pérdida de lectores/comentaristas que sufrí al poco tiempo se debió a ello. Espero que en esta ocasión no tenga que lamentar idéntica fuga, aunque estoy seguro de que mis lectores actuales son lo suficientemente ecuánimes como para aceptar —con sentido del humor o con resignación— mi evaluación amistosa.

Y sin nada más al particular, os saluda un observador impertinente e impenitente que no tiene nada mejor que hacer que dedicarse a examinar el comportamiento ajeno.

 

martes, 1 de noviembre de 2022

Vigilados

 


Con este mismo nombre existe una serie norteamericana de ciencia-ficción, cuyo título original en inglés es Person of Interest, creada por Jonathan Nolan, guionista de la famosa película Interstellar.

Para quienes no hayan visto la serie, solo destacar de forma muy sucinta que trata de un misterioso científico millonario que ha diseñado un sistema informático de vigilancia masiva cuyo objetivo es detectar con la suficiente anticipación a posibles víctimas de un grave delito y/o a quien lo va a cometer. Dicho sistema, llamado la Máquina, es muy codiciado por la cúpula de los servicios secretos estadounidenses para utilizarla con fines muy distintos a los previstos por su creador, lo que le obliga a vivir en la clandestinidad y a proteger su invento aun a costa de su vida.

Pues bien, al margen de lo trepidante de la trama, esta serie suscita la duda ética de si resulta procedente “espiar” a los ciudadanos aunque sea con fines beneficiosos para él.

Cuando en 2013 visité Cuba, me percaté —porque así me lo hizo notar un acompañante local— de que en muchas calles y plazas las autoridades habían instalado cámaras para “vigilar” a sus ciudadanos. Probablemente, fuera cierto que el objeto de esa vigilancia sea político, para identificar, localizar y detener a cualquier disidente que pretenda alterar el orden público manifestándose o actuando en contra del poder establecido.

Pero al margen de ese posible uso represivo, el debate sobre la necesidad de instalar cámaras de vigilancia en las calles se ha trasladado a muchas otras latitudes democráticas. Que haya cámaras en los bancos y centros oficiales es aceptado por todos, sobre todo en el primer caso, pues el cliente acepta ser grabado por motivos de seguridad. Saber quién entra y sale de un establecimiento bancario es primordial para identificar a posibles asaltantes, y lo mismo podemos aplicar en otros tipos de establecimientos donde podría producirse un atentado y con una gran concurrencia de clientes.

Pero ¿y en las calles? ¿en espacios abiertos? Esa posibilidad ya origina un debate sobre la privacidad de cada uno. Ante las opiniones en contra de su existencia, yo siempre he dicho lo mismo: como no tengo nada que ocultar, no me importa ser grabado. Lógicamente, queda excluida de tal presunción la vigilancia en espacios privados en los que se requiere de absoluta intimidad, como en los baños, las saunas, los vestuarios, etc.

El beneficio de tal medida la hemos visto en muchas ocasiones, la más reciente en el caso de la falsa enfermera que se llevó un bebé recién nacido del hospital de Basurto. Las imágenes registradas a la entrada y salida del centro hospitalario y durante una parte del trayecto de la secuestradora, fueron claves para identificarla y solicitar la cooperación ciudadana. Finalmente, la mujer, conocedora de su búsqueda a través de dichas imágenes, cejó en su empeño y decidió abandonar a la criatura en el rellano de una vivienda. Pero este solo ha sido uno de los muchos ejemplos en que las cámaras de seguridad han arrojado luz sobre hechos delictivos y han contribuido a dar con el paradero del delincuente. Atropellos con el conductor dado a la fuga, trifulcas callejeras y a la salida de discotecas, con resultado de muerte, actos vandálicos, etc.

Así pues, yo me muestro a favor de la implantación generalizada de esta vigilancia en las calles y lugares públicos. Más vale prevenir que curar, dice el refrán. Aunque pueda parecer extraño, me sentiría más seguro sintiéndome vigilado, sobre todo viviendo en una sociedad democrática que protege los derechos humanos.

¿Y vosotros? ¿Os parece bien esta medida o preferís no estar sujetos de esa vigilancia, aunque ello signifique que un asaltante, secuestrador, violador, homicida y cualquier otro tipo de delincuente peligroso pueda quedar impune?


jueves, 27 de octubre de 2022

Cáncer de mama

 

El pasado 19 de octubre, el mismo día que publicaba mi entrada anterior, se celebró el día internacional de la lucha contra el cáncer de mama. Como es habitual, miles de lazos rosas acompañaban a quienes reivindicaban más atención e inversión en investigación en esta dolencia que afecta a una de cada ocho mujeres. Pacientes, sanitarios, asociaciones y la sociedad en general advierten, ese día con más intensidad, de la necesidad de la prevención y de la atención personalizada.

Los destinatarios únicos de todas estas reivindicaciones y consejos saludables son las mujeres, por ser el colectivo al que mayoritariamente afecta esta terrible enfermedad, que todavía produce un importante número de muertes al año. Pero aunque este tipo de cáncer sea —por razones fisiológicas, hormonales y/o genéticas— mayoritario en mujeres, no es algo exclusivo del género femenino. Aun siendo algo excepcional, un 1% de los cánceres de mama también afecta a los hombres y yo fui uno de esos desafortunados, motivo por el que he querido escribir estas líneas.

Cada vez que leo y oigo mensajes de apoyo exclusivamente dirigidos al sexo femenino, siento pena por los hombres que, en idéntica situación, son los grandes olvidados, cuando sienten la misma angustia, padecen los mismos trastornos y se someten al mismo tratamiento, sufriendo las mismas consecuencias, y cuya supervivencia a cinco años es porcentualmente menor que en las mujeres (77,6% y 86,4% respectivamente), probablemente porque en ellos no se da la prevención precoz.

Esta exclusión y soledad social a nivel comunicativo y concienciador, ha dado origen a una asociación de cáncer de mama masculino a nivel nacional, INVI —invicancer.org—, cuyo fundador es Màrius Soler, para dar apoyo e información a este colectivo que, diría yo, se siente marginado por ser, simplemente, un caso raro.

Así pues, al margen de mi apoyo incondicional a las mujeres afectadas de cáncer de mama —ha habido varias en mi círculo de amistades con distintos desenlaces, unos afortunados y otros desdichados—, quiero aquí romper una lanza a favor de los hombres que también lo sufren y reivindico un lenguaje inclusivo cuando se habla de esta terrible enfermedad.

Yo he tenido la gran suerte de superarlo, pero otros se quedan por el camino y considero injusto que no se les tenga en cuenta. Por lo menos, los avances en el tratamiento revertirán en ambos sexos, sin distinción.

