Hay muchas clases de crisis.
Las hay que afectan a toda una sociedad, como la económica, la laboral, la
política; y las hay personales, como la religiosa, la existencial, la de
identidad. Yo experimenté la famosa crisis de los cuarenta unos años más tarde.
Una reacción tardía. Afortunadamente duró poco. Ahora, tras más de cuatro años
de practicar la afición que llevaba agazapada tanto tiempo, me temo que le ha
llegado el turno a otra crisis: la crisis del escritor. Pero si fuera eso,
podría darme por satisfecho, pues llevaría implícito algo muy importante. Ello
significaría que soy escritor.
En un principio iba a dedicar
esta entrada exclusivamente a mi ingrata experiencia en los concursos
literarios, pero finalmente he optado por algo mucho más amplio como es mi autoevaluación
como escritor de relatos. Y es que la reflexión sobre el éxito o fracaso en los
concursos, un parámetro que demuestra el nivel de calidad del participante ─o por
lo menos así debería ser─, me ha arrastrado a valorar también mi desempeño o
pericia a la hora de escribir y publicar.
Aunque hace bastante tiempo ya
escribí sobre los concursos que acaban sacando un provecho económico de los
participantes, en esta ocasión la revisión retrospectiva de mi participación en
ellos, que ha sido más bien escasa comparada con la de muchos colegas de
letras, me ha llevado a tomar una decisión: no volver a presentarme a ninguno
más. ¿Por qué? Porque, simplemente, los concursos literarios y yo no nos
llevamos bien.
En los últimos tres años me he
presentado a treinta certámenes nacionales. Solo en uno obtuve un accésit menor
y paralelo al certamen principal y he llegado a pensar que se debió a la escasez
de textos participantes en esa modalidad. En otros seis concursos fui uno de
los múltiples finalistas que vieron su relato publicado en una Antología que la
entidad convocante vendía a los interesados a un precio no demasiado módico, un
anzuelo en el que seguramente mordimos muchos solo por ver nuestro relato
publicado. Pero este tema, como he dicho, ya lo traté en su día.
No voy aquí a vilipendiar a
las entidades convocantes de certámenes literarios y quejarme de la injusticia
de sus dictámenes, de la arbitrariedad de los jurados, de eso y de aquello.
Parecería la queja del fracasado o del resentido. No, aquí quiero tratar de
algo personal y mucho más subjetivo que la opinión de un lector-evaluador o la cualificación
crítica de un jurado. Aquí quiero tratar del valor que yo mismo le doy a mis
relatos, incluyendo a los presentados a concurso y que quizá sea el quid de la
cuestión, la verdadera razón de los fracasos que he ido acumulando.
En la novela de Carlos Ruiz
Zafón, “El príncipe de Parnaso”, aparece un personaje, Anselmo Giordano, un
supuesto discípulo de Leonardo Da Vinci, que aspira a ser tan buen artista como
su maestro. En un momento dado, este le dice: “Joven Anselmo, no le entristezcan mis palabras, sino vea en ellas una
bendición (…). Será usted un hombre afortunado, será usted un hombre querido y
respetado por sus conciudadanos, pero lo que nunca será, aunque tuviese todo el
oro del mundo, es un genio. Hay pocos destinos más crueles y amargos que el de
un artista mediocre que pasa la vida envidiando y maldiciendo a sus
competidores. No malgaste su vida en un destino aciago. Deje que el arte y la
belleza los creen otros que no tienen más remedio. Y con el tiempo aprenda a
perdonar mi sinceridad, que hoy duele, pero mañana, si la acepta de buena
voluntad, le salvará de su propio infierno”. Esas palabras me quedaron tan grabadas
que, de pronto, me vi reflejado en el pobre Anselmo Giordano.
Mi papel de Anselmo en la vida
real podría muy bien estar haciéndome creer que soy mejor escritor de lo que
realmente soy y de ahí mi fracaso como candidato a un premio literario, por modesto
que este sea. Y, sinceramente, no creo estar muy equivocado y os diré por qué:
porque cuando leo mis relatos antes y después de presentarlos a un concurso,
los valoro de forma muy distinta. Y este efecto es todavía más patente cuando,
transcurridos unos meses, cuando se aproxima el momento del veredicto, releo el
relato con el que he participado y empiezo a ver detalles negativos que, aun
habiendo corregido el texto una y otra vez, no los identifiqué. Y cuando por
fin se ha hecho público el veredicto, tengo la certeza de que su calidad no
estaba a la altura de lo que se espera de un relato ganador. Es entonces cuando
me percato que una cosa es escribir bien y otra escribir muy bien.
Cada vez tengo más claro que un
premio no lo gana una historia simplemente amena, entretenida, interesante, correctamente
escrita, sin más. Para ser merecedor de un premio hay que escribir algo
distinto a lo habitual, algo que llame poderosamente la atención del jurado,
tanto por la idea (el fondo), como por el estilo narrativo y recursos
literarios (la forma). Y esto último solo lo logran los escritores con mucha
práctica o con mucho talento. Es cierto que hay premios inmerecidos, por las
causas que sean, pero, muy a mi pesar, quiero creer que un jurado de un
certamen literario con pies y cabeza, está lo suficientemente cualificado para
discernir una obra de gran calidad de otra de buena calidad.
