lunes, 30 de enero de 2017

Sigena y Salamanca


En realidad, el título de esta entrada debería ser “los bienes del Monasterio de Santa María de Sigena y los papeles de Salamanca”, pero, por razones de espacio, lo he resumido con el nombre de las dos localidades origen de un conflicto interterritorial azuzado por intereses políticos y abonados con la mala fe de unos y la ignorancia (en el sentido literal de la palabra) de otros.

Intentaré tratar este tema de la forma más objetiva y respetuosa posible, siempre desde mi punto de vista, pues el objeto de esta reflexión no es otro que demostrar cómo dos hechos que guardan cierta similitud pueden llegar a ser tratados de forma muy dispar, incluso contrapuesta, anteponiéndose el interés personal o partidista a la razón.

Como ya sabéis, el denominador común de ambos conflictos estriba en la recuperación de un patrimonio por su propietario original y en ambos casos la Generalitat de Catalunya le ha tocado jugar el papel del malo de la película, el de expoliador, término que, según la RAE, significa aquél que despoja de algo a alguien con violencia o iniquidad.

Si alguien, al llegar a este punto cree que voy a hacer un alegato catalanista está equivocado. Soy catalanista ─entendiéndose con ello que amo y defiendo los intereses sociales, económicos, culturales y lingüísticos de mi tierra, Catalunya, como lo haría cualquier otro ciudadano con su Comunidad─, no me seduce en la actualidad ningún partido político, aunque cojeo ligeramente hacia la izquierda, creo en la justicia y la igualdad ─aunque tenga motivos para dudar de su existencia en la tierra─ y abogo por la objetividad y la verdad como bases de esa pretendida justicia y de una convivencia pacífica.  Dicho esto, entraré sin más dilación en materia. 

Quien esté al tanto de la disputa entre Aragón y Catalunya ─aunque debería decir entre sus instituciones─, sobre las obras de arte del Monasterio de Santa María de Sigena, habrá oído cómo, en repetidas ocasiones, diversas autoridades aragonesas, incluyendo a su presidente, han calificado de expolio el haberse trasladado retablos y otras obras de arte de dicho Monasterio Oscense a Catalunya. 

El asunto es muy controvertido y según las fuentes consultadas los hechos ocurrieron de forma muy distinta. No entraré aquí a valorar hasta qué punto discrepan las versiones, pues son tales y tantas las contradicciones del cómo y del porqué, que incluso llegué a dudar de si dichas fuentes se referían al mismo hecho, lugar y época.

Tampoco entraré a juzgar (pues ni soy un entendido en leyes ni las informaciones obtenidas me ofrecen una garantía de absoluta imparcialidad) si tiene razón o no el gobierno de Aragón al denunciar e intentar invalidar la compra de aquellas obras. Lo que sí creo que está claro es que, por ambas partes, se ha sensibilizado a la opinión pública, como siempre ocurre en las disputas en las que intervienen intereses políticos, con argumentos distorsionados, cuando no exagerados. De hecho, cuando el Tribunal Constitucional dio la razón a Catalunya, tras 14 años de deliberación, añadía en su sentencia que no entraba en la legalidad de la venta ni en la calificación de los bienes. Por lo tanto, si se ajusta a derecho la recuperación de dichas obras por su propietario original, que se haga mediante las diligencias legales pertinentes, pero siempre basándose en la veracidad de los hechos, como debe ser en cualquier procedimiento judicial. Pero me solivianta constatar cómo se utiliza el término expoliar alegre e impunemente, ante la aquiescencia general, cuando la famosa frase del ex presidente de la Generalitat Catalana, Artur Mas, “España nos roba”, levantó ampollas a lo largo y ancho de la península. Y antes de terminar con esta primera parte, lanzo una pregunta a quien sepa más que yo al respecto: ¿Por qué Aragón no reclama al Museo del Prado las obras de arte de Sigena que en él se exponen, entre las que se encuentra el fragmento del retablo mayor del Monasterio, adquirido por subasta? 

Hago ahora un salto geográfico y temporal para situarme en el Archivo de la Guerra Civil Española de la capital salmantina, donde se conservaban los llamados “papeles de Salamanca” reclamados por la Generalitat de Catalunya.

