viernes, 24 de diciembre de 2021

La última entrada del 2021

 


Tenía preparada, desde hace días, una entrada al uso, es decir de mi estilo, de esas que critican ciertos hábitos, comportamientos, usos y costumbres con los que no estoy de acuerdo o que intento diseccionar para ver qué tienen de bueno (si es que tienen algo) y de malo (que seguramente es mucho). Pero he decidido aparcar, de momento, u obviar para siempre, la que había titulado Sobreinformación, sensacionalismo y morbo y que arremetía, una vez más, contra los periodistas y medios de comunicación —especialmente televisivos— que con su avidez, muchas veces morbosa, nos bombardean con noticias en forma de carrusel, dando vueltas y más vueltas al mismo asunto, por muy grave que sea, sin aportar muchas veces nada nuevo, reiterando una y otra vez lo ya dicho con anterioridad, con el propósito de aumentar la audiencia y ocupar el máximo de tiempo posible en pantalla, valiéndose también del morbo de muchos espectadores.

Pero luego me he dicho, qué caramba, estamos en Navidad, tiempo de paz, amor y alegría, pese a quien pese, y no es de buen gusto acabar el año con más críticas negativas, metiéndome con la gente. Pero entonces ¿de qué hablar, o mejor dicho escribir? Pues para cerrar este año se me ha ocurrido algo seguramente muy aburrido para mi clientela: echar un vistazo a lo que ha sido el 2021 para este blog y ver si la dichosa pandemia también ha repercutido en su estado de salud.

Del escrutinio que he hecho, resulta que el pasado año publiqué 33 entradas y este solo 21 (contando la presente), es decir un 37% menos. No sabría decir si ello es debido a que me he vuelto menos crítico, que la sociedad, tal como yo la veo, ha mejorado y no hay tantas cosas por censurar, o que mi estado de ánimo para escribir no ha estado a la misma altura que el año anterior.

Y puestos a revisar, también he comprobado que en 2020 mis entradas dieron lugar a 530 comentarios, con una media de 16 comentarios por entrada, mientras que en el presente año el número de comentarios ha sido (sin contar los que puede recibir esta última publicación) de 302 (un 43% menos) y con una media de 15 comentarios por entrada, lo cual indica que, a pesar de ese decremento, se mantiene la misma ratio.

Y profundizando un poco más, ya de paso he querido saber cuál ha sido la entrada, o tema más comentado, y ha resultado que el año pasado fue ¿Qué hay para comer?, en el que trataba el tema de la alimentación, y en el actual ha sido Diario de un paciente atribulado, en el que exponía, a modo de diario personal, mi estado físico y anímico ante la noticia de padecer un cáncer de mama, del que, dicho sea de paso, me he restablecido por completo, a pesar de que el tratamiento preventivo sigue según el protocolo para este tipo de cánceres. Así que aprovecho para agradecer desde aquí el interés, el apoyo y las muestras de cariño por parte de mis seguidoras y seguidores.

Y llegado a este punto diréis a qué viene tanto rollo estadístico. Pues a que, como ya he dicho en más de una ocasión, soy un controlador nato y meticuloso hasta extremos que muchos pueden considerar antinaturales. Pero que conste que no tomo nota de quién comenta y quién no. No llevo la cuenta en una libreta negra ni planifico venganza alguna ni echo mal de ojo a los ausentes, simplemente me mueve la curiosidad por saber qué tema y qué historia ha resultado más interesante en este blog y en mi blog de relatos, respectivamente. Es como el que ha publicado un libro y quiere saber cuántos ejemplares se han vendido y qué dice la crítica.

Por último, pero no menos importante, aprovecho para desearos unas muy felices fiestas y que los Reyes Magos nos traigan salud, dinero y amor (el orden que lo ponga cada uno) y, para los que nos gusta escribir, una gran caja de inspiración.

 

domingo, 28 de noviembre de 2021

Unabomber

 


Theodore John Kaczynski, nacido en Chicago el 22 de mayo de 1942, sigue en la actualidad en una prisión de máxima seguridad del Estado de Colorado cumpliendo cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, por enviar, entre 1978 y 1995, dieciséis bombas a diversos objetivos, incluyendo universidades y aerolíneas, matando a tres personas e hiriendo a veintitrés más. Recibió, por tal motivo, el apodo de Unabomber (de University and Airline Bomber), siendo el objetivo de una de las investigaciones más largas y costosas de la historia del FBI.

Este es un personaje del que oí hablar hace años, pero al que nunca llegué a prestar demasiada atención. Hasta hace unos días, cuando leí en el blog de Mamen, Las crónicas de una cinéfila (http://cronicaseowin.blogspot.com/), su entrada titulada La lingüística forense, en la que hacía una reseña sobre la serie televisiva emitida por Netflix que lleva por título “MANHUNT: UNABOMBER”, dedicada a ese funesto personaje.

Ni que decir que la serie es muy recomendable para quienes deseen conocer la vida y las vicisitudes de este personaje tristemente histórico a lo largo de ocho episodios que, dicho sea de paso, podrían haberse reducido, en mi opinión, a seis.

Tras visionar esta serie norteamericana, me ha llamado la atención dos cosas: la primera e inmediata, la figura de Theodore J. Kaczynski, y la segunda, y que menos esperaba, la sintonía que he sentido con su ideología —en absoluto con su puesta en práctica, por supuesto—, la que le llevó a cometer esos crímenes.

En el primer apartado, señalar que tenía una mente privilegiada, con un CI de 167, lo que le valió, por desgracia, ser víctima, sin saberlo, de un grupo de científicos de la Universidad de Harvard que trabajaban para la CIA y que le utilizaron como conejillo de indias en un programa de lavado de cerebro como sistema para convertir a los enemigos de la patria —comunistas, espías y traidores a la causa americana— en fieles aliados. Este experimento, al que le sometieron durante casi dos años, según se desprende de este biopic, parece que acabó afectándole mentalmente.

Tras doctorarse en matemáticas, ejerció como profesor asistente en la Universidad de Berkeley (California) a la edad de 25 años, hasta que dimitió dos años más tarde, trasladándose a vivir a una cabaña en medio de un bosque de Montana.

Kaczynski escribió su ideario en el llamado “Manifiesto de Unabomber”, pero que él había titulado como “La sociedad industrial y su futuro”. Dicho manifiesto fue publicado en el Washington Post, por exigencia suya, a cambio de desistir de sus actos terroristas, como una forma de dar a conocer al mundo su filosofía. Y es su contenido —grosso modo, pues no lo he leído y solo puedo hablar por lo visto y oído en la serie— lo segundo que me ha llamado poderosamente la atención, la coincidencia de mis ideas con su tesis anticapitalista y anti tecnológica.

Unabomber, el terrorista, argumentaba que la alta tecnología —ya la de aquellos años— originaba una erosión de la libertad humana. Y es que la industrialización en exceso nos ha llevado a una modernización a favor de las máquinas y de la precariedad laboral, a una sociedad de consumo a la que todos, en mayor o menor medida, hemos acabado sometidos sin posibilidad de liberarnos.

Solo tenemos que hacer una breve reflexión sobre nuestro modo de vida, al que nos ha abocado una mal llamada modernidad. Los adelantos tecnológicos, muy útiles en ciertos casos, han llevado aparejada una brutal dependencia. Todos hemos acabado pasando por el tubo, como se dice vulgarmente, creándonos necesidades que antes no teníamos y obligándonos a seguir unos patrones de conducta que son mucho más beneficiosos para los que los han creado que para nosotros mismos.

Nadie puede escaparse al control al que nos somete esa modernidad en la que vivimos. Somos esclavos de una sociedad de consumo a la que estamos atados sin querer y de la que no podemos escapar. Necesitamos forzosamente una cuenta bancaria y una tarjeta de crédito para poder vivir. Pagamos a crédito, pedimos préstamos y nos atamos a hipotecas a largo plazo. Cedemos involuntariamente a terceros nuestro estilo de vida: qué gastamos, dónde y en qué lo gastamos, el rastro que dejamos de nuestros hábitos económicos y lúdicos, y datos supuestamente personales e intransferibles —nuestro número de teléfono está al alcance de cualquier empresa de telemarketing— y todo un abanico de situaciones a las que hemos inconscientemente accedido a someternos. Internet irrumpió en nuestra vida para hacérnosla más cómoda, pero a la vez es una fuente de engaño, fraude y perversión.

