viernes, 19 de mayo de 2023

Desapego

 


¿Cuánto dura el amor? Depende de muchos factores. No hay una fecha exacta de caducidad. Hay amores efímeros y otros de larga duración. Unos duran unos pocos meses y otros pueden durar muchas décadas. Aunque deberíamos definir qué se entiende por amor y de qué tipo de amor estamos hablando, pues no es lo mismo el amor fraternal, el amor en una pareja o el amor materno/paterno-filial. Este último es, sin duda, imperecedero, por muchos sinsabores que un hijo haya representado para sus padres.

A veces, hermanos que estuvieron muy unidos de pequeños y de adolescentes, llegada la edad adulta y tras casarse, pierden el contacto o este es esporádico, de modo que su relación se va enfriando por diversas causas hasta llegar a un desapego total y generalmente irreversible.

Pero ese desapego, o enfriamiento en las relaciones humanas, también se produce, con el tiempo, entre amigos que fueron inseparables y que los avatares de la vida los han ido separando paulatinamente hasta que solo son un recuerdo lejano. Y también se produce, con mucha frecuencia, entre compañeros de trabajo que, al cambiar de empresa alguno o varios integrantes del grupo, su relación acaba disolviéndose por completo.

Estos últimos casos son harto frecuentes y muchas veces me he preguntado por qué una relación de amistad no puede perdurar en el tiempo, superando unos escollos que no son más que pequeños inconvenientes u obstáculos fácilmente vencibles con solo un poco de interés por ambas partes.

Mi experiencia me dice que las relaciones entre amigos son finitas y que, por mucho que uno pretenda conservar una amistad que parecía a prueba de fuego, salvo honrosas excepciones, esta acaba en la nada. Amigos que, al separarse por diversas circunstancias, prometen mantenerse en contacto, pero este solo se conserva durante unos pocos años y uno contempla cómo, poco a poco, se va espaciando hasta desaparecer.

De ahí que, tras muchos ejemplos vividos, siempre que he hecho nuevas amistades, cuando ha llegado el momento de tomar caminos distintos, sé que, por muchas promesas y buenas intenciones, llegará el día del desapego total. Hay casos inevitables, pero en la mayoría, ese desapego es fruto de la desidia. ¿Por qué no podemos mantener esas amistades que fueron importantes para nosotros en un momento determinado de nuestra vida?

En mi caso, cada vez que he cambiado de lugar de trabajo en el que he hecho buenos amigos, al principio hemos quedado en vernos con una cierta frecuencia, pero invariablemente, esas ocasiones se han ido espaciando hasta que la falta de interés me ha dado a entender que hemos llegado a ese punto de enfriamiento inevitable. Si al principio nos enviábamos mensajes de felicitación por WhatsApp con motivo de un cumpleaños o de las Navidades, poco a poco esos mensajes van siendo menos abundantes al ir desertando, uno a uno, los componentes del grupo, hasta su desaparición.

Y ello también lo he experimentado en un ámbito hasta hace algunos años nuevo para mí: las redes sociales, y más concretamente los blogs. Esos contactos o seguidores —que no siempre son amistades reales sino virtuales, pero que tienen nombre y apellidos— dejan, de pronto, de seguirte sin ninguna razón aparente. Ha habido compañero/as de letras con lo/as que he tenido una muy buena relación, con constantes intercambios de comentarios e incluso alabanzas, que han ido causando baja sin prisa, pero sin pausa. ¿Qué ha sido de tal o cual bloquero/a que tan buenos comentarios me hacía y a quien yo correspondía del mismo modo sin que me sintiera en absoluto obligado a ello?

Podría alegar múltiples causas y añadir que no es lo mismo un contacto a través de las redes sociales que un verdadero amigo. Por lo tanto, si un amigo de verdad se pierde por el camino de la vida, ¿cómo no va a suceder lo mismo con alguien con quien solo nos unía una afinidad en gustos que pueden cambiar de la noche a la mañana?

Ya comenté hace tiempo, en una entrada dedicada a la amistad, que, según un psicólogo a cuya charla sobre relaciones humanas asistí, solo estamos capacitados para mantener una cantidad limitada de amigos. Somos como un átomo, que no puede contener de forma natural más electrones de los que su número atómico permite. En nuestro caso, por cada nuevo amigo que entra en nuestro círculo, perderemos, tarde o temprano, otro. Evidentemente, ello no se basa en una ciencia exacta, solo en el resultado de la observación, y se debe a que no podemos atender debidamente a un número de amistades cada vez mayor. Hay un límite, sobrepasado el cual se produce la paulatina pérdida de amigos, hasta volver a nuestro estado de equilibrio.

Queramos o no, nuestras relaciones son inestables y a la larga acabaremos sintiendo un desapego natural. Es triste, pero es así. Por lo menos en lo que a mí se refiere. En varias ocasiones he intentado recuperar un viejo amigo de juventud y si bien al principio parecía que había logrado mi objetivo, el tiempo ha acabado frustrando esa amistad renacida. Del mismo modo que se dice que dos no discuten si uno de ellos no quiere, también deberíamos poder aplicarlo a la amistad, de modo que, si uno tira del otro para no perderlo como amigo, la amistad debería conservarse. Pero cuando siempre es el mismo quien toma la iniciativa, lo que acaba tirando es la toalla. La amistad, a fin de cuentas, no se puede forzar, tiene que ser algo espontáneo y sincero.