Para entender esta otra disputa institucional, es menester recordar que cuando en 1939 se produjo la caída de Catalunya en manos del ejército franquista, sus autoridades militares incautaron toda la documentación que pudieron encontrar en las sedes de las instituciones, los partidos políticos, las organizaciones sindicales, las asociaciones culturales y los domicilios de particulares, como pruebas para perseguir y juzgar a los que habían apoyado al bando republicano. Todos esos documentos se enviaron a Salamanca, donde se encontraba el Cuartel General del Generalísimo, para ser evaluada.

Aquí también evitaré entrar en detalles de este contencioso, por lo prolijo que sería, y solo diré que se inició, en este caso, a instancias de la Generalitat de Catalunya cuando esta reclamó al Gobierno Central que se restituyeran estos documentos a sus verdaderos propietarios. No hace falta recordar que también este hecho levantó ampollas y que también tuvo de intervenir el Tribunal Constitucional quien finalmente falló a favor del demandante. Aun así se produjo una gran movilización y resistencia en contra de esa medida, hasta tal punto que el traslado de las primeras 500 cajas de documentos se realizó de madrugada y con un fuerte despliegue policial para evitar incidentes. Esta operación se repitió en varias ocasiones (tal era la cantidad de documentación incautada) mientras que las autoridades autonómicas y municipales locales presentaban múltiples recursos con el argumento de que representaba ─y cito textualmente─ una expoliación.

Y aquí es donde yo quería llegar después de este (espero que no muy largo) camino, a lanzar nuevas preguntas cuyas respuestas también dejo en el aire: Si la compra ─por muy torticera que fuera─ de unas obras de arte gravemente deterioradas, su posterior restauración y traslado de una Comunidad Autónoma a otra se considera expolio, ¿por qué la incautación de una propiedad de un particular o institución, contra su voluntad y sin compensación económica alguna, no y sí en cambio su justa devolución? ¿Por qué ese doble rasero? ¿A santo de qué ese agravio comparativo? ¿Por qué debemos recurrir siempre a la judicialización de disputas cuando debería primar el sentido común y el consenso? 

Llegado aquí me doy cuenta que soy muy repetitivo, quizá incluso cansino, pues no es la primera vez (y no puedo prometer que sea la última) que hago alusión a la necesidad del entendimiento, del diálogo, de la no politización de asuntos sociales y culturales, de la no incitación a la violencia verbal ni al odio interterritorial, a la necesidad de utilizar la razón y hacer un esfuerzo por comprender la postura del otro, de no tergiversar la verdad, de vivir, en suma, en paz y armonía, olvidando viejas rencillas y aparcando la soberbia y un mal entendido orgullo nacional.

Si hablamos con propiedad, no olvidemos que quien sí llevó a cabo un verdadero expolio fue el ejército nazi, apropiándose “con violencia e iniquidad” de obras de arte pertenecientes a los judíos residentes en los países ocupados, como preludio al holocausto. Seamos, pues, estrictos a la hora de utilizar ciertos términos que no se ajustan a la realidad.

Ilustración.- Izquierda: Monasterio de Sta. María de Sigena; Derecha: Fachada del Archivo de la Guerra Civil Española (Salamanca)



sábado, 21 de enero de 2017

¿Diálogo, qué diálogo?


Según la Real Academia Española de la Lengua, el término “dialogo” se define, en su primera acepción, como “plática entre dos a más personas que alternativamente manifiestas sus ideas o afectos”. Pero existe otro término, el que aquí me interesa, que incluye la forma “diálogo de sordos” y que define como “conversación en la que los interlocutores no se prestan atención”. Y es que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

Esta debe ser otra de mis “rarezas”: pretender que cuando se dialoga, se dialogue de verdad. No, no es un juego de palabras. En todo caso sería como el estribillo de aquella canción que dice que “la española cuando besa, es que besa de verdad”. Pues todos los españoles deberían aplicarse el cuento y que pudiéramos decir que el español cuando dialoga, dialoga de verdad. Y, como no podría ser de otro modo, quienes más deberían seguir este principio son los políticos, porque creo que ni siquiera conocen el significado del verbo dialogar o, por lo menos, no lo saben conjugar: yo dialogo, tu dialogas, él dialoga, nosotros...

