A todos nos ha ocurrido alguna vez que un lugar que hemos visitado nos ha impactado de tal modo que nos marchamos con el deseo de volver algún día. Si el lugar, además, ha sido el escenario de una experiencia personal que ha dejado huella, entonces tendemos a idealizarlo y dotarlo de un protagonismo especial que intensifica dicho deseo.
Mencioné tiempo atrás lo que, en mi opinión, la nostalgia puede hacer a nuestra mente y a nuestra alma (distinguiendo lo puramente psicológico, propio del autómata que hay en nosotros, de lo anímico, de la parte más sensible de nuestro yo). La nostalgia desmesurada puede ser peligrosa, especialmente cuando deviene tan obsesiva que nos retrotrae una y otra vez al pasado, a una etapa o momento de nuestra vida en que fuimos felices, magnificando los hechos y su trascendencia, impidiéndonos vivir y disfrutar plenamente del presente.
Si todo, o casi todo, lo acontecido en nuestra vida ha jugado un papel primordial para que ésta haya fluido en la dirección en que lo ha hecho, es lógico que valoremos y estimemos todas y cada uno de las vivencias positivas que han formado parte de nuestro bagaje vital y queramos reencontrarnos con ellas de uno u otro modo. Uno de esos reencuentros podría ser, por ejemplo, con personas y lugares de los que conservamos un recuerdo especial.
En mi caso, volver a lugares que me traen muy buenos recuerdos de la adolescencia y juventud, me han producido, en más de una ocasión, sentimientos contradictorios y quizá sea debido a esa idealización en la que incurrí cuando veía las cosas desde otro prisma y con otra intensidad. ¿Quién no recuerda su primer amor, a esa persona maravillosa de la que nos enamoramos perdidamente, como algo excepcional, poseedora de todas las cualidades y virtudes, la perfección personificada? ¿Tendríamos la misma percepción si nos encontráramos con ella de nuevo al cabo de veinte años?
Lo mismo me ocurre cuando vuelvo a un lugar en el que viví, siendo joven, una experiencia que, por su singularidad, ha permanecido imborrable en mi mente. No sé si la culpa de que ahora me resulte mucho menos emocionante la tiene mi corazón, que ha envejecido y se ha vuelto menos sensible, mis ojos, que ya no ven las cosas con el mismo brillo, o el ambiente, que se ha transformado con el paso de los años para vulgarizar aquello que tan hermoso me pareció.
Donde antaño había aquella pensión, familiar y entrañable, en esa calle tranquila, en cuya acera, por las noches, salíamos a tomar el fresco y a charlar bajo las estrellas, ahora hay un moderno y bullicioso hotel rodeado de tiendas, bares y supermercados que no cierran hasta las 22:00 horas y cuya contaminación lumínica ya no deja vez ese cielo tan estrellado.
Donde antes había, cerca del río, esa casa de campo que hacía las veces de merendero para los veraneantes y donde todas las tardes, resguardados del calor bajo una parra, degustábamos los embutidos de la zona acompañados de pan con tomate, deferencia de los dueños a sus clientes catalanes, ahora la ampliación de la carretera nacional ha barrido todo signo de su existencia.
Donde recordabas haber disfrutado de largos paseos por ese frondoso hayedo, que bordeaba la carretera de acceso al pueblo, ahora solo hay casas adosadas y, tras ellas, un polideportivo y un “pipi-can” pues los perros ya no pueden correr libres por el campo sino en recintos cerrados para ellos.
Donde había un prado floreciente de amapolas silvestres, ahora hay un aparcamiento de pago al aire libre, sembrado, aquí y allá, de latas de refrescos y desperdicios varios junto a una papelera desbordada de residuos.
Estos y muchos otros cambios, producto de una modernidad y un desarrollo mal entendidos, son los que te abofetean, devolviéndote a una realidad muy alejada de la de tus recuerdos, provocándote un suspiro de melancolía y resignación y tentándote a pensar en algo de lo que siempre abominaste: cualquier tiempo pasado fue mejor.
No creo en la veracidad absoluta de esta frase que Jorge Manrique plasmó en “Coplas por la muerte de su padre”, y que se ha hecho muy popular con alguna que otra variante, pero sí creo que deberíamos respetar lo bueno y mejorar lo malo de tiempos pasados. Pero ello, claro está, es muy subjetivo. ¿Qué fue bueno? ¿Qué fue malo? Y aun más, ¿qué se entiende por progreso? Para mí, el concepto de progreso se basa en hacer que el estilo y calidad de vida vayan parejos y concilie los adelantos de todo tipo con el respeto a las personas, al medio ambiente, al paisaje, en evitar que las nuevas edificaciones afeen el entorno y contrasten grotescamente con el tipismo local y monumentos históricos, en preservar y restaurar la belleza natural del lugar y la estética original evitando la degradación producida por un urbanismo caótico que solo busca rentabilidad económica y la explotación incontrolada de los recursos naturales. El progreso y la vida en armonía con la naturaleza no tienen porqué estar reñidos; el progreso no solo debe ser tecnológico sino humanístico, conservando lo que, durante muchas generaciones, ha formado parte sustancial de un pueblo, de una gente y de un lugar.
Sin embargo, han sido muchas las veces que, visitando de nuevo lugares de gratos recuerdos, la satisfacción de reencontrarme con un pasado feliz se ha visto enturbiada por la ausencia de unas señales de identidad consustanciales con dichos recuerdos, que han dejado de existir, que han desaparecido porque nadie las ha considerado importantes y que ya son irrecuperables. Para los habitantes del lugar, que han vivido esa transformación paulatinamente, sin estridencias, esa ausencia quizá no sea tan evidente pero para el foráneo nostálgico como yo constituye una gran distorsión de lo que fue tan real tiempo atrás. A veces pienso que más vale evitar las nuevas visitas a viejos lugares.
Fotografía: Parte nueva de Ainsa (Huesca); Avenida Sobrarbe o carretera A138