Hace poco fui a ver una
película que me hizo recapacitar una vez más (y han sido muchas a lo largo de
mi vida) sobre el hecho, triste y demasiado frecuente, de que legal y justo son
dos términos que no siempre van de la mano. ¿Acaso es justo, por ejemplo, que
quien ha sido puesto de patitas en la calle por no poder hacer frente al pago
de la hipoteca, no solo se quede sin vivienda, sino que, además, siga debiendo
a la entidad bancaria el importe de lo adeudado? A menos que dicha entidad
acuerde la dación en pago, esta práctica es perfectamente legal. Y como este,
podríamos hallar otros muchos ejemplos en los que la Justicia es injusta.
Volviendo a la película que ha
inspirado esta entrada, no diré su título ni entraré en demasiados detalles ─solo
los justos─ para no destriparla por completo. Quien la haya visto o vaya a
verla, sabrá a cuál me refiero.
Para ilustrar el título de
esta reflexión y ejemplarizarlo, voy a describir someramente la problemática
que en dicho filme se despliega.
A mediados de los años
cincuenta, una joven se establece en una pequeña ciudad inglesa de provincias,
retrógrada y puritana, con el propósito de abrir un pequeño negocio que no es
bien visto por la gran mayoría de sus nuevos conciudadanos. Pero mientras estos
simplemente se muestran reacios a la apertura de dicho establecimiento porque
no entienden su utilidad, una mujer, rica y poderosa, la cacique de facto de la localidad, con
influencias en la esfera política, se opone frontalmente a los deseos de la recién
llegada por el mero hecho de que deseaba destinar el local ─una vieja pero
singular casona─ que esta ha adquirido, tras haber salvado, con no pocos
esfuerzos, los obstáculos impuestos por el banco local que debe otorgarle un
sustancioso préstamo, a otro menester “más propio” para dicho inmueble.
De este modo, la pertinaz
insistencia y esfuerzos de la nueva inquilina del local por convertirlo en su
nuevo y, según ella, prometedor negocio, acrecienta la inquina que siente hacia
ella la poderosa dama y la empuja a pergeñar un plan para echarla, no solo de
la vieja vivienda sino de “su ciudad”.
Es ahí donde entra en juego la
Ley. Dado que la casa que alberga el nuevo negocio es muy antigua, casi
emblemática para los habitantes de esa pequeña localidad, a pesar de su ruinosa
presencia, la poderosa mujer convence a su sobrino, miembro del parlamento,
para que presente una proposición de Ley que permita a los ayuntamientos expropiar todo edificio histórico singular a sus legítimos propietarios. Dicha
Ley, por supuesto, prospera de forma excepcionalmente rápida y se implanta de
inmediato y con carácter retroactivo.
Pero ahí no termina la cosa.
No satisfecha con su “hazaña”, la perversa dama se sirve de sus malas artes
─obvio detallarlas─ para que un supuesto técnico se cuele, en
ausencia de la joven propietaria, en la que es ahora su vivienda y dictamine oficialmente
que se halla en situación ruinosa y que sus cimientos están peligrosamente
afectados por la humedad, con lo cual, según la Ley, no procede pago alguno por
su expropiación. Por si eso no fuera suficientemente ignominioso, el sobornado y
supuesto técnico alega, además, que la humedad del sótano le ha afectado la
salud y, por lo tanto requiere ser indemnizado con una cuantiosa cantidad de
dinero. Todo muy legal.
Como la joven no tiene
recursos ni medios para luchar contra el poder, debe acatar la requisición del
abogado representante del ayuntamiento y se ve forzada a abandonar la vivienda
y la ciudad, perdiendo todo lo invertido. Y hasta aquí puedo leer, que ha sido
mucho me temo, dejando en el aire, eso sí, el inesperado final de esta cinta
que, aun resultándome en algún momento un poco aburrida, me gustó por su
interpretación y temática y despertó en mí la necesidad de escribir estas
líneas.
Dicho todo esto, la moraleja
de esta obra, tanto la película y como la novela en la que está basada, es
clara como el agua de ósmosis: la ley está muchas veces de parte del más fuerte;
que en muchas ocasiones se interpreta y/o utiliza de forma torticera con
el único propósito de hundir al adversario, al más débil, y salirse con la suya
en beneficio del poderoso.
Es muy cierto que la ley no
solo es ciega sino muchas veces sorda. Será que se está haciendo vieja.