A pesar de haber transcurrido más de dos siglos desde que Fausto vendiera su alma a Mefistófeles a cambio de la juventud, para conseguir el amor de Margarita, todavía hay muchos que siguen vendiendo su alma al diablo, si bien con otros propósitos muy distintos y variados.
Vender el alma al diablo es la forma como indicamos que alguien es capaz de hacer cualquier cosa, incluso aliarse con su peor enemigo, a cambio de lograr sus propósitos, que suelen ser profundamente egoístas. Cada día vemos claros ejemplos de ese proceder, que, en muchos casos, ya casi se nos antojan normales.
¿Acaso no es eso lo que hacen algunos políticos cuando forjan alianzas “contra natura” (la izquierda con la derecha) para eliminar o desplazar del poder a un adversario común o conseguir beneficios electorales? ¿O las alianzas entre políticos o dirigentes de ideología opuesta (Trump-Putin, Le Pen-Trump-Putin) para ayudarse mutuamente a conseguir o mantener el poder? ¿O países democráticos de occidente, aliados con países árabes dictatoriales o en los que no se respetan los derechos humanos (Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Turquía, etc.) a cambio de dinero, vendiéndoles armas o comprándoles carburante?
En el ámbito empresarial, por ejemplo, se acepta e incluso se atrae un turismo barriobajero, de peleas y borrachera, con tal de llenar sus establecimientos (hoteles, bares, restaurantes y discotecas) a cualquier precio. Money, money. Accediendo, pues, a las exigencias de la hostelería, para favorecer sus ganancias económicas, la administración local o autonómica ─y por lo tanto los bolsillos de los contribuyentes─ tiene que hacerse cargo de los gastos que implica desplegar una mayor dotación de policías municipales y de antidisturbios para asegurar la seguridad ciudadana en las calles de los pueblos y ciudades más turísticamente concurridas. A cambio, el ciudadano de a pie tiene que soportar, en el mejor de los casos, las continuas molestias de esas manadas de extranjeros que a las siete de la tarde ya están en un evidente estado de embriaguez.
Y en el mundo de la delincuencia en su estado más crudo, también hay quien cierra los ojos o mira hacia otro lado a cambio de un buen fajo de billetes. Intermediarios en la prostitución, trata de blancas, abuso de menores, pederastia, narcotráfico. Gente sin escrúpulos que, aun no participando directamente en estos actos execrables, e incluso no estando a favor de ellos, son cómplices necesarios. ¡Cuántos habrán aceptado actuar como “mulas”, llevando en su cuerpo la droga, arriesgándose a ser descubiertos en la frontera y encarcelados solo por dinero y sin pensar en las consecuencias de sus actos! ¿Piensa un “camello” en las muertes que producirá la droga que vende? ¿Piensa quien alquila un piso o habitaciones a proxenetas en lo que ocurre en su interior? ¿O acaso piensa el propietario de una discoteca la repercusión social de su desidia permitiendo el consumo y tráfico de drogas en su local? El caso es no perder clientes.
Todo por la pasta. En estos casos el diablo, ese ente, símbolo del mal y de la tentación malsana, no es un espíritu, es algo mucho más tangible, es el dinero. Hay quien lo califica como don dinero y hay quien lo llama puto dinero. Pero es el mismo poderoso caballero.
Desde luego, hay otras formas de vender el alma al diablo no tan dramáticas, como cuando cedemos ante una imposición para hacer algo contra de nuestra voluntad o conciencia por dinero, aunque ello no implique necesariamente hacer daño a terceros. En este caso sería una forma de prostituirse a sí mismo. El que es, por ejemplo, forzado a emitir un informe “retocando” la verdad en beneficio de una empresa pública, privada o de un partido político. El que favorece injustamente a un candidato “enchufado” porque se lo pide alguien que goza de gran influencia. El que escribe una crónica político-social elogiosa para el régimen en el poder, en contra de su opinión, porque así se lo encarga o "recomienda" el periódico para el que trabaja, pensando en algún tipo de recompensa. El abogado que defiende a quien sabe culpable de un delito grave a cambio de la sustanciosa minuta que su bufete le facturará. O el que trabaja en una multinacional con una política social o ecológica nefasta y no la abandona, en contra de su conciencia, porque gana un espléndido salario y otros beneficios en especie. Y así podríamos prolongar la lista de personas, situaciones y cargos que toleran unas condiciones y exigencias injustas por el bien de su seguridad laboral y bienestar socioeconómico.
Quizá llegado este último punto, muchos debiéramos hacer un examen de conciencia y decir aquello de quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Quién no ha antepuesto alguna vez su seguridad a la equidad? ¿Quién no habrá vendido ─o alquilado temporalmente─ su alma al diablo? Porque, desgraciadamente, el alma sigue estando en venta.