¿Estamos solos? ¿Existe otra vida después de la muerte? ¿Dios existe? ¿Podemos comunicarnos con el más allá? ¿Existe el destino? ¿Existen universos paralelos? ¿Existe la reencarnación?
¿Quién no se ha hecho alguna de estas preguntas en más de una ocasión? Y hay muchísimas más. Preguntas sin respuesta o bien con respuestas que nos damos para satisfacer nuestros intereses, acallar nuestros temores y/o nuestras dudas.
Alrededor de esta inquietud por saber y por conocer lo desconocido, revolotea gente de diversa índole: crédulos e ingenuos; incrédulos e intransigentes; agnósticos e indiferentes; estudiosos con y sin formación científica; autodidactas bienintencionados deseosos por conocer la verdad, etc. Una amalgama de personas y personalidades. Y también los hay quienes viven de hacer creer lo que ni ellos mismos creen: falsos parasicólogos, videntes o adivinos, mentalistas de pacotilla, echadores de cartas, médiums, sanadores y una retahíla de vividores sin escrúpulos, que se aprovechan de las necesidades e ignorancia ajenas, lo cual les reporta unos pingues beneficios. Todo un negocio montado en torno a los temas esotéricos, parapsicológicos y paramédicos.
Hace muy poco publiqué, en mi blog “Retales de una vida”, un relato titulado “El incrédulo”, cuyo protagonista, totalmente escéptico en el más allá, se ve empujado a ponerse en manos de una médium de pacotilla que acaba sorprendiéndose de su verdadero don para comunicarse con los espíritus. Esta historia, que yo traté en clave de humor, me la inspiró la película “Ouija: el origen del mal” (2016), que cuenta la historia de una madre viuda que, para sobrevivir, monta sesiones de espiritismo para quienes necesitan consuelo y desean contactar con sus seres queridos recientemente fallecidos. Mediante trucos mecánicos y apariciones ficticias, todo ello manejado e interpretado por sus dos hijas, la joven viuda representa perfectamente su papel de médium. Cuando una de las hijas le cuestiona la moralidad de tal proceder, les hace ver que su conducta no daña a nadie, más bien al contrario, pues dan a sus clientes las respuestas que andan buscando, dándoles paz y sosiego. Y ahí me quedo, pues el resto es puro terror.
Pues bien, esta actividad, a la que podría añadirse la que realizan los astrólogos, videntes y echadores de cartas, sigue siendo hoy en día un negocio floreciente, por increíble que pueda parecer. A la ignorancia de tiempos pretéritos le ha sustituido la necesidad de sentirse seguros y a salvo de cualquier adversidad, presente o futura. Representa una perfecta combinación entre superstición y fraude. Quiero creer, no obstante, que, entre esta barahúnda de estafadores, hay gente que realmente puede ayudar y ayuda a quien lo necesita gracias a un, llamémosle, “don especial”.
En el terreno del espiritismo, he tenido ocasión de conocer a personas que han participado en sesiones y que aseguran haber tenido experiencias increíbles. Y sé de quienes afirman haber experimentado vivencias que podríamos calificar de paranormales o espirituales. Y todos ellos gozan de mi absoluta confianza. No se trata, pues, de farsantes, sino de personas convencidas de que lo que han visto o experimentado es absolutamente cierto y real. Y yo las creo. Creo en su convencimiento.
El poder de la mente es algo que todavía desconocemos en todo su potencial y puede lograr que hagamos o sintamos cosas aparentemente inexplicables. No creo en espíritus bondadosos o juguetones que, ociosos en el más allá, acuden a nuestra llamada, usando como intermediario la ouija o un/a médium, para satisfacer nuestra curiosidad sobre cuestiones banales, ─¿con quién me casaré, cuántos hijos tendré, fulano me quiere, cambiaré de trabajo?─, o un tanto funestas ─¿viviré muchos años, cuándo y de qué moriré?─. El supuesto espíritu nunca revela aquello que ninguno de los presentes conoce y ni tan solo pueden adivinar o conjeturar, como el número ganador de la lotería. En la ouija, tampoco creo que haya espíritu alguno que mueva el vaso o el puntero. Y sin embargo se mueve, parafraseando a Galileo. Pero ¿quién o qué lo mueve?
¿Puede una persona mover inconscientemente un objeto respondiendo a un impuso mental? ¿Pueden las cartas del Tarot desvelar incógnitas sobre nuestra vida actual y nuestro futuro? ¿Tienen alguna veracidad las cartas astrales? ¿Pueden los astros influir sobre nuestra vida y comportamiento? ¿Tienen algunos minerales poderes sanadores, activando o equilibrando los canales energéticos conocidos como chakras? ¿Existen los viajes astrales? ¿Son ciertas las psicofonías? ¿Podemos comunicarnos telepáticamente? ¿Existe la telequinesia? ¿Puede alguien sanar con la imposición de manos, con la técnica del Reiki? Una buena lista de cuestiones dignas de controversia sobre las que discutir.
En todo este batiburrillo, no me siento capaz de afirmar ni negar rotundamente la veracidad de casi nada. Creo que algo de cierto hay en algunas de estas prácticas, aunque quizá no tal como nos las “venden” algunos. Hay muchas cosas que desconocemos y, por tal motivo, tendemos a rechazarlas de plano. Cierto es que, para creer en algo, deberíamos poder detectarlo, evidenciarlo y reproducirlo científicamente. Pero la ciencia todavía está en pañales en algunos aspectos ─especialmente los que están exentos de interés porque no son de algún modo rentables─ y no tiene respuestas para todo. Creo también que no debemos hacer burla de aquello que ignoramos o no comprendemos. ¿Cabe, por ejemplo, en nuestra mente lógica la idea de la infinitud? ¿Entendemos realmente el concepto de tiempo? Desde que sabe que “todo” empezó con el Big Bang, la humanidad parece haberse quedado tranquila. Todo está explicado. Ya conocemos el origen de nuestro Universo. Pero ¿qué había antes? ¿De dónde surgió toda esa energía? Posiblemente también haya una respuesta para esto. Pero ¿entendemos el concepto de la Nada? Fácil resulta decirlo, pero otra cosa muy distinta es comprenderlo. Sólo mentes privilegiadas son capaces de asimilar como naturales conceptos muy abstractos. Yo no. Yo me quedé con la geometría y los teoremas de Pitágoras, de las medianas y de las alturas. Todo medible y visible sobre el papel. En cambio, siempre se me atravesaron las matemáticas modernas. Cuando me decían que el límite de x tendía a infinito, me quedaba tan ancho. Si lo decía el profesor, no me quedaba más remedio que creérmelo y aprendérmelo de memoria, sin entender nada de nada.
Ahora, fuera de las aulas, sin profesores ni físicos teóricos que puedan rebatirme, pienso ─y eso sí que es fácil─ que ante lo incomprensible y lo indemostrable, solo caben dos salidas: creer o no creer. Así de sencillo. Pero nunca debemos ridiculizar, y mucho menos denostar, a quienes creen en algo aparentemente increíble. Porque nunca sabremos quién tiene la razón. Creer o no creer, esa es la cuestión.