 

miércoles, 19 de octubre de 2022

De la novela al cine

 


Llevaba días cavilando sobre qué tema podía tratar en este espacio generalmente destinado a la crítica que, por una vez, no tuviera tintes mordaces o mínimamente duros contra los desmanes que nos rodean: conflictos bélicos, genocidios, torturas, represiones de índole político-social o religiosa, desahucios a personas tremendamente vulnerables, el avance de la extrema derecha en el mundo, el negacionismo sobre el cambio climático, las violaciones y abusos sexuales, el maltrato en general, los salarios de miseria, los recortes en educación y sanidad, las peleas entre partidos políticos cuyo objetivo es alcanzar el poder en lugar de velar por el bien social, la inseguridad ciudadana, la indisciplina y conductas incívicas, los campos de refugiados en condiciones inhumanas, el trato vejatorio a la inmigración, la persecución política de los disidentes, el aumento injustificado del precio de los alimentos y de otros artículos básicos, y un sinfín de injusticias y anomalías perversas para la gente de bien.

Y como algunos, si no todos, de estos problemas ya los he ido tratando, a lo largo de la vida de este blog, hoy he decidido romper, aunque sea temporalmente, con esta “línea editorial” y pasarme del lado duro al intrascendente y he elegido el tema que da título a esta entrada a raíz de mi última visita al cine para ver la versión cinematográfica de la famosa novela de Torcuato Luca de Tema, Los reglones torcidos de Dios.

Pero no voy a reseñar la película ni el libro, pues no se me daría bien esta labor, sino comentar lo que generalmente observamos cuando vemos una película basada en una novela que hemos leído con antelación. Y lo que me ha movido a hacer esta comparación ha sido el final de la película, que me sorprendió porque no era tal y como la recordaba en el texto original de Luca de Tena, obligándome a revisar y comparar ambos finales.

Advierto a los lectores de esta entrada que, si no han visto la película ni leído el libro, pero piensan hacerlo, se abstengan de seguir adelante, pues no quisiera hacer lo que ahora han dado en llamar spoiler, es decir destripar o cargarme la sorpresa final.

Lógicamente, una película no puede ser totalmente fiel al original novelado, pues su duración sería excesiva e inviable. Que se modifiquen algunos personajes de poca relevancia también me parece bien si con ello se simplifica la trama, pero que se salten datos o detalles que sí pueden tener interés para el espectador —pues su omisión deja en el aire la explicación a algún enigma—, que no aparezcan personajes que juegan un papel importante en el desenlace de la historia y, sobre todo, que se cambie el final, ya no me parece tan bien. En mi caso, como digo, al haber leído la novela me desconcertó —aunque no me disgustó— hasta el punto de hacerme dudar de mi memoria.

Así pues, yo calificaría la película como una adaptación de la novela en la que está basada. Al parecer hay muchas películas así. Tengo entendido que Stephen King estuvo muy en desacuerdo con Stanley Kubrick por haber introducido cambios importantes respecto a la novela en la afamada película El resplandor.

Volviendo a Los renglones torcidos de Dios, debo aclarar que me gustó mucho y que mantiene la tensión que se deriva de lo que ocurre dentro del centro psiquiátrico en el que se interna la protagonista, Alice Gould —cuyo nombre real es Alicia de Almenara— en calidad de investigadora privada, para descubrir el verdadero motivo de la muerte de un interno, planteándose desde un principio la duda de si es realmente una detective o una enferma mental.

Los cambios y omisiones que me han parecido más significativos han sido que una enfermera, de nombre Montse Castell, pase a ser en la película la subdirectora del centro —¿quizá para darle más peso en la historia?—, que no se explique —algo que resultaría muy simple y aclararía el enigma— por qué uno de los internos con los que confraterniza la protagonista, Ignacio Urquieta, sufre de una brutal hidrofobia —en la novela los internos lo arrojan intencionadamente a la piscina y ello le hace recordar que el origen de ese trauma es que de pequeño arrojó a un niño con patines al agua y se ahogó—. De este modo, mientras que en la novela se recupera y sale libre, en la película no sabe explicar lo que le ocurre y queda internado para siempre. También se elimina la existencia de una amiga de Alice, detective privada, que arroja luz sobre el papel que juega realmente su marido en toda esa trama. Y finalmente, el cambio más significativo está en el final, en el que el director —debo reconocer que con acierto— da un gran golpe de efecto, dejando al espectador con la duda de si Alice está realmente enferma (todo apunta a que sí).

El final es, a mi juicio, donde se ha simplificado más la historia. Y para no ser menos, yo también la simplificaré: Una vez Alice ha logrado convencer a la junta directiva de su cordura, en contra de la opinión del director de centro —que presenta su dimisión al no verse respaldado por el resto de sus miembros—, aparece el médico amigo de su marido, el mismo que elaboró el informe para que fuera internada, pero que según ella es el cliente que la contrató para develar el supuesto asesinato de su hijo ingresado, y enfrentándose a ella le espeta: Alicia, ¿en qué lío te has metido ahora?”, dando a entender con ello que no es la primera vez que se inventa una historia y que está realmente paranoica. La película termina mostrando la cara entre la sorpresa y la incertidumbre de esta.

En la novela, la detective amiga de Alice descubre —y así lo comunica a la dirección del centro— que esta sufre una paranoia provocada por su marido (no recuerdo de qué modo) y que ello la ha llevado a imaginarse toda esa historia sobre su ingreso voluntario auspiciado por un cliente, que le facilita todo tipo de pruebas médicas falsas para justificar su ingreso. La junta directiva, considerando que su paranoia no es peligrosa y, por lo tanto, no justificativa de continuar con su internamiento, ni probablemente reiterativa mientras no vuelva a coincidir con su marido (que ha desaparecido tras haberla expoliado de todo su dinero), le da el alta definitiva.

Al final, camino de casa, Alice se da cuenta de que poco a poco su salud mental se va deteriorando, decidiendo regresar al psiquiátrico, donde acaba sustituyendo a la enfermera Montse.

Y aquí acaba la comparación entre ambas versiones, debiendo añadir que, al margen de esos cambios y omisiones más o menos importantes, el relato de Guillem Clua y Oriol Paulo, guionista y director, respectivamente, resulta más atractivo y responde más a un relato de suspense con un sorpresivo final que pretende crear dudas en el espectador.

Si habéis leído la novela y visto la película, ¿qué opinión os merece esta última en comparación con la primera? 


jueves, 29 de septiembre de 2022

¿Declive u horas bajas?

 


Han pasado más de dos meses desde mi última entrada en este blog, algo inusual, y seguiría sin ninguna novedad si no fuera porque me he obligado a dar señales de vida, no fuerais a pensar que he abandonado totalmente mi Cuaderno de bitácora.

Este lapso de tiempo sin publicar se debe a lo que dice el enunciado: ¿estoy viviendo un verdadero declive como escribidor o solo estoy en horas bajas y es cuestión de tiempo para que todo vuelva a la normalidad. Estoy realmente confundido porque no identifico al culpable de ello. Aunque si es el cambio climático lo tengo crudo.