Viendo, pues, que no soy carne
de concurso, ¿para qué participar si solo voy a padecer el tormento de la
espera de la “sentencia”? Porque esta es otra cuestión, que definiría como paradójica.
Cuando, en un derroche de optimismo e imaginación, me veo recibiendo el
galardón en público, ante una concurrida audiencia y de manos de las
distinguidas autoridades (en el caso de concursos organizados por
ayuntamientos) o de reconocidos escritores y personajes locales (en el caso de
entidades y sociedades culturales), empiezo a desear que no sea yo el
afortunado. Contradictorio, ¿no? Es más, cuando tengo conocimiento de la
parafernalia que rodeará al acto de entrega de premios, me entra una especie de
canguelo, y luego, cuando compruebo que no he sido afortunado, siento un gran
alivio y pienso que mejor estoy en casa que sobre un estrado. Quizá sea esta
una forma de consolarme, como la fábula de la zorra y las uvas, o un claro
exponente de mi inseguridad, timidez e introversión.
Pero al margen de los
concursos, algo parecido me ocurre con lo que publico en mi blog de relatos “Retales
de una vida”. Una vez publicados ya no me parecen tan buenos y originales.
Siempre me propongo que el próximo será mucho mejor, el mejor de todos los
escritos hasta el momento. Y luego, vuelvo a las andadas. Quizá debería dejar
reposar el texto unas semanas y volverlo a leer desde otra perspectiva, como
lector y no como autor, con esos otros ojos que muchos escritores recomiendan
usar cuando tienen que revisar sus obras.
No hace mucho llegué a
plantearme aparcar por un tiempo la escritura de relatos para darle un
empujoncito a un embrión de novela que tengo en el congelador desde hace muchos
meses. Pero si un buen relato ya se me antoja una tarea difícil, ¿qué no será
una novela? La idea está ahí, pero ¿cómo darle la debida forma para que resulte
de una calidad indiscutible? ¿Y luego qué? ¿Volver al penoso e infructuoso
intento de hallar una editorial que desee publicarla? Si tuviera que atenerme a
lo que ha significado publicar mi recopilación de relatos “Irreal como la vida
misma”, ni siquiera debería planteármelo. Claro que, aunque la experiencia haya
resultado un fracaso en el aspecto “comercial”, también me ha dado algunas
satisfacciones.
Pero no todo acaba ahí,
recurriendo a la auto-publicación como una solución o desquite a la negativa o
a la indiferencia de las editoriales. Hoy día publicar, o simplemente darse a
conocer como escritor, requiere un esfuerzo añadido al ya de por sí complicado
ejercicio de buscar un editor o un público. Más de un escritor novel ha acabado
tirando la toalla al descubrir que para tener éxito no solo es preciso escribir,
y hacerlo bien, sino que hay que emprender toda una batería de actividades
para, como dicen los entendidos en la materia, lograr “visibilidad”, y que son
actualmente imprescindibles: participar activamente en las redes sociales
utilizando todas sus aplicaciones (Facebook,
Twitter, Instagram, You Tube, etc.) a la busca y captura de lectores;
asistir a eventos, encuentros, presentaciones; intentar conocer a tu público
potencial; hacer NetWorking con otros
escritores y grupos de escritores; practicar el Guest-posting, actuando de invitado en blogs de tu área; hacer email marketing; dominar el
posicionamiento SEO, para saber quiénes te siguen, de dónde son y a qué se
dedican; y generar una marca personal, para que todos sepan quién eres y cuál
es tu obra. Y supongo que todavía hay más.
De entrada, diré que,
exceptuando la difusión por las redes sociales (y solo en un par de ellas) no
sigo ninguno de esos consejos, por falta de conocimiento y por indolencia. He
ahí dónde debe estribar el origen de mi fracaso como escritor auto-publicado. Y
por una vez en la vida, aun conociendo mi “defecto”, no pienso rectificar. Mea culpa, mea máxima culpa. A fin de
cuentas, tengo la suerte de no escribir para vivir. Tampoco vivo para escribir,
por mucho que me guste. Así que para qué tanto alboroto. Toda esta vorágine de
actividad que implica darse a conocer no va conmigo. Como el título de un
antiguo relato que escribí, me defino como un rebelde con causa. ¡Qué le vamos
a hacer!
Si ya no doy abasto con lo que
se publica en Facebook y otras redes sociales, con lo que se publica en las
comunidades de escritores ─y sin ser muy participativo que digamos─ y en los
“blogs amigos”, cada vez más numerosos, solo con imaginar lo que requeriría
darme a conocer en el mundo de la ciber-cultura siguiendo las pautas
anteriormente mencionadas, se me ponen los pelos de punta.
