¿Habéis visto ese anuncio
televisivo que acaba diciendo “el banco no banco”, refiriéndose a una entidad
bancaria online? Con ello, el publicista quiere indicar que se trata de un
banco, aunque no lo parezca porque no tiene la presencia física a la que estamos
acostumbrados. No es algo tangible, pero existe. También usa este concepto para
el cine no cine —comparando el cine en las salas tradicionales frente al cine a
través de las plataformas digitales— y el viejo no viejo —mostrando a un “viejo
rockero” quien, aunque con muchos años a la espalda, no tiene nada que envidiar
de los jóvenes músicos del rock.
Pues, del mismo modo, yo
crearía el concepto de Ley no Ley cuando esta es lo que no parece, o no es lo
que parece, tanto monta.
En una entrada que publiqué el
12-06-2019 titulada “El filtro cerebral” ya traté del hecho, para mí sorprendente,
de cómo dos observadores pueden ver lo mismo desde perspectivas completamente
opuestas, y lo que para uno es blanco, para el otro es negro, como si
estuvieran programados para responder a una misma cuestión de forma
contrapuesta. Pero en aquella ocasión, se trataba de seres humanos y de la
subjetividad inherente a ellos. Aquí, en cambio, el centro de la, para mí,
incomprensible discrepancia son las leyes o la Ley en mayúsculas.
Parto de la observación
cotidiana de que, ante un mismo problema o planteamiento legal, un jurista apoya
un postulado y otro disiente totalmente. Se entiende que ambos son expertos en
leyes (jueces, magistrados, abogados penalistas, profesores y catedráticos en
derecho penal e incluso constitucional), todos han estudiado la misma carrera.
¿A qué se debe, pues, esa enorme divergencia de pareceres a la hora de juzgar
un mismo hecho? ¿Cuál es el origen de esas discrepancias tan sustanciales
cuando se trata de afirmar que un acto es o no legal? Pongamos un par de
ejemplos muy recientes: ¿Por qué, mientras unos afirman que un eurodiputado español
elegido por votación popular debe obligatoriamente proceder al juramento o
promesa de la Constitución en España para tomar posesión de su acta en el
Parlamento Europeo, otros niegan tal obligatoriedad y señalan que lo que
prevalece es el resultado de la elección para ocupar dicho cargo? También hay
diversidad de opiniones en cuanto al “disfrute” de inmunidad parlamentaria. Unos
la consideran de pleno derecho y otros aducen que inmunidad no es igual a impunidad.
No me voy a pronunciar en ninguno de estos dos casos elegidos al azar por su
actualidad política, como tampoco me referiré, en esta ocasión, porque creo
haberlo hecho con anterioridad, al distinto trato que la judicatura en general
le da a un individuo en función de su cargo público o notoriedad social,
creando así un agravio comparativo, pues aquí entraríamos en el cenagoso
sendero de la independencia judicial, de la falta de imparcialidad e incluso de
la prevaricación.
Si cortar carreteras, con
graves perjuicios para los ciudadanos, montar barricadas, lanzar objetos a la
policía y quemar contenedores o neumáticos en plena vía pública está castigado por
la ley, ¿por qué esta actúa con más o menos contundencia según la
reivindicación que hay tras esas manifestaciones callejeras? Está más claro que
el agua que el trato legal es mucho más duro e inflexible si la reivindicación tiene
un cariz político que si es de índole social. El daño es el mismo y tipificado
igualmente por la ley, independientemente de si lo que se defiende es un
salario digno o la abolición de la monarquía.
Todo lo anterior señala como
culpable de esa distorsión legal únicamente al individuo que acusa, juzga y
dicta sentencia, pero por encima de esos hombres y mujeres que aplican la ley
según sus criterios, está la Ley. Y no dejo de hacerme la misma pregunta día sí
y día también: ¿Tan confusas y ambiguas se redactan las leyes como para que den
lugar a esa disparidad de interpretaciones sobre un mismo hecho? ¿Es esa
supuesta ambigüedad el resultado de una imperfección irreflexiva, o algo premeditado
para dejar margen de maniobra a los jueces? Entiendo que los hechos a enjuiciar
no siempre son simples, claros y fáciles de tratar, y dependen de muchas
circunstancias; por eso existen atenuantes y agravantes que pueden modificar
ostensiblemente la pena a cumplir. Por tal motivo, una ley no puede redactarse
de forma extremadamente rígida, pero el margen de interpretación debe quedar
muy claro, en base a unos derechos constitucionales y no al libre albedrío. No
es posible que, para un mismo delito, un juez dicte una pena de seis meses de
cárcel —con lo cual no hay ingreso en prisión— y otro dos años y un día —con lo
cual sí que el condenado entra en prisión—. Que la resolución dependa de qué
juez le toque a un acusado me parece frívolo, parcial y muy peligroso. El
futuro de una persona no puede depender del carácter, las creencias y el estado
de humor de un juez. La Ley debe estar siempre por encima de esas condiciones
humanas. La ideología de un juez no puede distorsionar una ley.
Si la Ley es igual para todos,
debe ser justa. Y aunque sabemos que, por desgracia, legalidad y justicia no
siempre van de la mano, para mí, una ley que es injusta o se aplica
injustamente no tiene la categoría de Ley. Esa es una Ley no Ley.