El relato que acabo de publicar en mi otro blog, Retales de una vida, La cortina, llevaba escrito desde antes de las vacaciones estivales y dudaba si hacerlo público o mantenerlo, como hasta ahora, en el anonimato. Y es que además de apoderarse de mí una gran apatía y, seguramente derivado de ello, una gran escasez de ideas mínimamente originales —a mi entender—, a ello se le ha sumado una mayor exigencia a la hora de valorar la calidad de lo que, de forma bastante forzada, acabo plasmando en una hoja de papel. Quizá con el tiempo me he vuelto excesivamente severo conmigo mismo, o más clarividente y realista, o por causas desconocidas las ideas no fluyen con la misma facilidad y las que sí lo hacen nacen defectuosas.

Qué lejos quedan los días en que los relatos se me agolpaban en el ordenador y debía espaciar su publicación para que diera tiempo a mis escasos seguidores a leerlos. Ahora paso verdaderos quebraderos de cabeza para que me sienta alcanzado por la inspiración, que cada vez se nuestra más esquiva.

Si a ello le añadimos que, además, participo en una tertulia de escritores noveles —de la que precisamente fui uno de los promotores—, en cuyo encuentro mensual presentamos nuestros respectivos textos, que leemos y comentamos, más difícil me lo ponen mis indolentes musas para cumplir con esta obligación adicional que cada vez se me hace más cuesta arriba.

He llegado al extremo de plantearme un respiro, un periodo sabático, y darle una oportunidad a mi intelecto “creativo”, a ver si se regenera, como lo hace la estrella de mar, y vuelvo a estar operativo en un tiempo relativamente corto, antes de tomar la determinación de tirar definitivamente la toalla y dedicarme a otros quehaceres menos laboriosos y exigentes.

La verdad es que no sé qué está ocurriendo en mi cerebro para que se haya producido esta sequía imaginativa. Si bien hace unos meses superé un cáncer en un tiempo récord, lo que debería hacerme sentir inmensamente feliz y creativo, algunas secuelas o “daños colaterales” pueden haberme sumido en un estado de ánimo no especialmente óptimo para sentarme a escribir ficción. Pero demos tiempo al tiempo. Todo se andará.

De momento, algo he escrito aquí, muy distinto a lo que suelo dedicar este espacio, pero algo es algo, aunque sea con un toque más pesimista de lo habitual. De hecho, mi publicación anterior, Quién fui, ya no gozaba precisamente de un contenido alegre, con una gran dosis de nostalgia, prueba de que ya se estaba gestando este declive emocional al que me refería al principio.

Adivino vuestras muestras de ánimo y comprensión, que agradezco de antemano, pero solo quien ha experimentado lo que se siente al estar sumido en este dique seco de productividad mental, sabe de qué hablo. Tampoco es una gran tragedia, soy consciente de ello. Puedo dejar de escribir y dedicarme a otros menesteres, sobre todo a la lectura. Quizá leyendo más, sienta nuevamente las ganas de escribir. Quién sabe.

 

sábado, 16 de julio de 2022

¿Quién fui? (extracto de mis memorias secretas)

En esta ocasión, para cambiar de tercio y sin que sirva de precedente, he optado por publicar una especie de crónica autobiográfica que data del año 2013, cuando decidí escribir mis memorias para uso y disfrute propio. De ahí el título de esta entrada. Salvo alguna pequeña corrección tipográfica, no he cambiado ni una coma del texto original. ¿Qué me ha impulsado a publicar ahora algo tan personal? No lo sé a ciencia cierta, pero creo que la nostalgia propia de la edad algo ha tenido que ver.


 Nunca fui un niño alegre. Veo el álbum de fotos de mi infancia, que por cierto son muy escasas, y en ninguna aparezco sonriendo. Cara de niño triste. Quizá era la costumbre de la época posar para la posteridad poniendo cara de circunstancias, no fuera que en el futuro nos tomaran por tontos, esos que ríen sin motivo aparente. O bien sólo era fruto de una época difícil y no había muchos motivos para reír. Pero tampoco hay que dramatizar, pues aún de familia humilde, no nos faltó lo imprescindible y, aunque muy de vez en cuando, tampoco faltó algún que otro detalle festivo. Así pues, sólo me queda pensar que simplemente era un niño taciturno e introvertido y que en casa no se prodigaban los besos y mucho menos los achuchones. Éramos felices a nuestra manera, pero, visto desde la distancia, era una forma de felicidad apagada, soterrada en unos cimientos demasiado profundos.

La infancia tiene una importancia capital porque es cuando empieza a forjarse la personalidad. Es durante la infancia y hasta la pubertad, etapa de grandes cambios internos y externos, físicos y biológicos, pero sobre todo emocionales, cuando la mente va configurando, moldeándolo, al ser en el que acabamos convirtiéndonos. Son las experiencias de esa etapa las que más nos marcan, dejando una huella imborrable. Aunque no dejamos de evolucionar a lo largo de una vida en la que la teoría de Darwin se manifiesta de forma acelerada e implacable, pues quien no se adapta al entorno no logra sobrevivir, conservamos en nuestro interior el germen del ser humano en el que nos convertimos hasta alcanzar la edad adulta. Creo que los cambios posteriores son tan sólo superficiales, de forma, pero no de fondo. De este modo, todos llevamos en nuestro más recóndito interior una parte del niño y del adolescente que fuimos y que nadie debería dejar de ser.

Así pues, lo genes por una parte y la educación a la que fui sometido por otra, con la mejor de las voluntades por parte de mis padres, dicho sea de paso, hicieron de mí un niño y luego un adolescente débil de carácter. Aunque solícito, muy educado y nada beligerante, algo de por sí encomiable, también era muy sumiso, tímido en extremo y, en definitiva, inseguro de mí mismo. Podríamos decir que mi yo estaba dividido en dos: mi yo interno, cerebral, reflexivo, nada visceral, ecuánime, sensible, amante de la justicia y de la razón, y mi yo externo, visible al mundo, indeciso, vergonzoso, temeroso e impotente ante lo injusto, lo que hizo que me aislara, muy a pesar mío, de mis compañeros de clase que no fueran como yo. Aléjate de las malas compañías era el lema que me inculcaron y claro, con ese bagaje tan puritano y conservador, me perdí la experiencia de vivir como un chico digamos “normal”, es decir como la mayoría de chicos de mi edad y condición, pues rehuía a los que por extravertidos, eran desenfadados, bromistas, guasones, peleones y “folloneros” y, por supuesto, los considerados por el profesorado como los gamberros de la clase, refugiándome en la compañía de seres tan pusilánimes como yo y que debo reconocer que, a pesar de sus muchas cualidades, eran un verdadero tostón. Dios los cría y ellos se juntan, ni más ni menos.