Todo a nuestro alrededor está debidamente controlado por “el sistema”. El poder no reside en el pueblo sino en las grandes multinacionales, la banca y otros poderes fácticos, que son realmente quienes “cortan el bacalao”. Los más afortunados vivimos en una democracia, pero controlada por esos poderes, convirtiéndonos en marionetas que creen moverse con entera libertad cuando en realidad nos manejan unos hilos invisibles gobernados por unas manos que no llegamos a ver, pero que, a lo sumo, intuimos.

Parece mentira que me haga estas reflexiones a mi edad, cuando ya he sido objeto de esa manipulación desde la niñez y después de haber aceptado formar parte de esta sociedad tan alienada. ¿Será el conformismo, la impotencia o el temor lo que nos hace aceptar vivir en un mundo así? ¿Cómo deberíamos haber actuado para evitar ser los conejillos de indias de una sociedad tecnológicamente tan avanzada que utiliza a sus integrantes como títeres para su beneficio? ¿Deberíamos habernos aislado en una cabaña de un bosque remoto y sobrevivir gracias a nuestras propias manos y a los recursos naturales como hizo Kaczynski?

Salvo el hecho de enviar bombas a diestro y siniestro —aquí cabría decir que el fin no justifica los medios—, creo que no se le puede reprochar nada a ese personaje en su oposición al sistema establecido. Quizá sufriera, como intentaron alegar sus abogados, una esquizofrenia paranoide, pero ¿acaso no se dice que los locos y los niños dicen las verdades? ¿Era un loco, un iluminado o un utópico radical? ¿Qué había de cuerdo y de loco en la mente de ese individuo que atemorizó durante casi dos décadas a la sociedad norteamericana?

A ver si ahora resultará que yo también tengo algo de loco y llevo un terrorista dormido en mi interior. En todo caso, como ya he vivido muchos años inmerso en esta comedia que es la vida moderna que me ha tocado vivir, mi resignación hace tiempo que llegó a una cota imposible de revertir, a un conformismo que se confunde con el “pasotismo”, el que me hace decir aquello de que “por lo que me queda en el convento…”


* Imagen de archivo obtenida de la Wikipedia


lunes, 15 de noviembre de 2021

Lo último en intrusismo

 


Se conoce como intrusismo el ejercicio de una actividad profesional por una persona no autorizada para ello. Y yo añadiría por una persona o entidad sin los debidos conocimientos para ello, sustituyendo a quien sí los tiene. En cualquier caso, es una conducta intolerable e incluso delictiva. Ya lo dice el refrán: zapatero a tus zapatos.

En nuestro país he observado recientemente esta práctica en jueces y políticos, porque cómo puede calificarse, si no, el hecho de que un juez tome decisiones sanitarias prescindiendo o ignorando el asesoramiento científico o que un político tome cartas en un asunto científico para el que no está preparado y al margen de la opinión de los verdaderos expertos.

Veamos estos dos ejemplos:

Jueces sanitarios:

En el ámbito de la Covid-19 hemos conocido decisiones judiciales contra las medidas preventivas tomadas por el Gobierno por recomendación de los expertos sanitarios, empezando por el establecimiento del estado de alarma y las consiguientes restricciones que se han tenido que aplicar para salvaguardar la salud pública. Para mí, en este caso procede aplicar el principio de que el fin justifica los medios, pues me parece indiscutible que la salud del conjunto de la población está muy por encima de la libertad individual. Podríamos entrar a valorar si el estado de alarma y sus sucesivas ampliaciones se aplicó siguiendo el procedimiento legal establecido para tal fin, pero lo que está claro es que ello ha salvado muchas vidas. Y ahora resulta que un juez, o un grupo de jueces, como el del Tribunal Constitucional (TC), saben tanto o más de salud pública que un epidemiólogo como para dictaminar en contra de un confinamiento preventivo. Y para más inri, hemos visto la discrepancia de opiniones de algunos jueces ante idéntica situación.

Y más incoherente es que un partido que en su día exigió al Gobierno que dictara el estado de alarma, un año y medio después sea quien presente un recurso de inconstitucionalidad de esa medida y que el TC le dé la razón. Esta es una más de las muchas contradicciones e hipocresías en las que está instalada gran parte de la clase política y judicial de este país. Y lo peor de todo, en mi opinión, es que esa resolución de inconstitucionalidad lleva aparejada la devolución de las multas que se impusieron a quienes deliberadamente se saltaron las normas más básicas de prevención de la expansión de la pandemia, poniendo en grave peligro a sus conciudadanos. Los negacionistas y los más incívicos se han salido con la suya, hacer lo que les da la gana.

Políticos ecologistas:

En el ámbito de las tristemente famosas cumbres sobre el cambio climático, quienes toman finalmente las decisiones y acuerdan las medidas a tomar son los políticos y no los científicos. A estos solo les queda el derecho a estudiar, informar, vigilar y alertar de las graves consecuencias de la falta de decisiones para salvaguardar la salud del planeta. De ahí que el resultado de esas cumbres acabe siendo tan decepcionante. Los Gobiernos que tienen en sus manos la solución no se atreven a emprender acciones que afecten a la productividad y a la cuenta de resultados de las grandes multinacionales y que perjudiquen la política macroeconómica de países como China, India, Rusia y Brasil que son precisamente los más contaminadores y maltratadores del medio ambiente, que niegan o no comparten con el resto de países la importancia de la crisis climática y no quieren prescindir de los combustibles fósiles en un plazo razonable.

Muchos políticos asisten a esas cumbres para salir en la foto, para que la opinión pública crea que están a favor de la conservación de la naturaleza y luego, ya se sabe, las palabras se las lleva el viento, y hasta la próxima cumbre y la próxima foto. Mientras tanto, los observadores, sean expertos en la materia o ciudadanos responsables de a pie, debemos ver cómo solo se toman medidas muy tímidas y poco eficaces sin poder hacer nada al respecto, salvo protestar. Porque la ciudadanía preocupada por el bienestar de este planeta y la de sus habitantes, tenemos voz, pero no voto. Nuestro único voto es el que se introduce en la urna en periodo electoral a favor de partidos que dicen ser respetuosos con la naturaleza y que llevan en su programa medidas de transición ecológica. Pero ese voto no se lo llevará el viento porque las papeletas no volarán. Lo que sí se llevará el viento son la memoria y la voluntad política de nuestros dirigentes.

En la cumbre del clima 2021, o COP26, de Glasgow, las negociaciones se han prolongando más de la cuenta porque, como era de esperar, no se llegaba al acuerdo necesario y esperado por todos los interesados, aunque fuera in extremis, que concretara las medidas a emprender por los países contaminantes y que respondieran a las exigencias ecologistas. Como también era esperable, las diferencias en cuestiones financieras y de otro tipo, han producido serias tensiones y reproches entre los países participantes. Y una vez se han hecho públicos los acuerdos definitivamente alcanzados, estos solo son una declaración de intenciones, un acuerdo de mínimos, que incluye una petición para reducir el uso del carbón y acelerar la transición de los combustibles fósiles a las energías renovables y reclama, una vez más, que los países establezcan planes más ambiciosos para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero a corto y medio plazo.

Entiendo que no es fácil, de un día para otro, poner en práctica medidas radicalmente opuestas a las que se vienen aplicando después de tantos años y que ello tiene grandes consecuencias económicas a nivel mundial, pero solo la voluntad de solucionar el grave problema que se nos ha venido encima por falta de previsión y de interés puede superar esos escollos.

¿Serán, siquiera, los respectivos países capaces de poner en práctica los tímidos acuerdos alcanzados en esta cumbre o deberemos esperar a la siguiente? Entretanto, como decía Greta Thunberg: bla, bla, bla, o tic, tac, tic, tac.

En conclusión, me pregunto si algún día tanto jueces como políticos tomarán en cuenta la opinión y recomendaciones de los expertos cuando tengan entre manos cuestiones que afecten a la salud pública y a la del planeta. 




miércoles, 3 de noviembre de 2021

Música, por favor

 


Hace unos días volví a caer —a mi edad suele ser habitual— en un estado melancólico propio de la nostalgia. Y todo debido a un programa de televisión. Afortunadamente el efecto duró poco, pero fue lo suficientemente intenso como para que me llevara a escribir esta entrada.

