lunes, 30 de noviembre de 2020

Muertes y muertes

 


Cuántas veces me he imaginado poder viajar en el tiempo, disponer de un artefacto como el que ideó H.G. Wells en su novela “La máquina del tiempo”. Cuántas veces no me habré desplazado mentalmente al pasado, para rememorar esos momentos tan felices y que tanto añoro o esos otros que no acabaron bien por culpa de mi falta de pericia. En el primer caso, revivo lo que no supe disfrutar en su justa dimensión, y en el segundo, me imagino que reconduzco aquella situación que me dejó un mal sabor de boca. Sueños, o ensueños, infantiles. Lo hecho, hecho está y tenemos que resignarnos. Mejor dejarlo y regocijarnos con los recuerdos.

Mejor quedarnos con el presente, recordando los buenos tiempos pasados y cruzando los dedos para que nuestro futuro sea el mejor posible.

En mis viajes virtuales a la niñez, puedo ver los grandes avances vividos en temas clave —sobre todo en medicina y tecnología—, los retrocesos en otros —la contaminación y una desmedida sociedad de consumo, entre otras cosas—, pero también el inmovilismo en algunos aspectos sociales. Hay cosas que no han cambiado, o apenas lo han hecho, como, por ejemplo, el comportamiento ante ciertos acontecimientos sociales. El fútbol y los toros siguen levantando las mismas pasiones que cuando era niño. Los cantantes, futbolistas y toreros siguen siendo más aclamados que los científicos y los filántropos. Aquí y en cualquier país del mundo.

Todos hemos visto como en los EEUU, vale mucho más un estudiante mediocre, pero sobresaliente en beisbol, futbol (americano) o baloncesto, al que se le otorgará una beca para estudiar en una de las mejores Universidades del país, que uno brillante pero que no sobresale en ninguno de esos deportes. Como los padres de este último no dispongan del dinero suficiente para pagarle una sustanciosa matrícula, tendrá que contentarse con ir a otra Universidad de menor categoría. O no ir a ninguna

Si en los años cuarenta, a un españolito de a pie se le hubiera preguntado a quién salvaría de la muerte segura si tuviera que elegir entre Albert Einstein y Manolete, seguro que se hubiera decantado por este último y habría preguntado quién coño era el otro. Igual resultado habríamos obtenido si hace unos años la misma disyuntiva hubiera incluido a Stephen Hawking y a Johan Cruyff. Y hoy seguramente sucedería lo mismo entre dos “contendientes”, uno representante del deporte, del cine o del toreo, y el otro de la ciencia y tecnología más avanzada.

En eso no hemos cambiado ni un ápice. La gente sigue llorando muchísimo más la muerte de un futbolista que la de un bienhechor de la humanidad.

Y hasta aquí esta especie de adivinanza. Supongo que adivináis a qué me refiero.

Si todas las muertes son dolorosas, especialmente para los allegados del difunto, unas lo son más que otras. Si el finado fue, en vida, una persona admirada y aclamada mundialmente por su forma de ser y actuar, o por su aportación a la sociedad, es lógico que su desaparición produzca un hondo pesar en todos aquellos que le conocieron y apreciaron, aunque no fuera personalmente. También sé que el dolor se expresa de distintas formas según la sensibilidad de quien lo siente. Hay quien lo necesita exteriorizar más que otros. No obstante, hay un límite tras el cual una excesiva muestra de dolor, llegando al paroxismo, la convierte en un acto desaforado y absurdo.

Mi padre me contó cuánta gente acudió al entierro de Manolete, el más famoso torero español de los años cuarenta. Pero como cuando falleció, yo todavía no había nacido, solo he visto las imágenes en algún documental. Sí recuerdo, en cambio —yo tenía trece años—las muestras multitudinarias de dolor por el asesinato de John F. Kennedy. Nada comparado con lo sucedido en Argentina y Nápoles por la muerte de Diego Armando Maradona.

Todavía no puedo creer lo que han visto mis ojos. Lamento la muerte de Maradona como la de cualquier personaje público. Comprendo el sentir hacia quien hizo las delicias de su público, ya sea en el escenario, en un ruedo, en un campo de fútbol o donde sea. Pero esas manifestaciones tan inflamadas de histeria colectiva, aclamándolo y considerándolo un Dios, me producen un gran rechazo por cuanto parece algo más propio de mentes vacías que de personas sensatas que valoran las cosas en su justa medida.

Está visto que si no todos somos iguales cuando vivimos, tampoco lo somos cuando morimos. Hay muertes y muertes.


