miércoles, 24 de diciembre de 2014

Otro cuento de Navidad


Felipe era un tipo raro según los cánones sociales. No le gustaba la Navidad. ¡Qué digo! Odiaba la Navidad y toda la parafernalia pre y post-navideña, por no hablar de la insoportable Noche Vieja, con la consabida retransmisión de las doce campanadas y el inevitable atragantamiento con alguna uva rebelde.

Hacía algunos años que Felipe huía de todas estas celebraciones, refugiándose en algún hotel caribeño o de algún país lejano donde, para empezar, no hiciera frío, de modo que ni tan siquiera la temperatura ambiente le recordara que el invierno había llegado y, con él, esa absurda celebración de masas.

Pero tal fórmula no le había servido de mucho pues allí donde iba, algo o alguien le recordaban que estaba en plena época de buenas intenciones, de mejores palabras y de gran hipocresía. El árbol de Navidad, un Santa Claus de pacotilla, las cancioncitas pegadizas, la típica cuenta atrás, los sorbos de champán y las risas ebrias que solo son una tregua fugaz a la envidia y a la enemistad con las que conviven esos mismos sujetos el resto del año, le evocaban todo aquello que más detestaba. Ni su encierro en la habitación del hotel de turno durante los instantes álgidos de tal efervescencia comunitaria le resultaba lo suficientemente aislante, pues el jolgorio que tenía lugar en el restaurante o en la sala de fiestas era de tal magnitud que llegaba, perfectamente audible, hasta sus atormentados oídos.

Por lo tanto, ese año había tomado una sabia decisión: se aislaría de todo ese bullicio y disfrutaría de un largo y tranquilo retiro en un recóndito lugar donde nada ni nadie perturbara sus largas y tranquilas vacaciones de invierno. Leería, daría largos paseos, quizá pescaría alguna trucha, dormiría hasta saciarse de descanso y, ¿por qué no?, escribiría un diario como hacía de niño, un diario en el que dejaría constancia de todos sus pensamientos y su más que fundada aversión a esa Navidad impuesta por una sociedad consumista que cubre de una pátina de tradición y religiosidad su verdadera naturaleza materialista.

Solo el ajado calendario de pared, que halló en la cocina de la fría y vieja vivienda que le acogería durante su retiro voluntario, le recordaría el paso de los días y así podría poner fin, puntualmente, a su retiro físico y mental, una vez traspasada la barrera del año nuevo, ese que todo el mundo deseaba que fuera próspero y feliz pero que sería otro más de los muchos que llevaba soportando.

Y en esa situación de soledad se hallaba Felipe cuando la segunda noche de estancia en aquel apartado lugar, la de Nochebuena, mientras leía aquel libro que no había forma de terminar, alguien llamó a la puerta. Extrañado por tan insólita intromisión, preguntó, con una voz que se negaba a salir de sus temerosas cuerdas vocales, quién llamaba a esas horas tan intempestivas.

-Soy tu muñeco de nieve –oyó que le contestaban desde el exterior.
-¿Cómo? –fue todo lo que pudo decir Felipe ante tan absurda afirmación.
-Sí, tu muñeco de nieve –insistió aquella voz desconocida-. Anda, abre y te convencerás.

Con una vieja y herrumbrosa escopeta de caza en las manos, que había encontrado en el desván y que no debía haber disparado cartucho alguno desde muchos lustros atrás, Felipe abrió, despacio y con extremada cautela, la puerta y lo que vio le dejó boquiabierto. Ante él, había, efectivamente, un muñeco de nieve en toda regla, con una raída bufanda alrededor del grueso cuello, un gorro de lana en su testa, una zanahoria como nariz, dos castañas a modo de ojos y con una tosca pipa de madera colgando de lo que pretendía ser una boca.

-¿Me vas a dejar pasar o esperarás a que me derrita cuando salga el sol? –le dijo el muñeco en un tono de impaciencia.
-Pero… pero… pero… -era todo lo que pudo articular un Felipe atónito antes de restregarse los ojos dos o tres veces por si lo que veía era una alucinación o un sueño del que debía despertar.
-Vaya hombre –le dijo el hombre de nieve-, ya sé que han pasado muchos años pero creía que, aun así, te acordarías de mí.

