En esta
ocasión, para cambiar de tercio y sin que sirva de precedente, he optado por
publicar una especie de crónica autobiográfica que data del año 2013, cuando
decidí escribir mis memorias para uso y disfrute propio. De ahí el título de
esta entrada. Salvo alguna pequeña corrección tipográfica, no he cambiado ni
una coma del texto original. ¿Qué me ha impulsado a publicar ahora algo tan personal?
No lo sé a ciencia cierta, pero creo que la nostalgia propia de la edad algo ha
tenido que ver.
Nunca
fui un niño alegre. Veo el álbum de fotos de mi infancia, que por cierto son
muy escasas, y en ninguna aparezco sonriendo. Cara de niño triste. Quizá era la
costumbre de la época posar para la posteridad poniendo cara de circunstancias,
no fuera que en el futuro nos tomaran por tontos, esos que ríen sin motivo
aparente. O bien sólo era fruto de una época difícil y no había muchos motivos
para reír. Pero tampoco hay que dramatizar, pues aún de familia humilde, no nos
faltó lo imprescindible y, aunque muy de vez en cuando, tampoco faltó algún que
otro detalle festivo. Así pues, sólo me queda pensar que simplemente era un
niño taciturno e introvertido y que en casa no se prodigaban los besos y mucho
menos los achuchones. Éramos felices a nuestra manera, pero, visto desde la
distancia, era una forma de felicidad apagada, soterrada en unos cimientos
demasiado profundos.
La infancia tiene una importancia capital porque
es cuando empieza a forjarse la personalidad. Es durante la infancia y hasta la
pubertad, etapa de grandes cambios internos y externos, físicos y biológicos,
pero sobre todo emocionales, cuando la mente va configurando, moldeándolo, al
ser en el que acabamos convirtiéndonos. Son las experiencias de esa etapa las
que más nos marcan, dejando una huella imborrable. Aunque no dejamos de
evolucionar a lo largo de una vida en la que la teoría de Darwin se manifiesta
de forma acelerada e implacable, pues quien no se adapta al entorno no logra
sobrevivir, conservamos en nuestro interior el germen del ser humano en el que
nos convertimos hasta alcanzar la edad adulta. Creo que los cambios posteriores
son tan sólo superficiales, de forma, pero no de fondo. De este modo, todos
llevamos en nuestro más recóndito interior una parte del niño y del adolescente
que fuimos y que nadie debería dejar de ser.
Así pues, lo genes por una parte y la educación
a la que fui sometido por otra, con la mejor de las voluntades por parte de mis
padres, dicho sea de paso, hicieron de mí un niño y luego un adolescente débil
de carácter. Aunque solícito, muy educado y nada beligerante, algo de por sí
encomiable, también era muy sumiso, tímido en extremo y, en definitiva,
inseguro de mí mismo. Podríamos decir que mi yo estaba dividido en dos: mi yo
interno, cerebral, reflexivo, nada visceral, ecuánime, sensible, amante de la
justicia y de la razón, y mi yo externo, visible al mundo, indeciso, vergonzoso,
temeroso e impotente ante lo injusto, lo que hizo que me aislara, muy a pesar
mío, de mis compañeros de clase que no fueran como yo. Aléjate de las malas
compañías era el lema que me inculcaron y claro, con ese bagaje tan puritano y
conservador, me perdí la experiencia de vivir como un chico digamos “normal”,
es decir como la mayoría de chicos de mi edad y condición, pues rehuía a los
que por extravertidos, eran desenfadados, bromistas, guasones, peleones y “folloneros”
y, por supuesto, los considerados por el profesorado como los gamberros de la
clase, refugiándome en la compañía de seres tan pusilánimes como yo y que debo
reconocer que, a pesar de sus muchas cualidades, eran un verdadero tostón. Dios
los cría y ellos se juntan, ni más ni menos.
Nunca practiqué deporte alguno, pues evitaba la
confrontación, la competencia y la agresividad, elementos que, probablemente,
de haberlos asumido como necesarios o inevitables, me habrían preparado mucho
mejor para afrontar las adversidades de la vida. Temía la derrota, el ridículo,
el daño físico, todo ello comprensible en una persona medianamente sensata,
pero ello no tuvo que ser óbice para no hacer frente a los retos que podían
comportar tales experiencias. Pero ¿quién, en mi situación, hubiera entendido
entonces lo que podía suponer para la formación, no ya física sino también
psíquica, esta carencia de arrojo y determinación? Estaba literalmente sólo
ante el peligro. Y si me sentía solo era porque nadie en mi entorno más
cercano, especialmente mi familia, supo identificar mis limitaciones y
complejos, y si los observaron no les dieron el valor que realmente tenían o no
supieron cómo actuar para ayudarme a salir de este pozo seco en el que se
convertiría mi vida social. Y yo, por mi parte, tampoco supe pedir ayuda. Hasta
esto me avergonzaba.