Nunca practiqué deporte alguno, pues evitaba la confrontación, la competencia y la agresividad, elementos que, probablemente, de haberlos asumido como necesarios o inevitables, me habrían preparado mucho mejor para afrontar las adversidades de la vida. Temía la derrota, el ridículo, el daño físico, todo ello comprensible en una persona medianamente sensata, pero ello no tuvo que ser óbice para no hacer frente a los retos que podían comportar tales experiencias. Pero ¿quién, en mi situación, hubiera entendido entonces lo que podía suponer para la formación, no ya física sino también psíquica, esta carencia de arrojo y determinación? Estaba literalmente sólo ante el peligro. Y si me sentía solo era porque nadie en mi entorno más cercano, especialmente mi familia, supo identificar mis limitaciones y complejos, y si los observaron no les dieron el valor que realmente tenían o no supieron cómo actuar para ayudarme a salir de este pozo seco en el que se convertiría mi vida social. Y yo, por mi parte, tampoco supe pedir ayuda. Hasta esto me avergonzaba.

Visto todo lo aquí relatado, cualquiera pensaría que mi futuro como adulto me deparó, como yo mismo llegué a prever y temer, una continua sucesión de fracasos y, sin embargo, no fue así. Algo (otra vez la disyuntiva entre casualidad y causalidad y entre fortuna y mérito) hizo de mí un mutante capaz de sobrevivir en esta sociedad tan competitiva y sobrellevar a la vez mis carencias afectivas y emocionales. Desgraciadamente, esa evolución temperamental no fue todo lo completa que hubiera necesitado y no me llevó hacia el mejor de los caminos, pues muchos errores y omisiones he cometido a la hora de hacer valer mis derechos en situaciones conflictivas, que han sido muchas, y ante aquéllos que, deliberada o inconscientemente, dañaron mi autoestima.

Al recordar mi infancia, algo que me llama especialmente la atención es cómo me tomaba las cosas al pie de la letra y, a veces, con excesivo dramatismo, como cuando, contando yo con sólo cinco años, mi padre, no muy dado a las bromas precisamente y mucho menos en materia religiosa, tan recto y serio como era, y quizá por ello y porque mi inocencia no supo captar el sentido jocoso de sus palabras, me dijo que de mayor sería sacerdote, pues debía haber uno en todas las familias de bien. ¡Quiero casarme y tener hijos! le grité. Creo que fue la única vez en mi vida que grité a mi padre, tal fue mi disgusto como si a prisión de por vida me hubiera condenado.  Pero ello no sería más que una anécdota si no fuera porque, a pesar de mi habitual sentido del humor que siempre me ha acompañado, no he dejado de tomarme las cosas seriamente (quizá demasiado) y he creído a pies juntillas cualquier cosa que viniera de alguien a quien consideraba fiable y serio como yo, a quien no imaginaba capaz de bromear o de fingir en asuntos que para mí eran importantes.

Esta credulidad innata, rayando la ingenuidad, se llegó a convertir, especialmente en el ambiente laboral, en un lastre, haciéndome sentir en más de una ocasión tremendamente ridículo por no haber sabido discernir una mentira, una exageración o una excusa de una verdad o por haber seguido a pies juntillas unas indicaciones o unas normas que nadie más que yo se tomó en serio. Ha sido en esos casos cuando he comprobado que jugar limpio no siempre conduce a una recompensa, sino que puede acabar en el más absoluto de los fracasos, pues mientras otros se saltaban las reglas del juego yo invertía tiempo y esfuerzo en seguir el camino correcto, aun siendo el más largo y tortuoso, para que al llegar a la meta comprobara que otros se habían llevado el gato al agua con mucho menos esfuerzo. Y es que siempre he creído que el fin no justifica los medios. ¿Craso error?

Y curiosamente, a pesar de los años transcurridos en ese ambiente ingrato y competitivo empresarial y de los sinsabores que esta conducta me ha producido, he seguido siendo una persona ingenua y confiada. Aunque me lo he propuesto hasta la saciedad, no he sido capaz de modificar mi forma de ser y actuar. Quizá estos rasgos de mi personalidad forjados y arraigados desde la más tierna infancia han sido demasiado sólidos para poderlos moldear adecuadamente. Seguramente, si hubiera sido más sagaz habría podido evitar situaciones como las que he vivido y de las que ahora, cuando ya es demasiado tarde, me arrepiento. Quién sabe.

Pero, como alguien dijo, uno no debe arrepentirse de su pasado sino del tiempo perdido con la gente equivocada. Durante los peores años de mi vida laboral, que precisamente han sido los últimos que he vivido, he buscado desesperadamente la paz interior, ese refugio del alma que te ayuda a ser feliz, y nunca lo logré por muchos que fueron los recursos que utilicé. Y ahora que todo ha acabado, me doy cuenta que esa paz sólo se consigue cuando somos capaces de comprendernos y aceptarnos.

Llegado a este punto, puedo decir que he empleado mucho tiempo, más del necesario, en reconciliarme conmigo mismo y aceptarme como soy y he llegado a la simple y llana conclusión de que no debo censurarme por haber sido noble y recto en un mundo desleal y deshonesto y por no haber querido mimetizarme con él. Si sigo dolido con parte de ese pasado ingrato, emplearé todo el tiempo de que ahora dispongo para curarme las heridas. De todos modos, alguien más sabio que yo dijo que “no es el tiempo el que cura las heridas, sino que eres tú quien se cura a sí mismo a través del tiempo”. Sea como sea, el tiempo lo dirá.

 

lunes, 27 de junio de 2022

Esto es un atraco

 


Siempre hemos sido engañados con falsas promesas, con productos de dudosa calidad y con un largo etcétera de mentiras con ánimo de lucro. El más conocido y común de los ejemplos son las rebajas. Pero últimamente hemos llegado a una situación extrema que clama al cielo y ante lo que, muy a nuestro pesar, nos sentimos, además de estafados, impotentes.

La noticia más reciente y de gran calado entre los consumidores es la gran y para mí injustificada subida de los precios de prácticamente todos los artículos de consumo. El precio de las frutas y verduras se ha incrementado hasta unos niveles nunca vistos, mientras que al campesino le pagan por ellas una miseria.

Siempre he creído que, durante una crisis, por muy grave que sea, hay quien saca provecho de ella camuflando su perversidad bajo la excusa de la necesidad perentoria —léase caso mascarillas— o para hacer frente a las pérdidas que, supuestamente, está sufriendo. De este modo, los abnegados empresarios —finales e intermediarios— se ven obligados —aseguran— a aumentar los precios de los artículos que venden, pues, de lo contrario, deberían cerrar el negocio y dejar en la calle a sus empleados.

Estamos viendo, incrédulos y cabreados, como las eléctricas se están forrando mientras que los usuarios sufrimos y soportamos unos incrementos brutales en la factura de la luz. Al parecer estas empresas también gozan de inmunidad, como el Rey emérito, pues al Gobierno le tiembla la mano ante la posibilidad de imponerles unos impuestos más elevados y una reducción en sus beneficios multimillonarios.

No niego que hay empresas, pequeños comerciantes y autónomos de diversos ámbitos, que lo han pasado y lo están pasando realmente mal, primero por culpa de la pandemia y ahora, entre otras causas, por la guerra entre Rusia y Ucrania al ver su actividad económica perjudicada. No obstante, la falta de previsión y la cortedad de miras de los países de la UE, confiando casi en exclusiva el suministro de algunos productos esenciales a dos únicos o mayoritarios proveedores (Rusia y China), ha hecho que, ante la situación política que estamos viviendo, nos hayamos quedado con el culo al aire. Hemos comprobado que el más vale prevenir, en forma de diversificación, ni tan solo se aplica en los países desarrollados de nuestro entorno.

Pero volviendo a lo que podríamos calificar de picaresca inmoral, estoy convencido de que hay quien se aprovecha del temor ante la falta de suministro de alimentos y de otros artículos de necesidad para aumentar vertiginosa e injustificadamente el precio de ciertas materias primas —como el aceite de oliva y la harina, siendo España el primer país aceitunero de la UE y el quinto en la producción de trigo—, de la electricidad, de los carburantes y de otros tantos productos para inflar más de lo justo y necesario el precio de lo que vende al consumidor, quien es el que siempre paga el pato. «Si me aumentas los impuestos, si me obligas a hacer un descuento a mis clientes, lo repercuto en el precio final y Santas Pascuas». Esa es la dinámica mayoritaria. Y todos contentos. Y engañados.

¿Qué tendrá que ver, digo yo, la escasez de algunos artículos con la subida abusiva de los alquileres? ¿Y en el precio de una habitación de hotel? Hay quien se está aprovechando de este caos inflacionista para, en el mejor de los caos, resarcirse de las pérdidas ocasionadas en su negocio por la pandemia. «Ahora es la ocasión para hacer caja a lo grande», deben pensar. Y todos a pasar por el tubo.

Pero hay algo que todavía me preocupa más y es que los medios de comunicación, consciente o inconscientemente, ayudan a normalizar la situación, presentándola como algo muy negativo pero inevitable. Es lo que hay. Y de este modo, el ciudadano acaba resignándose. Mal de muchos...

Creo que vivimos en una burbuja económica manejada arbitrariamente por los que ostentan el poder, los que tienen la sartén por el mango, en una economía que calificaría de virtual. Nunca he entendido por qué una sospecha o temor ante una posible, aunque remota, crisis, del tipo que sea, hace caer de inmediato las bolsas o aumentar la famosa prima de riesgo. Yo no entiendo de economía, pero se me antoja como algo insólito que las bolsas se anticipen a los sucesos que luego no llegarán muy probablemente a producirse. Pero el daño ya está hecho. Y lo peor es que mientras la caída de los valores bursátiles se traslada inmediatamente a los ciudadanos, no es así cuando estos se recuperan. Si sube el precio del barril de petróleo, enseguida se repercute en el precio del litro de gasolina o gasóleo, pero cuando baja, hay que esperar semanas o meses para notar ese alivio económico. Las gasolineras argumentan que, aunque baje el precio del crudo, ellas ya compraron el carburante al precio anterior, más elevado. ¿Por qué no hacen exactamente lo mismo cuando lo compraron a un precio más bajo y luego sube en origen? El caso es forrarse como sea. Lo dicho: esto es un atraco.


domingo, 22 de mayo de 2022

Dios los cría...

 


Dios los cría y ellos se juntan es un famoso refrán que indica que existe una tendencia natural a reunirse con quienes tienen el mismo temperamento o conducta, por lo general reprochable. Como nuestro refranero es muy rico para aludir a situaciones muy similares, se me ocurre también, para ilustrar esta entrada, los refranes que dicen Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija o Dime con quién andas y te diré quién eres. El primero hace alusión a las ventajas que obtienen aquellos que se relacionan con personas influyentes y poderosas, y el segundo a cómo las malas compañías pueden influir negativamente en el comportamiento de quien las frecuenta. Y lo dejo aquí porque a medida que voy escribiendo se me ocurren más refranes ejemplarizantes sobre el comportamiento gregario de carácter censurable según mi punto de vista.

Me atrevería a decir sin temor a equivocarme que solo los defraudadores, estafadores, ladrones y otros pájaros de cuidado son capaces de disculpar e incluso alabar, sin ningún atisbo de duda ni vergüenza, a los de su ralea. Un ladrón nunca censurará a otro ladrón, del mismo modo que quien ha defraudado a Hacienda jamás acusará a otro defraudador, a menos que ello le sirva de excusa, defensa o atenuante.

No voy a dar nombres para no herir susceptibilidades y por si acaso el Gran Hermano me vigila, pero creo que la objetividad, al igual que la justicia, debería hacernos pensar del mismo modo y situarnos en el mismo platillo de la balanza, sea cual sea nuestra ideología política, aunque está visto que en política no existe, por desgracia, la ecuanimidad. Si alguien, por muy importante que sea en la esfera política y/o económica, comete un delito o falta grave, por muy simpatizantes que seamos de su persona, ello no es óbice para que censuremos su proceder y, si lo que se le imputa merece un castigo, exijamos que la justicia haga su trabajo independientemente de quién se trate. Por desgracia, no es así. Que sus allegados hagan piña a su alrededor e intenten disculparlo es hasta cierto punto comprensible, a pesar de que no debería ser así; pero que ciudadanos de a pie, que se han visto perjudicados social o económicamente por su mala conducta, ya sea por acción, “jugando” con el dinero de todos, o por omisión, ignorando las necesidades de los más desfavorecidos, me resulta inconcebible. De ahí que me plantee la posibilidad de que si hay quienes los defienden y alaban es porque son de los que piensan que a una persona a la que admiran se le puede y debe disculpar toda fechoría, o bien porque ellos habrían actuado del mismo modo si hubieran tenido ocasión de hacerlo.

De ahí mi incomprensión e irritación al ver cómo personas que deberían estar sentadas en el banquillo de los acusados, son, por el contrario, aplaudidas y vitoreadas, convirtiéndolas con ello en seres todavía más pagados de sí mismos y convencidos de que están en posesión de la verdad y que sus detractores son unos extremistas antipatriotas. No sabría decir qué motivo preferiría que subyaciera bajo esa actitud, si la ignorancia y el adocenamiento más extremos o un fanatismo irracional. Lo más probable es que las tres cosas vayan de la mano.

Está cada vez más claro que tenemos lo que nos merecemos. Creo que eso del karma es un cuento chino —aunque tenga origen indio—, porque ninguno de esos personajes, chulos y prepotentes, recibe su justo merecido, más bien al contrario, son elevados a los altares (de la corrupción).

Y, para terminar, añadiría que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír.

Claro que también se dice que en el país de los ciegos el tuerto es el Rey.


sábado, 23 de abril de 2022

Una hora menos en Canarias

 


Muchas veces me da la impresión de que irregularidades que podrían solventarse con relativa facilidad, se dejan como están por pura inacción que, a su vez, responde a una falta de iniciativa o interés. Eso de procrastinar es muy nuestro.