Y como Felipe seguía pasmado y plantado ante la puerta sin moverse un ápice, el muñeco le hizo a un lado con suavidad y entró en la estancia donde una carcomida mecedora mantenía en su regazo un voluminoso libro abierto.

-Perdona mi intrusión, ya sé que no deseas ser molestado en estas fechas pero tu conducta no me ha dejado otra salida –le dijo su visitante nocturno-. Y ahora permíteme que tome asiento pues soy ya muy viejo y no me gusta hablar de pie y mucho menos si lo que tengo que decirte va para largo.
 
 
El sol salía por el horizonte cuando aquella inesperada visita salía por la puerta dejando a Felipe sentado en la vieja mecedora con cara triste y ojos llorosos.

-¡Cómo no le reconocí! –se dijo en voz alta-. ¡Si lo hice con mis propias manos! Aun recuerdo la cara de satisfacción de mi padre al verme en el jardín de casa, carreteando nieve de un lado a otro y amontonándola junto al enorme castaño para que al muñeco que iba a construir no le diera el sol y se conservara entero hasta el año nuevo.
¡Qué Navidades aquellas!. Qué lejos quedan y qué solo me siento después de la muerte de mis padres, la de mi único hermano y el divorcio. Qué feliz fui hasta que el infortunio vino a visitarme. Cómo odio ver la felicidad y la esperanza, aunque sean efímeras, aunque solo duren unos pocos días, en la cara de mis compañeros, de mis vecinos, del mundo entero.

Todavía faltaba una semana para el Año Nuevo. Todavía no era demasiado tarde –pensó-. No podía perder ni un minuto más. Y sin más demora, Felipe fue a por una pala, se sumergió en el frío del crudo invierno y, en la blanca explanada que presidía la fachada de la casa, empezó a echar paladas de nieve junto a uno de los abetos que la circundaban.

Al cabo de dos horas, sudoroso y exhausto, se sentó bajo el porche de la entrada y contempló, satisfecho, el resultado de su trabajo.

-No eres el mismo pero te pareces bastante y has ganado con el cambio. La bufanda es casi nueva, el gorro de lana también; en lugar de una zanahoria y dos castañas, tienes un kiwi por nariz y dos mandarinas por ojos y en lugar de una pipa te cuelga de la boca un cigarrillo electrónico. ¿Qué más quieres? Los tiempos cambian. Y yo también.

Y sin esperar respuesta alguna, Felipe entró en la casa, encendió el hogar y miró desde la ventana su muñeco de nieve con nostalgia y alegría a la vez, esperando que no se derritiera y aguantara, como mínimo, hasta el día de Año Nuevo.

Fue a por su diario que, sin estrenar, esperaba sobre la mesilla de noche y se dispuso a escribir en él la historia de su vida pasada, presente y futura.
 
 
 

lunes, 15 de diciembre de 2014

Generaciones



Nací para vivir. Puede parecer una perogrullada pero no lo es. Nací muerto, me dijeron. Al menos así lo creyeron mis padres y la propia comadrona que atendió el parto.

Me dejaron, amoratado y sin respirar, sobre una sábana, creyéndome muerto, sin siquiera haberse percatado que era un niño, el primero después de dos niñas.

Y solo, sin ayuda ajena, volví a la vida, si es que la había realmente dejado. Solo, empecé primero a moverme tímidamente, luego a gimotear y finalmente a gritar, como si quisiera regañar a quienes me daban la espalda con la tristeza pegada a la cara y en el alma.

Tenía que vivir y aun no sé muy bien porqué. Por lo menos, no sé si he tenido una misión que llevar a cabo y, por tal motivo, algo o alguien me reanimó.

Nacemos, nos reproducimos (la mayoría) y morimos, como cualquier ser vivo. Vista de este modo, la vida es como una novela, construida en tres partes: introducción, nudo y desenlace. Yo ya he completado las dos primeras y solo deseo que pasen muchos años hasta llegar al punto y final de la historia.

Cuando nació mi primera hija, inicié la segunda parte del libro de mi vida, dio comienzo una nueva generación que hoy la forman dos chicas ya en la edad adulta. