Esta entrada solo, o
mayoritariamente, la comprenderá los que tienen animales de compañía —en mi
caso, un perro— que se aterrorizan con las detonaciones, estruendo y
zambombazos de los petardos.
Llamadme rarito, pero a mí
nunca me han gustado los petardos, ni siquiera de niño, y diría que incluso les
tenía pavor, sobre todo desde que a mi hermana menor casi la dejan ciega mientras
paseábamos observando las hogueras que se montaban en las calles de mi ciudad
natal en las noches de San Juan.
Si bien reconozco la belleza
de los fuegos de artificio, no entiendo ni entenderé la atracción, por no decir
pasión, por los petardos lanzados tanto por niños como por sus mayores. Cuando
se aproxima la verbena de San Juan, veo deambular por las calles gente cargada
con bolsas repletas de todo tipo de artilugios explosivos, que antes, durante y
después de la típica celebración sanjuanera, dejan los jardines, parques y
calles de toda mi población hechos un vertedero al aire libre, hasta que a los
barrenderos municipales les llega el turno de limpiar lo que los incívicos
ciudadanos han ensuciado.
Pero intentando ser tolerante,
asumo que, en momentos puntuales, durante un evento tradicional, se lancen
cohetes y todo tipo de petardos, pero una vez terminado aquel debería volverse
a la normalidad. Pues no, como decía anteriormente, esas manifestaciones
explosivas tienen lugar en cualquier momento y lugar, empezando muchos días
antes de la celebración —ya sea la fiesta mayor, la fiesta de la juventud, la
de la rosa o cualquier otro festejo inventado o recuperado del pasado— y terminando
muchos días después de la misma, hasta que el arsenal pirotécnico adquirido por
los apasionados celebrantes se agota, quienes, hasta que no les llega ese
triste momento, se pasean a todas horas del día y de la noche, por las calles
lanzando a diestro y siniestro esos odiosos explosivos, con gran algarabía por
su parte.
Me gustaría saber qué les
produce tanto placer a los aficionados a hacer explosionar estos malditos
petardos. ¿Qué gozo oculto entrañan? ¿Será una forma de desahogo? ¿De sentirse
importante? Porque, a pesar de la peligrosidad intrínseca de los artilugios
pirotécnicos, que producen graves accidentes tanto en los usuarios como —en
mucha menor proporción— en los puntos de venta y de almacenamiento, es
innegable que nadie es capaz de renunciar a su empleo donde les da la gana, sin
pensar si molestan a otros ciudadanos que no son amantes de esa “emotiva” actividad.
Pero volviendo al efecto de
los petardos en los perros —y supongo que en otras especies animales—, no solo
son los pobres animales indefensos los que sufren ansiedad ante tales
explosiones jubilosas, sino también sus contrariados dueños, que tenemos que
soportar y sobrellevar como podemos la angustia y desazón de nuestras mascotas
sin hallar un modo de aliviarlas. Si solo se tratara de unos minutos —el tiempo
de duración de los fuegos de artificio—, no tendríamos más remedio que
aguantarnos, pero el caso es que tales estruendos se prolongan horas y días sin
que podamos hacer nada por evitarlo. ¿Quién se atreve a ir en contra de una
tradición tan arraigada entre la población? Sería como ir en contra de las
corridas de toros y otras actividades taurinas en las calles de muchos pueblos.
Como mínimo se nos tacharía de aguafiestas.
Así pues, como en muchas otras
actividades molestas, no tenemos otra opción que soportar con airada resignación
a esos fastidiosos activistas, quienes, eso sí, se llevan, por mi parte, un
aluvión de insultos e improperios varios. Contra ellos no hay nada que hacer —y
eso es lo que más me indigna—, pues incluso las asociaciones protectoras de los
animales no son capaces de evitar, ni siquiera mitigar, el sufrimiento producido
por esa tortura psicológica animal.
Como decía al principio de
esta entrada, solo aquellos que tienen y aman a sus mascotas —que son mucho más
que eso, pues son miembros de nuestra familia y los queremos y cuidamos como a tales—
entenderán y compartirán mi animadversión hacia esos malditos petardos. Y si
no, pues qué le vamos a hacer.