sábado, 18 de julio de 2020

Resumen. Punto y aparte



He estado dudando entre titular esta entrada como “punto y aparte” o “punto y seguido”. Finalmente me he inclinado por la primera opción. Porque hacer un receso o tomarse un tiempo de unas semanas de descanso implica cortar en dos partes lo que hasta ahora era algo continuo. Así que de “seguido” nada, pero espero que este punto y aparte solo sea para retomar la historia en breve.

Dicho de otra forma, más llana y normal —que tiendo a andarme por las ramas—, esta entrada es la última de este curso que, al igual que el académico, empezó en septiembre y acaba ahora, y tras el cual se suele hacer un balance, en este caso sin una puntuación final pero sí con algunas notas orientativas.

Es como cuando, tras un largo camino, uno se sienta a descansar y vuelve la vista para observar lo que ha dejado atrás.

Si contamos desde septiembre de 2019 a julio de 2020, este blog ha sido okupado por treinta y dos entradas de carácter crítico, siempre quejándome de eso y de aquello, aunque algo positivo habré destacado, que de todo hay en esta sociedad. Cuaderno de bitácora nació en noviembre de 2013 y en esos casi siete años ha acumulado algo más de 64.000 visitas, aunque solo tiene 75 seguidores.

Mi otro blog, el primero en nacer, en junio de 2013, Retales de una vida, ha llenado su espacio con treinta y cuatro relatos durante el mismo periodo, y desde que vio la luz, hace ya siete años y un mes, ha acumulado más de 86.000 visitas y tiene 110 seguidores.

Si sumamos las publicaciones de uno y otro durante este año “académico”, el resultado es de sesenta y seis entradas, seis por mes, tres cada quince días. Y ya no sigo porque podría hacer el cálculo por días, minutos y segundos, y los decimales no me gustan.

No sé —ha dejado de preocuparme— si eso es mucho o poco. Para mí ha representado un desahogo emocional, tanto a la hora de escribir un relato de ficción como lo que me gusta calificar —aunque sé que resulta pomposo y desproporcionado— un artículo de opinión o una crítica social. La gran diferencia entre ambos géneros es su dificultad. Si en el caso de una crítica, la he parido y pulido en unas horas, los relatos me han llevado varios días antes de atreverme a publicarlos. Y lo curioso es que, todavía hoy, después de tantos años, me sigue asaltando una cierta inquietud, por no hablar de desasosiego, al esperar la reacción de los lectores. Gustará o no gustará, incomodará o no incomodará lo que he escrito, sigue siento el motivo de esa inquietud.

Hasta ahora, debo decir que todo ha sido miel sobre hojuelas, salvo la inevitable irrupción de algún lector que me atrevería a calificar de intransigente o incluso surrealista, pero que nunca ha llegado a importunarme más de lo justo y necesario. Todas las opiniones son respetables si se exponen con el debido respeto.

No me extiendo más. Este blog —y en su nombre, un servidor— se despide de todos vosotros hasta septiembre. Lo que haga Retales de una vida es incierto, porque la fantasía no siempre hace vacaciones. Pero no puedo prometer nada.

Así pues, que paséis unas felices vacaciones veraniegas y un merecido descanso físico y psíquico. Esperemos que la situación sanitaria no empeore y nos deje disfrutar de ese tiempo libre para respirar aires nuevos, ya sea junto al mar, en la playa, o en la montaña. Y si ninguna de estas opciones es viable por cuestiones o gustos personales, que la estancia en casa os sea grata.

¡Hasta la vuelta!


miércoles, 8 de julio de 2020

El Apocalipsis según un servidor



El Apocalipsis o libro de las revelaciones, atribuido a San Juan evangelista, fue realmente escrito a finales del siglo I o principios del siglo II d.C., cuando las persecuciones romanas a los cristianos se hicieron más cruentas. A mí no me cuadra la fecha, pues aunque San Juan fuera el discípulo más joven de Jesús, y este, según las escrituras, murió crucificado cuando contaba con treinta y tres años, dudo mucho que el joven Juan viviera tanto como para escribir ese libro con más de ochenta años en una época en la que la esperanza de vida era irrisoria —en la Edad Media (siglos V al XIV) era tan solo de 44 años en los hombres— comparada con la actual.

