Hoy, excepcionalmente, no traigo a este espacio
ninguna queja o reivindicación social. En su lugar, he optado por contar una
historia basada en hechos reales y que demuestra hasta qué punto un viejo
romántico y nostálgico como yo puede llegar a imaginarse algo que, a ojos de
los demás, puede parecer estúpido. Para hacerla más llevadera, me he permitido
resumirla. Aun así, probablemente solo les resultará interesante a quienes
hayan pasado por algo parecido, aunque dudo mucho que haya alguien tan ingenuo
(o necio) como yo.
Cuando vi por primera vez a aquella chica
detrás del mostrador, rejuvenecí de pronto más de cuarenta años. No me lo podía
creer. ¿Sería un espejismo? Era idéntica a Viviana. Claro que la memoria nos
juega, a menudo, malas pasadas y nos hace ver lo que queremos ver. Por eso,
acabé rechazando la idea de que fuera quien yo pensaba.
Yo tenía dieciséis años cuando conocí a Viviana
y ella quince. La esperaba cada tarde a la salida del colegio de monjas al que
iba y la acompañaba hasta su casa. Y así cada día hasta que, no sabiendo cómo
conservarla, la acabé perdiendo. Yo era muy joven e inexperto en la técnica —¿o
debería decir arte?— de la seducción y eso me pasó factura.
Nos reencontramos unos
años después. Por casualidad. En la calle. Nos reconocimos y volvimos a pasear
juntos, una vez más, hasta su casa. Esta vez parecía que todo iría mejor, pero
tampoco logré mi propósito y nos volvimos a distanciar, a pesar de mis
esfuerzos para retenerla a mi lado. Supongo que todavía no sabía lo suficiente
o no tenía los atributos que ella deseaba que tuviera su pareja ideal. Yo ya
tenía diecinueve años, a pesar de que aparentaba los dieciséis de tres
años antes. Mi timidez y mi aspecto infantil jugaron siempre en mi contra.
Ella, en cambio, ya era toda una mujer con los dieciocho años recién cumplidos.
Insisto en que cuando vi por primera vez a
aquella chica, detrás de la barra, mi mente retrocedió hasta finales de los
años sesenta. Cuando tuve que pedirle lo que deseaba para comer, allí de pie,
delante del mostrador, la miré fijamente y, si no fuera por el tiempo
transcurrido, habría dicho que era su hermana gemela o, en plan más realista,
su hija.
Seguramente
estaba equivocado. La Viviana que conocí hablaba en catalán. Aquella chica, en
cambio, habló en castellano, tanto con los clientes como con sus compañeras,
durante todo el tiempo que estuve esperando que me entregara mi comanda. Claro
que la hija de Viviana podía muy bien hablar la lengua paterna, ¿Qué sabía yo?
Una elucubración, la mía, como cualquier otra de mi estilo.
El
parecido era increíble: su mirada, su media sonrisa, las pecas en los pómulos,
alrededor de su nariz, recta y proporcionada, los gestos, la manera de
moverse... Hasta su voz me pareció igual, pero eso debía ser, seguramente,
fruto de mi imaginación. Si a veces nos cuesta recordar la voz de un ser amado
cuando hace años que nos dejó, ¿cómo podía recordar la de una joven a la que
hacía cuarenta años que no veía?
Desde
aquel día, cada vez que iba a tomarme un bocadillo a aquel local y la veía, no
podía evitar pensar en el hecho de que tenía delante a una réplica de la
Viviana que conocí. Hasta que el tiempo, la sensatez y la costumbre
convirtieron aquella circunstancia en una simple anécdota.
Pero,
he aquí, que un día una compañera la llamó, desde la distancia, “Vivi” —o eso
me pareció— y, de pronto, todo empezó de nuevo. Vivi podía ser perfectamente
una abreviación de Viviana y no resultaba insólito que le hubieran puesto el
nombre de pila de su madre. Y así volvió mi ridícula obcecación. Estuve a punto
de preguntarle si tenía una madre de mi edad, que se llamaba Viviana, que, de
adolescente estudió en el colegio de monjas de La Gran Vía barcelonesa y que...
Pero ¡qué disparate! ¿Qué habría pensado de mí? ¿Que estaba chiflado, que era
un viejo sonado o, peor aún, un viejo verde? Además, dejando de lado la
altísima improbabilidad de que fuera cierta mi sospecha, ¿qué importaba ya si
aquella chica de la que me enamoré en mi adolescencia, tenía o no una hija —que
por edad podía ser hija mía— que me la recordaba cada vez que la veía en
aquella bocatería?
Todo
ello demuestra varias cosas: que tengo una imaginación novelesca o los
recuerdos demasiado pegados a mi cerebro, que la nostalgia de los hechos de
juventud me hace soñar despierto y ver cosas que no existen, que se me ha
parado el reloj y que vivo anclado en el pasado, que el tiempo corre tan
deprisa que me parece que fue ayer cuando iba detrás de las chicas, que soy un
viejo romántico, ridículo e incluso infantil, que...
Finalmente, no tuve más
remedio que dejar correr esa ridícula obsesión, por mucho que me habría gustado
tener noticias de Viviana —al igual que de otras chicas que dejaron huella en
mi vida sentimental—, volver a poner los pies en el suelo y olvidarme de
monsergas.
Y así quedó la cosa hasta que unos diez años
después, hace tan solo unas dos semanas, la he vuelto a ver en otra bocatería
de la misma franquicia en mi población. Físicamente ha cambiado un poco —diez
años no pasan en vano—, pero conserva un aspecto juvenil —debe tener unos
treinta años—, pero su expresión es ahora más dulcificada y menos distante con
el público.
Cuando
me sirvió la bandeja con mi comanda, me miró y, esbozando una amable sonrisa,
me deseó buen provecho.
Sentado
con unos amigos con los que me había reunido allí para desayunar, la observé
desde nuestra mesa y les conté toda esa historia ridícula, quién fue Viviana
en los años sesenta y cómo se le parecía esa chica. Todos se giraron para observarla
y, sonrientes, me animaron, bromeando, a que se lo contara, aprovechando que el
local estaba prácticamente vacío a aquella hora y no habría ningún testigo presencial
que pudiera oír mi confesión y ponerla en evidencia. Creo que mis amigos,
además de bromistas, también son unos soñadores, de ahí que compartamos el
gusto por la literatura y participemos en el mismo grupo de escritura.
Lógicamente,
me marché del local sin haberle dicho nada y pensando que le había hecho un
favor a aquella pobre chica que, por causa del destino, también se llamaba
Viviana y que yo, en mi desaforada fantasía, le había atribuido un parentesco
con “mi” Viviana, como hija imaginaria e imaginada.
No
quiero imaginarme qué pasaría si algún día me hallara frente a una joven
idéntica, o muy parecida, a cualquier otra chica de las que estuve enamorado de
adolescente.
Y
que conste, que mi mujer está al corriente de quien fue Viviana y de todo lo que acabo de relatar y no
puso ningún impedimento para que se la contara a la protagonista de esta historia.