domingo, 24 de octubre de 2021

Verdad o mentira

 


Siempre he dicho que una de las habilidades que caracterizan a un político y a cualquier personaje poderoso, tanto más desarrollada cuanto más alto es el cago que ocupa, es saber mentir con total descaro y, de ser necesario, vehemencia. Con su don de gentes y dominio de la falacia, distorsionan, en el mejor de los casos, la verdad o bien convierten una falsedad en verdad. Ah, y otra aptitud sine qua non: no mostrar jamás vergüenza ni arrepentimiento cuando se les pilla en una mentira y en cualquier fechoría.

No es algo actual, pero sí muy reiterativo y diría que cada vez más notorio. Ante cualquier acusación de una probada mala conducta e incluso delito grave, no dudan, ni por un momento, en defender con uñas y dientes su inocencia, a sabiendas de que, efectivamente, han cometido la falta de la que se les acusa.

Estoy de acuerdo en que debemos respetar la presunción de inocencia mientras no haya pruebas irrefutables de su culpabilidad. Pero ¿se puede apelar a esa presunción cuando las pruebas son aplastantes?

Y yo me pregunto: ¿Cómo son capaces de mentir tan descaradamente, haciéndose los ofendidos y reclamando su derecho a la honorabilidad cuando saben a ciencia cierta que son culpables? Aún recuerdo a Iñaki Urdangarín, compareciendo ante los periodistas que se apiñaban tras una valla ante el juzgado de Palma de Mallorca donde iba a ser interrogado por los supuestos delitos de malversación, tráfico de influencias, fraude y varios delitos fiscales, afirmando, alto y claro, que iba a aclarar la verdad y defender su honor [sic]. Y así una larga serie de personajes, tanto empresarios, artistas, arquitectos y políticos, tanto de derechas como de izquierdas, e hijos o nietos de, que han arramblado con dinero o propiedades que no les pertenecían, que han sobornado o se han dejado sobornar a cambio de mucho dinero, que han ocultado sus ingresos millonarios, defraudando a Hacienda —que, según se dice, somos todos—, que han invertido en paraísos fiscales a través de empresas fantasma u Offshore, o actuado como testaferros. Por desgracia, la lista de corruptos es cada vez más larga, tanto como la de sus corruptelas. 

Lo más curioso, a mi entender, es que siendo todos gente supuestamente inteligente, ¿acaso no saben que tarde o temprano se acabarán descubriendo sus tejemanejes y fechorías, que hoy día todos los trapos sucios acaban saliendo a la luz? Pero a medida que van apareciendo nuevas pruebas irrefutables, siguen defendiendo su inocencia, argumentando equívocos y negando lo evidente, hasta incluso que la firma que aparece en esos documentos tan comprometedores que se les muestra como prueba no es la suya. Hay quien incluso, en un derroche de cinismo, ha dicho estar dispuesto a colaborar con la Justicia para aclarar los hechos y demostrar su inocencia.

Y cada día aparecen nuevos casos de corrupción, cuyos protagonistas se llenan la boca de mentiras que quieren hacer pasar por verdades, tomándonos por tontos. Ante ello, uno se ha vuelto tremendamente desconfiado. Y es que esos comportamientos fraudulentos no solo se dan en el ámbito de las altas esferas, sino que han traspasado las fronteras hacia lo mundano, lo cotidiano, afectando al pueblo llano. Cada día aparecen nuevas formas de engañar a la gente honrada, y cada vez con medios más sofisticados.

Ha llegado un momento en que ya no sabemos lo que es verdad o mentira.

 

jueves, 14 de octubre de 2021

Sanidad pública, Sanidad privada

 


Se ha hablado mucho, sobre todo al inicio de la pandemia, de nuestra Sanidad pública, calificándola como la mejor de Europa. No niego que tengamos los mejores especialistas en los grandes hospitales españoles, los cuales disponen de la más avanzada tecnología, pero ¿qué sucede en los centros de salud y en los hospitales comarcales?

Los que hemos optado, desde hace muchos años, a la sanidad privada, mediante una mutua médica, lo hemos hecho principalmente para evitar las largas listas de espera que deben sufrir los pacientes que acuden a la pública, y a otras ventajas como la menor masificación, un mejor trato y disponer, en caso de hospitalización, de una habitación individual, mucho más cómoda, tanto para el ingresado como para los acompañantes.

Pero no es oro todo lo que reluce y hace tiempo que vengo observando que los centros médicos privados también adolecen de bastantes de las incomodidades que uno pretendía evitar. El trato es muchas veces igual, el tiempo de espera para conceder una cita cada vez se alarga más, y la calidad de los profesionales es, a veces, muy deficiente.

Entonces, ¿para qué pagamos una cuota —que aumenta con la edad del abonado— si no recibimos la atención requerida?

Siempre he creído que en esta vida cualquier cosa, por mala o muy buena que sea, tiene su lado positivo y su lado negativo, respectivamente.

Y como no hay nada mejor que los ejemplos reales, os voy a contar mi experiencia personal reciente.