Ilustración de cabecera: Cortejo fúnebre de John F. Kennedy hacia el cementerio de Arlington.

Vídeo al pie de texto: Disturbios tras la muerte de Maradona.


domingo, 22 de noviembre de 2020

Un brevísimo repaso a la actualidad

 


Siempre ando dando vueltas a las cosas. Últimamente he estado sometido a un bombardeo de hechos noticiables que me han hecho recapacitar. De los muchos que me han sorprendido o preocupado, he seleccionado cuatro de rabiosa actualidad:

El mal perdedor

Nunca he soportado a quienes no saben perder, o tienen un mal perder, que es lo mismo.

Ya de niño, me sacaba de quicio la conducta de un primo mío con el que solía jugar. Mi juego de mesa favorito era el Parchís. Pues bien, mi primo casi siempre hacía trampas cuando veía que el juego le era desfavorable. Contaba de más o de menos y jamás lo reconocía. Y si yo insistía, se ponía hecho una furia. Y no digamos cuando, a pesar de los pesares, perdía. En más de una ocasión había hecho saltar por los aires fichas y tablero.

En la vida adulta también hay quienes no aceptan la derrota y se inventan las excusas más peregrinas para hacer creer —no solo a los demás sino a sí mismos— que han sido objeto de una estafa. Supongo que habéis adivinado a qué personaje me refiero. Uno a quién ya dediqué hace tiempo una entrada, insinuando que no estaba psicológicamente equilibrado: Donald Trump.

¿Hasta cuándo ese individuo seguirá mareando la perdiz, mintiendo como un bellaco y resistiéndose a reconocer su derrota electoral?

Pero no es solo a él a quien debemos culpar sino a todos sus seguidores incondicionales que se creen a pies juntillas las difamaciones surrealistas que va vertiendo contra su contrincante y sobre el partido de la oposición. Lo que más me preocupa es esa población de votantes republicanos que parece vivir en una burbuja, ajenos a la realidad, y que, espoleados por un demente, son capaces de hacer mucho daño.

Libertad y diversión

El otro día oí cómo una psicóloga afirmaba que las medidas de control impuestas durante la pandemia podían tener un efecto muy nocivo sobre el equilibrio psicológico de nuestros niños y adolescentes. Afirmaba, sin paliativos, que a los jóvenes les estamos robando un tiempo precioso y privando de una libertad para la diversión, y que ello era como borrarles un fragmento de su vida, como si aquel verano de nuestra infancia o adolescencia que recordamos con tanto cariño desapareciera de pronto, añadía. Los jóvenes necesitan salir y divertirse como el aire que respiran, afirmó.

No dudo que mantener a los niños sujetos a unas restricciones de movilidad no es lo más deseable, pues, efectivamente, necesitan jugar y quemar energía, pero creo que, con un poco de ingenio y paciencia por parte de los padres y profesores, esa falta de actividad física puede sustituirse por otras actividades, tanto motoras como intelectuales. Pero, ¿realmente resulta tan acuciante para los adolescentes salir de marcha, hacer botellones o ir a una discoteca a mover el esqueleto? Entiendo que nada de lo que nos está pasando es bueno ni deseable, ni para la mente ni para el cuerpo, pero no creo que nadie sufra un síndrome de abstinencia por guardar “reposo” durante unos meses. Si desde un principio los “expertos” hubieran sabido conducir este tema de forma eficiente y todos hubiéramos seguido las normas escrupulosamente, seguramente no se habría tenido que adoptar medidas tan restrictivas.

Sin querer ponerme tremendista, siempre que he oído este tipo de opiniones, me he preguntado si quienes las expresan y las apoyan han pensado, por un momento, en la falta de libertad y de diversión que sufren esos niños que han nacido y siguen viviendo en un país en guerra o que malviven en centros de refugiados. Eso sí que es traumático y dejará secuelas de por vida. Entonces ¿no pueden nuestros niños y jóvenes estar unos meses sin salir a divertirse mientras hay miles y miles de niños y jóvenes que nunca han conocido ese modo de vida que para nosotros es vital? Cuántas veces no habremos dicho a nuestros hijos ante un plato que no quieren comer: «tú no quieres comer cuando hay muchos niños en el mundo que pasan hambre». Pues igual.

La Bolsa engañosa

Nunca he acabado de entender los vaivenes de la Bolsa. Aun reconociendo que soy un analfabeto bursátil, me hago un poco a la idea de cómo funciona eso de las acciones (yo poseo unas pocas de CaixaBank que tuvimos que tragarnos cuando lo de las preferentes). Las grandes empresas que cotizan a Bolsa, emiten acciones —una especie de ticket virtual que a quien lo adquiere le convierte en una parte diminuta (dependiendo de la cantidad) de la propiedad de esa empresa—. A cambio, quien las tiene recibe lo que se conoce como dividendos, una especie de intereses por el dinero invertido en esas acciones. Hasta aquí supongo que voy bien, aunque sea a nivel muy elemental.