Hace tiempo traté el tema del cambio de horario de verano e invierno como algo que me parecía, si no absurdo, sí innecesario, pues no entendía las razones que abogaban por seguir haciéndolo, cuando cada año, invariablemente, volvía a ponerse en duda su conveniencia, dando a entender que esa ocasión sería la última. Y así llevamos décadas aplicando ese cambio, a pesar de las voces que indican los efectos negativos sobre nuestro reloj biológico.

Pero si modificar lo que ya es una costumbre que no solo afecta a un país, sino a prácticamente todo el globo es una tarea harto complicada, el cambio del huso horario español solo debería contar con la voluntad de nuestros gobernantes, sin tener que obtener necesariamente el beneplácito de los otros países de nuestro entorno.

Todo empezó un 16 de marzo de 1940, cuando las once de la noche pasaron a ser las doce por orden del gobierno del general Franco. Si en un principio este cambio se anunció como una medida temporal, quedó fijado —hasta el momento— a perpetuidad.

A España, por su geografía, le corresponde el huso horario del Meridiano de Greenwich (GMT), ya que la mayor parte de la península queda dentro de la zona determinada por esta línea imaginaria adoptada como referencia para los husos horarios de todo el mundo.

Después de ochenta años, toda España —excepto las islas Canarias— sigue la hora europea central, la de Berlín, en lugar de la occidental, la de Londres.

La decisión del gobierno de Franco se basó oficialmente en la “conveniencia de que el horario nacional coincidiera con la de los otros países europeos”, cuando, en realidad, se afirma que fue un gesto de aproximación a Hitler.

Hay que decir, sin embargo, que nuestro país no fue el único país europeo que adoptó esta medida, pues la hora de España, Alemania, la Francia ocupada por los nazis, la del Reino Unido y Portugal también se acompasaron con la de Berlín. Pero al terminar la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra y Portugal volvieron a la hora GMT, mientras que Francia y España no lo hicieron, aunque en el caso francés se puede alegar que como el país galo se halla situado entre dos husos horarios, el occidental y el central, es de suponer que tanto les dio volver al horario anterior o quedarse como estaban.

Así las cosas, se da la paradoja de que Vigo tiene la misma hora que Varsovia, que está a 3.200 kilómetros de distancia, y una hora más que Oporto, situada a solo 150 kilómetros.

¿Qué impide, pues, que nos alineemos con la hora GMT, la que nos corresponde? ¿Tan difícil seria volver a nuestra hora original? Con tal de no cambiar a la hora de verano en la península, a finales de marzo, cuando hay que adelantar el reloj de las 02:00 horas a las 03:00 horas, nos quedaríamos con la misma hora que en las Islas Afortunadas —que sí habrían cambiado de las 01:00 horas a las 02:00 horas— y, por lo tanto, pasaríamos a estar en el mismo huso horario que Portugal e Inglaterra. 

Pero ya se sabe que no hacer nada es mucho más cómodo. Dejar las cosas como están es la mejor manera de no complicarnos la vida. Pero ¿tanto esfuerzo requiere adoptar de nuevo la hora que no debimos abandonar?

Lo mismo ocurre con la propuesta de “normalización” de los horarios laborales y comerciales en pro de la tan aclamada conciliación familiar. Este tema es como los ojos del Guadiana, que aparece y desaparece una y otra vez, pero nadie se atreve a coger el toro por los cuernos, y eso que vivimos en un país eminentemente taurino.

Así pues, hasta que no nos adaptemos a la franja horaria a la que en realidad pertenecemos, tendremos que seguir oyendo la cantinela de “una hora menos en Canarias”.


sábado, 2 de abril de 2022

Estafadores anónimos

 


Vivimos inmersos en la cultura del engaño. Solo hay que ver la publicidad engañosa a la que estamos sometidos. Productos mágicos para adelgazar, cosméticos milagrosos para eliminar lo que la edad ha ido irremediablemente añadiendo, ofertas extraordinarias a las que no podemos sustraernos, mientras que en la base de la pantalla del televisor se desplaza a gran velocidad un texto diminuto, y por lo tanto ilegible, que explica la verdad, aunque sea a medias, por si a alguien se le ocurre denunciar esa farsa que pretenden vendernos como algo real.

Pero esto ya parece que lo hemos asumido y entendemos que forma parte del juego. Pero de un tiempo a esta parte, el “arte” de engañar ha adoptado diversas y peligrosas formas cada vez más originales y sofisticadas. Ante esa propagación del fraude a domicilio, no cesan de llegarnos mensajes advirtiéndonos de todo tipo de engaños: no llamar a un teléfono desconocido del que has recibido una llamada perdida y sin mensaje, no entrar en un enlace que te han enviado con la excusa de que debes confirmar algo, no abrir documentos de origen desconocido, y por supuesto no dar nunca datos personales e intransferibles aunque quien los solicite sea una supuesta Compañía conocida con la que mantenemos una relación comercial. No seguir estas recomendaciones puede llevar a que esos desaprensivos se hagan con datos privados con los que pueden vaciarnos la cuenta bancaria, cargarnos una factura del teléfono brutal o hacernos la vida imposible.

Como ya estoy prevenido ante tales engaños, intento no caer en esos intentos de fraude. Pero hay Compañías que, por su conducta negligente o ineficiente, provocan que sigamos expuestos a posibles engaños.

Prueba de ello es que hace unos meses, en un gran centro comercial, se nos acercó, a mi mujer y a mí, un individuo preguntando si éramos clientes de Endesa. Al contestar afirmativamente, nos preguntó entonces si conocíamos la nueva tarifa Tiempo happy, con la que ahorraríamos significativamente en la factura de la luz. Al mostrar nuestro posible interés, nos llevó hasta un mostrador y nos fue detallando las ventajas de esa nueva modalidad. Tanto el personal como el pequeño stand estaba claramente identificado con el nombre y logo de Endesa, así que no había nada que temer. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando, al rellenar el impreso de adhesión a la nueva tarifa, el comercial nos pide que le facilitemos el número de cuenta bancaria, a lo que nos negamos en redondo, aduciendo que este dato tenía que constar en su base de datos, pues solo estábamos cambiando de tipo de prestación, no de Compañía. A ello respondió que sí era necesario porque esta modificación equivalía a firmar un nuevo contrato, para lo cual era imprescindible anotar la cuenta bancaria a la que nos cargarían las nuevas facturas. ¿Cómo una Compañía del calibre de Endesa no puede obtener esa información de su base de datos después de tantos años de usarla para el cobro de nuestras facturas? Ante nuestra renuencia, el comercial llamó a un supervisor contándole el problema, tras lo cual fuimos informados de que al día siguiente recibiríamos una llamada de un agente para resolver el entuerto. Pero ¿y si ello también formaba parte de una trampa?

