jueves, 27 de octubre de 2022

Cáncer de mama

 

El pasado 19 de octubre, el mismo día que publicaba mi entrada anterior, se celebró el día internacional de la lucha contra el cáncer de mama. Como es habitual, miles de lazos rosas acompañaban a quienes reivindicaban más atención e inversión en investigación en esta dolencia que afecta a una de cada ocho mujeres. Pacientes, sanitarios, asociaciones y la sociedad en general advierten, ese día con más intensidad, de la necesidad de la prevención y de la atención personalizada.

Los destinatarios únicos de todas estas reivindicaciones y consejos saludables son las mujeres, por ser el colectivo al que mayoritariamente afecta esta terrible enfermedad, que todavía produce un importante número de muertes al año. Pero aunque este tipo de cáncer sea —por razones fisiológicas, hormonales y/o genéticas— mayoritario en mujeres, no es algo exclusivo del género femenino. Aun siendo algo excepcional, un 1% de los cánceres de mama también afecta a los hombres y yo fui uno de esos desafortunados, motivo por el que he querido escribir estas líneas.

Cada vez que leo y oigo mensajes de apoyo exclusivamente dirigidos al sexo femenino, siento pena por los hombres que, en idéntica situación, son los grandes olvidados, cuando sienten la misma angustia, padecen los mismos trastornos y se someten al mismo tratamiento, sufriendo las mismas consecuencias, y cuya supervivencia a cinco años es porcentualmente menor que en las mujeres (77,6% y 86,4% respectivamente), probablemente porque en ellos no se da la prevención precoz.

Esta exclusión y soledad social a nivel comunicativo y concienciador, ha dado origen a una asociación de cáncer de mama masculino a nivel nacional, INVI —invicancer.org—, cuyo fundador es Màrius Soler, para dar apoyo e información a este colectivo que, diría yo, se siente marginado por ser, simplemente, un caso raro.

Así pues, al margen de mi apoyo incondicional a las mujeres afectadas de cáncer de mama —ha habido varias en mi círculo de amistades con distintos desenlaces, unos afortunados y otros desdichados—, quiero aquí romper una lanza a favor de los hombres que también lo sufren y reivindico un lenguaje inclusivo cuando se habla de esta terrible enfermedad.

Yo he tenido la gran suerte de superarlo, pero otros se quedan por el camino y considero injusto que no se les tenga en cuenta. Por lo menos, los avances en el tratamiento revertirán en ambos sexos, sin distinción.

 

miércoles, 19 de octubre de 2022

De la novela al cine

 


Llevaba días cavilando sobre qué tema podía tratar en este espacio generalmente destinado a la crítica que, por una vez, no tuviera tintes mordaces o mínimamente duros contra los desmanes que nos rodean: conflictos bélicos, genocidios, torturas, represiones de índole político-social o religiosa, desahucios a personas tremendamente vulnerables, el avance de la extrema derecha en el mundo, el negacionismo sobre el cambio climático, las violaciones y abusos sexuales, el maltrato en general, los salarios de miseria, los recortes en educación y sanidad, las peleas entre partidos políticos cuyo objetivo es alcanzar el poder en lugar de velar por el bien social, la inseguridad ciudadana, la indisciplina y conductas incívicas, los campos de refugiados en condiciones inhumanas, el trato vejatorio a la inmigración, la persecución política de los disidentes, el aumento injustificado del precio de los alimentos y de otros artículos básicos, y un sinfín de injusticias y anomalías perversas para la gente de bien.

Y como algunos, si no todos, de estos problemas ya los he ido tratando, a lo largo de la vida de este blog, hoy he decidido romper, aunque sea temporalmente, con esta “línea editorial” y pasarme del lado duro al intrascendente y he elegido el tema que da título a esta entrada a raíz de mi última visita al cine para ver la versión cinematográfica de la famosa novela de Torcuato Luca de Tema, Los reglones torcidos de Dios.

Pero no voy a reseñar la película ni el libro, pues no se me daría bien esta labor, sino comentar lo que generalmente observamos cuando vemos una película basada en una novela que hemos leído con antelación. Y lo que me ha movido a hacer esta comparación ha sido el final de la película, que me sorprendió porque no era tal y como la recordaba en el texto original de Luca de Tena, obligándome a revisar y comparar ambos finales.

Advierto a los lectores de esta entrada que, si no han visto la película ni leído el libro, pero piensan hacerlo, se abstengan de seguir adelante, pues no quisiera hacer lo que ahora han dado en llamar spoiler, es decir destripar o cargarme la sorpresa final.