Visto todo lo aquí relatado, cualquiera
pensaría que mi futuro como adulto me deparó, como yo mismo llegué a prever y
temer, una continua sucesión de fracasos y, sin embargo, no fue así. Algo (otra
vez la disyuntiva entre casualidad y causalidad y entre fortuna y mérito) hizo
de mí un mutante capaz de sobrevivir en esta sociedad tan competitiva y
sobrellevar a la vez mis carencias afectivas y emocionales. Desgraciadamente,
esa evolución temperamental no fue todo lo completa que hubiera necesitado y no
me llevó hacia el mejor de los caminos, pues muchos errores y omisiones he
cometido a la hora de hacer valer mis derechos en situaciones conflictivas, que
han sido muchas, y ante aquéllos que, deliberada o inconscientemente, dañaron
mi autoestima.
Al recordar mi infancia, algo que me llama
especialmente la atención es cómo me tomaba las cosas al pie de la letra y, a
veces, con excesivo dramatismo, como cuando, contando yo con sólo cinco años,
mi padre, no muy dado a las bromas precisamente y mucho menos en materia
religiosa, tan recto y serio como era, y quizá por ello y porque mi inocencia
no supo captar el sentido jocoso de sus palabras, me dijo que de mayor sería
sacerdote, pues debía haber uno en todas las familias de bien. ¡Quiero casarme
y tener hijos! le grité. Creo que fue la única vez en mi vida que grité a mi
padre, tal fue mi disgusto como si a prisión de por vida me hubiera condenado. Pero ello no sería más que una anécdota si no
fuera porque, a pesar de mi habitual sentido del humor que siempre me ha
acompañado, no he dejado de tomarme las cosas seriamente (quizá demasiado) y he
creído a pies juntillas cualquier cosa que viniera de alguien a quien consideraba
fiable y serio como yo, a quien no imaginaba capaz de bromear o de fingir en
asuntos que para mí eran importantes.
Esta credulidad innata, rayando la ingenuidad,
se llegó a convertir, especialmente en el ambiente laboral, en un lastre, haciéndome
sentir en más de una ocasión tremendamente ridículo por no haber sabido discernir
una mentira, una exageración o una excusa de una verdad o por haber seguido a
pies juntillas unas indicaciones o unas normas que nadie más que yo se tomó en
serio. Ha sido en esos casos cuando he comprobado que jugar limpio no siempre
conduce a una recompensa, sino que puede acabar en el más absoluto de los fracasos,
pues mientras otros se saltaban las reglas del juego yo invertía tiempo y
esfuerzo en seguir el camino correcto, aun siendo el más largo y tortuoso, para
que al llegar a la meta comprobara que otros se habían llevado el gato al agua
con mucho menos esfuerzo. Y es que siempre he creído que el fin no justifica
los medios. ¿Craso error?
Y curiosamente, a pesar de los años
transcurridos en ese ambiente ingrato y competitivo empresarial y de los
sinsabores que esta conducta me ha producido, he seguido siendo una persona
ingenua y confiada. Aunque me lo he propuesto hasta la saciedad, no he sido
capaz de modificar mi forma de ser y actuar. Quizá estos rasgos de mi personalidad
forjados y arraigados desde la más tierna infancia han sido demasiado sólidos
para poderlos moldear adecuadamente. Seguramente, si hubiera sido más sagaz
habría podido evitar situaciones como las que he vivido y de las que ahora,
cuando ya es demasiado tarde, me arrepiento. Quién sabe.
Pero, como alguien dijo, uno no debe
arrepentirse de su pasado sino del tiempo perdido con la gente equivocada.
Durante los peores años de mi vida laboral, que precisamente han sido los
últimos que he vivido, he buscado desesperadamente la paz interior, ese refugio
del alma que te ayuda a ser feliz, y nunca lo logré por muchos que fueron los
recursos que utilicé. Y ahora que todo ha acabado, me doy cuenta que esa paz
sólo se consigue cuando somos capaces de comprendernos y aceptarnos.
Llegado a este punto, puedo decir que he
empleado mucho tiempo, más del necesario, en reconciliarme conmigo mismo y
aceptarme como soy y he llegado a la simple y llana conclusión de que no debo
censurarme por haber sido noble y recto en un mundo desleal y deshonesto y por no
haber querido mimetizarme con él. Si sigo dolido con parte de ese pasado
ingrato, emplearé todo el tiempo de que ahora dispongo para curarme las
heridas. De todos modos, alguien más sabio que yo dijo que “no es el tiempo el
que cura las heridas, sino que eres tú quien se cura a sí mismo a través del
tiempo”. Sea como sea, el tiempo lo dirá.