Tras haber vivido en propia carne muchos de esos fracasos, ya estoy mentalizado que cuando hago una nueva amistad, lo más probable es que esta no sea muy duradera. El apego y el desapego son las caras opuestas de una misma moneda y ambas tienen la misma probabilidad de aparecer. La mejor opción ante esa pérdida de amistades es valorar más que nunca aquellos amigos que han perdurado a lo largo de los años y, sobre todo, refugiarnos en la familia, que es, a fin y al cabo, el núcleo indestructible al que pertenecemos.

Es curioso ver cómo hay quien siente más apego por las cosas que por las personas. Quizá, según la teoría del psicólogo antes mencionado, es que las cosas materiales no suelen desbordar con tanta facilidad nuestra capacidad de acumulación y conservación. A mi juicio, no es una pauta de vida muy halagüeña anteponer lo material a lo humano. Pero ¿qué le vamos a hacer si somos así?


jueves, 11 de mayo de 2023

Vida y muerte: cara y cruz

 


En esta ocasión, traigo una reflexión que podría calificarse de funesta, pues hablar de la muerte no es plato de buen gusto, de modo que quien sea aprensivo hará bien en no leerla, no quiero ser el responsable de una depresión.

En mi caso, la primera vez que me enfrenté a la muerte fue al fallecer mi abuela paterna, que ya vivía en casa de mis padres cuando yo nací. Su muerte se produjo cuando yo acababa de cumplir los catorce años y nunca antes había pensado que algún día mi querida abuela faltaría, aun siendo —eso lo entendí enseguida— ley de vida, o ley de muerte.

Desde entonces, no fueron pocas las veces en que pensé en la muerte y que esta podía volver a arremeter, en cualquier momento, contra alguno de mis seres queridos o incluso contra mí. No es que viviera obsesionado por este hecho, pero sí sentía un profundo respeto por la muerte.

Como es lógico, a medida que iban pasando los años, más fallecimientos de familiares tuve que presenciar y oír ese típico mantra de que “no somos nadie”.

Pero mientras fui un joven creyente, por lo menos no sentía la tremenda congoja y desamparo al pensar que después de la vida no había nada. La Nada. Eso sí que siempre me ha impresionado. Convertirte de repente en eso, en un vacío, en un recuerdo me resulta doloroso, pues estando acostumbrado a vivir, a pensar, a hacer y querer hacer cosas, esa Nada se me ha antojado siempre algo terrorífico. Aunque, pensándolo bien, si no sientes nada no tienes porqué agobiarte. Es como dormirte y no volver a despertarte nunca más. Todas esas horas que han transcurrido sin que tengas conciencia de ello es como un agujero en el que uno cae y no siente absolutamente nada. Pero mientras estás vivo, la percepción es muy distinta.

Es normal que a medida que uno va contando años y se acerca a esa edad que representa la esperanza de vida —82 años en los hombres y 87 en las mujeres de este país—, va pensando cada vez con más frecuencia en la muerte propia, en cómo y cuándo nos llegará. Porque lo que está claro es que llegará sí o sí.

Siempre me ha llamado la atención con qué entereza afrontan algunos este hecho. Me resulta envidiable ver cómo personas a las que se les ha pronosticado poco tiempo de vida, lo asumen con una fortaleza que a mí se me antoja increíble.

Son muchos —me viene a la memoria el caso de Pau Donés, líder de Jarabe de Palo—, que han hecho público su cercano fallecimiento a causa de una enfermedad incurable y en un estadio terminal con una serenidad envidiable. Yo no sé si, dado el caso, sería capaz de algo así, a pesar de que no hace mucho padecí un cáncer del que afortunadamente salí airoso y de lo que no tuve reparo en comentar en una entrada de este blog. Ignoro si mi actitud positiva, aunque intranquila, fue debida a que nunca me vi a un paso de la muerte o bien porque mi mente no quiso plantearse esa posibilidad. Algunos dicen que cuando uno experimenta una situación crítica saca fuerzas de flaqueza para afrontarla con la mayor entereza posible. Debe ser eso, aunque supongo que también hay casos en que un diagnóstico fatal sume al enfermo en una gran depresión.

Abundando en este hecho, hace pocos días rememoraron por televisión la vida y figura del golfista español Severiano Ballesteros, que falleció a la edad de 54 años a causa de un tumor cerebral. Según refería el citado reportaje, viendo muy cercana su muerte, dirigió unas palabras a sus seguidores y público en general, pidiéndoles que no lloraran su muerte, pues había sido muy feliz y se sentía muy satisfecho por cómo había sido su vida, tanto profesional como familiar. Verdaderamente encomiable.

Otro caso, este mucho más cercano a mí, fue el de un allegado que, siendo médico y habiéndose diagnosticado él mismo su dolencia —también un tumor cerebral— se despidió cara a cara de todos sus colegas, amigos y parientes cercanos, llegado incluso a redactar su propia esquela y epitafio. Un ejemplo de aplomo muy poco frecuente.

Yo quizá me sentiría capaz de hacer algo así ahora que estoy vivito y coleando y que mi muerte – quiero pensar— todavía está muy lejana. Pero si me quedaran días o semanas de vida no creo que estuviera en disposición de adoptar una actitud tan serena.

Espero que sea cierto lo que algunos afirman: que al llegar a una edad muy avanzada, la mente se va paulatinamente haciendo a la idea de que le queda muy poco tiempo de vida y acaba asumiendo que la muerte es algo natural, perdiendo el miedo a ella. Y si su estado físico es deplorable, incluso acaban deseándola, aunque no crean en el más allá.

La vida y la muerte son como la cara y la cruz de una misma moneda, que al lanzarla al aire mientras somos jóvenes, siempre sale cara, hasta que un mal día la fortuna se tuerce y cae del otro lado.

¿Vosotros sentís miedo a la muerte o la tenéis asumida como algo totalmente normal y esperable?