¿No os habéis fijado que en un turno de réplica, tanto en un Parlamento Autonómico, en el Congreso de los Diputados, en el Senado o en la mismísima Asamblea de las Naciones Unidas, el político de turno está únicamente centrado en leer al pie de la letra lo que ya llevaba escrito de antemano cuando no sabía con exactitud ─aunque ya debía intuir por dónde irían los tiros─ qué argumentos en concreto utilizaría su oponente y qué deberá rebatir o responder? Lo lógico sería escucharlos, pensar en ellos y solo entones pasar al contraataque, a rebatirlos uno a uno, si es necesario y tiene argumentos para ello. En definitiva, se trata de conocer al detalle el tema de discusión y estar lo suficientemente preparado como para improvisar sobre la marcha sin la ayuda de un guion. Aunque se partan de posiciones diametralmente opuestas, siempre habrán aspectos que requieran de una discusión, matización, aclaración, o respuesta concreta. Pues no, los “actores” se limitan a repetir hasta la saciedad su discurso, obviando las respectivas interpelaciones y yendo cada uno a lo suyo. Aquí podríamos también hablar de “diálogo de besugos”. En otras palabras: ausencia total de diálogo.

Entonces ¿de qué sirve comparecer en una cámara, donde se debaten temas de interés capital, con la lección aprendida y sin ánimos de escuchar atentamente las otras posturas para, de este modo, participar en un diálogo productivo pensado solo en el bien general y no en los intereses particulares y partidistas? Para nada. Bueno, sí, para lucirse ante sus partidarios y andar a la greña con sus eternos rivales.

Solo en un plató de televisión, en un cara a cara, pueden los contendientes practicar algo parecido al diálogo, si bien se hace patente el discurso personal eludiendo, por ambas partes, contestar aquellas preguntas capciosas o comprometedoras. Porque una de las características más sobresalientes de un político es saber divagar ante ese tipo de preguntas tan incómodas, incluso hechas por el moderador o entrevistador, para que el protagonista “se moje”. Y si es un “buen político” siempre saldrá airoso. Por mucho que se le presione e insista, siempre se andará hábilmente por las ramas con tal de esquivar la respuesta que le puede comprometer.

Pero la falta de diálogo no es exclusiva de los políticos. Parece más bien un mal endémico de este país. Todos hemos visto la lamentable escena de tertulianos, generalmente periodistas, debatiendo alrededor de una mesa y ante una audiencia televisiva considerable, hablando todos a la vez y compitiendo para ver quién grita más, cruzándose palabras y lanzándose acusaciones e improperios, bien en defensa de sus argumentos, bien atacando los de la parte contraria. ¿Acaso es eso dialogar? Con este comportamiento solo se pretende acallar la voz del contrincante, evitando que se le pueda oír y, por lo tanto, que pueda expresar en voz alta su opinión. Pero no solo no practican el diálogo sino tampoco la autocrítica, porque para acabar de rematar ese sinsentido, todos, absolutamente todos, se quejan de que el oponente no les deja hablar. Si el moderador logra apaciguar los ánimos de los participantes y poner un poco de orden y cordura, en cuanto le devuelve la palabra a uno de ellos, de inmediato otro alza la voz para acallarla de nuevo. Pena y vergüenza ajena. 

Así pues, quizá esta falta de diálogo no sea otra cosa que falta de educación. Quizá es que en nuestro país todavía no hemos adquirido una cultura democrática o, peor aún, cojeamos en cultura general. Al igual que cuando yo era niño existía en la escuela (al menos en la mía)  una asignatura llamada “aseo y urbanidad” (que debería recuperase, sobre todo en lo referente a la segunda parte), debería introducirse ahora una que bien podría bautizarse “hablar y dialogar”. Quizá así nos iría mejor.


martes, 17 de enero de 2017

La odiosa informática



Después de tantos años trabajando codo con codo, no dejo de sufrir muchas y misteriosas tropelías informáticas de las que desconozco (ignorante de mí) su origen y explicación. Como resultado de ello, la informática y yo no nos llevamos bien. A veces me resulta tan odiosa…

En la era de la alta tecnología, cuando podemos recibir imágenes a color desde Marte casi a tiempo real, ¿cómo es posible que todavía nos encontremos con problemas prácticos en lo más básico de la informática aplicada?