Lógicamente, una película no puede ser totalmente fiel al original novelado, pues su duración sería excesiva e inviable. Que se modifiquen algunos personajes de poca relevancia también me parece bien si con ello se simplifica la trama, pero que se salten datos o detalles que sí pueden tener interés para el espectador —pues su omisión deja en el aire la explicación a algún enigma—, que no aparezcan personajes que juegan un papel importante en el desenlace de la historia y, sobre todo, que se cambie el final, ya no me parece tan bien. En mi caso, como digo, al haber leído la novela me desconcertó —aunque no me disgustó— hasta el punto de hacerme dudar de mi memoria.

Así pues, yo calificaría la película como una adaptación de la novela en la que está basada. Al parecer hay muchas películas así. Tengo entendido que Stephen King estuvo muy en desacuerdo con Stanley Kubrick por haber introducido cambios importantes respecto a la novela en la afamada película El resplandor.

Volviendo a Los renglones torcidos de Dios, debo aclarar que me gustó mucho y que mantiene la tensión que se deriva de lo que ocurre dentro del centro psiquiátrico en el que se interna la protagonista, Alice Gould —cuyo nombre real es Alicia de Almenara— en calidad de investigadora privada, para descubrir el verdadero motivo de la muerte de un interno, planteándose desde un principio la duda de si es realmente una detective o una enferma mental.

Los cambios y omisiones que me han parecido más significativos han sido que una enfermera, de nombre Montse Castell, pase a ser en la película la subdirectora del centro —¿quizá para darle más peso en la historia?—, que no se explique —algo que resultaría muy simple y aclararía el enigma— por qué uno de los internos con los que confraterniza la protagonista, Ignacio Urquieta, sufre de una brutal hidrofobia —en la novela los internos lo arrojan intencionadamente a la piscina y ello le hace recordar que el origen de ese trauma es que de pequeño arrojó a un niño con patines al agua y se ahogó—. De este modo, mientras que en la novela se recupera y sale libre, en la película no sabe explicar lo que le ocurre y queda internado para siempre. También se elimina la existencia de una amiga de Alice, detective privada, que arroja luz sobre el papel que juega realmente su marido en toda esa trama. Y finalmente, el cambio más significativo está en el final, en el que el director —debo reconocer que con acierto— da un gran golpe de efecto, dejando al espectador con la duda de si Alice está realmente enferma (todo apunta a que sí).

El final es, a mi juicio, donde se ha simplificado más la historia. Y para no ser menos, yo también la simplificaré: Una vez Alice ha logrado convencer a la junta directiva de su cordura, en contra de la opinión del director de centro —que presenta su dimisión al no verse respaldado por el resto de sus miembros—, aparece el médico amigo de su marido, el mismo que elaboró el informe para que fuera internada, pero que según ella es el cliente que la contrató para develar el supuesto asesinato de su hijo ingresado, y enfrentándose a ella le espeta: Alicia, ¿en qué lío te has metido ahora?”, dando a entender con ello que no es la primera vez que se inventa una historia y que está realmente paranoica. La película termina mostrando la cara entre la sorpresa y la incertidumbre de esta.

En la novela, la detective amiga de Alice descubre —y así lo comunica a la dirección del centro— que esta sufre una paranoia provocada por su marido (no recuerdo de qué modo) y que ello la ha llevado a imaginarse toda esa historia sobre su ingreso voluntario auspiciado por un cliente, que le facilita todo tipo de pruebas médicas falsas para justificar su ingreso. La junta directiva, considerando que su paranoia no es peligrosa y, por lo tanto, no justificativa de continuar con su internamiento, ni probablemente reiterativa mientras no vuelva a coincidir con su marido (que ha desaparecido tras haberla expoliado de todo su dinero), le da el alta definitiva.

Al final, camino de casa, Alice se da cuenta de que poco a poco su salud mental se va deteriorando, decidiendo regresar al psiquiátrico, donde acaba sustituyendo a la enfermera Montse.

Y aquí acaba la comparación entre ambas versiones, debiendo añadir que, al margen de esos cambios y omisiones más o menos importantes, el relato de Guillem Clua y Oriol Paulo, guionista y director, respectivamente, resulta más atractivo y responde más a un relato de suspense con un sorpresivo final que pretende crear dudas en el espectador.

Si habéis leído la novela y visto la película, ¿qué opinión os merece esta última en comparación con la primera?