domingo, 22 de enero de 2023

Dale al like

 

Desde que existe Facebook, el símbolo o botón de “me gusta”, o like, en forma de dedo pulgar hacia arriba, se ha convertido en uno de los iconos más utilizados en esa red social. Todas las publicaciones en Facebook dan al lector esa opción para expresar su agrado con lo compartido con los usuarios. Y yo soy uno de los que a menudo usa ese botón. Solo me entran dudas razonables cuando se dice que cuantos más “me gusta” reciba una publicación, más se va a recaudar para la obra social de que trata esa comunicación, al igual que se dice que cuantas más reproducciones se haga de un video más dinero se recogerá para una causa humanitaria. Simplemente me cuesta creer que sea tan fácil recaudar fondos y me asaltan las dudas de que ese dinero, en caso de ser cierto, llegue realmente al supuesto destinatario.

Al parecer, hay quien vive de los likes. Nunca habría imaginado que un acto tan elemental como otorgarle un “me gusta” a una publicación pudiera transformarse en un medio de vida para el publicador. Ya no es imprescindible contactar con el público en vivo y en directo. Algunas redes sociales y aplicaciones han allanado el camino hacia la popularidad, cuando no a la fama, en muchos casos con ingresos millonarios.

Estamos viviendo muchos cambios y el mundo laboral no es una excepción. No solo ha aparecido el teletrabajo, algo excepcional antes de la pandemia y cada vez más frecuente después de ella, sino que han emergido nuevas profesiones que no requieren de ningún título académico. Solo con arrojo —y a veces cara dura— es más que suficiente para tener miles o incluso millones de seguidores, personas que siguen casi con devoción lo que esos y esas voces les dictan. Instagramers, tiktokers e influencers dirigen los gustos y el modo de vida de sus seguidores. Pero una cosa es la diversión, ver cómo alguien se ha hecho un selfie o se ha grabado haciendo piruetas u otras majaderías ante la cámara, o seguir las recomendaciones de una pretendida estilista moderna o de un friqui, y otra muy distinta es dar consejos sobre el estilo de vida y de alimentación que, según esos falsos entendidos, es la más adecuada y saludable para todos. Realmente me sorprende ver cómo esos personajes pueden llegar a tener tantos seguidores y forrarse a costa de ellos.

La aparición de las redes sociales ha revolucionado la comunicación. WhatsApp, videollamadas por el teléfono móvil, Zoom, Skype, etc., han sustituido las formas convencionales —y ahora prácticamente obsoletas— de comunicación entre personas. Y las aplicaciones que, al principio, tenían un uso esporádico, ahora son la base de un gran negocio. YouTube, sin ir más lejos, se ha convertido en una plataforma para darse a conocer en calidad de narrador, cantante, actor, humorista y demás actividades que con cada visualización genera, al parecer, un ingreso a quien lo protagoniza. José Mota, sin ir más lejos, ya no necesita hacer monólogos en un teatro, en una sala de espectáculos, o en una cadena de televisión. Ahora, con sus gags inunda YouTube y parece que se ha convertido para él y muchos como él en una forma de vida más que respetable y, por si fuera poco, sus actuaciones, al estar grabadas, están exentas del riesgo del directo.

Ahora apenas se compran discos. Los jóvenes —y no tan jóvenes— se descargan música de Spotify y otras plataformas, previo pago o subscripción.

Todo ha dado un vuelco. Muchos de los cambios han sido para bien, como esas aplicaciones que nos facilitan ciertos trámites sin desplazamientos. Hay aplicaciones, o apps, como se suelen llaman, que es más guay, para todos los gustos. Cada vez hay más gente que liga a través de una de ellas, desde luego una forma más rápida y directa. Pero ¿más fiable? Los perfiles se pueden falsear y hacerse pasar por quien no es. Los ciberfraudes están a la orden del día y hasta en la policía existe una Brigada especial dedicada a perseguirlos.

Pero todavía veremos muchos más cambios en nuestra forma de vida o en la de nuestros semejantes. Si ya se puede estudiar on-line y trabajar desde casa en un gran abanico de actividades profesionales, y dedicar el tiempo libre a actividades de entretenimiento mediante cualquiera de esas nuevas aplicaciones y redes sociales habilitadas para ello, no me extrañaría que muy pronto nos comunicáramos los unos con los otros exclusivamente mediante aplicaciones informáticas y ya no tengamos que salir de casa para nada. Cada vez se compra más por internet. Al cine cada vez van menos espectadores, pues Netflix, Prime video, Movistar plus, Filmin, HBO, Rakuten y otras plataformas de streaming (un nuevo palabro) tienen una gran oferta de películas y series y a un precio mucho más asequible al cabo del año. Y la telemedicina se está abriendo paso. Pronto le sacaremos la lengua al médico desde nuestro ordenador y nos auscultará por control remoto.

Quizá mis nietos no tarden mucho en viajar de forma virtual, como un servicio más del Metaverso. Adiós cines y adiós agencias de viaje. Y adiós a toda clase de actividades presenciales. La vivienda será mucho más cara porque estará en ella todo nuestro universo, sin el que no podremos vivir.

La verdad es que a este modo de vida no le daría ningún like.


lunes, 9 de enero de 2023

Eutanasia

Aunque parezca mentira, en días festivos a uno le pueden asaltar pensamientos un tanto lúgubres, sobre todo cuando uno piensa en sus seres queridos que ya no están. Lamento pues. que después de tanta alegría durante estas fiestas navideñas, reanude este espacio con un tema que está en las antípodas de cualquier tema jubiloso: la muerte. Así pues, si no deseáis seguir leyendo, no lo hagáis, aunque os advierto que esta entrada va de la mejor muerte que uno puede desear, una muerte dulce y piadosa, la que muchos de nosotros desearíamos tener, ya que no somos inmortales.


