jueves, 27 de diciembre de 2018

Avangard el invencible




Mientras la gran mayoría de seres humanos estamos inmersos en ese espíritu navideño que llena nuestras casas, nuestros corazones, nuestras calles y vacía nuestros bolsillos, mientras nuestros hijos y nietos cantan “Noche de paz, noche de amor…”, ha nacido en Rusia un retoño que iluminará nuestras vidas desde el momento en que comience a andar el próximo año. Le han bautizado con el nombre “Avangard”. No suena mal, la verdad, aunque dudo de su verdadero significado. En francés e inglés “avant-garde” significa vanguardia, algo avanzado. Quizá es que sus padres rusos han optado por un símil fonético, pues hay que reconocer que la criatura promete ser una adelantada a su (nuestro) tiempo.

Su nacimiento, que nada tuvo de milagroso ni ocurrió en un portal, sino en unas instalaciones militares de Oremburgo, a casi 1.500 Km al sudeste de Moscú, revolucionará el sistema de defensa ruso y, es de suponer, que removerá las entrañas de las otras potencias armamentísticas, tanto por celos como por temor. Una nueva y peligrosa rivalidad competitiva está servida.

El presidente ruso, Vladímir Putin, tuvo el honor de presentarlo en sociedad y, lógicamente, todo fueron alabanzas. “Un gran éxito, una gran victoria”, calificó el evento, presentándolo, orgulloso e impertérrito, ante el mundo entero, tras su exitoso lanzamiento de prueba.

Avangard es, cómo no, un arma de guerra, un misil supersónico (supera en 10 veces la velocidad del sonido), provisto de un escudo antimisiles, que burlará todos los sistemas de defensa durante los próximos 50 años, según sus creadores. Goza, pues, de grandes ventajas respecto a sus hermanos, mucho más convencionales, como el hecho de seguir una trayectoria impredecible (no así el blanco) e imposible de calcular, lo que impide ser interceptado.

Aunque el analista militar Víktor Litovkin se ha apresurado a aclarar que la finalidad del súper misil es básicamente disuasoria, pues a partir de ahora “los potenciales enemigos se lo pensarán dos veces antes de cometer una agresión o ejercer una excesiva presión (¡¿?!) contra Rusia”, yo me pregunto qué repercusión tendrá ello a nivel mundial. Yo diría que nada bueno nos deparará ese recién estrenado engendro militar. Para empezar, habrá que ver la reacción de China, de Corea del Norte, de los EEUU, y de otros países belicistas y si ello llevará a una escalada armamentística sin precedentes. A esta gente siempre les ha gustado competir a ver quién la tiene más grande. ¿Será soberbia o complejo de inferioridad?

Todos ─hipócritas incluidos─ deseamos en estas fechas paz y amor. Incluso en las guerras ha habido ─algo insólito y hasta cierto punto irónico─ treguas durante la Navidad, tiempo de recogimiento y de buenas intenciones. Pero terminado ese paréntesis de bonanza espiritual, siempre volvemos a las andadas. Todas son buenas intenciones que caen en saco roto. ¿Dónde queda el cacareado espíritu de la Navidad? ¿Y dónde ha ido a parar el esperanzador desarme nuclear?

No sé qué debe opinar Ded Moroz, el Santa Claus ruso, sobre este nuevo juguete bélico del que el mandatario ruso se siente tan orgulloso. Seguro que nada bueno. ¿Y qué decir de nuestros Reyes Magos de Oriente que, por su origen tendrían que estar especialmente sensibilizados sobre este tema? Lástima que hagan oídos sordos a las peticiones de las personas de buena voluntad. Ojalá continuara siendo niño para creer en los milagros e ignorar lo que hacen algunos adultos con este planeta.



viernes, 21 de diciembre de 2018

Incongruencias o predicar con el ejemplo


Alfred López, escritor y bloguero, escribió un libro titulado “Ya está el listo que todo lo sabe", en el que nos descubre muchas curiosidades de las que nunca supimos su origen o significado. Pues si él (pues a él debe sin duda referirse) se autodefine como el listo sabelotodo, yo debería definirme como el pesado que todo lo critica. Pero es que no puedo evitar criticar lo que veo y no me gusta.

De todos modos, esta nueva entrada está, hasta cierto punto, vinculada con la anterior, aunque no vaya de juegos. Va de malas costumbres y de la, una vez más, reiterada contradicción entre los consejos “saludables” que nos dan los expertos en la materia y la imagen que se nos ofrece en determinados medios y que va justamente en sentido contrario.

El enunciado apunta a la sociedad, como ente global, no a las personas en particular. Un político, un médico, un sacerdote representa a un colectivo que debe predicar con su ejemplo: ser honrado en su vida privada cuando ataca públicamente la corrupción, llevar una vida sana cuando así se lo recomienda a sus pacientes, o ser virtuoso cuando, desde el púlpito, lo exige a sus feligreses, respectivamente.

La sociedad la componemos todos y su forma de expresión son los medios de comunicación, los distintos movimientos, asociaciones, corporaciones y entidades varias que velan por el bienestar de los ciudadanos. La contradicción a la que aludo al principio se manifiesta cuando alguna de estas entidades sociales recomienda, como medida para el bien público, abstenerse de ciertos comportamientos de riesgo, y otras, a veces sin un propósito evidente, los promueven o incitan.

Si en la entrada anterior culpabilizaba de esa actitud irresponsable a ciertos mensajes publicitarios, en esta amplío mi radio de crítica al cine ─y, por extensión, a las series para la televisión─, por ejercer, sin darnos cuenta, mucha más influencia por el efecto subliminal del mensaje que emite.

Así, en muchas películas podemos ver cómo el personaje principal fuma sin parar, bebe como un cosaco, solo o en compañía, o habla por el móvil mientras conduce. Y resulta enormemente paradójico que en un país como Estados Unidos, ─que ocupa el primer puesto, detrás de la India, en la producción cinematográfica─ donde el fumador es prácticamente un proscrito y solo pueden beber alcohol los mayores de 21 años, se utilice y normalice esa imagen. Las bebidas alcohólicas pueden falsearse en la pantalla, pero yo me pregunto cómo se lo montará el actor no fumador para tragarse el humo de un apestoso (al menos para él) cigarrillo. Aunque, claro, debe ser lo que se conoce como exigencias del guion. Pero todo esto es pura anécdota comparado con la imagen que desprende.