El mencionado programa, una producción de TV3, la televisión pública catalana, rendía homenaje a un popular periodista, crítico musical y presentador de televisión catalán, cuyos programas, eminentemente musicales, también se emitieron en Televisión Española.  Se trata de Àngel Casas.

A nivel estatal, Àngel Casas participó en 1977, de la mano de Carlos Tena, otro conocido crítico musical, en Popgrama, y tres años después consiguió presentar y dirigir su propio espacio en TVE1, Musical Express, hasta 1983, un programa dedicado a difundir corrientes musicales alejadas de las más comerciales y mayoritarias en la España de aquella época. En 1984, tras el nacimiento de Televisión de Catalunya, se convierte en una estrella de la cadena catalana con Àngel Casas Show, un talk-show que se mantuvo en pantalla hasta 1988 y que obtuvo varios galardones.

El motivo por el cual sentí esa melancolía que menciono al principio fue doble: el primero, contemplar cómo la edad y la mala salud se ha cebado con este presentador que, con 77 años ha estado varias veces al borde de la muerte debido a la grave enfermedad que padece y que ha hecho que perdiera sus dos piernas. Ver aquella figura, que recordaba llena de vida y que fue para mí un referente en el ambiente musical de mi adolescencia, tan envejecida y vulnerable, cuyo homenaje interpreté como una despedida, me llenó de tristeza. El otro motivo de mi nostalgia fue el recuerdo de una época musical que no ha vuelto ni volverá a repetirse. Y no porque la música actual no tenga valor alguno, sino porque considero que ya no hay un interés de las cadenas de televisión, tanto públicas como privadas, para ofrecer programas musicales de calidad, con artistas y grupos de renombre internacional, en horario prime time.

Mi gusto por la música pop se inició con los Beatles y los Rolling Stones. A mis quince años, me gastaba todos mis escuálidos ahorros en discos de estos dos grupos. Pero no sería hasta 1969 cuando un compañero de Biológicas me introdujo en una música menos comercial. De este modo, el blues, el rock y el Jazz vinieron a enriquecer mis gustos musicales.

Para mí, la mejor música, progresiva y original, se produjo durante los años 70 y 80, aunque los 90 también fueron muy prolíficos. Desde entonces no ha habido nada nuevo bajo el sol, si exceptuamos la música disco y electrónica, el reggaetón, el rap y el trap, géneros que no son de mi agrado, siendo benévolo. Pero, claro, esta es una opinión muy personal y ya sabemos lo que se dice de los gustos.

En la época en la que Àngel Casas dirigía y/o presentaba los programas a los que he hecho alusión, la música solía ser, además, en vivo —cuando lo que abundaba era el playback, la música “enlatada”— y contaba con figuras de fama internacional. Boney M, Duran Duran, The Police, Eurythmics, Depeche Mode, David Bowie, Tina Turner, Bonnie Tyler, Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel, Olé Olé, Joaquín Sabina, El último de la fila, y un larguísimo etcétera, pasaron por sus programas. Y aunque yo era más de Eric Clapton, Led Zeppelin, Jeff Beck, B.B. King, Black Sabbath, Phil Collins y otro largo etcétera, me complacía mucho ver y oír a aquellas estrellas.

Y viendo las imágenes del recordatorio que el programa de TV3 emitió en memoria de esos tiempos pasados y en reconocimiento del personaje invitado, Àngel Casas, caí en la cuenta de que hace años que no se producen programas musicales de la misma calidad en nuestro país, porque, de haberlos, se emitirían, como se hacía antaño, en horas de elevada audiencia.

Si retrocedemos más en el tiempo, aunque el panorama musical español de los años 60 no era, desde mi punto de vista, muy halagüeño —Georgie Dann, Fórmula V, Los Brincos, y luego Juan y Junior, Los Diablos y su rayo de sol, oh, oh, oh, Los Sirex y su escoba, etc. era lo más visto y oído— había programas de variedades, como Amigos del martes —que luego pasaría a ser de los lunes—, presentado por Frank Johan, que por lo menos intentaban amenizar la velada con cantantes y bandas de cierta relevancia.

Llegado a este punto, reivindico la existencia de espacios y programas musicales que ofrezcan la oportunidad de contemplar lo mejorcito del pop actual. ¿A quién no le apetecería ver a Ed Sheeran, Lady Gaga, Beyoncé, Rihanna, Adele y a otras tantas figuras internacionales del momento? ¿Falta de dinero, de voluntad o de interés musical? Si es por falta de presupuesto, ¿para qué sirven tantos anuncios?

Me apena tener que decir que la televisión actual, en lo relativo a programas de entretenimiento, ha retrocedido respecto a las últimas décadas del siglo XX. Los programas musicales han desaparecido, apareciendo en su lugar tertulias y otros programas basura. Si uno quiere escuchar música en la televisión, tiene que contentarse con sucedáneos como La Voz, Mask Singer, Tu cara me suena, o bien esperar a los programas de fin de año, construidos a base de un refrito de vídeos musicales. Por lo menos tenemos la radio —un medio que uso muy poco y solo mientras conduzco—, que emite la música del momento a todas horas y en distintos programas.

Así pues, si pudiera dirigirme a los directivos de las cadenas de TV, yo les diría «Música, por favor».

Sirvan, de paso, estas líneas, para rendir mi homenaje personal a la figura de Àngel Casas, por su especial y valiosa aportación al panorama musical español.


 

domingo, 24 de octubre de 2021

Verdad o mentira

 


Siempre he dicho que una de las habilidades que caracterizan a un político y a cualquier personaje poderoso, tanto más desarrollada cuanto más alto es el cago que ocupa, es saber mentir con total descaro y, de ser necesario, vehemencia. Con su don de gentes y dominio de la falacia, distorsionan, en el mejor de los casos, la verdad o bien convierten una falsedad en verdad. Ah, y otra aptitud sine qua non: no mostrar jamás vergüenza ni arrepentimiento cuando se les pilla en una mentira y en cualquier fechoría.

No es algo actual, pero sí muy reiterativo y diría que cada vez más notorio. Ante cualquier acusación de una probada mala conducta e incluso delito grave, no dudan, ni por un momento, en defender con uñas y dientes su inocencia, a sabiendas de que, efectivamente, han cometido la falta de la que se les acusa.

Estoy de acuerdo en que debemos respetar la presunción de inocencia mientras no haya pruebas irrefutables de su culpabilidad. Pero ¿se puede apelar a esa presunción cuando las pruebas son aplastantes?

Y yo me pregunto: ¿Cómo son capaces de mentir tan descaradamente, haciéndose los ofendidos y reclamando su derecho a la honorabilidad cuando saben a ciencia cierta que son culpables? Aún recuerdo a Iñaki Urdangarín, compareciendo ante los periodistas que se apiñaban tras una valla ante el juzgado de Palma de Mallorca donde iba a ser interrogado por los supuestos delitos de malversación, tráfico de influencias, fraude y varios delitos fiscales, afirmando, alto y claro, que iba a aclarar la verdad y defender su honor [sic]. Y así una larga serie de personajes, tanto empresarios, artistas, arquitectos y políticos, tanto de derechas como de izquierdas, e hijos o nietos de, que han arramblado con dinero o propiedades que no les pertenecían, que han sobornado o se han dejado sobornar a cambio de mucho dinero, que han ocultado sus ingresos millonarios, defraudando a Hacienda —que, según se dice, somos todos—, que han invertido en paraísos fiscales a través de empresas fantasma u Offshore, o actuado como testaferros. Por desgracia, la lista de corruptos es cada vez más larga, tanto como la de sus corruptelas. 

Lo más curioso, a mi entender, es que siendo todos gente supuestamente inteligente, ¿acaso no saben que tarde o temprano se acabarán descubriendo sus tejemanejes y fechorías, que hoy día todos los trapos sucios acaban saliendo a la luz? Pero a medida que van apareciendo nuevas pruebas irrefutables, siguen defendiendo su inocencia, argumentando equívocos y negando lo evidente, hasta incluso que la firma que aparece en esos documentos tan comprometedores que se les muestra como prueba no es la suya. Hay quien incluso, en un derroche de cinismo, ha dicho estar dispuesto a colaborar con la Justicia para aclarar los hechos y demostrar su inocencia.