¿Quién no se ha enfrentado a problemas irresolubles tales como que una aplicación deje de funcionar sin explicación alguna salvo la notificación de que “la aplicación X ha dejado de funcionar correctamente”? Ni un profesional en la materia es capaz de dar explicación a esa repentina anomalía. ¿Solución? La única posible: Apagar y reiniciar el equipo.

¿Y qué me decís de eso tan extraño e impertinente como que al abrir un documento Excel no aparezca en forma de ventana maximizada tal como lo cerré? O lo confuso que resulta contestar a las preguntas que te hace el sistema cuando pretendes instalar una nueva aplicación o programa. Una jerga que sólo un informático puede entender, de modo que no sabes si decir que sí o que no. Imaginémonos, por ejemplo, que cuando le das a “ejecutar el programa” apareciera la advertencia: “si ejecuta este programa con Windows 10, se desactivará el subbuffer de conexión al fireware, ¿Desea continuar? O cuando te indica que existe una nueva actualización de un programa ya instalado y al darle a “actualizar” te encuentras con la sorpresa de que la ruta bla bla bla… no es válida o que la ubicación del programa no se encuentra. Y no digamos de las trampas a las que te somete el propietario de un programa que, junto con la instalación de éste te intenta colar otro (y a veces lo consigue) que va en el mismo paquete (generalmente un buscador que sustituirá al que sueles emplear) a menos de que te percates de ello y desactives esa instalación paralela predeterminada. 

¿Y qué os parece que al abrir un documento en internet empiecen a aparecer pantallas con mensajes, generalmente publicitarios, de las que no hay forma de salir o bien cuesta lo suyo? En el mejor de los casos, antes de lograrlo te pregunta si realmente quieres salir de la página, no sea que, tonto de ti, te hayas confundido y la abandones sin querer, y en el peor no te queda más remedio que abortar la búsqueda que habías iniciado dándole a Contrl+Alt+Supr y cerrar la sesión. Y vuelta a empezar. Y entonces empiezas a preguntarte si el PC se habrá infectado por un virus. ¡Pero si tengo un antivirus!, te dices. 

Que esa es otra: la protección contra los virus informáticos. En más de una ocasión te pegan un susto de muerte porque, de repente, se abre una página alertándote de que tu equipo está al borde de morir por varias infecciones gravísimas, a menos que instales YA el antivirus que te están ofreciendo. Intentas hacer oídos sordos, pues ya tienes un antivirus de confianza que realiza periódicamente un análisis de seguridad, pero la alarma sigue presente, que hasta te hace dudar de si estás haciendo el bobo y te la estás jugando de verdad. Para quedarte tranquilo, tras eliminar ese molesto aviso, cruzando los dedos, haces que tu antivirus realice un examen del sistema y resulta que todo está bien, sin ataques ni virus a la vista. Bueno, alguno sí, pero ya fue detectado y abatido sin piedad. Que uno piensa si será cierto o sólo lo dicen para que pienses lo bueno que es el antivirus que compraste. Porque resulta un tanto sospechoso que el mayor número de ataques resueltos satisfactoriamente siempre tengan lugar unas semanas antes de que se extinga la licencia y debas renovar la suscripción. Viendo su eficacia cualquiera no la renueva. Todo ello resulta tan mosqueador como cuando en el barrio se ha producido un robo en alguna vivienda y al día siguiente los buzones aparecen repletos de publicidad de una central de alarmas. Que uno piensa si es que estas empresas de seguridad tienen ojos y oídos en todas partes o (Dios me libre de pensarlo) que el caco trabaja a comisión. 

Si hoy me he decidido por este tema ha sido porque recientemente cambié de ordenador portátil y algo aparentemente tan simple fue motivo de muchos quebraderos de cabeza hasta que, tras varios días de sufrimiento, todo volvió a discurrir con normalidad. Parece que cambiar de ordenador conlleva pasar por una prueba iniciática para demostrar tu valía y resistencia ante cualquier adversidad y justificar así tu derecho a poseerlo.

