Más vale tarde que nunca, reza
el refrán. Así que ya estoy aquí de nuevo después de más de dos meses de
ausencia. Este largo paréntesis se ha debido principalmente a que sigo con una
especie de astenia escritora, no sé si será un efecto de la pandemia. A fin de
cuentas, algunos psicólogos aseguran que la falta de libertad de movimientos
durante estos dos años, puede producir desajustes mentales con secuelas
imprevisibles. Claro que esta afirmación va dirigida a los jóvenes y mi
juventud ya queda muy lejos, en un rincón de mi memoria. Así pues, quizá mi
caso se deba a una apatía de etiología desconocida o a un empacho de temas a
criticar, pues este mes de agosto no ha estado exento de situaciones molestas
en la playa, en la calle, en los restaurantes…
Otro refrán dice que cada uno
cuenta la feria según le va. Algo divertido para uno puede resultar un tostón
para otro, dependiendo de varios factores, entre ellos el estado de ánimo. Así
pues, mis experiencias durante el mes de agosto, el más esperado del año por la
gran mayoría, han resultado un fiasco y creo que se ha debido precisamente a mi
estado anímico.
Si bien el tiempo ha sido, por
lo general, muy bueno, a pesar de la insistencia de los meteorólogos en que nos
visitarían lluvias y tormentas, y el lugar de descanso es muy bello, tener que compartir
el tiempo de asueto con una persona aquejada de Alzheimer no es un plato de buen
gusto para nadie. Enfrentarse a esta enfermedad requiere una gran dosis de
paciencia y dedicación que acaba afectando por momentos el estado físico y mental
del que ejerce el papel de cuidador. En esta situación, uno desea más que nunca
buscar una evasión que le sirva de alivio a tanta tensión acumulada. Si los
ancianos sufren normalmente una regresión a la niñez, tanto en su
comportamiento como en sus funciones biológicas, en los enfermos de Alzheimer
hay que añadir la incapacidad para entender y aceptar de buen grado las órdenes
más elementales, y la rebeldía, a veces agresiva, que ante ellas manifiestan. Es,
por lo tanto, lógico que, al igual que sucede con los niños de muy corta edad,
los cuidadores esperen el momento de acostarlos para aprovechar ese periodo de
descanso para desconectar y hacer aquello que más les gusta. En nuestro caso ha
sido básicamente la lectura y las series de Netflix.
Y aquí es cuando entra en
juego el estado de ánimo de cada cual a la hora de disfrutar de esos dos
alicientes, aunque también depende de la suerte.
En el capítulo de la lectura,
las novelas que he leído durante el mes de agosto han sido: Terra alta, de
Javier Cercas, Paraules que tu entendràs (palabras que tú entenderás), de
Xavier Bosch, Trafalgar e ¡Independencia!, ambas de José Luis Corral, y Los
guardianes, de John Grisham,.
Como no se me dan bien las
reseñas literarias, solo daré mi humilde opinión de estas lecturas:
Terra alta me ha parecido una
novela con un fondo (argumento) muy interesante, pero una forma (estilo
narrativo) muy pobre, sobre todo viniendo de un escritor de la talla de Cercas.
En este aspecto ha sido decepcionante.
A Paraules que tu entendràs,
que he leído en catalán, por ser esta la versión original, le sucede todo lo
contario. El estilo narrativo de este autor es excelente, siendo un placer leer
sus obras, pero el tema me ha parecido más bien vacuo. Aun así, la balanza se ha
inclinado hacia el lado positivo, pues la belleza del lenguaje ha compensado con
creces el relativamente escaso interés de la trama.
Trafalgar es una novela
histórica sobre la batalla que enfrentó la Armada de Inglaterra, por un lado,
y las de Francia y España, por otro. Un amigo lector, a quien también le gusta
este género, me alabó mucho otra obra de este autor, ¡Independencia!, sobre la
resistencia española ante la invasión napoleónica. Pero cuando supe que esta
era una continuación de Trafalgar, con los mismos personajes de ficción, me
pareció oportuno empezar por la primera parte de este dúo novelesco. Pues bien, si la
parte histórica de Trafalgar me ha empachado, con una descripción para mí
demasiado pormenorizada de los navíos de cada bando (dónde, cuándo y cómo se
construyeron, su estructura y características), de los planes y estrategia
militar, y una larguísima exposición detallada de la batalla en sí, la parte de
ficción, de carácter básicamente romántico entre el joven y noble protagonista
y una ladronzuela que lo deja desplumado tan pronto como este pone los pies en Madrid
y que acaba convirtiéndose en su amante, es más propia de una resucitada Corín
Tellado.