Al día siguiente, acabé dando el número de nuestra cuenta bancaria por teléfono, algo que, en teoría, deberíamos haber evitado. Debo aclarar, sin embargo, que antes llamé a Endesa para que me confirmara que esa oferta era cierta y que todo estaba en regla. En primer lugar, me dijeron que, para montar un stand en un centro comercial, la empresa debe pagar bastante dinero por ello, con lo cual difícilmente un estafador haría tal cosa; en segundo lugar, me confirmaron la existencia de la nueva tarifa con ese nombre tan happy; y en tercer lugar me corroboraron que se trataba de un contrato nuevo a todos los efectos y que, efectivamente, debía facilitar el número de cuenta, aunque no supieron justificar por qué no la podían hallar en su base de datos.

Esta historia ejemplifica el hecho de que a veces puede resultar difícil distinguir entre un fraude y un acto burocrático legal, por muy atípico o ilógico que nos parezca, y que, en consecuencia, pueden pagar justos por pecadores.

Por culpa de los desaprensivos nos hemos vuelto desconfiados, aunque también es cierto que más vale pecar por exceso que por defecto. De hecho, mientras escribía esta entrada, qué casualidad, me entró en mi móvil un SMS de la Compañía de seguros del automóvil advirtiéndome que la póliza estaba a punto de caducar y que si deseaba recibir más información entrara en un enlace que acompañaban. Algo parecido hace Movistar, MediaMark, Leroy Merlín y otras empresas, con ofertas de distinto tipo. ¿Cómo saber si se trata de un fraude y el enlace que adjuntan contiene un virus? Lo que dice siempre mi mujer: «Si quiero algo ya les llamaré yo».

Pues bien, llegado a este punto, hace unos días, a pesar de mi supuesta conciencia antifraude, fui objeto de dos tentativas de engaño en un solo día y en un breve margen de tiempo. Debía ser el día mundial de la mentira.

En el primer caso, me llamaron (supuestamente) en nombre de Endesa para tratar sobre mis facturas. Casualmente, dos días antes había presentado una reclamación por el coste desorbitado de la última factura y que, en mi opinión, se debe a un error. La reclamación estaba, pues, en curso, así que mi subconsciente me traicionó e interpreté, sin prestar demasiada atención a lo que me decía una joven con marcado acento latinoamericano y hablando atropelladamente, que me intentaba justificar el monto exagerado de la factura objeto de mi reclamación. Como yo incidía en los detalles de la misma y justificaba por qué consideraba que se trataba de un craso error, le di, sin darme cuenta, información a su favor. Desde ese momento, sus explicaciones se volvieron más incongruentes, para finalmente decirme que, como no querían perderme como cliente, me ofrecían un descuento que ya vería reflejado en mi próxima factura que, por cierto, vendría a nombre de Iberdrola, pero que daba igual, que era lo mismo y no cambiaba nada. Total, peccata minuta. Como durante la charla, o mejor dicho su diatriba, me preguntó mi edad y le dije que tenía 71 años, debió pensar que era un viejo al que se le puede timar fácilmente. Seré viejo, pero no idiota, como dijo Carlos Sanjuan, el promotor de la campaña contra los bancos que no atienden a los mayores como es debido.

Así pues, como ya me percaté de sus perversas intenciones, decliné su oferta, a pesar de sus airadas protestas, y colgué. Llamé de inmediato a Endesa para informarles de lo acontecido y me confirmaron que se trataba de un truco para que el cliente cambie de Compañía y, por lo tanto, si yo no tenía intención de hacerlo, que me opusiera. De hecho, en mi reclamación pendiente de respuesta, “amenazaba” a Endesa con cambiarme de comercializadora, así que quizá lo acabe haciendo, pero libremente y no a través de engaños. Y ahora me pregunto cómo la joven que me llamó sabía mi nombre y apellidos, mi domicilio y mi correo electrónico. Quiero creer que Iberdrola no forma parte de ese complot deliberadamente —de hecho, su base de datos ha sido recientemente hackeada—, sino que contrata a terceros la caza y captura de nuevos clientes, sin reparar en los métodos empleados para ello.

El segundo intento de engaño se produjo al cabo de escasos minutos, cuando recibí un mensaje de texto diciendo que «el paquete enviado por Correos Exprés no ha podido entregarse porque no se han abonado las tasas de aduana —unos pocos euros—, por lo que debía pinchar en un enlace para satisfacerlas. Borré de inmediato el texto. Pero, ¡qué curioso! Aquella misma mañana me habían entregado un paquete por Correo Exprés.

Me pregunto si ambas cosas fueron casuales o por obra de ciber espías —a fin de cuentas, nos tienen fichados—, que cuando detectaron que había presentado una reclamación a mi Compañía de la luz o que era el destinatario de un paquete que me tenía que hacer entrega Correos Exprés, pasaron esa información a un grupo de delincuentes organizado para que, de un modo u otro, me colaran un gol. O dos.

La existencia de esos estafadores anónimos hace que nuestra vida sea un poco más insegura e incluso peligrosa. Y los supuestos adelantos tecnológicos están de su parte. ¿Cómo luchar contra ello? Supongo que siendo más y más desconfiados. Una pena.


sábado, 26 de marzo de 2022

Una tarde en Jerez

Que la memoria empieza a fallarme lo acabo de constatar. Recién terminado de escribir este texto, me ha sobrevenido un pálpito. Oye, espera, ¿acaso no conté esta anécdota tiempo atrás?, me he preguntado. Pues me suena, me he contestado. Así que revisando el histórico de publicaciones he podido comprobar que, efectivamente, lo hice hace unos cinco años, con el título Una visita a la feria. ¡Maldita memoria! Pues a la papelera con esta imperdonable repetición, me he dicho. Pero entonces he comprobado que, de los que todavía me seguís, solo Pedro Fabelo la leyó (quedas, Pedro, por lo tanto, dispensado de volver a leerla), así que me he permitido la libertad de seguir adelante. Además, como el fondo es el mismo, pero no así la forma de contarlo, podríamos considerar esta versión como un remake.



Corría el año 1990. Por aquel entonces yo trabajaba para una multinacional farmacéutica norteamericana que tenía por costumbre celebrar una reunión internacional anual, por áreas de negocio, alternando el continente americano y el europeo. En mayo de 1990, dicha reunión se celebró en España y el lugar designado fue Sevilla. No voy a referir cómo, quién ni por qué se tomó esa decisión porque sería largo de contar. El caso es que me tocó a mí, lógicamente, organizarla. Solo diré que, como anfitrión, les había propuesto tres localidades candidatas: Barcelona, Madrid y Palma de Mallorca, por este orden. Y es que como era costumbre destinar una tarde —de los cinco días que duraba el encuentro— a alguna actividad lúdica y cultural, pensé que estos tres enclaves podían dar mucho de sí y, además, me resultaban suficientemente cercanos para organizar todos los aspectos de ese evento desde mi oficina, con algún que otro desplazamiento para controlar in situ la evolución de los preparativos.