Entiendo que no hay que practicar el puritanismo ─de hecho hay en el cine actual muchas escenas de sexo bastante explícito, que son perfectamente prescindibles, y que no se censuran─ pero las imágenes del fumador, del bebedor y del usuario del móvil mientras conduce, entre unos pocos ejemplos, transmite una normalidad que no debería ser tal. Es decir, se banalizan, a ojos del espectador, hábitos y actitudes que, desde otros canales, se intentan corregir e incluso prohibir.

Muchos años atrás, fumar y beber en las películas estaba bien visto, era algo normal. Humphrey Bogart no sería el mismo sin un cigarrillo en la comisura de los labios ni Dean Martin sin un vaso de whiskey en la mano. Se podría alegar que el cine debe mostrar la realidad, la vida tal como es. Pero una cosa es mostrar una realidad censurable, o con connotaciones negativas, acorde con el argumento del film como, por ejemplo, el consumo de drogas, el robo, el asesinato y la violencia en general, y otra presentar hábitos o conductas inadecuadas en un ambiente de normalidad social.


Y con esto no quiero arruinaros estas fiestas que están a la vuelta de la esquina. Bebed de forma responsable, tal como advierten las autoridades sanitarias, y si os pasáis un poco no pasa nada siempre y cuando conduzca otro o toméis un taxi para volver a casa; fumad, si no podéis evitar el mono, pero moderadamente y con el propósito de enmienda en la mente; pero no conduzcáis con el móvil en las manos a menos que queráis viajar al otro mundo antes de tiempo.

Pero, ante todo, pasadlo bien, que seáis felices y que la suerte os acompañe. Dicho de otro modo: que la salud, el dinero (o trabajo) y el amor no os falte ni ahora ni nunca. Y si vais estos días al cine (a menos que sea para ver películas infantiles), a ver cuántas escenas con tabaco y alcohol observáis.




jueves, 13 de diciembre de 2018

¡A jugar!



¿A quién no le gusta jugar de vez en cuando? A la lotería, en todas sus modalidades, a juegos de mesa, videojuegos y juegos online, incluso a la ruleta o al Black Jack en el casino. Yo, la verdad, a lo que más juego es a la Lotería Nacional por Navidad y al Cuponazo de la Once los viernes, pues no soy de casinos ni bingos y los únicos juegos de mesa que me gustan, aunque ya no los practico con la frecuencia de antaño, es el parchís y la brisca (a la que me enseñó a jugar mi abuela paterna, que era muy aficionada) pero jamás con dinero, en todo caso algunos garbanzos y ya de mayor algunas pesetas, por eso de darle más emoción. Por lo demás, soy muy malo en el juego. No sabría decir si soy malo porque no me gusta o no me gusta porque soy malo, ¿Qué más da? Prefiero ver jugar a los demás, como en el futbol (en eso era malísimo) o en los concursos de televisión.

No sé si lo recordaréis, pero allá por los años ochenta se hizo popular un concurso televisivo, presentado por Joaquín Prats padre, que se llamaba “El precio justo”, en el cual los jugadores debían adivinar, con un margen de error mínimo, el precio de determinados artículos. El grito de guerra que utilizaba ese popular presentador para iniciar el juego era ¡a jugar!, a la vez que extendía el brazo derecho dando el pistoletazo de salida.

Hemos visto y seguimos viendo por televisión una gran cantidad de concursos en los que los participantes deben superar una serie de pruebas para poder llegar a la final y embolsarse un suculento premio en metálico. La mayoría de esas pruebas son de tipo cultural, ya sea cultura general, popular, o de mayor nivel. Evidentemente, el móvil es el dinero, y aunque han habido concursantes reincidentes (que han participado en más de un concurso de la misma u otra cadena), no creo que ello les haya provocado una adicción al juego.

En el ámbito de las adicciones, el juego o, dicho de otro modo, la ludopatía, ocupa un lugar muy importante. Datos recientes estiman que en nuestro país el número de menores de edad enganchados al juego va en aumento y que, a pesar de su condición de menores, muchas salas de juego no hacen ascos a permitirles la entrada, en declaración de los propios chavales. El mismo estudio afirma que el 27% de los jóvenes mayores de 18 años juegan asiduamente. Estamos, pues, ante un grave problema de adicción al juego, que lleva a la ludopatía, una enfermedad psicológica, como la anorexia o cualquier otra dependencia, ante la cual los psicólogos y psiquiatras alertan e intentan poner freno.

No voy a exponer los peligros de esta adicción, pues son de sobra conocidos, como la de cualquier otra. Solo quiero denunciar la hipocresía existente en nuestra sociedad cuando, por un lado se alerta de esos peligros y se intenta acabar con el juego adictivo, y por otra se estimula a jugar a través de los medios de comunicación.

El juego representa un problema social. Hay datos que revelan que las casas de apuestas cuadruplican los ludópatas. En España se estima que hay medio millón de ludópatas. Y mientras tanto los anuncios del juego online se disparan y los jóvenes se enganchan cada vez más. Y me sorprende aún más, casi me duele, que una cara tan conocida entre el público de televisión de este país, una cara amable como la de Carlos Sobera, se haya prestado para promocionar el juego por internet, protagonizando imágenes de apasionamiento y júbilo que claramente invitan a los más jóvenes a participar.

Es tan evidente esta contradicción entre las advertencias oficiales sanitarias y la permisividad también oficial, con el peligro que ello entraña, que espero y deseo que las autoridades pongan algún tipo de filtro, control o contención a esa descarada invitación al juego. Ese ¡a jugar! me parece simplemente inmoral.


martes, 4 de diciembre de 2018

La información, ese objeto del deseo



Dicen que la información es poder. Yo me conformo con pensar que es conocimiento, así de simple y así de importante. Sin información no podemos hacer prácticamente nada, por lo menos nada correcto. Otra cosa es que la gente desee estar bien informada y, si no la recibe, busque, incluso exija, la información. Estar bien informados nos permite tomar las decisiones más adecuadas a nuestras necesidades.

Constantemente recibimos un bombardeo de informaciones, por radio, televisión, prensa escrita y digital, y por las redes sociales. Por desgracia, no siempre es una información fiable y exenta de intencionalidad o manipulación. En tal caso, resulta difícil extraer la que realmente nos puede ayudar a discernir entre lo correcto y lo incorrecto.

Pero hay otro tipo de información, también cotidiana y extremadamente útil, que se nos niega, a pesar de tener todo el derecho a recibirla clara y puntualmente. Si la carencia de calidad o de veracidad en la información de tipo económico, político y social, me disgusta, la falta o escasez de esta otra, a la que hoy me refiero, me indigna.

¿Quién no se ha visto esperando en el andén a que llegue su tren, con una demora injustificable, sin que nadie se digne a darle una explicación? ¿Quién no ha visto su tren detenido entre dos estaciones sin tener la mínima idea del por qué? ¿Quién no ha visto su vuelo retrasado o, peor aún, cancelado, sin conocer los motivos? ¿Quién no se ha visto haciendo cola para embarcar sin que nadie aparezca en la puerta de embarque, a la hora señalada, para informarle de lo que ocurre? ¿Quién no se ha visto dentro del avión esperando al despegue sin que nadie de la tripulación le diga por qué no tiene lugar? ¿Quién no ha sufrido un apagón sin que nadie en la Compañía suministradora sepa darle un motivo? ¿Quién, en definitiva, no se ha visto afectado por un defecto u omisión en un servicio sin recibir explicación alguna?

En cualquier Compañía que ofrece un servicio público, la atención al cliente es la clave de su éxito. Captar un cliente es difícil, pero perderlo es muy fácil. Y a pesar de ello, Compañías como Renfe, Iberia, Vueling, Aena, Endesa, por citar solo unas pocas empresas de relieve, mantienen un silencio absoluto cuando sus clientes exigen conocer el motivo y la duración del fallo en el servicio esperado y abonado. Por supuesto que luego tenemos el derecho a una reclamación y a la restitución de los daños e inconvenientes causados, pero la inmediatez de la información es, repito, una pieza clave para conocer en qué situación nos hallamos, qué repercusión tendrá el incidente en nuestros planes y poder tomar una decisión al respecto antes de que sea demasiado tarde.

Es inconcebible e intolerable que, hoy día, con los medios a nuestro alcance, todavía se den casos de falta de información al usuario. Y no creo que ello pueda achacarse a una falta de inversión en infraestructuras o en personal. Creo que, simplemente, es una grave negligencia o falta de formación de este personal. Y no me vale la excusa de que están mal pagados y que ello redunda en una desidia en el desempeño de sus funciones. El posible descontento en sus condiciones de trabajo no tiene porqué repercutir en el usuario. Solo cuando se ha producido un hecho muy grave que ha afectado a miles de ciudadanos, producido pérdidas económicas sustanciales y ha provocado un alud de encendidas protestas, los máximos responsables se apresuran a dar explicaciones, a toro pasado, y se desvelan en echar balones fuera (el culpable siempre es otro), a asegurar que fue un hecho aislado y a afirmar que no volverá a ocurrir. Hasta que vuelve a repetirse.

Si para “los de arriba” la información es sinónimo de poder, para “los de abajo” es una necesidad material y moral. Una sociedad moderna no solo debe proveer a los ciudadanos de todos los servicios básicos para mantener una adecuada calidad de vida, sino también proporcionarles toda la información necesaria y suficiente para el buen uso y disfrute de dichos servicios.

La información debería formar parte de una nueva Bienaventuranza: Bienaventurados los bien informados, porque ellos sabrán en todo momento lo que les espera.



viernes, 16 de noviembre de 2018

Descalzos por la calle



Gene Saks dirigió en 1967 la película titulada “Descalzos por el parque” (Barefoot in the park en su versión original), en la que el protagonista masculino, Robert Redfort, acaba caminando, borracho y descalzo, por el Washington Square Park de Nueva York, después de que su recién estrenada esposa, papel protagonizado por Jane Fonda, le eche de casa por sus irreconciliables discrepancias matrimoniales. Nunca he entendido la forma en plural del título, a no ser que mi memoria me falle y también ella acabara caminando por el parque sin zapatos. Sea como sea, e independientemente del motivo, es un placer caminar descalzo sobre el mullido césped de un parque, siempre que ello no suponga cargar con una multa. Debería estar prohibido prohibir pisar el césped, siempre que se haga con delicadeza.

Otra cosa muy distinta es caminar descalzo por la calle, sobre el duro y sucio pavimento. Por fortuna, en nuestras latitudes y en los años que corren, ya no se ven niños descalzos por la calle, con los pies sucios y callosos, por falta de unos zapatos. Lejos, geográficamente, nos quedan esas imágenes de criaturas descalzas y desaliñadas, carcomidas por la pobreza, una imagen ligada al llamado tercer mundo. En el nuestro, incluso las personas con menos recursos tienen unos zapatos o zapatillas de deporte que llevarse a los pies, esa parte tan importante de nuestra anatomía que nos sostiene y permite la locomoción.

Andar descalzo puede ser un placer. Liberarse de un calzado que aprieta y nos tortura, o simplemente andar por una superficie lisa y cómoda como puede ser el parqué o la moqueta, o bien granulosa, pero con efectos tonificantes, como la arena de la playa, me parece una práctica sana, natural y oportuna, sobre todo en los momentos de relax, tanto en casa como en la playa. Pero existiendo ese elemento protector podológico y generalmente estético llamado zapato, no entiendo cómo todavía hay quien, de forma totalmente voluntaria, gusta de andar descalzo por la calle. Me refiero, sobre todo, a los turistas (me atrevería a decir extranjeros, aunque también los pueda haber nacionales) que deambulan por un paseo marítimo o por las calles aledañas a la playa, que, indiferentes a la suciedad inherente e inevitable de la superficie de la vía pública, caminan tranquilamente con los zapatos en sus manos.

Si en cualquier objeto que pasa de mano en mano, hay cientos de miles de microorganismos (afortunadamente pocos de ellos patógenos), solo con imaginar cuántos hongos y bacterias deben colonizar los residuos orgánicos que recubren, visible e invisiblemente, nuestras calles, me dan ganas de ir con una mochila al hombro conteniendo un producto desinfectante e ir irrigando a presión las aceras. Pero sin necesidad de ser un paranoico hipocondríaco (ignoro si existe tal calificación médica), una solución para evitar que nuestros pies entren en contacto directo con esos residuos es llevarlos protegidos con un buen calzado.

Tampoco comprendo cómo esos despreocupadamente descalzos viandantes no temen quemarse con una colilla mal apagada, pisar un escupitajo (que no solo los futbolistas hacen alarde de ello en el campo de juego, que hay mucho guarro suelto), un residuo de caca de perro, un chicle super mascado y pegajoso, y un largo etcétera de elementos y sustancias residuales. Y los ves andar tan tranquilos, ajenos a todo tipo de suciedad, la cual se acaba instalando en las plantas de sus pies, adoptando un color oscuro bastante asqueroso, que solo desaparece con un buen lavado a fondo.