Y cada día aparecen nuevos casos de corrupción, cuyos protagonistas se llenan la boca de mentiras que quieren hacer pasar por verdades, tomándonos por tontos. Ante ello, uno se ha vuelto tremendamente desconfiado. Y es que esos comportamientos fraudulentos no solo se dan en el ámbito de las altas esferas, sino que han traspasado las fronteras hacia lo mundano, lo cotidiano, afectando al pueblo llano. Cada día aparecen nuevas formas de engañar a la gente honrada, y cada vez con medios más sofisticados.

Ha llegado un momento en que ya no sabemos lo que es verdad o mentira.

 

jueves, 14 de octubre de 2021

Sanidad pública, Sanidad privada

 


Se ha hablado mucho, sobre todo al inicio de la pandemia, de nuestra Sanidad pública, calificándola como la mejor de Europa. No niego que tengamos los mejores especialistas en los grandes hospitales españoles, los cuales disponen de la más avanzada tecnología, pero ¿qué sucede en los centros de salud y en los hospitales comarcales?

Los que hemos optado, desde hace muchos años, a la sanidad privada, mediante una mutua médica, lo hemos hecho principalmente para evitar las largas listas de espera que deben sufrir los pacientes que acuden a la pública, y a otras ventajas como la menor masificación, un mejor trato y disponer, en caso de hospitalización, de una habitación individual, mucho más cómoda, tanto para el ingresado como para los acompañantes.

Pero no es oro todo lo que reluce y hace tiempo que vengo observando que los centros médicos privados también adolecen de bastantes de las incomodidades que uno pretendía evitar. El trato es muchas veces igual, el tiempo de espera para conceder una cita cada vez se alarga más, y la calidad de los profesionales es, a veces, muy deficiente.

Entonces, ¿para qué pagamos una cuota —que aumenta con la edad del abonado— si no recibimos la atención requerida?

Siempre he creído que en esta vida cualquier cosa, por mala o muy buena que sea, tiene su lado positivo y su lado negativo, respectivamente.

Y como no hay nada mejor que los ejemplos reales, os voy a contar mi experiencia personal reciente.

Muchos de vosotros —por lo menos los que me seguís— sabéis que me detectaron un cáncer de mama cuatro días antes de Navidad. Muchos fueron los que me recomendaron acudir al Instituto Catalán de Oncología (ICO), centro conocido también como Hospital Durán i Reynals, el hospital oncológico de referencia en Catalunya. La duda estaba echada. ¿Acudir a ese centro público o a uno privado que me cubriera la mutua? Estoy seguro de que, con la pandemia en plena efervescencia, si me hubiera inclinado por el ICO todavía estaría esperando turno, pues, según me informaron en ese hospital, para ser atendido debía primero acudir a mi médico del ambulatorio, el cual debía hacer un informe detallado, adjuntando todas las pruebas diagnósticas. Por esas fechas, los centros de salud eran entes virtuales a los que no podías acudir presencialmente y el contacto telefónico casi siempre resultaba infructuoso.

En paralelo, solicité visita en el Hospital Universitario General de Catalunya, por ser el centro al que solíamos acudir por proximidad y en el que he sido atendido en multitud de ocasiones. Quienes leísteis mi entrada del mes de febrero, que titulé Diario de un paciente atribulado, sabréis que la primera cita disponible era el 12 de enero, así que debía esperar tres semanas para ser atendido por un especialista. Gracias a la proactividad y diligencia de mi mujer, pude ser atendido el día 30 de diciembre en otro hospital del grupo Quirón, el Hospital Universitario Dexeus. Con este cambio me ahorré dos semanas de espera e incertidumbre.

Con esto quiero indicar que recurrir a la privada, la atención resulta mucho más rápida que con la pública, pero que incluso dentro de la atención médica privada hay diferencias significativas entre centros.

En otra ocasión, esta mucho más reciente —finales de julio, principios de agosto—, sufrí un cólico nefrítico, con constantes vómitos —algo que nunca había experimentado en mis anteriores episodios—, por lo que acudí al servicio de urgencias del mencionado Hospital Universitario General de Catalunya, nuevamente por su proximidad a nuestro domicilio. Debo decir que en la fase de triaje —visita previa para la clasificación de prioridades— fui atendido con bastante celeridad, pero cuando, tras entregar una muestra de orina, me recibió el médico de turno, este solo me confirmó que, efectivamente, tenía un cólico nefrítico. ¿Para eso había acudido a urgencias, para que me dijera lo que ya sabía? Lo único positivo de esa visita fue que me recetó un antiemético que detuvo los vómitos a la segunda toma. Cuando le sugerí si podían realizarme una ecografía, para ver dónde estaba alojado el cálculo, me dijo que no era posible, que para ello se debía esperar a que pasara el episodio agudo, cosa que luego supe que era falso. Simplemente quiso quitarse de encima un engorro diagnóstico que —debió pensar— elevaría el coste del servicio. El caso es que, al cuarto día de sufrimiento, fui al servicio de urgencias del Hospital Universitario Dexeus y allí me resolvieron sin demora el problema. Me hicieron un análisis de sangre y me inyectaron, por infusión, un antiespasmódico y relajante muscular y a continuación un potente analgésico, y entre infusión e infusión, me practicaron un TAC, que demostró que había una notable dilatación del uréter —el conducto que sale del riñón y desemboca en la vejiga urinaria—, lo que demostraba que lo había atravesado un cálculo, pero que no había rastro de él. Y no lo había porque el susodicho ya estaba en la vejiga y acabé por expulsarlo allí mismo.

Por lo tanto, dos centros privados, ambos pertenecientes al mismo grupo empresarial, con un trato y eficacia totalmente opuestos.

No sabría decir si todo es cuestión de suerte por parte del paciente o de disciplina por parte del profesional sanitario. Me da miedo pensar que nuestra salud dependa de si el médico que nos atiende está por la labor o no.

Volviendo a la sanidad pública, hace tan solo unos días, mi hija menor tuvo que acudir el servicio de urgencias del hospital de Martorell, un hospital de la comarca del Baix Llobregat, cercano a su domicilio. La fase preliminar del triaje fue bastante rápida, pero el tiempo de espera hasta ser atendida por un médico fue de varias horas. Mientras tanto, la sala de espera repleta de pacientes, uno de ellos sufriendo un dolor muy intenso y que llevaba esperando cuatro horas. Cuando por fin mi hija fue llamada a consulta, la médica que la atendió no supo diagnosticar su dolencia, se limitó a recetarle paracetamol y recomendarle que, si al día siguiente seguía con la misma sintomatología, acudiera a su centro de salud.

Creo que con estas experiencias podríamos afirmar que la medicina privada gana a la pública.

Pero, recurriendo al refrán que tanto me gusta y que dice que cada uno cuenta la feria según le va, me gustaría saber si estáis de acuerdo con lo aquí expuesto o si la “feria” a la que acudisteis mereció la pena y os han quedado ganas de repetir.

Así pues, ¿por cuál votáis, por la Sanidad pública o por la privada?


jueves, 30 de septiembre de 2021

Más vale tarde

 


Más vale tarde que nunca, reza el refrán. Así que ya estoy aquí de nuevo después de más de dos meses de ausencia. Este largo paréntesis se ha debido principalmente a que sigo con una especie de astenia escritora, no sé si será un efecto de la pandemia. A fin de cuentas, algunos psicólogos aseguran que la falta de libertad de movimientos durante estos dos años, puede producir desajustes mentales con secuelas imprevisibles. Claro que esta afirmación va dirigida a los jóvenes y mi juventud ya queda muy lejos, en un rincón de mi memoria. Así pues, quizá mi caso se deba a una apatía de etiología desconocida o a un empacho de temas a criticar, pues este mes de agosto no ha estado exento de situaciones molestas en la playa, en la calle, en los restaurantes…

Otro refrán dice que cada uno cuenta la feria según le va. Algo divertido para uno puede resultar un tostón para otro, dependiendo de varios factores, entre ellos el estado de ánimo. Así pues, mis experiencias durante el mes de agosto, el más esperado del año por la gran mayoría, han resultado un fiasco y creo que se ha debido precisamente a mi estado anímico.