El caso es que el nuevo portátil venía con el sistema operativo Windows 10 y tuve que adquirir el Office 2017 (Word, Excel y PowerPoint), de rabiosa actualidad. Si antes estas aplicaciones (al igual que los antivirus) se adquirían en forma de CD, ahora no, ahora lo que compras es un código que debes introducir en tu PC. Y ahí empezó el calvario. Una vez completada la instalación, cuando quería trabajar con Word o Excel aparecía repetidamente un mensaje diciendo que había dejado de funcionar. En “Ayuda” de Microsoft Office (ahora todo debe resolverse online) encontré la clave de cómo solucionar el problema y seguí sus instrucciones al pie de la letra. Inútil. Yo no (que a veces también, todo hay que decirlo), sino el consejo. ¿Cómo acabé resolviéndolo? Buscando en Google la respuesta. Todos los resultados de mi búsqueda indicaban realizar la misma operación, salvo una página de YouTube donde encontré un tutorial. En él, un joven sudamericano (por la voz y el acento) indicaba detalladamente en imágenes los pasos a seguir, que resultaron ser inicialmente los mismos que Microsoft y los distintos foros consultados me habían indicado pero que en este caso iban mucho más allá, hasta llegar a un recoveco donde aparecía activada una extraña opción que se tenía que desactivar para que todo funcionara correctamente. ¡Qué cosas! Si parece que lo hagan exprofeso para torturarte. 

Pero luego se añadió otro problema: una aparente incompatibilidad con la impresora que, aunque ya tiene unos cuantos años, me ha venido funcionando a la perfección. El caso es que, al querer imprimir un documento en Word, no aparecía la opción de imprimir en borrador ni se abría la pantalla de diálogo habitual donde se puede seleccionar diversas opciones de impresión. Unos me decían que era problema de la última versión de Office, otros que era un problema de incompatibilidad con Windows 10, otros, finalmente, que la impresora ya estaba obsoleta. A final se impuso la solución que casi nunca falla: la de reiniciarlo todo. Desinstalé la impresora y la volví a instalar. En esta última operación observé que el proceso discurría de otro modo, empezando con que la introducción del código de la impresora se realizaba de forma distinta y tal como yo recordaba que había sucedido con mi anterior ordenador. ¿No es otro de los magníficos misterios de la informática? Siendo, como soy, por desgracia, una persona perfeccionista, que quiere que todo funcione a la perfección, y para colmo impaciente, no os podéis imaginar el cabreo que todo ello me produjo mientras duraron esos inconvenientes. Los tacos debieron oírse por todo el vecindario.

Y podría seguir con una retahíla de quejas sobre anomalías inexplicables. Pero para terminar, dejadme comentaros una que me enrabieta enormemente por su frecuencia: el cursor de Word salta de posición cuando le da la realísima gana (o eso me parece a mí), saltando de la línea y lugar donde estoy escribiendo a otra parte del texto, de modo que, cuando me doy cuenta (pues soy de los que cuando escribe mira el teclado en lugar de la pantalla) estoy escribiendo en medio de un párrafo ya escrito. ¿Alguien sabría decirme a qué se debe? Ya sé que no es éste un foro donde resolver este tipo de dudas, pero por si acaso…

A pesar de los pesares, no me queda más remedio que tolerar la informática (qué haríamos sin ella) a nivel de usuario, como así se le llama al uso que alguien como yo hacemos de ella. Tengo establecido un pacto de no agresión, aunque a veces me cuesta reprimirme. Pero sólo es porque la necesito más que ella a mí. Pero es que a veces me resulta tan odiosa…


miércoles, 11 de enero de 2017

¿Quién tiene la culpa?


Cuando los niños hacen una trastada, casi siempre tienden a culpar a otro, señalando con dedo acusador a su compañero de travesuras o al primer inocente que se les ocurre. El caso es no confesar la culpa por temor al castigo, especialmente si éste se adivina de órdago.

Pues bien, parece que este comportamiento no es exclusivo de la infancia. Del mismo modo que mentir no es patrimonio único de los niños, excusarse en el vecino también es propio de adultos. ¿Será algo congénito o adquirido? ¿Será algo que forma parte de nuestra dotación genética en lo que a conducta se refiere o simplemente lo aprendemos de los demás?