Es curioso ver cómo ha
cambiado el panorama desde que decidí empezar a escribir. Al principio escribía
solo como diversión. Luego vino el gusanillo de abrir un blog para dar a
conocer lo que escribía, y con ello aparecieron lectores y lectoras que dejaban
sus comentarios. Y luego la zozobra por ver quién dejaba ese comentario y qué
decía, aunque debo añadir que, salvo en una ocasión muy desagradable, todos han
sido elogiosos o, cuando menos, amables. No obstante, si mis cálculos son
correctos y solo un cinco por ciento de las visitas que contabiliza mi blog de
relatos deja un comentario, debería deducir que al noventa y cinco por ciento
restante no les gusta lo que leen o les deja indiferentes. Y si la mayoría es
la que manda, aun siendo silenciosa, esa debería ser una prueba fehaciente de cuál
es, a ojos ajenos, la calidad de lo que escribo.
Entonces, si considero que la
calidad de mis relatos no está a la altura de lo deseable, como para competir en
un concurso, y solo a una minoría de los seguidores de mi blog le gusta los
relatos que publico, debería también reconsiderar si vale la pena continuar con
esta labor escritora, sobre todo teniendo en cuenta un hecho que merece de toda
mi atención: que, aun habiendo mejorado en estilo narrativo, recientemente ando
más bien escaso de ideas originales. Por mucho esfuerzo que pongo en la labor,
el resultado final no me acaba de satisfacer. Releo escritos antiguos y me
agradan más que los más recientes, y no porque hoy escriba peor, sino porque
ahora las ideas no fluyen con la misma naturalidad. Si en mis inicios los
relatos se agolpaban en el ordenador esperando a ser publicados, ahora debo
forzar la máquina para provocar nuevas ideas. Ello, a mi juicio, va en contra de
la naturalidad y la falta de naturalidad entorpece el buen gusto. Por mucho que
se diga que la inspiración tiene que encontrarnos trabajando, si quiero que mi
vida (literariamente hablando) sea fructífera, no debería machacar mi cerebro, sino
dejarlo a su libre albedrío, a sus anchas, para que fluya de él lo que él
desee.
Que conste que esta reflexión
es sincera y no busca el elogio, esa actitud hipócrita de los que fingen
menospreciarse para que les regalen los oídos con alabanzas, esas falsas
autocríticas para provocar la respuesta que se quiere oír. De hecho, si tuviera
que atenerme a los comentarios que han recibido hasta el momento mis relatos,
debería sentirme muy satisfecho, pero mi percepción, en general, me crea serias
dudas. Sobre todo, cuando leo a otras “plumas” mucho más bien dotadas que la
mía. Hay muchos y muy buenos escritores. Y algunos incluso publican con éxito. Entonces,
¿qué hago yo metido en este berenjenal? ¿Debería prescindir de estas
impresiones subjetivas y dedicarme a lo que me gusta prescindiendo de lo que
puedan opinar algunos? Cierto. Pero una cosa que he descubierto desde que
practico la escritura es que sí me importa la opinión ajena. ¿Qué opinaríais
si, por ejemplo, obsequiaseis a diez personas, que leen habitualmente, un
ejemplar del libro que acabáis de publicar y solo una os dice que le ha gustado
mucho, mientras que el resto se abstiene de hacer comentario alguno? Podríais
pensar que solo lo ha leído quien ha hecho ese comentario. Pero tratándose de
amigos ─de lo contrario no se lo hubierais regalado─ es lógico pensar que,
aunque sea por obligación, todos lo habrán, cuando menos, ojeado. Entonces ¿a
qué se debe ese mutismo? La única explicación plausible para mí es que no les
ha gustado y no saben qué decir. A nueve de diez no les ha gustado vuestro
libro. A un 90% de vuestros lectores no les ha agradado en absoluto lo que
habéis escrito. ¿Quién lleva razón? ¿Cuál es la opinión que vale, la del 10%
que se ha mostrado a favor o la del 90% que, con su silencio, han mostrado su
disconformidad?
Así pues, me hallo en una
encrucijada. Me corroe la duda. ¿Debo forzarme a seguir escribiendo contra
viento y marea o relajarme y tomarme mi tiempo hasta que recobre la inspiración
perdida? ¿Debo repetir la experiencia de publicar una nueva recopilación de
relatos o dejarlo correr? Quizá debería aplicarme el eslogan británico Keep calm and carry on y, siguiendo su
consejo, tomármelo con calma, seguir escribiendo sin atosigarme y, de paso, probar
fortuna dándole un empujoncito a esa novela en ciernes. Por lo tanto, si de
ahora en adelante no publico relatos con tanta frecuencia en “Retales de una vida”,
no es que esté moribundo (también literariamente hablando), sino simplemente en
la “nube” (que no en las nubes), reposando, meditando y buscando la inspiración.
Quizá sea este un bajón
temporal, una gripe literaria pasajera, o quizá sea fruto de un perfeccionismo
mal entendido, mal practicado o mal digerido, o quizá sea un arrebato de
inseguridad. Espero que, al igual que la crisis de los cuarenta, esta, si lo
es, también sea breve. Sea lo que sea, el tiempo, ese que todo lo cura, tendrá
la palabra. Pero, entretanto, no he podido dejar de plantearme estas
interrogaciones retóricas.