Me imagino que no entran con esa guisa plantar en el vestíbulo del hotel o del apartamento donde estén hospedados sin calzarse, ni se acuestan en una cama con sábanas limpias antes de lavárselos. Allá ellos con la suciedad y los posibles inconvenientes de andar descalzos por la calle, pero la sola visión de sus pies en tal estado me produce un gran rechazo.

A los ciudadanos de origen francés que tuvieron que abandonar Argelia tras la independencia de ese país se les conocía como pieds-noirs (“pies negros” en francés). Indistintamente del uso que se le dio a este término (peyorativo, por parte de unos, identitario, por parte de otros), dos de las posibles explicaciones de su origen tienen que ver con el color de los pies de esos expatriados, ennegrecidos por el trabajo que hacían limpiando zonas pantanosas o por la falta de higiene, al no lavarse los pies con tanta frecuencia como sus conciudadanos musulmanes.

Así pues, al margen de consideraciones políticas o históricas, y sin relación alguna con Argelia, han emergido unos nuevos y modernos pieds-noirs, los que cada verano frecuentan nuestras zonas turísticas sin importarles lo que pisan. Y, según parece, esta costumbre se está arraigando entre los famosos. Y si no lo creéis, la siguiente imagen vale más que las 800 palabras de que consta esta peculiar entrada.




lunes, 12 de noviembre de 2018

Por el interés te quiero Andrés



No sabría decir si lo mío es cobardía, inseguridad o prudencia. El caso es que nunca antes había dudado tanto sobre si publicar o no una entrada por temor a una reacción negativa por parte de algún lector que pueda sentirse molesto por alusiones. Yo soy así, siempre temiendo ofender. Pero he acabado pensando: qué caramba, este espacio lo creé para dedicarlo básicamente a la reflexión y a la exposición de hechos que se me antojan criticables o, cuanto menos, controvertidos y, por lo tanto, sujetos a todo tipo de opiniones. Y al final de mucho pensar, he decidido hacerlo. Eso sí, echando mano de las tijeras de la autocensura.

Siempre he sospechado que la primera “fuga” de seguidores de mis blogs se produjo a raíz de una crítica que hice sobre la conducta, para mí anómala, de algunos usuarios de las redes sociales y de algunos blogueros. ¿Se sintieron aludidos y ofendidos? Podría decir aquello de “quien se pica, ajos come”. Aun así, siempre me quedará un cierto pesar por ello.

No me gusta quejarme, y mucho menos de mis amigos. Tampoco me gusta enfadarme, y mucho menos con mis amigos. Pero como quien me ha inspirado esta entrada no puede considerarse una amistad real, no he podido reprimir el deseo y la necesidad de explayarme con algo que me ocurrió hace unas dos semanas. Aunque pueda sonar a pura anécdota, pues tiene, en el fondo, tanta importancia como una gran cagada de ave en el parabrisas del coche, me molestó tanto como me molesta encontrarme con una gran cagada de ave en el parabrisas del coche, es decir bastante.

En una ocasión escribí sobre las apariciones y desapariciones que suelen producirse en esta comunidad bloguera. Llegan nuevos visitantes, se quedan por un tiempo y luego emigran a otros lares donde encuentran mejor cobijo. Hay quien te visita una sola vez y ya no vuelve, a pesar de haber manifestado su satisfacción por lo leído, seguramente porque no le has devuelto la visita dejándole un comentario. Habrá quien, simplemente, es un culo inquieto, y se cansa de estar mucho tiempo en el mismo lugar y le gusta cambiar de aires con cierta frecuencia. Hay conductas de todo tipo, unas más extrañas que otras. Cada uno es libre de obrar como quiera. Hasta aquí nada que objetar. El “te leo si me lees” es una actitud relativamente frecuente en este mundillo. Es la reciprocidad interesada. Digamos que es, hasta cierto punto, algo normal. Pero ya no lo es tanto cuando alguien no acepta de buen grado no ser correspondido.

La protagonista de la historia que voy a relatar apareció un buen día del pasado año en mi blog “Retales de una vida” y algo más tarde en este. El comentario que dejó, muy poco o nada tenía que ver con el texto que se suponía había leído. Para mí solo era una nota de atención. Y es en este punto donde he reprimido el deseo de ser más explícito. En la primera versión de esta entrada, reproducía fielmente sus palabras y sus incongruencias, pero ello podía descubrir su identidad, por la peculiaridad de su estilo y porque, además, he observado que deja su huella en los blogs de algunos de los que me leéis, con frases muy parecidas. Además, aunque su forma de escribir deja mucho que desear, reproduciendo sus comentarios también podría parecer que pretendo hacer burla de ello, nada más alejado de la realidad. Lo único que quiero criticar es la conducta, por lo que he decidido denunciar el pecado, pero no al pecador.

En más de una ocasión, tras alguno de sus “mensajes”, me acerqué a su blog para ver qué publicaba. Nunca quise ser tan hipócrita como para dejar un comentario sobre un texto que no era de mi agrado, como si tuviera que pagarle su visita.

Hace poco me pidió amistad en Facebook, a lo que yo accedí con cierto reparo, esta vez sí, para quedar bien. Y se hizo la luz. Y la tormenta.

Al poco de compartir en esa red social uno de mis últimos relatos, dejó un comentario un tanto extraño, afirmando que andaba perdido y que hacía mucho que no me veía. Como no entendí lo que quería decir, no le respondí, creo que solo le puse un “Me gusta”, por poner algo.

Al cabo de unos días, recibí por Messenger un mensaje que venía a decir que era un desconsiderado por no haberle contestado y solo poner un Like. Que no sabía si en España eso era habitual, pero que donde residía, cuando uno te invita, se le corresponde. Debo decir que su pésimo estilo ortográfico y la peculiar sintaxis hacían difícil la comprensión del texto a la primera.

Corrí (idiota de mí) a buscar su comentario en Facebook y vi que había añadido otro que decía que, si no había respuesta, quizá era porque lo había escrito mal y no me había enterado. Así que le respondí que me disculpara por no haberle contestado, pues no había entendido a qué se refería al decir que andaba perdido Su respuesta no se hizo esperar (ahora sí la reproduzco literalmente):

“Cuando salgas de ti lo podrás ver, muchas gracias”

Con ello di por terminado ese disparatado malentendido. Pero no. Por Messenger me envió una especie de diatriba reprochándome estar encerrado en mi “grupito”, sin querer salir y conocer sus palabras, y bla, bla, bla. Y al no recibir respuesta alguna por mi parte, insistió en que debía volar y conocer otros blogs, Que ella me leía y tal y cual. Acabó invitándome a visitar su blog, para lo cual me facilitada el enlace.