El caso es que nadie (permitidme la licencia de generalizar, pero es que parece algo tan arraigado, por lo menos en nuestro país…) quiere asumir su culpa, ni siquiera su parte de culpa, en caso de haber cometido un error, aun siendo éste involuntario. La primera reacción es cubrirse las espaldas, buscarse una coartada, una burda excusa, y si nada de esto funciona, echarle la culpa al de al lado o a las fuerzas de la naturaleza.

Lógicamente, cuando el hecho es simple y, por lo tanto, fácilmente investigable, cualquier justificación sin fundamento cae por su propio peso, poniendo en evidencia al falso acusador y verdadero culpable. Sólo es cuestión de tiempo. Pero cuando el asunto entraña, por su complejidad, serias dificultades para que sea debidamente juzgado y aclarado, la cosa se complica hasta límites inverosímiles.

Que un político, empresario o personaje público, niegue vehementemente una acusación de corrupción, malversación de fondos, soborno, etc., cuando sabe de su culpabilidad es algo absurdo pues, tarde o temprano (más bien tarde que temprano), acabará saliendo todo a la luz. Pero es más indignante ver cómo ante una catástrofe o desgracia ajena, los responsables directos e indirectos se echan la culpa entre sí o, peor aún, la achacan a quien ha perdido la vida (y que, por lo tanto, no puede atestiguar), a errores humanos de los que ellos no tienen culpa alguna, o a causas fortuitas (meteorológicas o vete tú a saber cuáles pueden llegar a mentar).

Para no hablar de forma genérica, aunque estoy seguro que todos tenemos en mente algún caso de este tipo, citaré unos pocos, de más reciente a más antiguo:

El pasado mes de noviembre, en Reus (Tarragona), Rosa Pitarch, una anciana de 81 años, murió víctima de un incendio porque vivía sola en un piso alumbrado por velas ya que la compañía eléctrica le había cortado el suministro por falta de pago desde hacía dos meses. Compañía, ayuntamiento y servicios sociales se acusaron mutuamente por haber permitido que esa pobre mujer viviera en esas condiciones. Incluso la familia acusó a la nieta de la víctima de haber provocado el incendio por haber sido quien encendió la vela con la que se alumbraba la pobre anciana. Alguien tenía que pagar, pero nadie asumió la responsabilidad.

En marzo de 2015 tuvo lugar el trágico siniestro del vuelo de Germanwings, de Barcelona a Düsseldorf, en el que perecieron 150 personas, entre pasajeros y tripulación, a causa del suicidio premeditado del copiloto. Se indemnizaron a los familiares de las víctimas, pero la compañía no ha querido asumir su parte de culpabilidad al permitir que una persona en tratamiento psiquiátrico, a quien los médicos desaconsejaron pilotar un avión, y no llevar un control de la salud mental de un empleado, con un historial psiquiátrico conocido, de quien depende la seguridad de cientos de pasajeros.

Un año antes, en julio de 2014, otro avión, en este caso de la compañía Malaysia Airlines, se estrelló en Donetsk (Ucraína), derribado presuntamente por un misil ruso lanzado por los milicianos prorrusos según Kiev o por un misil ucraniano según Moscú. Todavía no se ha aclarado quién fue el verdadero culpable. Ni se aclarará. Caso cerrado.

Y también en julio, pero de 2013, tuvo lugar el accidente ferroviario en las cercanías de Santiago de Compostela, cuyo único responsable juzgado fue el maquinista, el responsable directo del descarrilamiento y de las 79 muertes que ello provocó, eludiendo Adif toda responsabilidad por la falta manifiesta de medios de control de velocidad que hubieran podido evitar el desastre.

En mayo de 2003 se estrelló en Turquía un avión YAK-42, provocando la muerte de sus 75 ocupantes, entre ellos 62 militares españoles que regresaban a España tras cuatro meses y medio de misión en Afganistán, noticia ésta que acaba de volver a la actualidad debido al reciente dictamen del Consejo de Estado, tras casi catorce años de procesos y juicios penales. En este caso cabe resaltar la contumaz e insolente auto-exculpación de la que hizo gala el entonces Ministro de Defensa, Federico Trillo, y que todavía ahora sigue practicando tras haber dirigido durante años sus acusaciones hacia cualquier objetivo que no fuera su persona y el Ministerio del que entonces era responsable.