A pesar de los pesares, pensé
que quizá ¡Independencia! resultaría más digerible y ya que mi amigo me la
había alabado pensé que esta obra sí satisfaría mi gusto por la novela
histórica. Pues bien, otra vez la parte histórica (prácticamente toda la novela
se centra en los sitios de Zaragoza) es exageradamente detallada (día a día,
bomba a bomba, trinchera a trinchera, muerto a muerto) y la ficticia totalmente
fuera de lugar, como relleno innecesario e igualmente almibarado. Por no hablar
de lo irreal de algunas situaciones (me resulta inimaginable, por ejemplo, que,
en medio de un asedio brutal, con continuos lanzamientos de proyectiles, día y
noche, contra muros, edificios y barricadas, y sin apenas alimento que llevarse
a la boca, en plena epidemia de tifus, la pareja de amantes se lance a
practicar sexo a diario en los escasísimos momentos de tregua).
En cuanto a la novela de John
Grisham, Los guardianes, ninguna objeción ni desencanto, es lo de siempre para
quien conoce a este autor: inocentes condenados a la pena capital, abogados,
fiscales, jueces y demás fuerzas de la ley y el orden. John Grisham nunca
defrauda a quienes nos gustan los temas judiciales (de chaval me encantaba la
serie Perry Mason), buen estilo narrativo, lectura segura, aunque también
adolece de un exceso de “paja”, o hechos y descripciones superfluas que solo
sirven de relleno y que nada aportan a la historia. Este es —para mí— un defecto
que observo en la gran mayoría de novelas.
Y ahí terminó mi epopeya
lectora de agosto. Ahora tengo en mis manos otra obra de John Grisham que
también tenía pendiente, Tiempo de matar, a la que le seguirá El Reino, de Jø
Nesbø, de la que me han llegado comentarios muy positivos. Solo que sea la
mitad de buena que El muñeco de nieve, seguro que me complacerá.
Pasando al capítulo de las
series agosteñas, entre las que destacaría Sky rojo (segunda parte), Luther,
Lupin y Post Mortem —que no voy a comentar una a una porque sería tremendamente
largo y tedioso—, aun siendo entretenidas, si profundizamos en su calidad —ya
sea interpretativa o argumental—, creo que ninguna llegaría a un notable, y Sky
rojo ni siquiera al aprobado. Lo realmente malo de todas ellas, y que por
desgracia es algo muy común en el cine, son los típicos recursos que se siguen
utilizando desde que tengo uso de razón, que hacen que uno prevea lo que va a
suceder antes de que suceda, por no hablar de las situaciones absurdas que no
se producirían en la vida real, frases que anticipas de tanto usarlas,
reacciones ridículas y que también hemos visto hasta la saciedad. Todo ello es
algo que me irrita soberanamente y que considero una burla a la inteligencia. Y
todo para mantener al espectador (poco exigente, dicho sea de paso) atento a la
pantalla. Parece que muchos guionistas se sacan de la chistera giros
inesperados e imposibles para, de este modo, alargar la historia indefinidamente.
Y si, para ir acabando y no
ser yo quien rellene de paja esta entrada, paso al capítulo de la salud, ahí
hemos tocado fondo. Y digo “hemos” porque tanto mi mujer como yo hemos estado
bastante fastidiados, ella con una lesión muy dolorosa del músculo abductor de
la pierna derecha, a causa de una caída, y yo con un dolor de espalda que me
imposibilitaba cualquier movimiento indoloro de torsión y rotación de la
cintura para arriba. Eso sin mencionar que el día uno de agosto, cuando
debíamos iniciar nuestras vacaciones, expulsé un maldito cálculo renal, después
de cuatro días de abnegado dolor.
Llegado septiembre, nos
pusimos en manos de nuestros respectivos especialistas (traumatólogo para ella
y fisioterapeuta para mí) y todo está volviendo lentamente a la normalidad.
Para resarcirnos de ese nefasto
mes de agosto, nos tomamos una semana extra de asueto a mediados de septiembre,
ocho días de calma y tranquilidad en la playa, de modo que podríamos haber
exclamado, ahora sí, “viva las vacaciones”, aunque fuera con retraso. Y es que en
eso también más vale tarde que nunca.