El término eutanasia deriva de los vocablos griegos eu, que significa “bueno” y thanatos, que significa “muerte”. Por consiguiente, su significado etimológico es “buena muerte”.

La eutanasia es legal en España desde el 25 de junio de 2021, tres meses después de la publicación en el BOE de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia. Desde entonces, nuestro país se ha convertido en el sexto Estado del mundo en reconocer el derecho a una muerte digna.

Esta Ley española se aprobó con los votos favorables de PSOE, UP, BNG, ERC, Junts x Cat, Más País, Bildu, PNV, Nueva Canarias, Coalición Canaria, CUP y Ciudadanos, con 198 votos a favor. En contra votaron PP, Vox y UPN, con 138 votos. Se produjeron 2 abstenciones. Así pues, el 58,6% estuvieron a favor y el 40,8% en contra. Una diferencia de 60 diputados de 338, me parece más pequeña de lo que, en mi opinión, debería haber sido.

Todavía me pregunto por qué no existe una ley igual en todos los países democráticos, donde se supone que impera la libertad individual, y qué tienen en contra los que no la apoyan, pues los controles para evitar una decisión arbitraria e injustificada están suficientemente asegurados y basados en la opinión y deseo del afectado gozando de plenas facultades mentales. No querer evitar el sufrimiento de alguien que padece una enfermedad incurable, dolorosa o totalmente incapacitante es un acto cruel. Recordemos el triste caso de Ramón Sampedro (ver la imagen de la cabecera), aquejado de tetraplejia desde los 25 años y al que se le denegó en los tribunales el derecho a un suicidio asistido, algo que finalmente tuvo lugar con la ayuda de una amiga, cuya identidad se mantuvo en secreto durante años, hasta que ese “delito” hubo prescrito. Sampedro falleció a los 55 años, tras 30 de suplicio, algo, para mí, inhumano.

¿Quién puede desear alargar el sufrimiento de un ser humano que no desea vivir? ¿Acaso aceptar la eutanasia equivale a abrir la puerta al asesinato impune? ¿Quién tiene derecho a decidir sobre mi vida y mi muerte? Nadie.

Esta no es la única ley de calado social que ha recibido críticas y opiniones en contra. Recordemos la Ley del divorcio, de 1981, y la del aborto, de 2010. En ambos casos, los contrarios a estas nuevas regulaciones se mostraron particularmente combativos, y en ambos casos subyacía un sentimiento religioso. Hasta que la muerte nos separe, parecía un dogma imposible de eliminar. La oposición se comportó como si la ley obligara a divorciarse, cuando iba, en todo caso, contra la ley de la Iglesia católica.

En el caso del aborto voluntario, lo mismo, aunque en este caso entiendo los recelos por motivos éticos. ¿Es el aborto equivalente a un asesinato? Así lo entienden los miembros de las asociaciones provida. Pero al igual que con el divorcio, nadie está obligado a abortar y abortar no es una decisión que se toma a la ligera sino algo traumático, sea el que sea el motivo de esa decisión. A este respecto, los supuestos que contempla la ley están muy bien definidos. Así pues, en este caso también, la oposición se movilizó por motivos estrictamente religiosos.

Pero volviendo a la eutanasia, no veo ningún motivo ético para oponerse al fin de una vida que no es vida. Yo les preguntaría a los contrarios a esa práctica si, llegado el caso, desearían seguir conectados a una máquina sin esperanzas de recuperación o sufriendo una enfermedad dolorosa sin posibilidades de curación y que les mantiene postrados en una cama hasta el fin de sus días. Para mí se erigen en dioses que determinan el destino de la vida de los demás.

Si alguien no desea seguir viviendo, nadie le puede prohibir acabar con una existencia que no desea. Así, pues, creo que hemos dado un paso importante a favor de una muerte digna. Si el hombre es libre para elegir su modo de vida, también lo tiene que ser para elegir cuándo y cómo desea morir.

Durante algunos años, Suiza se convirtió en un destino para lo que se ha dado en llamar el turismo de la muerte, por ser el único país europeo que permitía el denominado suicidio asistido. Entre los casos que se han publicado de personas que han viajado hasta ese país con esa finalidad, me han llamado especialmente la atención dos:

En 2018, David Goodall, un científico australiano de 104 años, viajó más de 10.000 km, hasta Suiza, para someterse a un suicidio asistido. «Lamento mucho haber alcanzado esta edad. No soy feliz. Quiero morir. No es particularmente triste. Lo triste es que me lo impidan», fueron sus palabras.

Este año que acabamos de dejar atrás, a un periodista italiano de 82 años, de nombre Romano (no he sabido averiguar su apellido), enfermo de Parkinson, también se sometió a un suicidio asistido en Suiza, ante la imposibilidad de recibir la muerte asistida en su país. Su hija comentó que a él le hubiese gustado morir en casa acompañado de sus seres queridos, y su esposa, que calificó de consciente y responsable la decisión de su marido, afirmó que «elegir el final de la vida es un derecho fundamental».

Solo espero que, si el nuevo Gobierno que salga de las urnas en las próximas elecciones generales pertenece a uno de los partidos que se opusieron a la Ley de eutanasia, no cumpla con lo prometido y la derogue. Si yo fuera Dios (que los creyentes me perdonen la blasfemia), les condenaría a sufrir una muerte larga y dolorosa. Así sabrían lo que significa padecer una vida insufrible.