Y qué decir del también famoso “chapapote” provocado por el Prestige, ese petrolero que se hundió, en noviembre de 2002, frente a las costas gallegas y cuyo desastre ecológico se acrecentó por haber sido alejado hacia alta mar por órdenes de la Marina Mercante. La controversia fue mayúscula, con un trasvase de culpas mayor que la cantidad de fuel que se vertió al mar. Autoridades portuarias, Ministerio de Fomento, con Álvarez Cacos al frente, Marina Mercante, capitán, armador, naviera y el Sursum corda entraron a saco en la discusión sobre las respectivas responsabilidades, o debería decir irresponsabilidades. El único que pagó el pato fue el capitán del buque. El resto de actores políticos no sólo salieron indemnes, sino que fueron premiados con más y mejores cargos. Uno de ellos es actualmente presidente del Gobierno.

Podría ampliar la lista con muchos más ejemplos, cuyo común denominador es la manifiesta postura de cargarle el muerto (expresión que en la mayoría de estos casos es, por desgracia, literal) a otro. Y cuantos más estén metidos en el embrollo mucho mejor pues es tal el enredo y la confusión que poner a cada uno en su lugar resulta mucho más difícil que completar correctamente un puzle de cinco mil piezas. Es tal la dificultad y los impedimentos para aclarar debidamente los hechos, que los responsables quedan exentos de toda culpabilidad.

Curiosamente (que conste que no lo he hecho exprofeso) todos los casos aquí mencionados tuvieron a políticos implicados, quizá sea porque a ellos les resulta más fácil escabullirse al ocupar un puesto en el que las tapaderas abundan y se comparten. Hoy por ti, mañana por mí.

Si nos fijamos, por un momento, en esos casos tan sonados de fraude y corruptelas en los que los principales protagonistas no han sido, o no son, políticos, como Iñaki Urdangarín (caso Nóos), Isabel Pantoja (Operación Malaya), Francisco Correa (trama Gürtel), etc., siempre ha habido, o hay, políticos implicados. En todos estos casos hemos presenciado el cruce de acusaciones. Nadie es culpable. Todos son buena gente que ha obrado inocentemente, incluso con generosidad, por ayudar al que ahora se vuelve en su contra, el muy traidor.

Pero la misma, o similar, conducta tiene lugar también entre el, llamemos, pueblo llano cuando, por ejemplo, una gravísima imprudencia por parte de un ciudadano se achaca a una negligencia de la administración. Si un tren arrolla (como ha ocurrido repetidas veces) a un viandante que ha cruzado las vías a pesar de la barrera, del semáforo en rojo y de la señal acústica, el único culpable es Renfe por no haber soterrado las vías en las inmediaciones de la población. Evidentemente, toda medida de seguridad es poca si con ella se salvan vidas, pero hay que ser consecuente y repartir la responsabilidad de un accidente entre el ciudadano imprudente, que no respeta las normas, y la administración, por insuficientemente previsora o ineficiente.

Y abundando un poco más en el tema de la repartición de responsabilidades, es, para terminar, significativamente curioso que nunca haya oído a alguien que ha sufrido un accidente o un percance de tráfico, por leve que sea, auto-inculparse. Siempre, siempre, el culpable es el otro.

En fin, como reza la ilustración de esta entrada, errar es de humanos, pero echar la culpa al prójimo aún lo es más. No soy perfecto, ni lo pretendo, pero no recuerdo haber culpado a otro por algo que yo haya hecho mal. No, si ahora resultará que soy un extraterrestre.


miércoles, 4 de enero de 2017

De héroe a villano


Hay detalles que me hacen reflexionar más que otros, simplemente porque me llegan más hondo o me recuerdan hechos importantes para mí. Supongo que como a casi todo el mundo.

Que la vida puede ser muy ingrata es algo que todos tenemos asumido, pues ¿quién no ha sufrido una injusticia que nos ha soliviantado por su arbitrariedad sin poder hacer nada por evitarla? Simplemente la hemos tolerado como un mal menor. Para sobrevivir.

