Aunque el primer libro que recuerdo haber leído, Las aventuras de Tom Sawyer, llegó a mis manos –por vericuetos que no recuerdo y con motivo de una gripe que me hizo guardar cama una semana- cuando yo tenía unos diez años de edad, no fue hasta los dieciséis cuando empecé a leer de forma habitual. Y desde entonces no he parado. Tuvo que ser mi madre quien se hiciera socia del Círculo de Lectores ―a la sazón mi fuente de lecturas― en mi lugar porque los menores de edad no podían firmar subscripciones de ese tipo (ignoro si hoy en día es posible). Ella era la socia titular y yo el lector y contribuyente real (pagaba las cuotas con los ahorros procedentes de mi modesta paga mensual, que se iban todos en libros y discos).
Solo durante mis estudios universitarios disminuyó mi ritmo de lectura pues tenían prioridad los apuntes y libros de texto. Aún así, no pude evitar seguir comprando libros para cuando estuviera en disposición de leerlos con tiempo y calma. De este modo, a lo largo de los años, he ido acumulando tal cantidad de libros que necesitaría varios lustros para leerlos todos. Y aún así sigo adquiriendo nuevas publicaciones, tanto en papel como para ebook. Tengo un buen número de libros adquiridos desde mi época adolescente que no he leído y van entrando nuevos sin parar (regalados o comprados por su novedoso interés o por ser secuelas de obras leídas y disfrutadas con anterioridad). He arrinconado a los clásicos, que esperan pacientemente en mi biblioteca, para dar paso a nuevos autores, nuevos lanzamientos de autores conocidos, recomendaciones de amigos y best sellers de los que todo el mundo habla. ¿No debería leer de una vez por todas Crimen y castigo, cuyas páginas hace años que amarillean, que la última entrega de Ruiz Zafón?
No doy abasto para todo lo que querría leer. ¿Para qué leer, entonces, obras nuevas cuando tengo tantas pendientes de lectura? ¿Debería hacer un lugar en los estantes de mi biblioteca para libros (y escritores) nuevos cuando hay tantos antiguos que todavía no he leído?
Debo añadir un hecho curioso: ahora que tengo más tiempo para leer es cuando leo menos. ¿Cómo es eso posible? Pues muy fácil. Cuando estaba en activo, dormía poco y mal. El estrés me pasaba factura y dedicaba las horas de insomnio a leer, lo cual no sólo me relajaba sino que, muchas veces, me devolvía a los brazos de Morfeo. Por otra parte, cuando terminaba mi jornada laboral, al llegar a casa, mi forma de desconectar era tener un libro en mis manos, y leerlo, por supuesto. Leía, pues, unas cinco horas diarias, sin contar, lógicamente, los fines de semana, en los que dedicaba menos tiempo a la lectura y más a actividades al aire libre. Ahora, en cambio, sucede todo lo contrario. Durante los días laborables reparto mi tiempo libre en tantas actividades ― culturales, sociales, familiares y domésticas―, y por la noche me vence con tanta facilidad el sueño, que sólo me quedan unas dos horas diarias, a lo sumo, para leer, mientras que los fines de semana y días de guardar dedico a los libros un tiempo extra. Pero esto es tan solo un hecho anecdótico y personal del que soy yo el único responsable.
El mensaje –si puede llamarse así- que pretendo lanzar en esta breve entrada, es que muchas veces, cuando, por acumulación de trabajo pendiente, debemos priorizar y administrar adecuadamente el tiempo, no siempre sabemos cómo hacerlo. Y volviendo a nuestros queridos amigos los libros, permitidme, además, la licencia de una reflexión funesta pero innegablemente real y práctica a efectos contables: estimando en veinte años lo que me resta de vida –al menos cognitivamente eficiente, hasta los ochenta y seis-, es decir, unos siete mil trescientos días, a mi ritmo de lectura actual, solo me quedará tiempo para leer algo más de seiscientos libros de unas quinientas páginas de promedio. Así que, ¿qué puedo hacer? ¿Dejar en el trastero los libros hasta ahora no leídos y seguir concentrándome en las nuevas publicaciones, o no compro ni un libro más hasta que no haya consumido intelectualmente los que han estado esperando su oportunidad?
Si opto por lo primero, ¿me lo reprocharán Shakespeare, Tolstoi, Balzac, Mann, García Márquez, Víctor Hugo, Hemingway, Hesse, etc., etc., etc., en el más allá? Pero, bien pensado, como esto es altamente improbable ―que cada uno interprete libremente el porqué― quizá debería dejarme llevar por lo que me aporta el presente sin pensar en el pasado, en el mañana ni en el más allá. ¿Acaso lo importante no es pasarlo bien sin pensar en lo que es políticamente ―o literariamente― correcto? Pero es que me sabe mal pasar por alto a ilustres escritores y ahuecar el ala sin haber leído algunas de las joyas de la Literatura Universal. Pero si nadie me lo tiene que echar en cara…
De hecho, hay muchas cosas que no tendremos tiempo de hacer, aun llegando a ser longevos, que quizá sean tan importantes o más que la lectura. ¿O no?