Si bien el tiempo ha sido, por lo general, muy bueno, a pesar de la insistencia de los meteorólogos en que nos visitarían lluvias y tormentas, y el lugar de descanso es muy bello, tener que compartir el tiempo de asueto con una persona aquejada de Alzheimer no es un plato de buen gusto para nadie. Enfrentarse a esta enfermedad requiere una gran dosis de paciencia y dedicación que acaba afectando por momentos el estado físico y mental del que ejerce el papel de cuidador. En esta situación, uno desea más que nunca buscar una evasión que le sirva de alivio a tanta tensión acumulada. Si los ancianos sufren normalmente una regresión a la niñez, tanto en su comportamiento como en sus funciones biológicas, en los enfermos de Alzheimer hay que añadir la incapacidad para entender y aceptar de buen grado las órdenes más elementales, y la rebeldía, a veces agresiva, que ante ellas manifiestan. Es, por lo tanto, lógico que, al igual que sucede con los niños de muy corta edad, los cuidadores esperen el momento de acostarlos para aprovechar ese periodo de descanso para desconectar y hacer aquello que más les gusta. En nuestro caso ha sido básicamente la lectura y las series de Netflix.

Y aquí es cuando entra en juego el estado de ánimo de cada cual a la hora de disfrutar de esos dos alicientes, aunque también depende de la suerte.

En el capítulo de la lectura, las novelas que he leído durante el mes de agosto han sido: Terra alta, de Javier Cercas, Paraules que tu entendràs (palabras que tú entenderás), de Xavier Bosch, Trafalgar e ¡Independencia!, ambas de José Luis Corral, y Los guardianes, de John Grisham,.

Como no se me dan bien las reseñas literarias, solo daré mi humilde opinión de estas lecturas:

Terra alta me ha parecido una novela con un fondo (argumento) muy interesante, pero una forma (estilo narrativo) muy pobre, sobre todo viniendo de un escritor de la talla de Cercas. En este aspecto ha sido decepcionante.

A Paraules que tu entendràs, que he leído en catalán, por ser esta la versión original, le sucede todo lo contario. El estilo narrativo de este autor es excelente, siendo un placer leer sus obras, pero el tema me ha parecido más bien vacuo. Aun así, la balanza se ha inclinado hacia el lado positivo, pues la belleza del lenguaje ha compensado con creces el relativamente escaso interés de la trama.

Trafalgar es una novela histórica sobre la batalla que enfrentó la Armada de Inglaterra, por un lado, y las de Francia y España, por otro. Un amigo lector, a quien también le gusta este género, me alabó mucho otra obra de este autor, ¡Independencia!, sobre la resistencia española ante la invasión napoleónica. Pero cuando supe que esta era una continuación de Trafalgar, con los mismos personajes de ficción, me pareció oportuno empezar por la primera parte de este dúo novelesco. Pues bien, si la parte histórica de Trafalgar me ha empachado, con una descripción para mí demasiado pormenorizada de los navíos de cada bando (dónde, cuándo y cómo se construyeron, su estructura y características), de los planes y estrategia militar, y una larguísima exposición detallada de la batalla en sí, la parte de ficción, de carácter básicamente romántico entre el joven y noble protagonista y una ladronzuela que lo deja desplumado tan pronto como este pone los pies en Madrid y que acaba convirtiéndose en su amante, es más propia de una resucitada Corín Tellado.

A pesar de los pesares, pensé que quizá ¡Independencia! resultaría más digerible y ya que mi amigo me la había alabado pensé que esta obra sí satisfaría mi gusto por la novela histórica. Pues bien, otra vez la parte histórica (prácticamente toda la novela se centra en los sitios de Zaragoza) es exageradamente detallada (día a día, bomba a bomba, trinchera a trinchera, muerto a muerto) y la ficticia totalmente fuera de lugar, como relleno innecesario e igualmente almibarado. Por no hablar de lo irreal de algunas situaciones (me resulta inimaginable, por ejemplo, que, en medio de un asedio brutal, con continuos lanzamientos de proyectiles, día y noche, contra muros, edificios y barricadas, y sin apenas alimento que llevarse a la boca, en plena epidemia de tifus, la pareja de amantes se lance a practicar sexo a diario en los escasísimos momentos de tregua).

En cuanto a la novela de John Grisham, Los guardianes, ninguna objeción ni desencanto, es lo de siempre para quien conoce a este autor: inocentes condenados a la pena capital, abogados, fiscales, jueces y demás fuerzas de la ley y el orden. John Grisham nunca defrauda a quienes nos gustan los temas judiciales (de chaval me encantaba la serie Perry Mason), buen estilo narrativo, lectura segura, aunque también adolece de un exceso de “paja”, o hechos y descripciones superfluas que solo sirven de relleno y que nada aportan a la historia. Este es —para mí— un defecto que observo en la gran mayoría de novelas.

Y ahí terminó mi epopeya lectora de agosto. Ahora tengo en mis manos otra obra de John Grisham que también tenía pendiente, Tiempo de matar, a la que le seguirá El Reino, de Jø Nesbø, de la que me han llegado comentarios muy positivos. Solo que sea la mitad de buena que El muñeco de nieve, seguro que me complacerá.

Pasando al capítulo de las series agosteñas, entre las que destacaría Sky rojo (segunda parte), Luther, Lupin y Post Mortem —que no voy a comentar una a una porque sería tremendamente largo y tedioso—, aun siendo entretenidas, si profundizamos en su calidad —ya sea interpretativa o argumental—, creo que ninguna llegaría a un notable, y Sky rojo ni siquiera al aprobado. Lo realmente malo de todas ellas, y que por desgracia es algo muy común en el cine, son los típicos recursos que se siguen utilizando desde que tengo uso de razón, que hacen que uno prevea lo que va a suceder antes de que suceda, por no hablar de las situaciones absurdas que no se producirían en la vida real, frases que anticipas de tanto usarlas, reacciones ridículas y que también hemos visto hasta la saciedad. Todo ello es algo que me irrita soberanamente y que considero una burla a la inteligencia. Y todo para mantener al espectador (poco exigente, dicho sea de paso) atento a la pantalla. Parece que muchos guionistas se sacan de la chistera giros inesperados e imposibles para, de este modo, alargar la historia indefinidamente.

Y si, para ir acabando y no ser yo quien rellene de paja esta entrada, paso al capítulo de la salud, ahí hemos tocado fondo. Y digo “hemos” porque tanto mi mujer como yo hemos estado bastante fastidiados, ella con una lesión muy dolorosa del músculo abductor de la pierna derecha, a causa de una caída, y yo con un dolor de espalda que me imposibilitaba cualquier movimiento indoloro de torsión y rotación de la cintura para arriba. Eso sin mencionar que el día uno de agosto, cuando debíamos iniciar nuestras vacaciones, expulsé un maldito cálculo renal, después de cuatro días de abnegado dolor.

Llegado septiembre, nos pusimos en manos de nuestros respectivos especialistas (traumatólogo para ella y fisioterapeuta para mí) y todo está volviendo lentamente a la normalidad.

Para resarcirnos de ese nefasto mes de agosto, nos tomamos una semana extra de asueto a mediados de septiembre, ocho días de calma y tranquilidad en la playa, de modo que podríamos haber exclamado, ahora sí, “viva las vacaciones”, aunque fuera con retraso. Y es que en eso también más vale tarde que nunca.

 

viernes, 16 de julio de 2021

Volvemos en ...

 


Esta vez no va de las engorrosas e insoportables interrupciones publicitarias de las que traté en mi entrada anterior, sino de un descanso personal e intransferible. Me voy temporalmente para volver tras un reposo, físico y psíquico, de duración indeterminada, pero seguramente no muy larga. Mis dos blogs quedan, pues, en stand by.

Mi descanso no sé si es merecido —calificativo que suele usarse en estos casos— pero sí necesario. Este año ha sido bastante movidito emocionalmente por motivos de salud, como seguramente sabréis los que me seguís y leísteis, el pasado mes de febrero, mi “Diario de un paciente atribulado”, y aunque estoy en una clara etapa de curación, todavía no me han abandonado los efectos negativos propios de la terapia oncológica. Debo, pues, cuidarme, y dicen que el dolce far niente contribuye a la sanación física y mental.

Espero, pues, que los baños de mar y los paseos por la playa y alrededores sean un bálsamo para tanta incertidumbre que me ha acompañado durante los últimos siete meses.

Los controles rutinarios y el tratamiento seguirán según el calendario programado, pero como el estado de ánimo depende mucho del ambiente que nos rodea, espero que lejos del gran pueblo o pequeña ciudad en donde vivo el resto del año, todo sea más natural y relajante.

