¿Por
qué unos nacen con una autoestima que está por las nubes y otros vinimos a este
mundo con más inseguridades que pepitas tiene una chirimoya? Misterios de la
naturaleza humana.
Será
por envidia o incredulidad, pero me asombran esas personas que van por la vida
creyéndose mejor de lo que son, por no hablar de los que se consideran los
reyes del mambo. Y no lo digo con ánimos de ofender, sino con la convicción de
que a veces el mundo es de los que se lo ponen por montera, pasando de la
opinión ajena y practicando el autobombo. Y diré más: no me parece mal del todo
siempre que no perjudiquen a los que sí valen. Lo que no me parece bien es que,
mientras unos se creen mejor que el resto, otros se crean inferiores, y en
ambos casos falsamente aunque los que salen peor parados son, con toda probabilidad,
los que pertenecen al segundo grupo.
Para
desgracia mía, y quizá la de los que me han rodeado en determinados momentos de
mi vida, siempre he llevado a cuestas el peso de la inseguridad. Y por eso me
asombra que, a pesar de ello, haya tenido la vida personal y profesional de la
que he gozado. ¿Qué habría sido de mí si, por el contrario, hubiera nadado en
la autoconfianza? Habría sido el no va más. ¿O no?
Y como
siempre me gusta ejemplarizar lo que afirmo, ahí va, como muestra, tres botones que
ilustran mi baja autoestima.
» Cuando tenía unos diecinueve años, pasando
las vacaciones de verano en una famosa población de la Costa Brava, centro de
diversión o de perversión, según para quien, un vecino de mi edad con el que
entablé una cierta amistad, me propuso salir una noche y tomar unas cervezas en
un local muy de moda en aquella época. Era un local musical que solían
frecuentar nuestros visitantes extranjeros, sobre todo ingleses y holandeses,
aunque nuestro objetivo eran los representantes del género femenino. El caso es
que, antes de salir, me preguntó qué tal andaba de inglés. Yo le dije que
regular ─lo cual para mí era absolutamente cierto─, a lo que, en tono
tranquilizador, me dijo: “no hay problema, yo me defiendo bastante bien”. Y la
verdad es que ello me tranquilizó. No ligamos, pues todo eran parejas o grupos
cerrados de chicos y chicas, pero conocimos a un matrimonio joven que nos
invitó a compartir mesa con ellos. Cuando oí hablar en inglés a mi vecino, casi
me da un patatús. Al final acabé siendo yo el intérprete. Mi compañero de
fatigas lingüísticas me echó una mirada reprobatoria como si creyera que le
había mentido. “¿Pero no dijiste que no sabías mucho inglés?”, me preguntó,
contrariado. “Es que no sé mucho inglés”, le contesté.
» Cuando ya contaba con veinticuatro años,
trabajando en el Instituto de Investigaciones Pesqueras de Barcelona,
actualmente Instituto de Ciencias del Mar, tuvimos que llevar a cabo un estudio
de la contaminación bacteriológica del litoral catalán. Para ello, salíamos al
mar con frecuencia para tomar muestras a bordo de una zodiac. El dilema fue
quién conduciría esa embarcación fueraborda. Al bautizo marítimo nos acompañó,
como instructor, un compañero del Centro muy experimentado en estas lides. El resto
del equipo lo formábamos cuatro personas, incluyendo la directora del
departamento que, como mujer osada que era, se presentó de inmediato como voluntaria,
sin dar opción a ningún otro de los presentes. La experiencia fue un fiasco
total. “La jefa” no sabía manejar el timón. Si quería dirigir la zodiac hacía
la derecha, actuaba como si estuviera al volante de un automóvil, orientando el
timón hacia la derecha y la embarcación, lógicamente, viraba en sentido
contrario. No hubo forma de que se familiarizara. A pesar de su tenacidad,
acabó resignándose y cediendo su turno al siguiente novato. Yo me mantenía en
una especie de anonimato. Aunque sabía cómo debía hacerse, temía no pilotar la
nave con la necesaria habilidad. Cuatro pares de ojos me juzgarían. Por extraño
que parezca, ninguno de los otros dos colegas (un chico y una chica) se
desenvolvió lo suficientemente bien como para confiarle el timón, pues no todo consistía
en dar gas hacia adelante, hacia atrás y virar, sino saber cómo tomar las olas
para que la embarcación no volcase, tal como nos había indicado nuestro
instructor. Para mí era pura intuición, pero permanecía callado como un muerto.
