martes, 19 de noviembre de 2019

Que viene el lobo



La figura del lobo pocas veces es amable. En el imaginario infantil siempre aparece como el malo de la historia. El lobo feroz. Si preguntáramos a Caperucita, no quiero pensar lo que nos diría. O Pedro, el niño mentiroso, a quien ese animal fue el motivo de su desgracia ante la impasividad de los aldeanos.

El lobo, o Canis lupus, es un carnívoro depredador del que huyen los humanos con solo oír su nombre. Habita desde tiempo inmemorial nuestro continente y en los bosques y montañas de gran parte de la península ibérica tiene su morada. La opinión mayoritaria contra esta especie animal anida entre los ganaderos, quienes le imputan unas enormes pérdidas económicas. Pero no todas las CCAA lo tratan del mismo modo.

Cada año, las CCAA con presencia del lobo autorizan matar a más de 200 ejemplares —sin contar la caza furtiva—, y las licencias se han multiplicado por cinco en los últimos veinte años, estimándose una población de lobos en unos dos mil ejemplares.

El lobo está considerado como el enemigo público número uno, pudiéndose hablar de “xenofobia ambiental”, según Jorge Echegaray[i], estudioso del tema. Las cifras, en cambio, no apoyan el odio a ese gran depredador, pues sus ataques afectan a menos del 1% de la ganadería, según datos de Ecologistas en Acción.

Aun así, las asociaciones agrarias, en su lucha contra el lobo, tienen, curiosamente, de su lado al Ministerio de Medio Ambiente, habiendo este impulsado una petición a la CE para eliminar la protección cinegética de este animal, manifestando así su compromiso “en la lucha contra el lobo”.

Al sur del río Duero, el lobo ibérico está estrictamente protegido por la directiva comunitaria Hábitat y la ley de Patrimonio Natural y Biodiversidad. En cambio, en su parte norte, concretamente en Castilla y León, Galicia, Cantabria, País Vasco, la Rioja y Asturias se puede abatir mediante la caza deportiva o los llamados controles selectivos.

Desde que se introdujo esta medida, algunos expertos han mostrado una gran preocupación. Varios investigadores, incluyendo al anteriormente mencionado Echegaray, publicaron en 2008 un artículo en el que aseguraban que la caza excesiva del lobo podría llevar a su extinción.

Lo realmente preocupante, diría yo, es la falta de transparencia, pues ninguna de esas CCAA reconoce cuántos ejemplares de lobo se matan cada año. Según Ecologistas en Acción, la mitad de los lobos cazados lo son de forma ilegal, pues matar un lobo resulta impune. Y esta permisividad está disparando el número de furtivos.

Curiosamente, en las zonas donde están acostumbrados a este depredador, algunos ganaderos, como Alberto Fernández[ii], aseguran que el lobo no es una amenaza para el sector. Este ganadero añade que con la ayuda de varios mastines nunca ha perdido una sola oveja por el ataque del lobo. Otro aspecto a favor de este animal es el del turismo, como el de la sierra de la Culebra, donde se estima que hay unos setenta lobos. De este modo, el turismo procedente de España y de Europa aportó por este concepto unos 600.000 euros de beneficios frente a los 36.000 que dejaron los trofeos de caza. «El lobo vivo vale más que el lobo muerto» afirman los ecologistas.


Los que me seguís con asiduidad, ya conocéis mi opinión sobre la caza (La caza: deporte, necesidad o salvajada; 07/04/2019) y la relativa importancia que le doy a la rentabilidad económica si la actividad que la produce no está, en mi opinión, debidamente justificada. Así pues, al margen de las pérdidas o ganancias producidas por las actividades a favor o en contra del lobo, mi reflexión pretende ir un poco más allá.

El hombre ha convivido con los animales “salvajes” durante milenios y ha sabido protegerse de ellos. La caza solo era un medio para proveerse de alimento y la matanza solo era una forma de protección. Solo si un oso atacaba a un hombre, este lo abatía en defensa propia. Pero todos sabemos que el lobo —al igual que el oso— no suele atacar al hombre, pero sí a los animales que están en su cadena alimentaria. Por ello, las víctimas por ataque del lobo son especies ovinas y bovinas en su gran mayoría.