Tal como yo lo veo, cuando una empresa va bien, aumenta sus beneficios y el valor de sus acciones también lo hace; es decir, el valor de una acción es una consecuencia directa de la salud de la empresa. Por lo tanto, nunca he entendido cómo puede invertirse esa secuencia de acontecimientos. ¿Cómo puede ser que unas acciones caigan —a veces estrepitosamente— mientras la empresa sigue teniendo unos pingües beneficios? La respuesta de los expertos: es que el conflicto entre Arnenia y Azerbaijan ha desestabilizado el panorama geopolítico, o la guerra comercial entre los EEUU y China…, o el precio del crudo ha caído vertiginosamente…, o la previsible pérdida electoral de Trump hace que las grandes multinacionales prevean una gran recesión económica…, o es que la Bolsa de Tokio se ha desmoronado por culpa de la devaluación del yen…

Para mí son solo excusas de mal pagador. Es un modo de anticipar, muchas veces infundadamente, problemas económicos donde todavía no los hay. Nunca he creído en teorías conspiratorias, en complots pergeñados internacionalmente con fines perversos, pero en este caso sí me parece ver una mano negra que juega con el dinero ajeno. No entiendo cómo algo tan serio, cómo empresas tan solventes como las del IBEX 35, pueden echarse a temblar con un simple uuhhh, que viene el lobo. Quizá Dios no juegue a los dados con el Universo, pero me da la impresión de que la Banca y las poderosas multinacionales sí los juegan con todos nosotros. Yo solo sé que las acciones (unos miles de euros) que estuve obligado a aceptar de CaixaBank hora valen la mitad de lo que valían hace unos diez años, mientras esta entidad sigue teniendo beneficios multimillonarios.

Las últimas pesetas

Hace unos días me enteré de que el plazo para cambiar los billetes y monedas de peseta por euros se había ampliado hasta el 30 de junio de 2021.

Si no estoy equivocado, el euro empezó a circular por nuestros bolsillos en enero de 2002. La peseta ya había pasado a mejor vida.

En este apartado no voy a explayarme demasiado. Solo muestro mi desconcierto y mi gran sorpresa al comprobar que todavía hay gente que conserva una cantidad tal de pesetas que necesitará ir al Banco de España a que se las cambien por euros. ¿Hasta en esto somos de los que dejan para mañana o que pueden hacer hoy? ¡Pero es que ya han transcurrido dieciocho años! ¿Acaso se trata de nostálgicos, que pensaban que eso del euro duraría cuatro días y que volveríamos a la “rubia”?


viernes, 13 de noviembre de 2020

Titulitis

 


Hace unas semanas, en dos programas de La Sexta —creo recordar que uno era Al Rojo Vivo y el otro La Sexta Noche— en los que se debatió el tema de la Covid-19 y de cómo el Gobierno estaba llevando las riendas de su control, el periodista Paco Marhuenga expresó un manifiesto y reiterado desprecio por Fernando Simón, basándose exclusivamente en el hecho de no ostentar el título de Doctor. Recuerdo también que, tiempo atrás, fue Ada Colau la víctima de una crítica similar por parte del escritor y académico catalán Félix de Azúa, uno de los fundadores de Ciudadanos, que la calificó de ignorante con estas palabras: “¿Qué entenderá por misoginia una mujer que apenas tiene estudios?”. Lo poco que sé de la señora Colau a este respecto es que no terminó la licenciatura de Filosofía.

Si nos remitimos más atrás en el tiempo, recordaremos los casos de los Másteres falsos de Cristina Cifuentes y de Pablo Casado, con el único objetivo de alardear de títulos, como si ellos les capacitara mejor para desempeñar sus funciones como servidores públicos. O bien las dudas que suscitó entre la bancada popular el doctorado de Pedro Sánchez. Todo ello demuestra la importancia que algunos le dan a los títulos, que llegan a utilizarlos, en un sentido u otro, como armas arrojadizas.

Conozco casos de compras de tesis doctorales —supuestamente realizadas en Universidades del Este— para no ser menos que sus colegas doctores. Y es que una cosa es ser listo y otra inteligente y está visto que en nuestro país tienen más éxito los listillos, esos que inflan su Currículum vitae (CV) con títulos inexistentes, que los que se lo curran de verdad. En lugar de “por sus hechos los conoceréis”, hay quien prefiere “por sus títulos los respetaréis”. De ahí que muchos falsifiquen su CV con total impunidad. Unos se llevan la fama y otros cardan la lana.