La única actividad intelectual que no pienso abandonar es la lectura, por supuesto. ¿Qué haría sin un libro a mano? Me esperan largas horas de descanso frente al mar, con la brisa marina haciéndome compañía, junto a mi mujer, mi mayor apoyo, algunos amigos con los que salir a cenar y recordar lo que siempre recordamos, hablar de lo que siempre hablamos año tras año, pero que parece nuevo, y con mi fiel Pelut, mi querido perro mestizo que ejerce un enorme efecto anti estresante y que me hace sentir todavía más humano. Mis caricias y sus lametones ejercen un increíble efecto ansiolítico.

El verano pasado dije que mi mente no haría vacaciones, pues seguramente iría pergeñando nuevas historias para convertirlas luego en relatos, y no fue así. Ignoro la causa, pero mi imaginación no fue capaz de crear nada nuevo, ni siquiera llegué a intentarlo, tan absorto como estaba en aprovechar el paréntesis de libertad de la que pudimos disfrutar después de tantas semanas de confinamiento forzado.

No sé qué ocurrirá este año, pero no auguro nada nuevo. Como digo, mi cuerpo y mi mente descansarán para dejar atrás los malos momentos y pensar en el futuro a corto plazo y en la suerte que he tenido de no sucumbir, como tantos otros enfermos, en el desánimo, la depresión y el abandono. Como en todo comportamiento humano, ha habido en ello una parte innata y una adquirida gracias al ambiente que me rodea. La energía positiva genera, a su vez, energía positiva. Y yo, cual coche eléctrico, he estado constantemente enchufado a un enorme cargador energético que me ha mantenido firme y esperanzado.

Así pues, hasta la vuelta, que tendrá lugar seguramente a mediados de septiembre, pero que podría verse retrasada por culpa de ese síndrome posvacacional que aqueja a muchos y del que a veces cuesta sobreponerse, hasta volver a la normalidad propia de la rutina.

 

martes, 6 de julio de 2021

A continuación...

 


Apelo a vuestra paciencia, pues hay tantos comportamientos por criticar que no acabaría nunca de relatarlos. Menos mal que este espacio me da la libertad de desahogarme y, lo que es mejor, sin límites de espacio ni de tiempo.

Hoy voy a referirme de nuevo a los programas de televisión —de cualquier cadena—, pero en esta ocasión voy a centrarme en los que utilizan como señuelo, para que sigamos atentos a la pantalla, la “promesa” de que “a continuación” van a tratar un tema u ofrecer una entrevista de gran interés, pero que no llega a producirse, en realidad, hasta al cabo de más de una hora de programación, intercalando incluso la insoportable publicidad. Y cada vez que vuelven a conectar, insisten en lo mismo una y otra vez, y el sufrido espectador esperando como un imbécil a que llegue el esperado momento. Seguro que es esta una práctica generalizada, aunque habrá cadenas que la utilizan con mucha más frecuencia que otras, especialmente las que pugnan por alcanzar unas audiencias, o cuotas de pantalla, lo más altas posible.

La última ocasión que recuerdo en que ello tuvo lugar de forma notable fue en un programa de La Sexta en el que afirmaron que “a continuación” tratarían de la crítica que hizo Miguel Bosé a Jordi Évole a raíz de la entrevista que este le hizo sobre la pandemia y su negacionismo.

El momento llegó, pero tuve que tragarme dos largos cortes publicitarios y otros muchos temas intrascendentes de por medio.

Por no hablar de esa maldita costumbre de interrumpir un programa para ir a publicidad durante seis o siete minutos para luego, al volver, despedir el programa al cabo de un minuto. Esta es una práctica habitual en el programa El intermedio, también de La Sexta. Para ser exacto diré que a las 22:20 hay un corte publicitario de unos diez minutos, es decir hasta las 22:30, y a las 22:35 otra interrupción de tan solo un minuto para “regalarnos” dos o tres anuncios. A la vuelta, tras otro minuto escaso de intervención de su presentador, El Gran Wyoming, este se despide de todos nosotros hasta el día siguiente.

También es muy frecuente que, tras unos pocos minutos da haber iniciado un programa, sin haber mediado ninguna interrupción respecto al anterior, ya se produzca un corte publicitario. Ello solo tiene por objeto haber captado la atención del espectador y este ya no opte por cambiar de canal, cosa que quizá haría si la publicidad se intercalara entre los dos programas contiguos.

Así pues, nos siguen tratando como a ese niño al que se le promete un caramelo si se porta bien y está calladito. ¿Cuándo empezarán los medios a tratarnos como adultos inteligentes? Quizá nos lo tengamos merecido, porque si realmente fuéramos inteligentes no volveríamos a tropezar, una y otra vez, con la misma piedra. Creo que es una especie de pugna entre inteligencia y pasividad. Pero ¿por qué casi siempre gana esta última?


miércoles, 9 de junio de 2021

¿Quién da el primer paso?

 


Tú, primero. No, tú primero. Y así sucesivamente. Como niños o como una pareja de enamorados. Es la pescadilla que se muerde la cola, como pretender saber qué fue primero, si el huevo o la gallina.

Cuando un Gobierno, ya sea central, autonómico o municipal, lanza una propuesta que implica a todos los ciudadanos, obligándoles o animándoles a cambiar sus hábitos, representando ello un mínimo —o no tan mínimo— esfuerzo, siempre tiene que ser este quien dé el primer paso y luego ya vendrán las inversiones públicas para compensar ese esfuerzo.

Y para muestra, dos botones: la incentivación del uso del transporte público —algo que viene de muy lejos— y del coche eléctrico. Ambas propuestas tienen básicamente por objeto combatir el creciente nivel de contaminación atmosférica y, por ende, luchar contra el cambio climático. Hasta aquí todo correcto.

Pero ¿quién debe dar el primer paso?

Se le pide al ciudadano que usa habitualmente su coche para trasladarse, bien a su lugar de trabajo, bien a cualquier otro destino, que deje el coche en casa y tome el transporte público. Nada que objetar. Pero ¿qué hace la administración? ¿Dónde están los parkings disuasorios prometidos, bien en las entradas de las grandes ciudades, bien en las estaciones de tren? Si dejamos el coche en casa, no hay suficientes autobuses urbanos ni convoyes de trenes para absorber el gran incremento de usuarios, a menos que pretendan que emulemos a los ciudadanos indios, viajando en el techo o colgados por los cuatro costados.

Primero debe ser el ciudadano quien dé el primer paso y luego ya veremos qué se hace con la frecuencia de paso del transporte público. Apuesto a que tendrán que producirse avalanchas de usuarios en el metro, en las estaciones de tren y en las paradas del bus para que entonces se decidan a incrementar el servicio. Esto es como esperar a que se produzcan accidentes mortales en un tramo peligroso de carretera antes de poner los medios para prevenirlos.

De igual modo, se nos está intentando convencer para que el próximo vehículo que adquiramos sea eléctrico, o híbrido enchufable, dejando atrás el anticuado coche a gasolina o gasoil, muchísimo más contaminante. Lo que no nos cuentan es lo que hay detrás de la producción del coche eléctrico y más concretamente de la fabricación de sus enormes baterías, que utilizan materias primas, como el manganeso, que se han convertido en un bien tan escaso y preciado que su explotación, tanto material como humana, recuerda a los “diamantes de sangre”. Pero esto ya es otra historia —no menos importante— que ahora no viene a cuento.