Como ya no tengo ninguna posibilidad de ser objeto de una injusticia o arbitrariedad en mi vida laboral ─donde más se producen─, pues esa vida ya la dejé atrás, ahora me fijo en las que ocurren a mi alrededor. Aquí voy a referirme a un hecho, harto frecuente, que acontece en el mundo del deporte. Si en el ambiente empresarial se habla de despido improcedente, en el deportivo, como la improcedencia se mide por otro rasero, yo lo calificaría como ingrato. Pero no vayáis a creer que voy a hacer un alegato en contra del maltrato laboral en el mundo del deporte, que seguro que también lo hay, sino en cómo un profesional de prestigio puede caer en desgracia en poco tiempo y el papel que en ello juega la afición y los intereses económicos del club al que aquél pertenece.

¿Cuántas veces hemos visto encumbrar hasta lo más alto de la fama y del reconocimiento a un entrenador de futbol o de baloncesto para verlo, al cabo de un tiempo, defenestrado sin piedad? Cuando las cosas van bien, todo son aplausos. Cuando un equipo gana trofeos, su entrenador es laureado, vitoreado, se lo disputan los clubes. Pero cuando ese mismo equipo pierde la imbatibilidad de la temporada anterior, entonces es denostado, es un inútil, incapaz de hacer rendir a sus hombres, los responsables directos de un éxito o de una derrota, y es despedido fulminantemente, sin importar los servicios prestados dignamente durante los últimos años. Es como una pieza dañada, sin posibilidad de reparación, que hay que reemplazar de inmediato. En muy poco tiempo, ese hombre ha pasado de ser el héroe nacional al villano más repulsivo.

No soy un entendido en futbol ni en ningún otro deporte, sólo soy un observador que se pone en la piel del afectado. Y siento pena por él. Diréis que por el dinero que ganan bien pueden soportar el trato recibido. Yo creo que no. Lo que me mueve a escribir estas líneas no es la pena por su futuro profesional inmediato, que seguro que lo tienen resuelto. No es un trabajador despedido en una edad difícil cuya indemnización no le va a sacar del apuro económico en el que se encontrará cuando se le agote el subsidio por desempleo. Lo que esa situación me hace pensar es en lo frágil que puede ser un profesional cuyo puesto y reputación están en manos de una afición y de los directivos de un club que olvidarán los servicios prestados y esa época de gloria que les brindó en cuestión de horas, días o semanas. 

Insisto en que no soy un entendido en la materia y quizá no sepa valorar suficientemente el papel de un entrenador. Para mí, si un músico desafina, la orquesta sonará mal por muy bueno que sea su director. En tal caso, nadie despediría al director, sino al músico.

Posiblemente me meto en un terreno resbaladizo, pero sólo me fijo en lo que, a ojos vista, me parece injusto. Para poner solo un ejemplo reciente de los muchos que hay: Xavi Pascual, hoy ex entrenador del equipo de baloncesto del Barcelona, tras ocho años de una carrera profesional digna de elogio, con multitud de títulos ganados por su equipo (en mayo de 2010 se convirtió en el entrenador más joven de la historia que consigue ganar la Euroliga), se le rescindió el contrato el pasado mes de junio porque en la temporada 2015-2016 no ganó ninguno salvo la Supercopa Endesa 2015 (me he informado, que conste). En pocos días pasó de ser un elogiado triunfador a un censurado fracasado. De ganador a perdedor en un abrir y cerrar de ojos.

No se trata, pues, de dinero ─quizá alguien piense que con lo que ganan algunos entrenadores se cambiarían por ellos incluso en esos instantes─. Yo no. Cuando contemplé la cara y los ojos llorosos de Xavi Pascual al despedirse de los que habían sido sus jugadores durante casi una década, me sentí dolido. Del mismo modo que se puede sentir vergüenza ajena, yo sentí dolor ajeno, pues parecía que de pronto todos los esfuerzos que ese hombre había realizado, habían caído en saco roto y pronto pasarían al olvido.

Obviamente, estas circunstancias son extrapolables a multitud de profesiones y profesionales, incluso en la vida privada. Hasta en el amor. Hoy eres el mejor, mañana el peor. Hoy eres mi hombre o mujer ideal, mañana eres el más imperfecto de los mortales. Pero aunque estos casos no salen en los medios informativos, tienen todos algo en común: que fue bonito mientras duró.