Ante la disyuntiva de si callar o responderle, me decidí por esta última opción, diciéndole la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad: que había visitado su blog en varias ocasiones, que solo dejo un comentario si lo que he leído me ha satisfecho, cosa que, lamentándolo mucho, no había sucedido. Que cada uno tiene sus gustos. Que existen miles de blogs y, ante la imposibilidad de seguirlos a todos, prefería quedarme con los que más me satisfacen, que son los que conforman ese “grupito” al que ella hacía referencia. Y que esperaba no haberla ofendido ni haber malinterpretado sus palabras.

Su última “misiva-torpedo” decía que “escribir largo no es escribir bien” (he observado que en muchos de los comentarios que suele dejar en otros blogs alaba la brevedad con afirmaciones del tipo “escribes corto y bonito”), que ella trabaja en un periódico y que me fuera bien con mi blog (que supongo podría traducirse como que me fuera al carajo).

Al día siguiente, adivinando que me habría borrado de su lista de “amistades”, consulté, movido por una curiosidad malsana, el apartado de “amigos” en mi perfil de Facebook y, efectivamente, el pájaro había volado. Creo que más que una amistad, me he quitado un peso de encima. Nunca me han gustado, y he evitado, las amistades interesadas.



lunes, 5 de noviembre de 2018

Speedy Pass o Pase Exprés. ¿Ventaja o injusticia?



Somos muchos ─no tengo reparo en incluirme, aunque solo sea para quedar bien─ los que cuando gozamos de una prebenda o trato especial no tenemos en cuenta si ello, al beneficiarnos a nosotros, perjudica o discrimina al prójimo, por acción u omisión. Simplemente nos sentimos satisfechos de la oportunidad que se nos brinda sin pensar en los demás.

La primera vez que me llamó poderosamente la atención esa discriminación, para mí del todo injusta, fue en el parque de atracciones Port Aventura, y el hecho que motivó mi disconformidad fue observar cómo, mientras mi familia y yo hacíamos una larguísima cola, otros subían a la atracción sin apenas detenerse. Cuando manifesté mi enfado, una de mis hijas me dijo que tenían un Pase Exprés, lo que en muchos parques se conoce como Speedy Pass o Fast Pass. ¿Y eso?, pregunté, extrañado. Pues porque han pagado un extra y tienen preferencia, me contestó con total naturalidad. Así que por unos cuantos euros más puedes pasar por delante de los que han pagado el precio “normal”. Me sentí como el pobre que debe esperar a que los ricos hayan satisfecho sus necesidades para poder, a su vez, satisfacer las suyas. Aunque he vuelto a ese parque en varias ocasiones, nunca he querido aprovechar esa prioridad de paso a cambio de unas cuantas monedas más. En su lugar prefiero acudir a las atracciones con menos colas o esperar el momento de menor afluencia de público, ¿Seré tonto? Pues a lo mejor sí.

Esto me ha venido a la memoria ahora, después de mucho tiempo, con motivo de una noticia que decía que se estaba estudiando una fórmula para evitar los atascos en las grandes ciudades. Dicha fórmula consistiría en habilitar un carril de pago en las vías y avenidas con más tráfico. De ese modo, los usuarios de ese carril rápido invertirían mucho menos tiempo en llegar a su destino, pues podrían conducir a mayor velocidad y evitar los habituales atascos.

Yo sé muy poco de regulación del tráfico rodado, solo soy un ciudadano que ha usado el coche durante muchos años para ir al trabajo, y que siempre ha procurado eludir los atascos evitando las horas punta. Pero dentro de mi escasa sapiencia en esta materia, habilitar un carril rápido y de pago se me antoja una medida, no solo injusta por la discriminación económica que conlleva y por el objetivo fundamentalmente recaudatorio que la motiva, sino además un desatino como la copa de un pino. Veamos: ¿cuántos conductores optarán por circular por ese carril? Lo ignoro, pero sea cual sea el porcentaje, lo cierto es que el resto de usuarios que no acepten pagar el peaje, tendrán que reubicarse en los carriles gratuitos, con lo cual el atasco en estos será monumental. ¡Genial! ¿Cómo no se les había ocurrido antes? ¿Acaso me he perdido algo?

Pagar un canon especial o un plus a cambio de una ventaja que deja al resto de usuarios en clara desventaja, me parece una injusticia, cuando no un atropello. Tenemos autopistas de peaje que descongestionan las carreteras nacionales y comarcales. Sería ─y en algunos casos lo es─ injusto que los conductores se vieran forzados a ir por ellas para evitar las caravanas en las vías gratuitas. Una cosa es querer conducir a 120 Km por hora por autopista en lugar de a la velocidad máxima marcada en el resto carreteras, y otra es no tener más remedio que abonar un peaje para evitar tragarse kilómetros de retenciones y reducir sustancialmente el peligro de accidentes. Si las carreteras nacionales y comarcales estuvieran en condiciones para asegurar un tráfico fluido y todo lo seguro que este tipo de carreteras de doble sentido puede ofrecer, sería muy razonable que quienes quisieran conducir a mayor velocidad y con mayor seguridad tuvieran que pagar por ello. Lo ideal sería convertir, como se ha hecho en algunas zonas, las carreteras en autovías que garantizaran una mayor fluidez, rapidez y seguridad sin coste alguno para los usuarios.

Así pues, ya sea en un parque de atracciones, en una ciudad con problemas de tráfico rodado o en cualquier otro lugar y circunstancia, no me parece de recibo que haya ciudadanos de primera, que se beneficien de unas comodidades, pagando por ellas, y ciudadanos de segunda que, por no poder o querer aceptar ese tributo innecesario, se vean relegados a la incomodidad y a tragarse sus inconvenientes.

Del mismo modo que hay que erradicar el “enchufismo” y que cada cual consiga las cosas con su esfuerzo personal, no debería existir un trato preferente a cambio de dinero. Por muy anecdótico que pueda parecer, los carriles de peaje para aligerar el tránsito de algunos en las grandes ciudades, los Speedy Pass, Fast Pass, Pases Exprés, o como se les quiera llamar, en los parques de atracciones o donde sea que se implanten, son un ejemplo de esa segregación económica que vemos con frecuencia para poder acceder a servicios que deberían ser accesibles a todos los ciudadanos sin coste adicional.