Aparte de que me da la impresión que, una vez más, estamos siendo objeto de una manipulación, tras la que se esconden grandes intereses comerciales, volvemos a encontrarnos en una situación parecida a la del transporte público. El coche eléctrico tiene una autonomía todavía bastante limitada, requiriendo repostar (cargar la batería) cada 300-500 Km, según la marca y modelo. Esto, para alguien que realice unos desplazamientos cortos, no es problemático, pero ¿qué ocurre si nos vamos de vacaciones con el coche y circulamos por las carreteras de toda la geografía española? ¿Cuántos puntos de recarga encontraremos a lo largo de nuestro recorrido? Y luego hay que añadir el tiempo de repostaje eléctrico. Por ahora existen tres tipos de carga: lenta, semi rápida y rápida, con una duración de entre 5 y 8 horas, entre 1 hora y media y 3 horas, y de unos 15 minutos, respectivamente. Indistintamente de sus respectivas características, ventajas y desventajas, siguen sin existir puntos de recarga suficientes. Incluso en el caso —de momento muy poco habitual— de tener uno en el propio domicilio, son muy pocos los puntos que podemos encontrar, incluso en las grandes ciudades. A excepción de disponer de una toma eléctrica en el domicilio, que permite optar por la carga lenta a mucho más baja potencia, en situaciones normales hay que recurrir a la carga rápida, que es la que ofrecen las gasolineras y puntos de recarga en la calle. Cada vez se ven más en estaciones de servicio, en la vía pública y en algunos aparcamientos de los grandes centros comerciales. Pero sigue existiendo, a mi modo de vez, un gran inconveniente. Solo hay que comparar lo que se tarda en repostar en una gasolinera con combustible líquido y en uno de esos puntos de carga eléctrica. Concretamente, en mi población, con 30.000 habitantes, solo existen, de momento, cuatro —de carga lenta, de 8h a 10h, y semi rápida, de 2h a 3h— que siempre están ocupados —salvo, me imagino, a altas horas de la noche y de madrugada—. Esperar a que uno de ellos quede libre requerirá un tiempo no siempre disponible. Y ¿qué haces durante la recarga? ¿Te vas a dar una vuelta o al cine? En un viaje por carretera, parar en un área de servicio para repostar y aprovechar para ir al baño o tomarte un café es algo muy habitual y requiere poco tiempo. Pero si de lo que se trata es de recargar la batería del coche eléctrico, dadas las circunstancias, mejor tomarse un abundante refrigerio, echar una cabezadita o quedarse a comer mientras el coche se va, paralelamente, alimentando. Y ¿qué ocurre si son veinte o treinta los vehículos que requieren enchufarse a la vez?

Volviendo a los viajes de largo recorrido, no quiero imaginarme las tribulaciones de un conductor que haya decidido hacer un viaje de placer por lugares de la tierra patria por los que no discurren autopistas, autovías, ni siquiera carreteras nacionales. ¿Existe un mapa de puntos de recarga para poder planificar el viaje sin contratiempos? ¿Podría recargar mi coche eléctrico cada 400 kilómetros viajando por la cornisa cantábrica, por el pirineo catalán, aragonés o navarro, o por cualquier otra ruta turística?

Si bien en las grandes ciudades debe de haber bastantes puntos (en Barcelona capital hay unos veinte, si no estoy mal informado), el tiempo de espera sigue siendo un gran inconveniente. De momento, con un coche eléctrico habrá que estar planificando concienzuda y constantemente dónde y cuándo lo vamos a cargar. Todavía queda mucho por desarrollar. Nos venden la imagen del coche eléctrico como la panacea y a mí se me antoja como el origen de muchos quebraderos de cabeza para quien lo use con mucha frecuencia y para recorridos alejados de las grandes ciudades, de las principales áreas de servicio y de las grandes superficies que han pensado en esta prestación para sus clientes.

Así pues, muchas veces se empieza la casa por el tejado. Y creo que este es uno de esos casos. Primero apuesta por una nueva modalidad de vida o de movilidad y luego ya se intentará paliar el déficit del servicio público. Primero hay que ver cuántos usuarios siguen las recomendaciones “oficiales” y a continuación se intentará resolver sus necesidades. El primer paso siempre se espera que lo dé el ciudadano, en lugar de que sea la Administración la que dé ejemplo y los anime a usar los medios que ha puesto a su alcance. Tú primero, es la norma. Y ese tú somos siempre nosotros.


martes, 11 de mayo de 2021

Recuerdos

 


La entrada de hoy tiene aires de nostalgia, toques de tristeza, pero creo que se asienta en una base de realidad. Y es que la realidad a veces se viste de muchos colores, incluidos el negro, o el gris. La entrada de hoy va de recuerdos y los recuerdos hacen aflorar sentimientos contradictorios.

Recordar es estar vivo y mantiene con vida a quienes nos han dejado. «Mientras alguien te recuerde seguirás vivo», se dice, y así es. Así que solo dejaremos de existir cuando nuestros descendientes —nietos o bisnietos— abandonen este mundo.

Pero hablemos de vida y no de muerte. Ahora, cuando ya peinamos canas, pero aún seguimos con los pies en este mundo, son muchas las ocasiones en las que, bien casualmente, bien intencionadamente, giramos la vista atrás y nos deleitamos observando imágenes de nuestra infancia y juventud, cuando todavía vivíamos aventuras de un solo día, experiencias colectivas con amigos y familiares, y viajes inolvidables. Viendo esas películas y esas fotos que ya han perdido su color original, experimentamos un abanico de sensaciones. Alegría, pena, quizá incluso amargura al contemplar unas escenas en las que aparecen personas de las que a veces ya nos cuesta recordar su voz.

Ver a nuestros padres, gozando de salud, haciendo de abuelos, y a nuestros hijos, felices, haciendo de nietos, contemplar a aquellos chiquillos que ahora han superado la treintena y que ya nos han hecho abuelos es como saborear algo dulce pero que nos deja un regusto ligeramente amargo. Porque comprobamos que el tiempo ha pasado como un suspiro y tenemos la impresión de que no lo hemos sabido aprovechar. Sentimos el vano deseo de retroceder en el tiempo para volver a disfrutar de aquellos memorables instantes. Pero como ya es imposible, nos contentamos con esas imágenes, sonoras o mudas, que tantos recuerdos nos traen.

¿Porqué nos gusta recordar el pasado, aunque ello nos produzca dolor o cuando menos tristeza? Nos deleitamos en retrasar el reloj y parar el tiempo por unos instantes. Pero ¿es sana esta práctica? ¿No nos hundirá en una melancolía enfermiza? Anclarse en el pasado puede tener serias consecuencias para nuestra salud mental. Revivir tiempos pretéritos no debería ocuparnos más tiempo del justo y necesario para no olvidarlos ni olvidar a nuestros seres queridos. Lo que importa es el presente y, a lo sumo, el futuro inmediato. El pasado ya no existe y el futuro tampoco. Ambas cosas solo están en nuestra mente. ¿Por qué, pues, nos gusta tanto recordar?

Cada cual tiene sus necesidades, sus filias y sus fobias. Del mismo modo, cada uno reacciona de modo distinto a unas imágenes entrañables e incluso dolorosas. Siempre me ha costado entender cómo alguien que ha perdido a un ser muy querido le complace visionar vídeos y fotografías en los que aparece cuando solo han pasado unos pocos días o semanas de su partida. Yo no podría. Hay quien, por el contrario, es incapaz de hacerlo hasta que no se siente preparado para afrontar esa dolorosa experiencia. Piensas en tus padres fallecidos con cariño, los extrañas, pero te duele verlos y oírlos como si fuera ayer que estaban compartiendo contigo ese momento en la playa o celebrando tu cumpleaños. En el otro extremo está ese padre o esa madre que no se cansa de ver, una y otra vez, vídeos de su hijo recientemente fallecido cuando todavía no ha superado todas las etapas del duelo. Ese dolor autoinfligido no me parece adecuado y puede confundirse o solaparse con una actitud masoquista.

Pero volviendo a las situaciones normales, a la de los viejos álbumes de fotos o vídeos caseros, qué es lo que nos empuja a rebuscar entre los momentos de felicidad que, a la vez, nos entristecen por formar parte de un pasado irrecuperable y nos enfrentan a una dura realidad: el asombro al contemplar el envejecimiento físico, hasta el punto de que casi no nos reconocemos en esas imágenes, y la terrible sensación de lo rápido que ha pasado el tiempo. Lo que daríamos para que nuestros hijos volvieran a ser pequeños y para que nuestros padres volvieran a sentarse en la mesa por Navidad. Y siendo esto imposible, nos gusta memorizar esos instantes pasando las hojas de un álbum de fotos a sabiendas que sentiremos una profunda nostalgia y que, al cerrarlo, soltaremos un suspiro de resignación y nos secaremos una lágrima preñada de nostalgia.

Recordar es bueno, porque nos hace sentir vivos y devuelve a la vida a quienes nos han dejado, pero ¿es bueno sufrir viendo o pensando en todo lo que hemos dejado atrás, sintiendo que nuestros días se acercan irremediablemente a su fin y que un día no muy lejano seremos nosotros a quienes buscarán en el álbum de recuerdos familiar?

