Cuántas veces me he imaginado
poder viajar en el tiempo, disponer de un artefacto como el que ideó H.G. Wells
en su novela “La máquina del tiempo”. Cuántas veces no me habré desplazado
mentalmente al pasado, para rememorar esos momentos tan felices y que tanto
añoro o esos otros que no acabaron bien por culpa de mi falta de pericia. En el
primer caso, revivo lo que no supe disfrutar en su justa dimensión, y en el
segundo, me imagino que reconduzco aquella situación que me dejó un mal sabor
de boca. Sueños, o ensueños, infantiles. Lo hecho, hecho está y tenemos que
resignarnos. Mejor dejarlo y regocijarnos con los recuerdos.
Mejor quedarnos con el
presente, recordando los buenos tiempos pasados y cruzando los dedos para que
nuestro futuro sea el mejor posible.
En mis viajes virtuales a la
niñez, puedo ver los grandes avances vividos en temas clave —sobre todo en
medicina y tecnología—, los retrocesos en otros —la contaminación y una
desmedida sociedad de consumo, entre otras cosas—, pero también el inmovilismo
en algunos aspectos sociales. Hay cosas que no han cambiado, o apenas lo han
hecho, como, por ejemplo, el comportamiento ante ciertos acontecimientos
sociales. El fútbol y los toros siguen levantando las mismas pasiones que
cuando era niño. Los cantantes, futbolistas y toreros siguen siendo más
aclamados que los científicos y los filántropos. Aquí y en cualquier país del
mundo.
Todos hemos visto como en los
EEUU, vale mucho más un estudiante mediocre, pero sobresaliente en beisbol,
futbol (americano) o baloncesto, al que se le otorgará una beca para estudiar
en una de las mejores Universidades del país, que uno brillante pero que no
sobresale en ninguno de esos deportes. Como los padres de este último no
dispongan del dinero suficiente para pagarle una sustanciosa matrícula, tendrá
que contentarse con ir a otra Universidad de menor categoría. O no ir a ninguna
Si en los años cuarenta, a un españolito
de a pie se le hubiera preguntado a quién salvaría de la muerte segura si
tuviera que elegir entre Albert Einstein y Manolete, seguro que se hubiera
decantado por este último y habría preguntado quién coño era el otro. Igual
resultado habríamos obtenido si hace unos años la misma disyuntiva hubiera
incluido a Stephen Hawking y a Johan Cruyff. Y hoy seguramente sucedería lo
mismo entre dos “contendientes”, uno representante del deporte, del cine o del toreo, y
el otro de la ciencia y tecnología más avanzada.
En eso no hemos cambiado ni un
ápice. La gente sigue llorando muchísimo más la muerte de un futbolista que la
de un bienhechor de la humanidad.
Y hasta aquí esta especie de
adivinanza. Supongo que adivináis a qué me refiero.
Si todas las muertes son
dolorosas, especialmente para los allegados del difunto, unas lo son más que
otras. Si el finado fue, en vida, una persona admirada y aclamada mundialmente
por su forma de ser y actuar, o por su aportación a la sociedad, es lógico que
su desaparición produzca un hondo pesar en todos aquellos que le conocieron y
apreciaron, aunque no fuera personalmente. También sé que el dolor se expresa
de distintas formas según la sensibilidad de quien lo siente. Hay quien lo
necesita exteriorizar más que otros. No obstante, hay un límite tras el cual
una excesiva muestra de dolor, llegando al paroxismo, la convierte en un acto
desaforado y absurdo.
Mi padre me contó cuánta gente
acudió al entierro de Manolete, el más famoso torero español de los años
cuarenta. Pero como cuando falleció, yo todavía no había nacido, solo he visto
las imágenes en algún documental. Sí recuerdo, en cambio —yo tenía trece
años—las muestras multitudinarias de dolor por el asesinato de John F. Kennedy.
Nada comparado con lo sucedido en Argentina y Nápoles por la muerte de Diego
Armando Maradona.
Todavía no puedo creer lo que
han visto mis ojos. Lamento la muerte de Maradona como la de
cualquier personaje público. Comprendo el sentir hacia quien hizo las
delicias de su público, ya sea en el escenario, en un ruedo, en un campo de
fútbol o donde sea. Pero esas manifestaciones tan inflamadas de histeria
colectiva, aclamándolo y considerándolo un Dios, me producen un gran rechazo por cuanto parece algo más propio de
mentes vacías que de personas sensatas que valoran las cosas en su justa
medida.
Está visto que si no todos
somos iguales cuando vivimos, tampoco lo somos cuando morimos. Hay muertes y
muertes.
Ilustración de cabecera: Cortejo fúnebre de John F. Kennedy hacia el cementerio de Arlington.
Vídeo al pie de texto: Disturbios tras la muerte de Maradona.