El huracán empezó a hacerse sentir cuando, al día siguiente, mi madre nos contó que había comentado ese terrible suceso a sus padres y que mi abuelo, montando en cólera, había jurado no dejar títere sin cabeza y pedir responsabilidades a esos curas irresponsables.
No sé si todo fue una trampa que me tendieron para hacerme cantar (tampoco lo pregunté porque nunca más se volvió a hablar de este asunto) sospechando mi mentira, o fue cierto, pero al oír lo que supuestamente pretendía hacer mi abuelo, conociendo su carácter y su anticlericalismo, creí a pies justillas lo que acababa de decir mi madre. El caso es que me sentí morir e intenté por todos los medios quitar hierro al asunto insistiendo una y otra vez que era mejor no complicar las cosas. Supongo que esto y mi voz temblorosa por el miedo hizo que mi madre, inclinándose hacia mí, codo con codo con mi abuela, me espetara:
-Dinos la verdad. Todo lo que nos has contado es mentira. ¿A que sí?
No hizo falta tortura física porque la psicológica que ejercieron las miradas penetrantes y furibundas de ambas inquisidoras casi me aflojó los esfínteres y preferí confesar y rendirme antes de que fuera demasiado tarde y el mal genio de mi abuelo paterno descargara toda su ira contra los pobres Padres Escolapios.
-Bueno, sí… Pero yo no quería…
-O sea, todo una gran mentira. ¡Pero cómo has podido! ¿En qué estabas pensando si se puede saber? ¿Así es cómo te hemos educado? Por el amor de Dios, cómo has podido hacer una cosa así –insistía mi madre incrédula-. Es muy grave lo que has hecho. Cuando se entere tu padre… ¡Qué vergüenza! Se lo voy a decir ahora mismo a tu abuelo antes de que haga algo de lo que nos tengamos que arrepentir.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo con sólo pensar en la vergüenza y las consecuencias de mi acto. Hasta entonces, no me percaté de la magnitud de mi terrible engaño. ¿Cómo lo que había empezado como un simple embuste infantil se había podido convertir en tamaña fechoría?
-Lo siento –fue todo lo que acerté a decir, pues no tenía justificación alguna a la que agarrarme.
-No es suficiente con que lo sientas. Ahora mismo vas a venir conmigo al colegio a confesarte, porque esto no puede quedar así.
-¿A confesarme? ¿Pero, por qué?
-¡Cómo que por qué! Porque te tienes que confesar de este pecado y decir la verdad para que aprendas y no vuelvas nunca más a hacer una cosa así.
No sé cómo se sucedieron los hechos desde aquel horrible instante pero de pronto me vi arrodillado ante el confesionario, viendo ante mí a quien iba a ser mi confesor y mi juez que, por su cara de enfado, supuse que ya debía estar al corriente de cuál había sido mi horrible falta por boca de mi madre.
Después de las palabras protocolarias de iniciación a ese acto de penitencia, sin dejar que fuera yo quien contara el motivo de la misma y porque además no me salían las palabras, el cura, con una voz de ultratumba dentro de esa caja de resonancia desde la que me hablaba, me dijo:
-¿Sabes que lo que has hecho es muy grave y que habría podido ensuciar la imagen y el honor de este colegio? Es un pecado mortal decir una mentira de tal envergadura. Es una calumnia. Espero que estés muy arrepentido.
-Sí, sí Padre, lo siento muchísimo. Yo no quería hacer daño a nadie. Lo dije sin pensar.
-¿Sin pensar? Estas cosas no se pueden decir sin pensar. Una mentira como ésta no se puede decir así como así. Ni ésta ni ninguna. Pero ésta… ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que has hecho?
Ante tanta insistencia sobre lo aborrecible de mi acto, viendo el infierno abrirse a mis pies, yo ya no sabía qué decir, sólo esperaba que todo aquel suplicio terminara de una vez y pudiera irme a casa y que todo se olvidara. Estaba dispuesto a recibir cualquier castigo pero necesitaba huir cuanto antes.
-Te voy a dar la absolución pero esto no puede acabar así, con mi absolución y ya está. Mañana, en misa de doce, a la que deberás asistir, y que yo mismo voy a oficiar, aprovecharé el sermón para contar lo que has hecho para que te sirva de escarmiento y de ejemplo para los demás niños.
Eso sí que me aterró. Ser motivo de escarnio público. ¿Diría el cura mi nombre o sólo contaría lo sucedido manteniéndome en el anonimato? Si me nombraba, todo el mundo se enteraría de lo que había hecho; mis compañeros, sus padres y familiares, quizá también mis profesores, todo el colegio sabría mi pecado. A partir de entonces, llevaría el estigma de embustero y traidor en la frente.
Llegó el domingo y con él la misa de doce. Yo no había podido pegar ojo en toda la noche ni probar bocado a la espera de ese terrible momento. Mientras, sentado en el banco, esperaba el momento de la verdad, un sudor frío recorría todo mi cuerpo, las manos y las axilas. Temblaba como un pájaro malherido e indefenso. Cerraba los ojos y rezaba para que no sucediera lo que tanto me aterraba. Me quería morir. “Que por lo menos no diga mi nombre”, me repetía. Deseaba con todas mis fuerzas que todo fuera un sueño, una pesadilla de la que despertara de pronto, aliviado, comprobando que nada de aquello había sucedido.
Por fin, llegó el fatídico momento del sermón dominical. Aquel sacerdote que me había confesado y que iba, cual inquisidor, a denunciarme públicamente se adelantó, dando la espalda al altar mayor, se sentó con parsimonia atusándose su casulla de forma ceremoniosa, acercó el micrófono a sus labios y, tras darle unos golpecitos para comprobar que funcionaba, miró a todos los feligreses allí reunidos y comenzó su oratoria. Vi cómo todo el mundo lo miraba expectante, como si sospecharan lo que iba a decir, y yo no pude más que cerrar los ojos y apretar los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaban en las palmas de las manos mientras mi corazón parecía que iba a salírseme del pecho.
Al cabo de casi un cuarto de hora, que se me hizo eterno, el sacerdote dio por concluido el temido sermón sin haber mencionado ni el pecado ni al pecador. Mi suspiro de alivio fue tan fuerte que hasta mis vecinos de banco me miraron por si me ocurría algo. Todo había terminado, o casi, pues el suplicio por el que había pasado siguió latente dentro de mí por mucho tiempo. Tanto tiempo que todavía no lo he olvidado.
FIN