Pero dejémonos de escritos bíblicos y pasemos a la actualidad, pues a lo largo del siglo XX y en el todavía incipiente siglo XXI, han sido muchas las veces y voces que han augurado el fin del mundo.  Videntes, falsos profetas e iluminados han intentado —por fortuna sin éxito— predecir esa hecatombe que nos llevará al fin de los días.

Que nuestro planeta tiene fecha de caducidad creo que es algo inapelable. La cuestión es saber cuándo se producirá ese terrible y anunciado final. Porque ese término, si dejáramos a la Naturaleza obrar a su antojo, sería tan lejano que no podríamos calcular cuántas generaciones tienen todavía que pasar y pisar este planeta llamado Tierra para que vean su extinción. Pero si la mano —casi siempre torpe, cuando no maliciosa— del hombre actúa como lo está haciendo, este final está cada vez más cercano y quienes tienen la potestad de poner remedio a ese declive tienen la soberbia de no creerlo y/o el más absoluto de los egoísmos al no pensar en las generaciones venideras.

Todos nos hemos regocijado al ver cómo la Naturaleza se “limpiaba” parcialmente —en algunos casos significativamente— con el parón en las actividades industriales, empresariales e incluso sociales provocado por el confinamiento al que nos hemos visto abocados por culpa de la Covid-19. Pero todos sabíamos que solo era un respiro de muy corto recorrido, una ilusión pasajera y que, una vez volviéramos a la “nueva normalidad”, despertaríamos de ese sueño para darnos de bruces con la “maldita normalidad”. Pero incluso durante el estado de alarma, ha habido un nuevo tipo de contaminación humana: la de los guantes y mascarillas que los más desalmados han ido dejando abandonadas por doquier y que, cómo no, han acabado en el mar.

El hombre, en general, y los mandatarios —incluyendo a las empresas eléctricas y las grandes multinacionales contaminantes que los tienen dominados— en particular, representan a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando sobre sus caballos, que en las escrituras tenían el siguiente significado:

-        El caballo rojo representa la guerra
-        El negro, la hambruna, la pobreza
-        El color bayo, la enfermedad
-     El blanco, tiene distintas interpretaciones. Yo me quedo con la de la muerte, simplemente porque encaja mejor con mi exposición.

Guerras, pobreza, enfermedades y muerte son los cuatro pilares sobre los que se sostiene nuestra sociedad. Cierto que siempre han existido, pero es un mal presagio que sigan presentes y que se estén cebando incluso en poblaciones donde hasta ahora no se habían implantado. La guerra es un mal endémico, algo inherente al ser humano, el hambre y la pobreza se estás extendiendo de forma alarmante e imparable, y aun cuando la medicina ha logrado sanar enfermedades hasta hace poco incurables, surgen nuevas formas y expresiones contra las que la ciencia tiene serias dificultades para ganarles la batalla.

Parece esta, sin duda, una exposición más que agorera, fatalista, pero creo que vamos avanzando, sin prisa, pero sin pausa, hacia el abismo si no se pone remedio, rápido y eficaz, para que esas cuatro patas —o plagas— que hacen tambalear la perdurabilidad de nuestra sociedad y de nuestro planeta desaparezcan o se minimicen al máximo. Y solo hay que ver cómo los que tienen la sartén por el mango no están por la labor.

Ante esta situación de pasotismo, negacionismo o perversidad, poco, o nada, pueden hacer las ONG más que poner parches insuficientes e inestables y manifestarse por las calles y por las redes sociales, llamando la atención de los ciudadanos, recaudando fondos, y recogiendo firmas de protesta y reivindicación que quedan en saco roto.

¿Qué podemos hacer nosotros, los ciudadanos de a pie, la gente de buena voluntad, mientras los polos se están descongelando, la Amazonia está siendo expoliada, la temperatura del planeta subiendo, la aridez y desertización avanzando, arrebatando árboles y vegetación a las tierras otrora fértiles, y la contaminación atmosférica, fluvial y marina aumentando irreversiblemente? ¿Protestar? ¿Rezar? Por desgracia, ninguna de las dos cosas sirve para nada, me temo. ¿Quién puede luchar contra los poderosos?, ¿quién se atreve contra la bestia que todo lo devora? Además, para echar más leña al fuego de la desesperanza, esos mandatarios que sí podrían hacer algo para, por lo menos, mitigar o detener los efectos sobre el clima (Xi Jinping, Putin, Bolsonaro, Trump, y un largo (¿?), corto (¿?) etcétera), reciben el espaldarazo de una mayoría de votantes, tanto o más egoístas e ignorantes que ellos.