Nunca me han entusiasmado los
festivales musicales. Sólo recuerdo haber seguido con interés —o más por
curiosidad y por la novedad— el Festival del Mediterráneo (o de la música
mediterránea) que se estrenó en España en 1959 y se prolongó hasta 1967. Recuerdo
que, como en los años cincuenta todavía no teníamos televisor, íbamos a verlo a
casa de los padres del entonces prometido de mi hermana mayor, hasta que en
enero de 1961 por fin entró en casa uno de esos aparatos y ya no tuvimos que
desplazarnos.
Pero otro festival musical vino
a acaparar la atención de toda Europa: el de Eurovisión, que tampoco nos
perdíamos, siempre expectantes del papel del, o de la, representante de España.
Desde 1967, pues, una vez
desaparecido el festival de la canción mediterránea, era el festival de
Eurovisión el que copó nuestro interés durante algunos años, hasta que hartos
de ver cómo se intercambiaban puntos los países amigos, entre ellos España y
Portugal, los grandes damnificados en las votaciones —exceptuando dos honrosos
primeros puestos: Massiel en 1968 con la canción La, la, la, y Salomé, en 1969
con Vivo cantando—, nuestro interés —el mío y el de mi familia— decayó
notablemente y solo por curiosidad procurábamos conocer el ganador o ganadora,
observando que España casi siempre quedaba a la cola.
Desde hace unos años, el
estilo o estilismo en este festival ha dado un giro importante, valorándose y
llamando la atención más la puesta en escena de los concursantes que la canción
en sí. Para mi gusto, abunda cada vez más lo estrafalario y, a veces, el mal
gusto que la calidad de la interpretación.
Que el festival de Eurovisión
está politizado, creo que es bastante obvio, pues priman los intereses de
determinados países que lo utilizan para su propaganda particular o, en el
mejor de los casos, para reivindicar cualquier demanda colectiva, ya sea el
pacifismo o el feminismo, algo que no censuro, pues cualquier oportunidad es
buena para ciertas reivindicaciones sociales, y más si van acompañadas de una
buena música e interpretación. No obstante, insisto en que últimamente domina
más el espectáculo visual que la música en sí. Pero esto es una opinión
personal. Cada uno tiene sus gustos.
Pero yo me pregunto si deben
tolerarse ciertas manifestaciones al margen de la música, cuando estas pueden
crear malestar y enfrentamientos. Y esta última edición ha sido, a mi entender,
la gota que ha colmado el vaso. Y es que la presencia de Israel ha soliviantado
a más de uno, y de dos, y de tres...
En primer lugar, siempre me he
preguntado por qué participa Israel, si no es un país perteneciente a Europa.
En el festival del mediterráneo era lógica su intervención, pero en
Eurovisión... Pues la respuesta que he hallado es que este país es miembro de
la Unión Europea de Radiodifusión, lo cual no me acaba de cuadrar, pero
aceptemos pulpo como animal de compañía.
Quizá —y sin quizá— influido
por la grave situación de los palestinos ante el genocidio al que son sometidos
por parte del ejército, y del Gobierno, de Israel, sentí un gran rechazo a la
presencia de una representante de ese país —y que conste que ir en contra de
las acciones bélicas israelíes no significa que exonere de culpa al terrorismo
de Hamas— en un festival de música. Si a los atletas representantes de Rusia se
les vetó su participación en varios encuentros deportivos a modo de sanción por
la invasión de Ucrania, ¿por qué no se ha obrado del mismo modo con Israel,
máxime cuando ya se anticipaba la existencia de manifestaciones en contra?
A mi entender, el tercer
puesto logrado por Ucrania y el quinto por Israel tienen ambos tintes más
políticos que musicales. Pero debo reconocer que tan solo es una sospecha, pues
no seguí el festival y por lo tanto no escuché a quienes defendieron a estos
dos países. Lo que sí parece evidente es que tanto desde España como desde
otros países europeos democráticos hubieron rifirrafes verbales antes del
concierto, tanto en contra como a favor de Israel, con la guerra en Gaza como
telón de fondo.
Creo, y aquí termina mi
exposición, que cuando un festival o evento cultural rebosa de politización y
animadversión hacia uno o varios de los participantes, deberían tomarse las
medidas oportunas para que el conflicto no llegara a ser violento, preservando
siempre la libertad de expresión, pero también el respeto a quien no piensa
igual. Solo haría una excepción: prohibir la participación a quienes representen
una ideología claramente antidemocrática. ¿Os imagináis a un grupo de rock
neonazi cantando canciones a favor de Hitler?
¿Habría que acabar con el
Festival de Eurovisión o vetar la participación de según quien por tal motivo?
Mi opinión es que si este festival acaba siendo un campo de batalla entre
países por razones políticas, debería ponerse coto de alguna manera a este
comportamiento y no tener reparo en prohibir la participación de quienes
utilizarán su bandera con fines políticos. Ya tenemos suficiente con nuestros
conflictos internos como para tener que soportar oportunismos ridículos y
peligrosos.
Ilustración: Eden Golan, la
representante de Israel en Eurovisión 2024