¿Qué hacían los pastores antaño que no fuera organizar batidas de caza? ¿Cómo se protegían y protegían a su rebaño de las garras del lobo? Yo me pregunto si, una vez más, no recurrimos a métodos excesivamente radicales, por la comodidad que de ellos se deriva, en lugar de utilizar los tradicionales, como sería ahuyentar y disuadir a estos depredadores, para que recurran a otra fuente alimenticia, a otras presas naturales, dejando que, de este modo, la naturaleza haga su parte.


[i] Consultor independiente para ONG conservacionistas; echagarayjorge@gmail,com
[ii] Propietario de la ganadería Aldalza de Sta. Colomba de Sanabria (Zamora)

martes, 12 de noviembre de 2019

Manillar o volante



La pregunta del millón de dólares: ¿Quién es más intrépido, el automovilista o el motorista?

Esta pregunta tiene una respuesta complicada. Seguramente los motoristas señalarán a los automovilistas y viceversa. Pero ¿qué dirán los que conducen ambos tipos de vehículo? ¿Qué opinarán los ciudadanos de a pie, que no conducen?

Como me es imposible obtener una respuesta de cada uno de esos grupos, me limitaré a reflexionar sobre el tema, aunque os advierto que, siendo un automovilista que nunca se ha sentado en el sillín de una motocicleta excepto como paquete ─con lo cual sí puedo tener una ligera opinión─, mi posicionamiento puede no ser del todo imparcial.

Evidentemente, se puede decir aquello de que “de todo hay en la viña del señor” y sin una estadística en la mano ─si es que existe—, solo puedo hablar por mi experiencia personal.

He visto automovilistas hacer locuras al volante y en tramos de carretera bastante congestionados, agravando la peligrosidad de su comportamiento. Pero si nos atenemos al hecho evidente de que un automóvil es más seguro que una motocicleta, por muy diestro que sea un motorista, un accidente de moto a altas velocidades es muy probable que resulte mortal. Tengo entendido que de cada diez accidentes graves de moto tres resultan mortales.

Visto desde este ángulo, los comportamientos imprudentes de los motociclistas son más censurables. He visto adelantamientos de motocicletas en curvas de poca visibilidad y en tramos en los que venían vehículos en sentido contrario. En tales casos el motorista juega con la rapidez de reacción de una máquina de alta cilindrada. Pero no por ello deja de ser criticable y peligroso. Después de un accidente todo son lamentos, argumentando la vulnerabilidad y fragilidad del motociclista.

Pero tales infracciones no solo tienen lugar en carretera, también en las ciudades. ¿Quién no ha visto ─constantemente— adelantamientos por la derecha y por entre una hilera de vehículos, no solo detenidos ante un semáforo sino también en marcha? Para evitar accidentes, en una ciudad hay que conducir con la mirada puesta enfrente, a ambos lados y en el retrovisor. Nunca se sabe cuándo puede aparecer un motociclista en escena. ¿Y qué hay de esos que van adelantando, poco a poco y con un pie en el suelo, calculando al milímetro si tienen espacio suficiente para pasar sin rozar o golpear el espejo retrovisor externo?

Y hablando de manillar, no puedo evitar mencionar a los ciclistas que cada vez son más en las ciudades, una especie de peatón sobre ruedas, pues tanto circulan por la calzada como por las aceras, inventando sus propias reglas de conducción. ¿Qué hay un atasco? Pues aprovechan un paso de peatones para subir a la acera y continuar por ella hasta que les conviene volver a incorporarse al tráfico rodado. Pero esta ya es otra historia, la de la falta de una reglamentación clara para los vehículos de dos ruedas como son las bicicletas, a pedales y a motor, y los patinetes, tanto a tracción humana como eléctrica, que cada vez están más presentes en los pueblos y ciudades, y que empiezan a ocasionar serios problemas a los viandantes. Pero, ya se sabe, en este país todavía no sabemos lo que es prevenir. Y lo peor es que no nos respetamos mutuamente porque no sabemos ponernos en el lugar del otro.