La elección de Sevilla implicó, por lo tanto, una dificultad añadida, habida cuenta de los casi mil kilómetros que la separan de la Ciudad Condal. Si a eso le añadimos que mi superior descartó mi petición de desplazarme, aunque solo fuera una vez, hasta el hotel Los Lebreros —el elegido para hospedar a los cerca de cuarenta participantes y para las reuniones de trabajo— para ver de primera mano si todo andaba como era debido y esperado, debiendo, en su lugar, contratar a una Empresa dedicada a la organización de eventos, los contratiempos estaban servidos. Y en este apartado podría contaros un buen número de despropósitos debidos a la mala gestión de la representante de dicha empresa, que se lo tomó como un divertimento al que no hacía falta prestarle demasiada atención.

Pero la anécdota a la que me he referido al principio fue la que tuvo lugar esa tarde dedicada a las actividades lúdicas y sociales. De todas las propuestas que formulé para pasar una tarde divertida y cultural en la capital Hispalense, todas fueron rechazadas por su elevado coste, dejándome como última opción, dada la fecha en las que nos encontrábamos, una visita a la Feria de Jerez con cena en el recinto ferial. De Sevilla a Jerez hay poco más de una hora por carretera, lo cual no era un impedimento. Solo precisábamos de un autocar.

El impedimento real fue de otro tipo. Los participantes venidos de otros lares y acostumbrados a otros horarios pretendían salir del hotel a primera hora de la tarde. Fue del todo inútil advertirles que era cuando declinaba el día que la feria lucía en todo su esplendor y que, por lo tanto, a la hora que ellos pretendían llegar no habría nada que ver. Debo aclarar que cumplí mi última etapa del servicio militar precisamente en Jerez de la Frontera y, por lo tanto, sabía de lo que hablaba.

Yo me decía que esos extranjeros estaban locos de atar —al igual que Astérix opinaba de los romanos—, pues este no fue su único desatino. ¿Creeréis que porque soy español daban por sentado que conocía al dedillo Sevilla? Tuve, pues, que agenciarme una guía turística —me refiero a la de papel— para planificar una serie de rutas “tasqueras” a las que nos lanzamos cada tarde-noche tras las reuniones de trabajo.

Nunca he tenido que improvisar tanto como entonces para salir del atolladero en el que me metían sus continuos dislates y peticiones, así que la visita a la feria no estuvo exenta de uno más de mis espontáneos recursos: Saldríamos del hotel a las cuatro de la tarde —¿tan tardeeee?— y haríamos una vuelta con el autocar —un sightseeing tour para ellos— por Sevilla, con alguna que otra parada para que pudieran hacer algunas fotografías e ir así retrasando la partida hacia Jerez. Si todo salía según lo previsto, llegaríamos a eso de las siete de la tarde —aun así, demasiado temprano— y al poco ya empezaría el espectáculo.

Antes de eso, ya se produjeron tres incidencias: la primera, explicarles en inglés en qué consistía la feria, la segunda —seguramente debido a lo que dedujeron de mis explicaciones— que se rajó casi la mitad de los allí presentes —la francesa hasta puso cara de desprecio—, y tercera que la mañana del día de autos estuvo lloviendo a cántaros, lo que hacía peligrar la excursión. Menos mal que paró a la hora del almuerzo. Pero ¿y si volvía a llover?

El caso es que, con retraso o sin él, llegamos al recinto ferial antes de lo que yo pretendía. Nadie quiso apearse del autocar y la mayoría ni siquiera atendía a las explicaciones de la guía contratada para distraer al personal y dilatar al máximo el paseo en autocar. El australiano y el japonés —que hicieron muy buenas migas— ni se dignaron a contemplar el paisaje a través de las ventanas. ¿Ignorantes? ¿Maleducados? Supongo que un poco de todo.

Una vez en el recinto ferial, como era de esperar, no había ningún ser vivo humano salvo dos azafatas que, enfundadas en sus casacas rojas, nos esperaban en la puerta de acceso. El suelo, de tierra batida, estaba empapado, si bien empezaba a secarse. A nuestro alrededor las casetas cerradas a cal y canto. Yo abriendo la comitiva de los intrigados turistas y con las dos azafatas a cada lado sin abrir boca, por mucho que las animaba a que contaran al distinguido público en qué consistía la feria y qué sucedería allí en —con suerte— un par o tres de horas. O no sabían inglés o eran mudas. Cuando ya no podía soportar más las caras de interrogación de mis colegas, como pensando «¿qué coño hacemos aquí?» o bien «¿para qué coño nos ha traído hasta aquí ese imbécil?», apremié a las dos bellas y sosas azafatas para que se las arreglaran como fuera pero que nos abrieran una caseta, costara lo que costase.

No sé, ni quise saber, qué costó, pero de pronto se hizo la luz, la de una caseta pequeñita —casi no nos podía albergar a todos con una cierta holgura—, que con unas sevillanas como música de fondo y un buen surtido de vinos de la zona hizo las delicias de los sedientos extranjeros. Poco a poco, sus caras fueron adquiriendo un tono rosado, sus labios esbozando unas grandes sonrisas y sus voces subiendo de tono, hasta que se hizo la hora de cenar, a eso de las nueve —¿tan prontooo? Eso lo dijo el maître del restaurante, a quien fui a pedir auxilio y suplicar comprensión porque, de otro modo, mis hambrientos colegas se sentarían a la mesa completamente beodos.

Como se suele decir, está bien lo que bien acaba. Y la historia acabó bien, tan bien que, a la hora de subir al autocar rumbo al hotel de Sevilla, faltaban varios pasajeros, que tuve que ir a rescatar uno a uno de las casetas más cercanas, en las que los encontré en un estado de inmensa alegría contemplando a las jóvenes bailaoras vestidas con sus trajes de faralaes. A esa hora —serían las once— el recinto estaba radiante de música, luz y color, pero era la hora de volver a la vida normal. Todos volvieron menos dos, el japonés y el australiano, que se lo estaban pasando en grande bebiendo y bailando con más pena que gloria. «Ya volveremos en taxi», me dijeron con voz estropajosa. No hubo forma de hacerles recapacitar, por mucho que les advertí que a dos extranjeros alegres, que no saben dónde están ni adónde van exactamente, el taxi les costaría una pastón. Como así fue. Ellos se salieron con la suya y el taxista salió, con toda seguridad, ganando lo suyo.

Como os podéis imaginar, mi mejor momento fue cuando, al término del encuentro —meeting para los entendidos—, todos habían ya abandonando el hotel en dirección al aeropuerto. Para celebrarlo, fui a almorzar al restaurante La Albahaca, en pleno barrio de Santa Cruz, y probé por primera vez en mi vida un delicioso Ajoblanco.

A media tarde también estaba yo esperando la salida de mi vuelo a Barcelona, muy cansado, pero relajado, y con un tremendo sabor a ajo en la boca. 

De esta anécdota podrían extraerse varias moralejas, pero prefiero que cada uno extraiga la que más le guste.