¿Por qué la mentira está tan arraigada, como algo natural, en nuestras vidas? ¿Por qué hay quien, en determinados momentos de riesgo y de confrontación, se siente obligado a mentir?
Hay conductas basadas en la falsedad que ya forman parte de la vida cotidiana y que se consideran “normales”, como sería el caso archiconocido (pues todos nos hemos encontrado alguna vez ante ello) de las valoraciones que hacen vendedor y comprador de un artículo de segunda mano.
Es típico que cuando uno compra un vehículo de primera mano, está comprando el mejor coche del mercado pero cuando intenta venderlo aparecen de pronto un sinfín de desventajas. Compras un vehículo con motor diesel porque siempre te han dicho que tienen mejor salida en el mercado de segunda mano. “Cien mil kilómetros no serían nada si fuera motor diesel pero, claro, siendo de gasolina… Ahora están muy buscados los que son de gasoil porque, además de durar mucho más, gastan algo menos y el carburante también es algo más barato”. Cuando intentas obtener un buen precio al dar este mismo vehículo como entrada de uno nuevo, esas ventajas se han convertido en inconvenientes. “Es que los jóvenes prefieren los motores a gasolina porque tienen más brío” o cualquier otra excusa.
Por otra parte, si el coche ha hecho pocos kilómetros pero tiene sus años, por bien conservado que esté, resulta que lo que cuenta es la matrícula, pero si, por el contrario, la matrícula es relativamente reciente pero se han recorrido muchos kilómetros, entonces lo que cuenta es lo que indica el cuentakilómetros.
Lo mismo podríamos decir con una vivienda. Mientras el propietario y vendedor resalta todas sus virtudes, algunas claramente exageradas, el posible comprador sólo comenta las pegas. A veces dan ganas de decirle que busque otra cosa si tanto le desagrada el piso. Y todo, obviamente, para justificar un precio demasiado elevado, en el primer caso, y para rebajar en mucho las pretensiones del vendedor, en el segundo. Es el típico regateo, que las dos partes saben que la otra miente como un bellaco y, aun así, entran en ese juego, a mi entender, ridículo. ¿No existe algo llamado el precio justo?
Y esta escenificación tiene escenarios muy dispares y algunos bastante comprometidos como el del candidato a un puesto de trabajo que “infla” su CV y exagera verbalmente sus conocimientos y experiencia para impresionar a su interlocutor, no sólo con la intención que ganar la vacante sino de incrementar su valoración económica, alegando, además, que está cobrando más de lo que cobra. ¿No es una estupidez negar u ocultar algo que más tarde se pondrá en evidencia? ¿De qué sirve decir que se tiene, por ejemplo, un nivel avanzado de inglés si luego se comprobará que es falso? ¿Y no será también cierto que muchos jefes no halagan a sus colaboradores para que éstos no reclamen un mejor salario acorde con sus méritos?
Y es que, como regla general, nadie quiere dar la razón a su oponente en una negociación. Hay que ganar como sea. El cliente siempre tiene la razón aunque no la tenga. Bueno, el cliente o el protagonista de la discusión, que para el caso da igual.
De ahí que muchos consideren inaudito que un pobre servidor pueda acabar dando la razón a ese vendedor al que se ha dirigido para exponerle una queja cuando aquél le hace ver que está equivocado. ¿Cómo puedo ser tan estúpido de no mantener mi postura, pase lo que pase, hasta el final? Eso de dar el brazo a torcer a la primera de cambio debe ser signo de debilidad mental.
Lo siento pero, simplemente, me da vergüenza defender una postura que sé que es falsa o incongruente y, tan pronto como me doy cuenta de ello, prefiero rectificar (y pedir disculpas si es necesario) que seguir adelante corneando injustificadamente a quien se opone, con razón, a mis tesis. ¿No dicen que rectificar es de sabios? Quizá por eso me ha ido así en la vida social. Es la ley del más fuerte, no del más sabio o del más sensato. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre he sido un ingenuo.