Sea como sea, me gusta recordar y me gustaría ser recordado.

 

jueves, 22 de abril de 2021

La desastrosa gestión de la información

 


Hoy no malgastaré muchas palabras ni os robaré mucho tiempo, pues el tema que me ocupa es tan simple como llamativo y no requiere, creo yo, de mucha discusión. No va de la información con la que los medios suelen apabullarnos, sino de la mala gestión que se hace de nuestra información y datos que, se supone protegida y veraz.

Hay qué ver; con lo que nos aporta la informática a la hora de facilitarnos ciertas tareas engorrosas, y todavía hay quien la utiliza indebidamente, o no la utiliza, lo que es peor, especialmente cuando debería hacerse de ella el uso esperado y para la que ha sido concebida. Me refiero a Organizaciones, Asociaciones y otras Entidades que, debiendo tener —por lo menos se le supone— una Base de datos de todos sus asociados y clientes, parece ignorarla y caen en la mala práctica de contactar con ellos para trámites o comunicaciones del todo inútiles, por redundantes e innecesarias.

Más concretamente, me refiero a ONG y otro tipo de asociaciones y entidades con carácter altruista, y a empresas de venta por internet que, antes de contactar, telefónica o telemáticamente con sus clientes y asociados, para ofrecerles un producto, pedirles una aportación o cualquier otro tipo de servicio, deberían revisar su Base de datos para evitar importunarlos innecesariamente.

Firmas una petición de apoyo por una causa justa por parte de una ONG y al poco recibes una llamada pidiéndote que te asocies, cuando llevas años siendo un colaborador fijo. En más de una ocasión, sin necesidad de haber firmado nada, he recibido una llamada de una Asociación para darse a conocer y, posteriormente, pedirte que te unas a ella como socio colaborador, cuando ya lo soy. En cuanto a empresas de venta online, he recibido repetidamente correos o anuncios telemáticos ofreciéndome un artículo que ya compré o un viaje que ya realicé hace tiempo. ¿Cómo voy a comprarme otra bicicleta estática o viajar nuevamente a Bruselas si solo hace unos meses que lo hice? ¿Acaso no les queda constancia cuando fueron ellos quienes tramitaron mi pedido?

Y hoy —de ahí que me haya decidido a escribir esta entrada— he recibido un correo electrónico de Amazon ofreciéndome mi libro de relatos “Irreal como la vida misma” que ellos distribuyen en exclusiva. ¿Acaso no me tienen registrado como su autor? Es increíble.

Entonces es cuando me pregunto qué papel juega la informática y las Bases de datos para estas instituciones ¿No actualizan la información que han vertido en ellas? De no ser así, es un despropósito y un disparate. Deberían gestionar muchísimo mejor la información que manejan y recopilan de sus socios —sobre todo— y clientes, pues en muchos casos es, simplemente, desastrosa.

 

sábado, 10 de abril de 2021

¿Armados o desarmados?

 


En los Estados Unidos de Norteamérica, uno de los países aparentemente más avanzados y más demócratas del planeta, se vive, en mi opinión, una situación contradictoria cuando no aberrante. ¿Cómo puede existir un país en el que sus ciudadanos puedan vivir tranquilos y en armonía, en el que, a la vez, las armas corran de mano en mano como si de un juguete se tratara? Rellenando un impreso y abonando unas tasas, cualquier individuo puede adquirir un arma para su “defensa personal”, y ello lo ampara la Ley más venerada: la Constitución. Pero yo me pregunto si, para defender la propiedad privada ante un supuesto intruso o la propia vida ante un agresor es necesario disponer de un arsenal de armas de asalto.

La segunda enmienda de la Constitución de los EEUU (1787), promulgada en 1791, es decir cuatro años más tarde, protege el derecho del pueblo estadounidense a poseer y portar armas de fuego. Los EEUU es uno de los países del mundo con menos limitaciones para adquirir este tipo de armas. Y para asegurar que eso es así, apareció la Asociación Nacional del Rifle para defender a ultranza ese derecho constitucional. Fundada en 1871, es la organización de derechos civiles más antigua de aquel país. Entre sus miembros más destacados figuran, o figuraron, John Wayne, Charlton Heston (quien llegó a presidirla) y Donald Trump, todos ellos republicanos.

Pero todavía es más alarmante la facilidad con la que cualquier sujeto mayor de 18 años (para armas largas) o de 21 años (para armas cortas) puede adquirir un arma de fuego, si bien hay distintos requisitos según cada Estado, siendo en unos más laxos o estrictos que en otros. Son realmente muy preocupantes esas imágenes que hemos visto en más de una ocasión en las que un padre adiestra a su hijo menor de edad —a veces tan solo un niño— en el manejo de un arma de fuego como divertimento y como preparación para hacer frente, en un futuro, a cualquier amenaza potencial según su criterio.

Según The Spectator Index, en el año 2019 se registraron en los EEUU 250 tiroteos, de los cuales 32 pueden calificarse como Mass killings (matanzas masivas) y se calcula que cada año mueren unas 33.000 personas por disparos de armas de fuego, lo que equivale a 93 al día.

No hace falta recurrir a ningún estudio para condenar las muertes por arma de fuego que se producen en ese país de forma indiscriminada y por parte de mentes criminales y/o psicóticas. Todos hemos sido testigos, a través de los telediarios, de tales atrocidades producidas en centros comerciales, lugares públicos, escuelas o institutos de enseñanza media y en el campus de algunas universidades perpetradas por individuos armados hasta los dientes y que, sin motivo aparente, vacían el cargador sobre todo aquel que tiene dos piernas, por mucho que corra o se quede quieto. Es entonces, y solo entonces, cuando todo el mundo se echa las manos a la cabeza horrorizados por tamaña monstruosidad.

Pero al margen de esas mentes perversas y enfermas, los hay que tienen una predisposición innata para sacar a la calle sus armas “reglamentarias” con el objeto de hacer valer sus derechos (véase en la foto del encabezamiento a un grupo armado en señal de protesta por el confinamiento en el Estado de Michigan a raíz de la pandemia por coronavirus).

Parece como si en los EEUU siguiera prevaleciendo la ley del más fuerte, la del lejano y salvaje Oeste, la de quien con un arma en la mano es capaz de atacar a todo aquel, o aquello, que no le gusta, como el reciente asalto al Capitolio en un alarde de violencia gratuita —y para los protagonistas heroica— contra lo que a un grupo de extremistas le pareció injusto, como fue el triunfo electoral de su enemigo político.

Que un descerebrado pueda portar un arma de fuego y usarla a su antojo y que ello esté amparado por una ley que dice defender la libertad de los ciudadanos, no solo es paradójico sino altamente peligroso. Y que armas de gran calibre, diseñadas para ser usadas por la Guardia Nacional y el ejército puedan adquirirse como quien va a comprar una caña de pescar, es algo fuera de toda lógica.

Ha habido varios intentos, el más reciente del nuevo presidente del país norteamericano, Joe Biden, para controlar este tipo de armas, pero, hasta ahora, todos han fracasado estrepitosamente y se han encontrado con la gran oposición de una mayoría de ciudadanos que priman sus derechos civiles a ir armados por encima de muchas vidas humanas inocentes.

La venta de armas mueve mucho dinero, quizá luchar contra ello sea como luchar contra un tsunami, que todo se lo lleva por delante y luego, cuando el terreno ha quedado totalmente devastado, llegan los lamentos.

La violencia genera violencia. Cuantos más ciudadanos se armen, mayor será la necesidad que sentirá el resto para protegerse. Si tú te armas, yo me armo, por si acaso. Es la pescadilla que se muerde la cola. Una pescadilla perversa que vive en un hábitat enfermo.

Comprar un arma para defenderse de cualquier agresión significa que quien debe defendernos —policía, cuerpos de seguridad y autoridades en general— no hacen bien su trabajo. Parece lógico que quien se siente desprotegido, se proteja a sí mismo y a su familia, pero hay que dejar esta labor en manos de personal competente y preparado. Aunque vista la labor —o debería decir brutalidad— policial en los EEUU, uno ya no sabe en qué manos ponerse para sentirse seguro.

Este es otro dilema que debería resolverse cuanto antes y con un amplio consenso: ¿armados o desarmados? Esa es la cuestión.