Algún día no muy lejano tendremos que pagar para poder respirar aire puro.



lunes, 29 de octubre de 2018

Prescribir o no prescribir, esa es la cuestión



Disculpad la desfachatez de imitar el más que famoso soliloquio del genio inglés de las letras, nuestro admirado Guillermo Shakespeare, pero lo hago con la mejor de las intenciones, que no es otra que la de poner en el ojo de mira una de las dudas que más me inquietan últimamente.

Aunque siempre he creído en la veracidad del famoso refrán “zapatero a tus zapatos”, también pienso que hay temas en los que no se precisa ser un experto para opinar. El de hoy solo requeriría de unos profundos conocimientos de leyes si intentara debatir la forma, no el fondo de la cuestión. Así pues, ¿debe prescribir un delito grave? ¿Debe extinguirse la responsabilidad penal de quien ha cometido un acto criminal por el hecho de haber transcurrido un cierto periodo de tiempo? ¿Por qué se fija un plazo legal para poder eludir una condena? ¿Acaso el mal tiene fecha de caducidad?

Como la gran mayoría de mis entradas en este blog, esta también surge a raíz de una noticia reciente que, por su interés mediático y su reincidencia, me ha dado que pensar largo y tendido.

El pasado 8 de octubre, la Audiencia Provincial de Madrid dictó sentencia en el tema de los “bebés robados”, en la que, a pesar de reconocer que los hechos declarados en el juicio habían sido cometidos, procedía la absolución del Doctor Vela en base a que el delito había prescrito. En otras palabras: al haber transcurrido un tiempo determinado, ese delito tan grave no puede ser castigado con la pena de once años que pedía la acusación. Al margen de que este caso en concreto pueda ser revisado por consideraciones cronológicas, de cuándo debe empezar a contarse el plazo para la impunidad, es decir la fecha a partir de la cual debe computarse el plazo de prescripción, mi pregunta, desde el punto de vista de un perfecto profano en leyes, sigue siendo la misma: ¿por qué deben prescribir ciertos delitos?

Como señalan los que son especialistas en Derecho Penal, “la existencia de la prescripción se basa en que, aunque la pena es necesaria para la existencia y pervivencia del orden jurídico, el transcurso de un tiempo razonable desde la comisión de un delito sin que se haya castigado al culpable, hace que la pena ya no pueda cumplir la finalidad de prevención e incluso pueda ser contraria a la finalidad de reinserción de la pena, por lo que esa prescripción anula toda responsabilidad penal” (sic).

Lo dicho en el párrafo anterior me parecería aceptable en casos de menor trascendencia social como, por ejemplo, hurtos bajo el efecto del alcohol o estupefacientes o venta de drogas cuando han transcurrido varios años y el presunto ladrón o “camello” ya se ha rehabilitado, tiene un trabajo honrado y estable, e incluso ha formado una familia. Me parece igualmente correcto apelar, en estos casos, a un indulto si el condenado debe entrar en prisión después de varios años de haber sido juzgado. Encarcelar a un exdrogadicto que cometió años atrás un delito contra la propiedad cuando ya ha abandonado esa vida delictiva, cuando ya no representa ningún peligro para la sociedad, hay un franco arrepentimiento y tiene una familia por la que velar, no me parece apropiado ni conveniente. Pero tampoco encuentro justo ni apropiado aplicar este mismo trato benevolente a delincuentes que han cometido faltas muy graves y de forma reiterada.

He aquí los plazos que establece el Código Penal para la prescripción de un delito en función de la pena máxima, que empiezan a contar desde el mismo día que se cometió el hecho delictivo:

-A los veinte años, cuando la pena máxima señalada al delito sea prisión de quince o más años.

-A los quince, cuando la pena máxima señalada por la ley sea inhabilitación por más de diez años, o prisión por más de diez y menos de quince años.

-A los diez, cuando la pena máxima señalada por la ley sea prisión o inhabilitación por más de cinco años y que no exceda de diez.

-A los cinco, los demás delitos, excepto los delitos leves y los de injuria y calumnia, que prescriben al año.

No prescriben, en cambio, los delitos contra la humanidad y de genocidio, los delitos contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado y los delitos de terrorismo si han causado alguna muerte.

A colación de lo indicado sobre los delitos de “lesa humanidad”, quizá no se les aplique un plazo de prescripción, pero ello suele ser, de facto, reemplazado por otros argumentos que acaban haciendo inviable su penalización y castigo. Pero, como se suele decir cuando surge un tema sobre el que no se pretendía discutir, “esta ya es otra historia”.


Obviamente no es igual un delito fiscal (dependiendo de la cuantía defraudada) que uno contra la dignidad (pederastia, violación) y la vida humana, como no lo es un crimen aislado, accidental y con atenuantes que un crimen premeditado y reiterado. Por tal motivo no todos los delitos, al margen de los realizados contra la humanidad o de índole terrorista, deberían prescribir. Me repugna pensar que, por haber transcurrido veinte años, la vida de un ser inocente parezca exenta de valor porque quien se la quitó no pueda ser juzgado por ello; que por haber transcurrido quince, el robo de un bebé a una madre, haciéndole creer que este ha fallecido, quede impune; o que por haber transcurrido diez, una violación o acto de pederastia puedan quedar indemnes.  El tiempo puede borrar muchas cosas, pero jamás el merecido castigo por unos actos tan execrables como estos.

El Código Penal se puede modificar, hasta la Constitución es modificable. ¿Por qué motivo se mantiene la prescripción de delitos graves? Esa es la cuestión.



viernes, 19 de octubre de 2018

El poder de las palabras



Un antropólogo lo diría con muchísima mayor propiedad que un humilde servidor, pero no hay lugar a dudas de que la capacidad para comunicarse mediante lo que conocemos como lenguaje ha contribuido enormemente al desarrollo y evolución social del Homo sapiens.

Esa comunicación, que se inició mediante signos y señales, llegó a su máxima eficiencia al convertirse en sonidos y grafismos, es decir en la expresión oral y escrita.

De estas dos formas de expresión, la oral suele dar una mayor información, pues va acompañada de otro tipo de lenguaje: el corporal. Una frase puede ser interpretada de distinta forma si no va acompañada de una determinada expresividad. Una cara seria y unos ademanes adustos dan a entender algo muy distinto que si la misma frase se expresa con una sonrisa acompañada de gestos amables. De ahí que en los nuevos sistemas de comunicación por las redes sociales se utilicen con tanta profusión los emoticonos o emojis. Una cara triste, seria o sonriente desvela de inmediato el estado de ánimo de quien escribe o el sentido del mensaje. Una frase escrita sin más, sobre todo si es muy breve, puede parecer fría y cortante, sobre todo si se desconoce el contexto. A falta de símbolos gráficos, el uso del “je, je” o del “ja, ja, ja” sirve para evitar equívocos. En el lenguaje verbal es la entonación, la expresividad facial y la expresión corporal los elementos que tienen esa misma función aclaratoria.

