Siempre he dicho que una de
las habilidades que caracterizan a un político y a cualquier personaje poderoso,
tanto más desarrollada cuanto más alto es el cago que ocupa, es saber mentir
con total descaro y, de ser necesario, vehemencia. Con su don de gentes y
dominio de la falacia, distorsionan, en el mejor de los casos, la verdad o bien
convierten una falsedad en verdad. Ah, y otra aptitud sine qua non: no mostrar
jamás vergüenza ni arrepentimiento cuando se les pilla en una mentira y en
cualquier fechoría.
No es algo actual, pero sí muy
reiterativo y diría que cada vez más notorio. Ante cualquier acusación de una
probada mala conducta e incluso delito grave, no dudan, ni por un momento, en
defender con uñas y dientes su inocencia, a sabiendas de que, efectivamente,
han cometido la falta de la que se les acusa.
Estoy de acuerdo en que
debemos respetar la presunción de inocencia mientras no haya pruebas
irrefutables de su culpabilidad. Pero ¿se puede apelar a esa presunción cuando
las pruebas son aplastantes?
Y yo me pregunto: ¿Cómo son
capaces de mentir tan descaradamente, haciéndose los ofendidos y reclamando su
derecho a la honorabilidad cuando saben a ciencia cierta que son culpables? Aún
recuerdo a Iñaki Urdangarín, compareciendo ante los periodistas que se apiñaban
tras una valla ante el juzgado de Palma de Mallorca donde iba a ser interrogado
por los supuestos delitos de malversación, tráfico de influencias, fraude y
varios delitos fiscales, afirmando, alto y claro, que iba a aclarar la verdad y
defender su honor [sic].
Y así una larga serie de personajes, tanto empresarios, artistas, arquitectos y
políticos, tanto de derechas como de izquierdas, e hijos o nietos de, que han
arramblado con dinero o propiedades que no les pertenecían, que han sobornado o
se han dejado sobornar a cambio de mucho dinero, que han ocultado sus
ingresos millonarios, defraudando a Hacienda —que, según se dice, somos todos—,
que han invertido en paraísos fiscales a través de empresas fantasma u
Offshore, o actuado como testaferros. Por desgracia, la lista de corruptos es cada
vez más larga, tanto como la de sus corruptelas.
Lo más curioso, a mi entender,
es que siendo todos gente supuestamente inteligente, ¿acaso no saben que tarde
o temprano se acabarán descubriendo sus tejemanejes y fechorías, que hoy día
todos los trapos sucios acaban saliendo a la luz? Pero a medida que van
apareciendo nuevas pruebas irrefutables, siguen defendiendo su inocencia,
argumentando equívocos y negando lo evidente, hasta incluso que la firma que
aparece en esos documentos tan comprometedores que se les muestra como prueba no
es la suya. Hay quien incluso, en un derroche de cinismo, ha dicho estar
dispuesto a colaborar con la Justicia para aclarar los hechos y
demostrar su inocencia.
Y cada día aparecen nuevos
casos de corrupción, cuyos protagonistas se llenan la boca de mentiras que
quieren hacer pasar por verdades, tomándonos por tontos. Ante ello, uno se ha
vuelto tremendamente desconfiado. Y es que esos comportamientos fraudulentos no
solo se dan en el ámbito de las altas esferas, sino que han traspasado las
fronteras hacia lo mundano, lo cotidiano, afectando al pueblo llano. Cada día aparecen
nuevas formas de engañar a la gente honrada, y cada vez con medios más
sofisticados.
Ha llegado un momento en que
ya no sabemos lo que es verdad o mentira.