Continuando con la historia del Meeting sevillano, podría empezar diciendo ahora aquello de que “cada uno cuenta la feria según le va”. Y este refrán viene a cuento de la visita colectiva que realizamos a la Feria de Jerez la tarde dedicada a actividades turístico-sociales que siempre se reservaba para el ecuador de este tipo de reuniones internacionales de una semana de duración. Y debo añadir que de toda la organización de ese encuentro, ésta fue la parte que más quebraderos de cabeza me dio.
Casualmente aquella semana coincidió con la celebración de la Feria del Caballo, la célebre feria de Jerez, que yo conocía muy bien por mi estancia en esa ciudad años atrás con motivo de mis prácticas de alférez, al término de las milicias universitarias. Por tal motivo esa fue la propuesta que hice para la tarde libre: visitar esa bonita ciudad en fiestas. Pero, claro, el presupuesto no admitía un dispendio excesivo y cada propuesta que presentaba a John, éste me la tumbaba por demasiado cara y me pedía una alternativa más económica. Espectáculo de los caballos que bailan, visita a una bodega y cena con tablao flamenco; fuera; otra. Entonces nada de caballos bailarines, sólo visita a unas afamadas bodegas y cena en las mismas con música flamenca: tampoco; otra. Pues viaje en barco por el Guadalquivir hasta la isla de la Cartuja y desplazamiento hasta Jerez, parada y fonda: que no; otra. La rubia (véase el post anterior) –que en esto sí que tuvo que dar el callo- ya estaba desesperada, y yo también, de hacer tantos cálculos y propuestas a la baja. Y así hasta llegar a la que sí cuajó: tour en autocar por el centro histórico de Sevilla, desplazamiento hasta Jerez, paseo por el recinto ferial para contemplar el desfile de jinetes y carruajes, disfrutar del colorido del conjunto y de los vestidos de faralaes de las mujeres y niñas, embriagarse con la música y unos finos en una caseta, para acabar cenando en el restaurante situado en el mismo recinto: bingo, vale, adelante.
Cuando todo estaba, por fin, organizado, apareció un pequeño problema logístico: el horario. Para mis estimados colegas venidos de otros lares, de otras civilizaciones y de otros mundos, estaba totalmente fuera de lugar iniciar nuestra ruta cultural, turística y gastronómica más tarde de las cuatro de la tarde. Por mucho que lo intenté, no entendieron que para disfrutar de la feria y verla en todo su esplendor, debíamos llegar allí, como muy pronto, al atardecer. Tras un tira y afloja con John y las omnipotentes inglesas (v. mi post anterior), tuve que acceder a que iniciáramos nuestro periplo a las cinco en punto de la tarde, hora taurina.
Cuando el primer día del meeting, en un descanso, John me pidió que explicara al grupo en qué consistiría nuestra tarde de ocio, intenté, en el mejor inglés posible, hacerles entender qué era la feria, tanto la de Sevilla, en abril, como la de Jerez, en mayo. Creo que no lo entendieron muy bien pero les gustó la idea, sobre todo lo del copeo y papeo. Lo del flamenco, sevillanas, trajes andaluces y demás, no le debió parecer interesante a Madame Moreau, la autoritaria y chovinista representante francesa, porque cuando pedí que alzaran las manos quienes estaban interesados en asistir, y así saber cuántos comensales seríamos en el restaurante donde reservaríamos la cena, negó con la cabeza como si espantara a una mosca cojonera y poniendo cara de asco. Ella y el bueno de Stéphane -su sumiso subordinado que, por no contradecirla, la secundó callando-, se lo perdieron.
A pesar de haber pedido con insistencia a la guía turística y al chofer del autocar de que ralentizaran al máximo el tour por la capital hispalense para hacer tiempo, aun así llegamos al recinto de la feria antes de las ocho de la tarde. Había estado lloviendo a cántaros toda la mañana hasta el punto que creí que deberíamos anular la excursión pero, por fin, el sol salió al mediodía. Pero cuando llegamos al lugar, el recinto todavía estaba muy mojado y, lo peor de todo, solitario. No había ni un alma.
Me sentía tan violento recorriendo, junto a la sosa azafata contratada para que nos hiciera de cicerone, el recinto encharcado, desierto y deslucido, viendo las caras de interrogación de mis colegas (pero qué coño hacemos aquí, suponía que se preguntaban), que no sabía qué hacer aparte de espolearla para que contara algo de lo que allí acontecía a la hora que debía acontecer. Afortunadamente logré que abrieran, mucho antes de la hora prevista, la caseta que tenía que acogernos y ofrecernos una cata de los mejores caldos de la zona. Y entre caldo y caldo, y sevillanas de fondo, el ambiente y las caras se fueron caldeando y los labios empezaron a esbozar sonrisas y alguna que otra carcajada saltaba de boca en boca. Hasta que llegó la hora de cenar.
En el restaurante, tuve que rogar que hicieran un esfuerzo titánico, ya que para ellos era algo casi sobrenatural, para que nos sirvieran el aperitivo a las nueve. Ya sabe usted, esos extranjeros…
Finalmente, tras una opípara cena, cuando salimos del restaurante, a las diez y pico, el paisaje ya había sufrido una metamorfosis que dejó a todos sorprendidos y a más de uno maravillado. Las luces multicolores, la música, el ambiente y el baile, les acabó seduciendo.
Se acordó que el autocar nos esperaría a la salida del recinto a las once en punto pues al día siguiente debíamos reanudar nuestras sesiones de trabajo a las nueve de la mañana. A la hora fijada, faltaba una docena de colegas a la cita. Ante la cara recriminatoria de John, como si yo tuviera la culpa de ello, tuve que recorrer la zona circundante intentando localizar a los rezagados y desertores, cosa que se me antojaba una misión imposible dado el vasto perímetro del recinto ferial. Al director médico mexicano lo encontré en una caseta disfrutando, con una copa de vino en la mano, del baile de una chiquilla no mayor de siete años. Y como a él, poco a poco, conseguí hallar a todos los que faltaban pero dos de ellos, el australiano y el japonés, beodos como estaban, se negaron a volver con nosotros. Me dijeron que volverían en taxi y, a pesar de mi advertencia sobre lo que un taxista les podría cobrar por ese largo trayecto, siendo extranjeros (para no incluir en el paquete su nivel de alcoholemia), se mantuvieron en sus trece. Al día siguiente, ya sobrios y con la cartera bastante más liviana, reconocieron su error. Por parte de John, todo fueron alabanzas, especialmente respecto a las almejas que nos sirvieron como aperitivo en el restaurante. “No saben lo que se han perdido los que no vinieron”, remató, refiriéndose, sin nombrarlos, a nuestros colegas galos.
Ese día la visita a la feria fue el tema común de todas las conversaciones. Cada uno la contaba a su manera, en función de sus recuerdos y experiencias. Menos Mme. Moreau y el pobre Stéphane, una porque no quiso y el otro porqué no pudo.