Como doy por sentado que ya no habrán más comentarios en mi entrada anterior (me habría gustado conocer la opinión de quienes han faltado a la invitación y que son, precisamente, quienes podían haber arrojado más luz a mi disquisición), paso a otro tema de mayor interés general, o así lo creo.
Me declaro ecologista a
ultranza y también amante del arte como patrimonio cultural de la humanidad. Si
en el primer caso no hay fisuras en mi actitud, en el segundo discrepo muchas
veces con lo que algunos llaman arte. Pero esto ya es otra cuestión.
Volviendo al ecologismo,
siento verdadera inquina hacia la ignorancia, pasividad, egoísmo y codicia que
manifiestan quienes ostentan el poder económico mundial ante la degradación sin
paliativos que está sufriendo nuestro planeta. Todas las cumbres sobre el
cambio climático han terminado con un rotundo fracaso, prevaleciendo siempre
los intereses económicos por encima de los planes para detener esta imparable
degradación que en los próximos treinta años puede que nos lleve a un punto de
no retorno. En este sentido, la COP27, celebrada estos días en Sham el-Sheikh
(Egipto) no ha sido una excepción, con el agravante de que los representantes
de las petroleras han superado con creces a los de los diez países más
vulnerables a la crisis climática juntos. Creo que está más que claro el
motivo. Por no hablar de la incongruencia —o debería decir cinismo— de que la mayoría
de líderes y dirigentes mundiales han asistido a la Cumbre trasladándose en
aviones privados altamente contaminantes.
Si la protesta contra la
gestión en la Sanidad madrileña convocó a cientos de miles de ciudadanos
indignados, una manifestación contra la crisis climática debería reunir al
mismo, o mayor, número de agraviados por esa pasividad política —porque son los
políticos y no los científicos quienes tienen las riendas para solucionar dicha
crisis—. Pero si Isabel Ayuso calificó la protesta ciudadana contra su mala
gestión como un acto político instigado por la izquierda como argumento
descalificador, las manifestaciones organizadas por movimientos ecologistas no
están libres de críticas despreciativas hacia sus promotores, también de
izquierdas.
A Greta Thunberg la
ridiculizaron hasta lograr que pasara de ser un héroe mundial, un icono del
activismo ecológico, a una niña manipulada para servir a intereses poco claros.
Pero ¿de dónde le llovieron más críticas? De Putin, de Trump y de Bolsonaro,
principalmente. El resto de mandatarios simplemente la trataron con
condescendencia, por no hablar de la mención a su síndrome de Asperger, como si
ello fuera motivo para devaluar sus reivindicaciones. Cierto que, por otra
parte, ha recibido varios premios y reconocimientos, pero el resultado de su
labor sigue en el aire. En nuestro país, ha aparecido recientemente una joven
catalana de 15 años, Olivia Mandle, a la que se han apresurado a llamar la
Greta Thunberg española, que también intenta concienciar a la sociedad en
general y a los jóvenes en particular sobre la imperiosa necesidad de salvar el
planeta con acciones decididas, valientes y de calado internacional. ¿Tendrá
éxito? Lo dudo mucho.
¿Cómo levantar la voz para que
la salvación del planeta Tierra no solo sea del interés de unos cuantos y que
los países más contaminantes se pongan de una vez por todas manos a la obra?
Algunos ecologistas piensan que hay que hacer algo rotundo, impactante, que
haga reaccionar al mundo entero. ¿Pero qué?
Hace unos días, la televisión
nos sorprendió con una noticia entre curiosa y alarmante: dos activistas
ecologistas arrojaron sopa de tomate al cuadro Los girasoles, de Van Gogh, en
la National Gallery de Londres para protestar contra la explotación de
yacimientos fósiles en el Reino Unido. Afortunadamente, el cuadro estaba
protegido por un cristal y el hecho no pasó de ser anecdótico. Pero a
continuación, estas activistas fueron secundadas por otras y otros museos
fueron el escenario de actos calificados por algunos como ecoterroristas. Obras
pictóricas de Goya, Claude Monet, Andy Warhol y Gustav Klimt, entre otras, han
sido objeto de ataques con distintos tipos de productos. Incluso una réplica de
la momia de Tutankamón, en el museo egipcio de Barcelona, ha sido recientemente
objeto de ataque con un líquido que pretendía emular al petróleo.
Los protagonistas de esos actos
son todos miembros de diversas organizaciones de defensa del medioambiente, que
pretenden con ello alzar su voz y hacer un llamamiento para que se tomen
acciones más contundentes para frenar el calentamiento global. Pero yo me
pregunto si este tipo de acciones, en lugar de sensibilizar a la gente, no
tendrá un efecto negativo, desacreditando al movimiento ecologista, dándoles la
razón a quienes califican a los defensores de la naturaleza como unos
extremistas irracionales. Aunque las obras de arte atacadas estuvieran
protegidas por un cristal, hecho conocido por los activistas, no me parece esta
la mejor forma de protesta, si con ella se pretende sensibilizar a la población
en general, y no digamos a las autoridades e instituciones.
Alguien ha dicho en su defensa
—y tiene parte de razón— que la mayoría de reivindicaciones y protestas
llevadas a cabo por los ecologistas apenas han tenido repercusión mediática,
mientras que estas acciones han dado la vuelta al mundo. Yo creo que, al margen
de la publicidad alcanzada, el resultado será, me temo, el contrario al
pretendido, tachando una vez más a los activistas ecologistas de fanáticos
irresponsables.
En todas las manifestaciones
habidas y por haber siempre he considerado absurdo e injusto que paguen justos
por pecadores. Los afectados por las protestas tienen que ser los responsables
de aquello que las ha motivado. Un corte de carreteras para protestar contra un
despido colectivo solo afecta a los ciudadanos que van a trabajar. Si se
protesta contra los bajos precios que cobran los agricultores en comparación
con el precio final del producto, esta debe dirigirse a quienes tienen en sus
manos la potestad para corregir esa injusticia, no a la ciudadanía que, además,
también sufre, como consumidor, el resultado de esa grave anomalía. Pues del
mismo modo me parece injusto que sean las obras de arte las que sufran la
represalia de una protesta ecológica a escala mundial. Si lo que buscan esos
activistas es notoriedad, la han conseguido, pero no creo que su imagen salga
bien parada, todo lo contrario.
Nunca he creído en el argumento de que es mejor que hablen de uno aunque sea mal. Oscar Wilde, a quien se le atribuye la frase «hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti», así lo creía, pero yo no. Al menos no siempre. Pero, claro, yo no soy un hombre de letras tan insigne que necesite ser objeto de habladurías.