Muchos de vosotros —por lo menos los que me seguís— sabéis que me detectaron un cáncer de mama cuatro días antes de Navidad. Muchos fueron los que me recomendaron acudir al Instituto Catalán de Oncología (ICO), centro conocido también como Hospital Durán i Reynals, el hospital oncológico de referencia en Catalunya. La duda estaba echada. ¿Acudir a ese centro público o a uno privado que me cubriera la mutua? Estoy seguro de que, con la pandemia en plena efervescencia, si me hubiera inclinado por el ICO todavía estaría esperando turno, pues, según me informaron en ese hospital, para ser atendido debía primero acudir a mi médico del ambulatorio, el cual debía hacer un informe detallado, adjuntando todas las pruebas diagnósticas. Por esas fechas, los centros de salud eran entes virtuales a los que no podías acudir presencialmente y el contacto telefónico casi siempre resultaba infructuoso.

En paralelo, solicité visita en el Hospital Universitario General de Catalunya, por ser el centro al que solíamos acudir por proximidad y en el que he sido atendido en multitud de ocasiones. Quienes leísteis mi entrada del mes de febrero, que titulé Diario de un paciente atribulado, sabréis que la primera cita disponible era el 12 de enero, así que debía esperar tres semanas para ser atendido por un especialista. Gracias a la proactividad y diligencia de mi mujer, pude ser atendido el día 30 de diciembre en otro hospital del grupo Quirón, el Hospital Universitario Dexeus. Con este cambio me ahorré dos semanas de espera e incertidumbre.

Con esto quiero indicar que recurrir a la privada, la atención resulta mucho más rápida que con la pública, pero que incluso dentro de la atención médica privada hay diferencias significativas entre centros.

En otra ocasión, esta mucho más reciente —finales de julio, principios de agosto—, sufrí un cólico nefrítico, con constantes vómitos —algo que nunca había experimentado en mis anteriores episodios—, por lo que acudí al servicio de urgencias del mencionado Hospital Universitario General de Catalunya, nuevamente por su proximidad a nuestro domicilio. Debo decir que en la fase de triaje —visita previa para la clasificación de prioridades— fui atendido con bastante celeridad, pero cuando, tras entregar una muestra de orina, me recibió el médico de turno, este solo me confirmó que, efectivamente, tenía un cólico nefrítico. ¿Para eso había acudido a urgencias, para que me dijera lo que ya sabía? Lo único positivo de esa visita fue que me recetó un antiemético que detuvo los vómitos a la segunda toma. Cuando le sugerí si podían realizarme una ecografía, para ver dónde estaba alojado el cálculo, me dijo que no era posible, que para ello se debía esperar a que pasara el episodio agudo, cosa que luego supe que era falso. Simplemente quiso quitarse de encima un engorro diagnóstico que —debió pensar— elevaría el coste del servicio. El caso es que, al cuarto día de sufrimiento, fui al servicio de urgencias del Hospital Universitario Dexeus y allí me resolvieron sin demora el problema. Me hicieron un análisis de sangre y me inyectaron, por infusión, un antiespasmódico y relajante muscular y a continuación un potente analgésico, y entre infusión e infusión, me practicaron un TAC, que demostró que había una notable dilatación del uréter —el conducto que sale del riñón y desemboca en la vejiga urinaria—, lo que demostraba que lo había atravesado un cálculo, pero que no había rastro de él. Y no lo había porque el susodicho ya estaba en la vejiga y acabé por expulsarlo allí mismo.

Por lo tanto, dos centros privados, ambos pertenecientes al mismo grupo empresarial, con un trato y eficacia totalmente opuestos.

No sabría decir si todo es cuestión de suerte por parte del paciente o de disciplina por parte del profesional sanitario. Me da miedo pensar que nuestra salud dependa de si el médico que nos atiende está por la labor o no.

Volviendo a la sanidad pública, hace tan solo unos días, mi hija menor tuvo que acudir el servicio de urgencias del hospital de Martorell, un hospital de la comarca del Baix Llobregat, cercano a su domicilio. La fase preliminar del triaje fue bastante rápida, pero el tiempo de espera hasta ser atendida por un médico fue de varias horas. Mientras tanto, la sala de espera repleta de pacientes, uno de ellos sufriendo un dolor muy intenso y que llevaba esperando cuatro horas. Cuando por fin mi hija fue llamada a consulta, la médica que la atendió no supo diagnosticar su dolencia, se limitó a recetarle paracetamol y recomendarle que, si al día siguiente seguía con la misma sintomatología, acudiera a su centro de salud.

Creo que con estas experiencias podríamos afirmar que la medicina privada gana a la pública.

Pero, recurriendo al refrán que tanto me gusta y que dice que cada uno cuenta la feria según le va, me gustaría saber si estáis de acuerdo con lo aquí expuesto o si la “feria” a la que acudisteis mereció la pena y os han quedado ganas de repetir.

Así pues, ¿por cuál votáis, por la Sanidad pública o por la privada?