Mi madre siempre me decía que una carrera (universitaria) abría muchas puertas. Se refería, claro está, a oportunidades laborales, no a las puertas giratorias que usan algunos de nuestros políticos cuando dejan de ocupar su poltrona y de desempeñar su cargo con mayor o menor fortuna.

Es evidente que una buena preparación, gracias a los conocimientos adquiridos en los estudios, acaban reflejándose en la capacidad para ejercer eficazmente una profesión, sea la que sea. Quien esté mejor preparado, mejor le irá en la vida laboral, de manera que, aunque haya excepciones, un pésimo estudiante difícilmente llegará a ocupar un puesto de responsabilidad —a no ser que sea un político o un “enchufado”.

Los títulos académicos son, en principio, una garantía de que cualquier profesional podrá llevar a cabo su trabajo con la calidad suficiente y exigible, pero no hace de quien los posee una persona mejor que el resto. He conocido a individuos con un grado de formación muy elevado que han resultado ser unos impresentables, bien por su mala educación, bien por su insufrible arrogancia. Aunque parezca mentira, no siempre la formación va de la mano de la educación.

A lo que me refiero es a la inmerecida importancia que se da muchas veces a las titulaciones académicas, sobre todo cuando solo pretenden “adornar” el perfil de un aspirante a un puesto de trabajo o a lo que sea.

En mi dilatada vida laboral he visto cómo, durante una selección de personal, el seleccionador se ha centrado única y exclusivamente en la formación académica que aparece en el CV del candidato. Está claro que cuantos más estudios se tenga, más posibilidades hay de acceder a un puesto de trabajo, sobre todo si hay una gran precariedad laboral o mucha competencia. De ahí que nuestros jóvenes se vean obligados a cursar másteres y otras diplomaturas por tal motivo. Pero suele quedar en el olvido dos aspectos que para mí son fundamentales: la aptitud y la actitud. Es la práctica la que forma de verdad. La capacidad de análisis, la iniciativa, el trabajo en equipo y las ganas de aprender están, para mí, por encima de las calificaciones académicas.

Esa inflamación curricular que algunos sienten, y que he bautizado como titulitis, no siempre va aparejada a una labor meritoria en su puesto de trabajo. Volviendo al principio, no sé si Fernando Simón era el mejor candidato para ocupar el puesto que ocupa, pero lo que no es de recibo es que se le desprecie por no haberse doctorado. Podría haber hecho un doctorado sobre el impacto de la Drosophila melanogaster en la propagación del dengue en Centroamérica y no tener la menor idea de cómo gestionar el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad. Tampoco sé cuán bien o mal lo hace Ada Colau al frente de la alcaldía de Barcelona, pero cualquier crítica que se le haga deber estar relacionada con su labor en el cargo que ocupa y no con su formación académica. De igual modo que las apariencias engañan, un título también puede llevar a engaño y tenerlo o no, no debería ser motivo de puyas ni descalificaciones personales. Una cosa es sentirse orgulloso por el título merecidamnete obtenido con el esfuerzo personal y otra muy distinta es denostar a quienes no lo poseen y considerarlos por ello inútiles para el cargo que ocupan.

No haber cursado estudios superiores no significa ser un don nadie. Jose Mújica, expresidente de Uruguay, no llegó a terminar el bachillerato. ¿Alguien puede considerarlo un ignorante o un inútil para la política? Es una persona brillante y humilde como pocas. Es todo un ejemplo de sencillez y humanidad, que es lo que más falta hace en nuestra sociedad.


martes, 3 de noviembre de 2020

La esperada jubilación

 


Salvo a los obsesos por el trabajo, a los que, por fortuna, disfrutan de su profesión, y a los que, por desgracia, les espera una pensión de miseria, ¿a quién no le apetece llegar a la jubilación y disfrutar de más tiempo libre para dedicarlo a lo que, por imperativos laborales, no se ha podido hacer de más joven? Y para descansar. 

Pero supongamos que hablamos de mí.

Desde hace ya unos cuantos años formo parte de la población de jubilados españoles. Siempre me he considerado una persona muy trabajadora, más por obligación que por vocación, dicho sea de paso, pero llegó un día en que suspiraba por jubilarme. La presión a la que acabé estando sometido empezaba a dejar mella en mi psique. La ansiedad y el consecuente insomnio no me dejaban en paz. La cuenta atrás se hacía muy lenta, como la del reo que tacha en el calendario los días que le quedan para disfrutar de la libertad.