Mención aparte merece el hecho increíble de ver cómo un mensaje puede distorsionarse a medida que este atraviesa más de un intermediario hasta convertirse en algo muy distinto a cómo se originó, pudiéndose ello asemejar al juego de los disparates. La información que parte del primer emisor puede no parecerse en nada a la que llega al último receptor. Saber transmitir un mensaje es crucial para la correcta comprensión del mismo. Todas las partes implicadas tienen para ello que cumplir una función esencial, que consiste en saber interpretar correctamente lo que se lee u oye y transmitirlo sin tergiversaciones. Pero si el mensaje original ya adolece de claridad, difícilmente llegará al receptor en condiciones de ser entendido y apreciado como es debido.

En este sentido, hay quien, de forma voluntaria o involuntaria, hace un mal uso de las palabras. En literatura, por ejemplo, es este un hecho que simplemente muestra una impericia, a veces grave, del escritor. El mal uso de determinados vocablos o expresiones, sobre todo de forma continuada, puede dar al traste con toda una obra por muy interesante que resulte el tema. Ello suele ocurrir con mucha mayor frecuencia en escritores noveles (entre los que me cuento), que desean utilizar un lenguaje culto para no caer en la simpleza, evitando para ello verbos, adjetivos y términos corrientes, inclinándose por expresiones grandilocuentes o, mucho peor, a mi juicio, sinónimos incorrectos, como he podido constatar con cierta frecuencia. Así pues, se da una orden, no se expele una ordenanza; se pone interés en algo, no se expone interés; una persona se encuentra en buen estado físico, no en un correcto estado físico, por poner solo unos pocos ejemplos basados en hechos reales.  Aunque hay puristas que no lo recomiendan, para mí no es ningún pecado usar los verbos hacer, decir o entrar, sin necesidad de sustituirlos forzosamente por realizar, expresar o penetrar, respectivamente. Es hacer novillos, no realizar novillos; decir mentiras, no expresar mentiras; entrar en clase, no penetrar en clase. Esta es mi humilde opinión, pero como no soy lingüista ni corrector de estilo, aceptaré con mucho gusto cualquier rectificación al respecto.

Pero si en literatura el uso correcto de las palabras y expresiones es fundamental para que un texto no rechine y no vaya en detrimento de la calidad del mismo, en política ─ya ha salido la dichosa política─ hay que ir con muchísimo más cuidado por las consecuencias que un mal uso de aquellas puede tener sobre la audiencia. Así, el uso inadecuado de las palabras puede llegar a producir el efecto contrario al deseado. Si, además, ese mal uso no es fruto de la impericia verbal sino de la voluntad de manipular o contaminar la información por parte del emisor original o por parte de los trasmisores intermediarios a lo largo de la cadena de comunicación, el resultado puede ser desastroso e intolerable.

Lo malo es que en política ese mal uso casi siempre tiene un objetivo malintencionado, incluso perverso, para predisponer a los partidarios del orador o charlatán de turno en contra de sus adversarios, tergiversando a propósito la realidad. Al igual que ocurre con los ejemplos que he citado en los escritos literarios, no es lo mismo decir que tal partido o tal otro ha exigido al Gobierno, que ha pedido; como no es igual afirmar que se ha censurado el comportamiento de alguien, que lo ha injuriado. Con estas fórmulas solo tratan de soliviantar a su público y conseguir su fidelidad en forma de votos, sin importarles si han obrado ateniéndose a la verdad. Porque el fin justifica los medios. Hay expresiones que, empleadas torticeramente, pierden su sentido e incluso su credibilidad: definir de golpe de estado una moción de censura, de terrorismo una manifestación o protesta multitudinaria, se sale de lo aceptable. Incluso el término democracia huele mal en boca de quienes lo emplean a su antojo y conveniencia. Si extrapoláramos estos calificativos desmesurados al ámbito de nuestra vida ordinaria, ello resultaría en afirmaciones grotescas. Un hijo que no atiende a los consejos y advertencias de sus padres podría ser acusado de rebelión; una acalorada discusión entre partidarios de equipos de futbol rivales, de incitación al odio; unas palabras obscenas, de herejía, como en plena edad media. Y así un largo etcétera.

Pero volvamos al léxico y al lenguaje en general. Deberíamos ir con cautela y tiento a la hora de emplear las palabras, utilizándolas con propiedad porque estas se pueden volver en nuestra contra. Tanto en el lenguaje escrito como en el oral pueden hacernos un gran o un flaco favor. En las palabras puede residir la clave del éxito o del fracaso, del reconocimiento o del desdén, de la verdad o de la mentira. Como dijo Mahatma Gandhi: “somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras”.



viernes, 12 de octubre de 2018

Nuestro pan de cada día



Hace tiempo que quería tratar este tema, no del pan, pero casi: el de las pensiones de jubilación. Como jubilado que soy, el tema me toca muy de cerca, por lo que no resulta extraño que algunas declaraciones que se oyen o publican en los medios de comunicación me solivianten, por ridículas, absurdas, e incluso miserables.

Aunque parece que el tema va por buen camino ─por lo menos hay interés en hallar una salida mínimamente satisfactoria─, no dejan de oírse voces que, por muy calificados que sean sus protagonistas, no dejan de resultarme odiosas y un insulto a la inteligencia.

No soy economista y las matemáticas siempre se me han atragantado, pero mi sentido común me dice que los argumentos que esgrimen los que sí saben de Ciencias Exactas, son, cuando menos, meras especulaciones y falacias. Aun así, han sido tantos los expertos que contradicen mi pobre sentido común que al final me han hecho dudar de mi cordura. Cuando alguien a quien consideras un experto repite machaconamente un argumento, por descabellado que te parezca al principio, acabas asimilándolo como normal. Del mismo modo que cuando algo se hace siempre de la misma forma, uno acaba creyendo que no hay otra mejor.

No sé si se trata solo de un ejemplo sobre lo que acabo de afirmar o de un hecho cierto, pero la historia que me contaron en un curso se refiere a una empresa que acababa de ser absorbida por otra y el nuevo director de recursos humanos se paseaba por las oficinas observando cómo trabajada el personal. En estas se detuvo ante un empleado y le preguntó por qué hacía lo que hacía de ese modo, a lo que el interpelado le respondió “porque siempre se ha hecho así”.

