Felipe era un tipo raro según los cánones sociales. No le gustaba la Navidad. ¡Qué digo! Odiaba la Navidad y toda la parafernalia pre y post-navideña, por no hablar de la insoportable Noche Vieja, con la consabida retransmisión de las doce campanadas y el inevitable atragantamiento con alguna uva rebelde.
Hacía algunos años que Felipe huía de todas estas celebraciones, refugiándose en algún hotel caribeño o de algún país lejano donde, para empezar, no hiciera frío, de modo que ni tan siquiera la temperatura ambiente le recordara que el invierno había llegado y, con él, esa absurda celebración de masas.
Pero tal fórmula no le había servido de mucho pues allí donde iba, algo o alguien le recordaban que estaba en plena época de buenas intenciones, de mejores palabras y de gran hipocresía. El árbol de Navidad, un Santa Claus de pacotilla, las cancioncitas pegadizas, la típica cuenta atrás, los sorbos de champán y las risas ebrias que solo son una tregua fugaz a la envidia y a la enemistad con las que conviven esos mismos sujetos el resto del año, le evocaban todo aquello que más detestaba. Ni su encierro en la habitación del hotel de turno durante los instantes álgidos de tal efervescencia comunitaria le resultaba lo suficientemente aislante, pues el jolgorio que tenía lugar en el restaurante o en la sala de fiestas era de tal magnitud que llegaba, perfectamente audible, hasta sus atormentados oídos.
Por lo tanto, ese año había tomado una sabia decisión: se aislaría de todo ese bullicio y disfrutaría de un largo y tranquilo retiro en un recóndito lugar donde nada ni nadie perturbara sus largas y tranquilas vacaciones de invierno. Leería, daría largos paseos, quizá pescaría alguna trucha, dormiría hasta saciarse de descanso y, ¿por qué no?, escribiría un diario como hacía de niño, un diario en el que dejaría constancia de todos sus pensamientos y su más que fundada aversión a esa Navidad impuesta por una sociedad consumista que cubre de una pátina de tradición y religiosidad su verdadera naturaleza materialista.
Solo el ajado calendario de pared, que halló en la cocina de la fría y vieja vivienda que le acogería durante su retiro voluntario, le recordaría el paso de los días y así podría poner fin, puntualmente, a su retiro físico y mental, una vez traspasada la barrera del año nuevo, ese que todo el mundo deseaba que fuera próspero y feliz pero que sería otro más de los muchos que llevaba soportando.
Y en esa situación de soledad se hallaba Felipe cuando la segunda noche de estancia en aquel apartado lugar, la de Nochebuena, mientras leía aquel libro que no había forma de terminar, alguien llamó a la puerta. Extrañado por tan insólita intromisión, preguntó, con una voz que se negaba a salir de sus temerosas cuerdas vocales, quién llamaba a esas horas tan intempestivas.
-Soy tu muñeco de nieve –oyó que le contestaban desde el exterior.
-¿Cómo? –fue todo lo que pudo decir Felipe ante tan absurda afirmación.
-Sí, tu muñeco de nieve –insistió aquella voz desconocida-. Anda, abre y te convencerás.
Con una vieja y herrumbrosa escopeta de caza en las manos, que había encontrado en el desván y que no debía haber disparado cartucho alguno desde muchos lustros atrás, Felipe abrió, despacio y con extremada cautela, la puerta y lo que vio le dejó boquiabierto. Ante él, había, efectivamente, un muñeco de nieve en toda regla, con una raída bufanda alrededor del grueso cuello, un gorro de lana en su testa, una zanahoria como nariz, dos castañas a modo de ojos y con una tosca pipa de madera colgando de lo que pretendía ser una boca.
-¿Me vas a dejar pasar o esperarás a que me derrita cuando salga el sol? –le dijo el muñeco en un tono de impaciencia.
-Pero… pero… pero… -era todo lo que pudo articular un Felipe atónito antes de restregarse los ojos dos o tres veces por si lo que veía era una alucinación o un sueño del que debía despertar.
-Vaya hombre –le dijo el hombre de nieve-, ya sé que han pasado muchos años pero creía que, aun así, te acordarías de mí.
Y como Felipe seguía pasmado y plantado ante la puerta sin moverse un ápice, el muñeco le hizo a un lado con suavidad y entró en la estancia donde una carcomida mecedora mantenía en su regazo un voluminoso libro abierto.
-Perdona mi intrusión, ya sé que no deseas ser molestado en estas fechas pero tu conducta no me ha dejado otra salida –le dijo su visitante nocturno-. Y ahora permíteme que tome asiento pues soy ya muy viejo y no me gusta hablar de pie y mucho menos si lo que tengo que decirte va para largo.
El sol salía por el horizonte cuando aquella inesperada visita salía por la puerta dejando a Felipe sentado en la vieja mecedora con cara triste y ojos llorosos.
-¡Cómo no le reconocí! –se dijo en voz alta-. ¡Si lo hice con mis propias manos! Aun recuerdo la cara de satisfacción de mi padre al verme en el jardín de casa, carreteando nieve de un lado a otro y amontonándola junto al enorme castaño para que al muñeco que iba a construir no le diera el sol y se conservara entero hasta el año nuevo.
¡Qué Navidades aquellas!. Qué lejos quedan y qué solo me siento después de la muerte de mis padres, la de mi único hermano y el divorcio. Qué feliz fui hasta que el infortunio vino a visitarme. Cómo odio ver la felicidad y la esperanza, aunque sean efímeras, aunque solo duren unos pocos días, en la cara de mis compañeros, de mis vecinos, del mundo entero.
Todavía faltaba una semana para el Año Nuevo. Todavía no era demasiado tarde –pensó-. No podía perder ni un minuto más. Y sin más demora, Felipe fue a por una pala, se sumergió en el frío del crudo invierno y, en la blanca explanada que presidía la fachada de la casa, empezó a echar paladas de nieve junto a uno de los abetos que la circundaban.
Al cabo de dos horas, sudoroso y exhausto, se sentó bajo el porche de la entrada y contempló, satisfecho, el resultado de su trabajo.
-No eres el mismo pero te pareces bastante y has ganado con el cambio. La bufanda es casi nueva, el gorro de lana también; en lugar de una zanahoria y dos castañas, tienes un kiwi por nariz y dos mandarinas por ojos y en lugar de una pipa te cuelga de la boca un cigarrillo electrónico. ¿Qué más quieres? Los tiempos cambian. Y yo también.
Y sin esperar respuesta alguna, Felipe entró en la casa, encendió el hogar y miró desde la ventana su muñeco de nieve con nostalgia y alegría a la vez, esperando que no se derritiera y aguantara, como mínimo, hasta el día de Año Nuevo.
Fue a por su diario que, sin estrenar, esperaba sobre la mesilla de noche y se dispuso a escribir en él la historia de su vida pasada, presente y futura.