Hasta que no quedó otro voluntario y me tocó el turno. Recuerdo que mi jefa me
nombró como si yo fuera el último e inevitable recurso, interpretando,
seguramente, que mi falta de voluntariedad era sinónimo de inutilidad. A los
cinco minutos quedé nombrado “capitán de la nave”, por mi pericia.
» Por último, ya a mediados de los noventa,
durante un curso para directivos en el que se complementaba las sesiones
académicas con actividades sociales de obligado desempeño, me vi en la tesitura
de participar en una competición de tenis de mesa por parejas. La pareja
ganadora tendría el honor de competir con los campeones mundiales de esa
especialidad, dos suecos que nos maravillaron con sus increíbles piruetas más
propias de un espectáculo circense. Yo solo había practicado ese juego en muy
contadas ocasiones y siempre en familia, en plan nivel básico. Si bien nadie de
los contendientes era un experto jugador, por los comentarios deduje que se
desenvolvían con mucha soltura y que practicaban con frecuencia. Presentía que
mi pareja de juego acabaría odiándome y yo haciendo el ridículo. Tras sudar la
camiseta un mogollón, llegamos, mi compañero y yo, a los octavos de final. Un
resultado más que honroso. Mi pareja de juego, alertada previamente por mí de
mi incompetencia, no solo no me odió, sino que me felicitó. Todavía no sé cómo
pude hacerlo. Será que los milagros existen.
Estos
son solo tres ejemplos que tuvieron un final satisfactorio para mí. Hay algunos
más que ejemplarizan mi naturaleza autodidacta, y otros seguramente con
finales muy distintos. Si he mentado estos no es para sacar pecho (lo cual iría en contra de mis principios) sino porque me han quedado grabados a
fuego y por su significación con respecto al tema de esta reflexión.
En el
otro extremo, el ocupado por quienes no saben o no quieren reconocer sus
limitaciones y no temen hacer el ridículo porque simplemente no tienen desarrollado
ese sentido, están los que, por ejemplo, se presentan a un concurso de talentos
como Got Talent o Factor X, o a un
casting para un programa-concurso musical como Operación Triunfo, algo que he
tenido ocasión de observar recientemente y que ha disparado mi deseo por
escribir esta entrada.
Una
cosa es no estar a la altura del nivel de exigencia de un jurado para que el
candidato sea admitido en un concurso tras presentarse a un casting, al igual
que cuando un estudiante obtiene una calificación de seis cuando se exige un
mínimo de un ocho para poder entrar en una determinada Facultad. En ambos casos
el aspirante ha demostrado una calidad aceptable pero insuficiente para el
objetivo que persigue. Pero otra cosa muy distinta es hacerlo estrepitosamente
mal, sin siquiera alcanzar un uno en la escala del cero al diez. ¿Cómo puede
alguien creer que canta bien y se presenta a un casting cuando en realidad
canta como una almeja? ¿Acaso tiene problemas auditivos? ¿No se escucha, no se
da cuenta de cuánto desafina? ¿Nadie ha sido capaz de decirle la verdad, de devolverle
a la realidad?
Ante
hechos como los que he relatado, es fácil constatar cuán subjetiva, y traidora,
es la autoestima. Un exceso puede conducir a quien la disfruta ─o la padece,
según se mire─, al fracaso cuando por fin se da de bruces con la cruel
realidad, cuando alguien se atreve a decirle a la cara lo inútil, o no apto,
que es para tal o cual cometido. Otra cosa es la exageración de las propias
cualidades con objeto de llamar la atención y conseguir una oportunidad o un
empleo. Hay quien cuando en su curriculum
vitae pone “inglés: nivel medio” significa que sabe decir poco más de una o
dos frases con sentido, y “conocimientos de informática a nivel de usuario” que
sabe encender el ordenador y abrir y guardar un documento de Word. Aun así, la
exageración también puede llevar al fracaso, pues cuando se descubra la verdad,
que ha falseado su CV, se corre el riego de que a uno le den una patada en el
trasero, a menos que sea político, claro. Siempre he creído que en el término
medio está la sensatez. No hay que pasarse tres pueblos ni quedarse demasiado
corto.
Acabo
esta entrada sin poder afirmar si los que lucen y practican una autoestima
exagerada, que es lo mismo que un ego exacerbado, acaban triunfando en la vida
o se estrellan estrepitosamente. Del mismo modo que nunca sabré cómo me habría
ido si hubiera tenido más confianza en mí mismo. Puede parecer ridículo ─ya que
inútil sí que lo es─ pensar en ello a estas alturas de mi vida, pero es que me sigo quedando perplejo cuando veo hacer lo que para mí es un ridículo espantoso
a alguien que está convencido que es un artista de tomo y lomo. Lo dicho:
misterios de la naturaleza humana.