El mismo planteamiento lo podemos aplicar al sistema actual de pensiones. Todo el mundo considera que es inviable. Y tienen razón. Pero lo que antes era viable puede no serlo cuando las condiciones cambian radicalmente, como es el caso. Mientras la población activa superaba con creces al número de pensionistas, las cotizaciones de los trabajadores cubrían de sobra la cuantía a invertir en las futuras pensiones. Si, además, tenemos en cuenta la precariedad de muchas de ellas, los números salían perfectamente. Tanto era así que la llamada “hucha de las pensiones” llegó hasta hace bien poco a tener un superávit de 60 mil millones de euros. No voy a tratar el tema de dónde ha ido a parar todo ese dinero, cómo y por qué se ha pasado de ese excedente a la actual situación de quiebra, porque no tendría palabras ni calificativos suficientes. El objeto de esta entrada está en juzgar las afirmaciones de muchos entendidos en la materia que justifican la insostenibilidad de las pensiones, llegando incluso a proponer, no ya la prolongación de la vida laborar hasta más allá de los 70 años, sino la reducción de las mismas. En otras palabras, lo que proponen esos sesudos estudiosos, algunos reconocidos catedráticos en economía, es trabajar más años y cobrar una menor jubilación.

Cuando en una tertulia sobre este tema tan delicado, que afecta a más de 9 millones de españoles, personas de gran predicamento, como el profesor de economía de la Universidad de Barcelona, el doctor Gonzalo Bernardos, o el actual director de La Vanguardia (periódico catalán de marcado cariz conservador y monárquico), Marius Carol, hacen declaraciones de este tipo sin sonrojarse (ellos podrán seguir trabajando hasta los setenta y con su salario podrán gozar de una jubilación dorada, sin preocupaciones económicas), me sublevo hasta tal punto que me entran ganas de afiliarme a un partido de extrema izquierda. El señor Carol me irritó especialmente cuando tuvo, hace tan solo unos días, la desfachatez de comentar que, dada la situación a la que hemos llegado, él mismo no sabía si llegado el momento de su jubilación (tiene actualmente 64 años) podría cobrar la pensión. ¡¿Qué se habrán creído esos descarados capitalistas neoliberales?! Algún día propondrán que se eliminen los subsidios públicos de todo tipo y que cada ciudadano se pague un seguro, como en los EEUU. Afirman, sin ningún rubor, que no hay dinero, y cuando se insinúa que habría que incrementar los impuestos a las grandes fortunas o a la Banca (esa que todos hemos contribuido a salvar), ponen el grito en el cielo como si ello fuera una herejía. ¿Dónde ha ido a parar el dinero defraudado durante años y años en nuestro país? ¿Cuánto ha costado una de las redes de ferrocarril de alta velocidad más grande del mundo, la construcción de aeropuertos inútiles, de autopistas por las que no pasa casi nadie, de submarinos que no flotan y luego no caben en el puerto? Pero no quiero seguir por ahí porque parecería este un panfleto antisistema y no pretendo politizar esta entrada ni este blog. Solo quiero dejar constancia de que, por mucha inteligencia que derrochen esas mentes privilegiadas, con tales argumentos solo demuestran lo que aquel empleado quiso decirle al director de recursos humanos: que las cosas son como son y no pueden cambiarse.

Llegado a este punto debo decir lo que afirmaba al principio, que por fin alguien ha tenido la valentía o la iniciativa necesaria para enfocar la solución del problema de la sostenibilidad de las pensiones hacia la buena (y única, por el momento) solución. Si no se puede seguir pagando las pensiones con el dinero recaudado por el actual sistema, hay que cambiar el sistema. ¿Cómo hacerlo? Para esto están los verdaderos expertos, para hallar soluciones y no para refugiarse en falacias que solo pretenden hacer creer a los pensionistas que no hay salida a su situación. Afortunadamente, los políticos, burócratas, tecnócratas y manipuladores de este país reacios a aplicar un cambio radical al sistema se han visto desbordados por la simple pero poderosa resistencia de miles y miles de pensionistas que no han dudado en salir a la calle para reclamar sus derechos legítimos y los de las futuras generaciones. No solo exigen una actualización de sus pensiones en base al IPC, sino unas pensiones dignas y sostenibles.

A los que siguen insistiendo en que ello no es factible, les preguntaría: ¿Con qué dinero se financia el ejército? ¿Con qué dinero se financian las obras públicas? ¿Y la educación? ¿Y la sanidad? Cuando en una familia los ingresos se ven mermados, se afronta esa reducción recortando los gastos más prescindibles. Es cuestión de repartir lo que se tiene de la forma más eficiente posible. Si los gastos para mantener nuestro país en marcha salen de los presupuestos generales del Estado, ¿por qué no utilizar esos presupuestos para financiar las pensiones? Los “sabios” dicen ahora ─por fin─ que para que ello sea factible habrá que subir los impuestos y eso aterra a la gran mayoría de ciudadanos. Quizá juegan con ese temor generalizado para que volvamos a cerrar la boca y nos quedemos como estamos. Pero la historia más o menos reciente ha demostrado que, cuando ha interesado, no le ha temblado el pulso al gobernante de turno para gravar el precio del tabaco, del alcohol, de la gasolina, para recaudar más. Como soy un perfecto ignorante en economía, no sé si hay que partir de impuestos directos o indirectos, me da exactamente igual. Si un padre tiene que dar de comer a sus hijos, sale a la calle a conseguirles comida como sea. No les comprará zapatos nuevos, golosinas ni juguetes, pero la comida que no les falte, aunque tenga que mendigar. Así que adelante con el pacto de Toledo o el que sea, y que el Fondo Monetario Internacional (FMI), que ha metido baza en el asunto advirtiendo de los peligros de esa política económica justa y necesaria sobre las pensiones, procure dar ejemplo de austeridad con una moderación salarial de sus directivos, empezando por su directora general, Christine Lagarde, que, a sus 62 años, gana casi medio millón de euros anuales y tuvo la desfachatez de decir públicamente que los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global, por lo que había que tomar medidas urgentes. Prefiero no saber en qué medidas estaba pensando y me pregunto si ella se incluía en el paquete.

Mientras no se llegue a un acuerdo definitivo, tendremos que seguir oyendo y soportando invectivas, para mí infundadas, contra el mantenimiento de las pensiones y la mejora del poder adquisitivo de los jubilados. Seguirá siendo este, pues, nuestro pan de cada día.