En los Estados Unidos de
Norteamérica, uno de los países aparentemente más avanzados y más demócratas
del planeta, se vive, en mi opinión, una situación contradictoria cuando no
aberrante. ¿Cómo puede existir un país en el que sus ciudadanos puedan vivir tranquilos
y en armonía, en el que, a la vez, las armas corran de mano en mano como si de
un juguete se tratara? Rellenando un impreso y abonando unas tasas, cualquier
individuo puede adquirir un arma para su “defensa personal”, y ello lo ampara
la Ley más venerada: la Constitución. Pero yo me pregunto si, para defender la
propiedad privada ante un supuesto intruso o la propia vida ante un agresor es
necesario disponer de un arsenal de armas de asalto.
La segunda enmienda de la
Constitución de los EEUU (1787), promulgada en 1791, es decir cuatro años más
tarde, protege el derecho del pueblo estadounidense a poseer y portar armas de
fuego. Los EEUU es uno de los países del mundo con menos limitaciones para
adquirir este tipo de armas. Y para asegurar que eso es así, apareció la
Asociación Nacional del Rifle para defender a ultranza ese derecho
constitucional. Fundada en 1871, es la organización de derechos civiles más
antigua de aquel país. Entre sus miembros más destacados figuran, o figuraron,
John Wayne, Charlton Heston (quien llegó a presidirla) y Donald Trump, todos
ellos republicanos.
Pero todavía es más alarmante
la facilidad con la que cualquier sujeto mayor de 18 años (para armas largas) o
de 21 años (para armas cortas) puede adquirir un arma de fuego, si bien hay
distintos requisitos según cada Estado, siendo en unos más laxos o estrictos
que en otros. Son realmente muy preocupantes esas imágenes que hemos visto en
más de una ocasión en las que un padre adiestra a su hijo menor de edad —a
veces tan solo un niño— en el manejo de un arma de fuego como divertimento y
como preparación para hacer frente, en un futuro, a cualquier amenaza potencial
según su criterio.
Según The Spectator Index,
en el año 2019 se registraron en los EEUU 250 tiroteos, de los cuales 32 pueden
calificarse como Mass killings (matanzas masivas) y se calcula que cada
año mueren unas 33.000 personas por disparos de armas de fuego, lo que equivale
a 93 al día.
No hace falta recurrir a ningún
estudio para condenar las muertes por arma de fuego que se producen en ese país
de forma indiscriminada y por parte de mentes criminales y/o psicóticas. Todos
hemos sido testigos, a través de los telediarios, de tales atrocidades
producidas en centros comerciales, lugares públicos, escuelas o institutos de
enseñanza media y en el campus de algunas universidades perpetradas por
individuos armados hasta los dientes y que, sin motivo aparente, vacían el
cargador sobre todo aquel que tiene dos piernas, por mucho que corra o se quede
quieto. Es entonces, y solo entonces, cuando todo el mundo se echa las manos a
la cabeza horrorizados por tamaña monstruosidad.
Pero al margen de esas mentes
perversas y enfermas, los hay que tienen una predisposición innata para sacar a
la calle sus armas “reglamentarias” con el objeto de hacer valer sus derechos
(véase en la foto del encabezamiento a un grupo armado en señal de protesta por
el confinamiento en el Estado de Michigan a raíz de la pandemia por coronavirus).
Parece como si en los EEUU
siguiera prevaleciendo la ley del más fuerte, la del lejano y salvaje Oeste, la
de quien con un arma en la mano es capaz de atacar a todo aquel, o aquello, que
no le gusta, como el reciente asalto al Capitolio en un alarde de violencia
gratuita —y para los protagonistas heroica— contra lo que a un grupo de
extremistas le pareció injusto, como fue el triunfo electoral de su enemigo
político.
Que un descerebrado pueda
portar un arma de fuego y usarla a su antojo y que ello esté amparado por una
ley que dice defender la libertad de los ciudadanos, no solo es paradójico sino
altamente peligroso. Y que armas de gran calibre, diseñadas para ser usadas por
la Guardia Nacional y el ejército puedan adquirirse como quien va a comprar una
caña de pescar, es algo fuera de toda lógica.
Ha habido varios intentos, el
más reciente del nuevo presidente del país norteamericano, Joe Biden, para
controlar este tipo de armas, pero, hasta ahora, todos han fracasado
estrepitosamente y se han encontrado con la gran oposición de una mayoría de
ciudadanos que priman sus derechos civiles a ir armados por encima de muchas
vidas humanas inocentes.
La venta de armas mueve mucho
dinero, quizá luchar contra ello sea como luchar contra un tsunami, que todo se
lo lleva por delante y luego, cuando el terreno ha quedado totalmente
devastado, llegan los lamentos.
La violencia genera violencia.
Cuantos más ciudadanos se armen, mayor será la necesidad que sentirá el resto para
protegerse. Si tú te armas, yo me armo, por si acaso. Es la pescadilla que se
muerde la cola. Una pescadilla perversa que vive en un hábitat enfermo.
Comprar un arma para
defenderse de cualquier agresión significa que quien debe defendernos —policía,
cuerpos de seguridad y autoridades en general— no hacen bien su trabajo. Parece
lógico que quien se siente desprotegido, se proteja a sí mismo y a su familia,
pero hay que dejar esta labor en manos de personal competente y preparado.
Aunque vista la labor —o debería decir brutalidad— policial en los EEUU, uno ya
no sabe en qué manos ponerse para sentirse seguro.
Este es otro dilema que
debería resolverse cuanto antes y con un amplio consenso: ¿armados o
desarmados? Esa es la cuestión.