Hasta que llegó el día esperado, aunque no de la forma deseada. Para abreviar, diré que una restructuración de la cúpula directiva hizo que mi Empresa decidiera rescindir nuestra relación laboral, ofreciéndome una prejubilación. “Prejubilación”, un eufemismo para decir lo lamentamos, pero estás despedido, gracias por tus servicios y dedicación y adiós buenas. Firma aquí y coge la pasta.

De este modo, me quedé en el paro con sesenta y un años. De eso hace poco más de nueve. Y tras dos años en el paro tuve que jubilarme anticipadamente a los sesenta y tres, con cuarenta años cotizados. Pero entonces vino la represalia por parte del entonces Ministerio de Empleo y Seguridad Social, que consideró que no merecía cobrar el cien por cien de la pensión que me habría correspondido de haberme jubilado a los sesenta y cinco años. Lo asumí como un mal menor y me atuve a las consecuencias, que se tradujeron en una reducción del 13% en la pensión.

Y como siempre he sido un iluso, creí que esa reducción solo me afectaría durante los dos años de jubilación anticipada, y que al cumplir los sesenta y cinco pasaría al régimen general. Pues no. Esa penalización ya es de por vida.

Pero yo no fui el único en este país que consideró esta medida injusta, y en septiembre de 2019 una asociación de jubilados presentó en el Congreso de los Diputados una solicitud de “despenalización” para este tipo de jubilación anticipada derivada del cese laboral por causa no imputable a la voluntad del trabajador. No fue hasta el pasado 15 de junio —la típica agilidad de la Administración— que recibí la confirmación de que esta petición había sido trasladada al Excmo. Sr. presidente de la Comisión de Trabajo, Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. No sé qué pintan las Migraciones en todo esto, a no ser que nos acaben enviando a todos los firmantes al exilio forzoso.

Aunque fuera sin efecto retroactivo, ya me daría con un canto en los dientes si dicha solicitud fuera resuelta favorablemente. Pero no caerá esa breva. Estamos una vez más con la disyuntiva entre legalidad y justicia. La ley es la Ley. Y nosotros —los jubilados— contamos muy poco.

A mi mujer, a pesar de llevar cotizados cuarenta y cuatro años, todavía le quedan tres para alcanzar la edad de jubilación oficial, la cual el Sr. José Luis Escrivá, el actual titular de ese Ministerio de nombre tan enrevesado, no solo pretende prolongar sino también penalizar todavía más a los que se jubilen anticipadamente. De este modo, la pretensión de mi mujer de jubilarse, como yo, a los sesenta y tres años, de poderlo hacer, le supondrá, con toda seguridad, una mayor reducción de su pensión contributiva.

Sigo sin entender el empeño del Gobierno, sea del color que sea, en prolongar la edad de jubilación. ¿Para qué retrasarla cuando hay tantos jóvenes en paro o que tienen que emigrar por falta de trabajo? La población española envejece, pero no me parece oportuno que también envejezca la población activa. Con esa medida el Gobierno solo quiere reducir la factura en pensiones de jubilación. Otra vez prevalece la cuestión económica sobre la salud, física y mental, de los ciudadanos.

La pensión de jubilación es la merecida recompensa por tantos años de trabajo, una recompensa para la que hemos estado contribuyendo económicamente todos esos años. No es un regalo sino un derecho. Si el sistema actual para llenar la caja de las pensiones deja de ser viable por el motivo que sea, que ese gasto salga íntegramente de los Presupuestos Generales del Estado, como lo hacen el resto de partidas presupuestarias.

Para muchos trabajadores actuales, el horizonte de una jubilación digna, tranquila y segura se va alejando cada vez más. Se propone que en el año 2027 la edad de jubilación sea de sesenta y siete años, siempre que se hayan cotizado treinta y ocho años y seis meses. En España cada vez vivimos más. En los años sesenta del siglo pasado, la esperanza de vida rondaba los setenta años y la edad de jubilación ya era de sesenta y cinco. Ahora hemos llegado a una esperanza de vida de ochenta años, lo cual nos deja un margen promedio de quince años para disfrutar del merecido retiro laboral antes de palmarla. En algo hemos mejorado. En 2040 se estima que la esperanza de vida se acercará a los noventa años. Esperemos que alguien no decida aproximar cada vez más la edad de jubilación a la esperanza de vida, porque, de ser así, veo un futuro no demasiado lejano con trabajadores septuagenarios. Vivir para ver. Vivir para trabajar.