En realidad, el título de esta entrada debería ser “los bienes del Monasterio de Santa María de Sigena y los papeles de Salamanca”, pero, por razones de espacio, lo he resumido con el nombre de las dos localidades origen de un conflicto interterritorial azuzado por intereses políticos y abonados con la mala fe de unos y la ignorancia (en el sentido literal de la palabra) de otros.
Intentaré tratar este tema de la forma más objetiva y respetuosa posible, siempre desde mi punto de vista, pues el objeto de esta reflexión no es otro que demostrar cómo dos hechos que guardan cierta similitud pueden llegar a ser tratados de forma muy dispar, incluso contrapuesta, anteponiéndose el interés personal o partidista a la razón.
Como ya sabéis, el denominador común de ambos conflictos estriba en la recuperación de un patrimonio por su propietario original y en ambos casos la Generalitat de Catalunya le ha tocado jugar el papel del malo de la película, el de expoliador, término que, según la RAE, significa aquél que despoja de algo a alguien con violencia o iniquidad.
Si alguien, al llegar a este punto cree que voy a hacer un alegato catalanista está equivocado. Soy catalanista ─entendiéndose con ello que amo y defiendo los intereses sociales, económicos, culturales y lingüísticos de mi tierra, Catalunya, como lo haría cualquier otro ciudadano con su Comunidad─, no me seduce en la actualidad ningún partido político, aunque cojeo ligeramente hacia la izquierda, creo en la justicia y la igualdad ─aunque tenga motivos para dudar de su existencia en la tierra─ y abogo por la objetividad y la verdad como bases de esa pretendida justicia y de una convivencia pacífica. Dicho esto, entraré sin más dilación en materia.
Quien esté al tanto de la disputa entre Aragón y Catalunya ─aunque debería decir entre sus instituciones─, sobre las obras de arte del Monasterio de Santa María de Sigena, habrá oído cómo, en repetidas ocasiones, diversas autoridades aragonesas, incluyendo a su presidente, han calificado de expolio el haberse trasladado retablos y otras obras de arte de dicho Monasterio Oscense a Catalunya.
El asunto es muy controvertido y según las fuentes consultadas los hechos ocurrieron de forma muy distinta. No entraré aquí a valorar hasta qué punto discrepan las versiones, pues son tales y tantas las contradicciones del cómo y del porqué, que incluso llegué a dudar de si dichas fuentes se referían al mismo hecho, lugar y época.
Tampoco entraré a juzgar (pues ni soy un entendido en leyes ni las informaciones obtenidas me ofrecen una garantía de absoluta imparcialidad) si tiene razón o no el gobierno de Aragón al denunciar e intentar invalidar la compra de aquellas obras. Lo que sí creo que está claro es que, por ambas partes, se ha sensibilizado a la opinión pública, como siempre ocurre en las disputas en las que intervienen intereses políticos, con argumentos distorsionados, cuando no exagerados. De hecho, cuando el Tribunal Constitucional dio la razón a Catalunya, tras 14 años de deliberación, añadía en su sentencia que no entraba en la legalidad de la venta ni en la calificación de los bienes. Por lo tanto, si se ajusta a derecho la recuperación de dichas obras por su propietario original, que se haga mediante las diligencias legales pertinentes, pero siempre basándose en la veracidad de los hechos, como debe ser en cualquier procedimiento judicial. Pero me solivianta constatar cómo se utiliza el término expoliar alegre e impunemente, ante la aquiescencia general, cuando la famosa frase del ex presidente de la Generalitat Catalana, Artur Mas, “España nos roba”, levantó ampollas a lo largo y ancho de la península. Y antes de terminar con esta primera parte, lanzo una pregunta a quien sepa más que yo al respecto: ¿Por qué Aragón no reclama al Museo del Prado las obras de arte de Sigena que en él se exponen, entre las que se encuentra el fragmento del retablo mayor del Monasterio, adquirido por subasta?
Hago ahora un salto geográfico y temporal para situarme en el Archivo de la Guerra Civil Española de la capital salmantina, donde se conservaban los llamados “papeles de Salamanca” reclamados por la Generalitat de Catalunya.
Para entender esta otra disputa institucional, es menester recordar que cuando en 1939 se produjo la caída de Catalunya en manos del ejército franquista, sus autoridades militares incautaron toda la documentación que pudieron encontrar en las sedes de las instituciones, los partidos políticos, las organizaciones sindicales, las asociaciones culturales y los domicilios de particulares, como pruebas para perseguir y juzgar a los que habían apoyado al bando republicano. Todos esos documentos se enviaron a Salamanca, donde se encontraba el Cuartel General del Generalísimo, para ser evaluada.
Aquí también evitaré entrar en detalles de este contencioso, por lo prolijo que sería, y solo diré que se inició, en este caso, a instancias de la Generalitat de Catalunya cuando esta reclamó al Gobierno Central que se restituyeran estos documentos a sus verdaderos propietarios. No hace falta recordar que también este hecho levantó ampollas y que también tuvo de intervenir el Tribunal Constitucional quien finalmente falló a favor del demandante. Aun así se produjo una gran movilización y resistencia en contra de esa medida, hasta tal punto que el traslado de las primeras 500 cajas de documentos se realizó de madrugada y con un fuerte despliegue policial para evitar incidentes. Esta operación se repitió en varias ocasiones (tal era la cantidad de documentación incautada) mientras que las autoridades autonómicas y municipales locales presentaban múltiples recursos con el argumento de que representaba ─y cito textualmente─ una expoliación.
Y aquí es donde yo quería llegar después de este (espero que no muy largo) camino, a lanzar nuevas preguntas cuyas respuestas también dejo en el aire: Si la compra ─por muy torticera que fuera─ de unas obras de arte gravemente deterioradas, su posterior restauración y traslado de una Comunidad Autónoma a otra se considera expolio, ¿por qué la incautación de una propiedad de un particular o institución, contra su voluntad y sin compensación económica alguna, no y sí en cambio su justa devolución? ¿Por qué ese doble rasero? ¿A santo de qué ese agravio comparativo? ¿Por qué debemos recurrir siempre a la judicialización de disputas cuando debería primar el sentido común y el consenso?
Llegado aquí me doy cuenta que soy muy repetitivo, quizá incluso cansino, pues no es la primera vez (y no puedo prometer que sea la última) que hago alusión a la necesidad del entendimiento, del diálogo, de la no politización de asuntos sociales y culturales, de la no incitación a la violencia verbal ni al odio interterritorial, a la necesidad de utilizar la razón y hacer un esfuerzo por comprender la postura del otro, de no tergiversar la verdad, de vivir, en suma, en paz y armonía, olvidando viejas rencillas y aparcando la soberbia y un mal entendido orgullo nacional.
Si hablamos con propiedad, no olvidemos que quien sí llevó a cabo un verdadero expolio fue el ejército nazi, apropiándose “con violencia e iniquidad” de obras de arte pertenecientes a los judíos residentes en los países ocupados, como preludio al holocausto. Seamos, pues, estrictos a la hora de utilizar ciertos términos que no se ajustan a la realidad.
Ilustración.- Izquierda: Monasterio de Sta. María de Sigena; Derecha: Fachada del Archivo de la Guerra Civil Española (Salamanca)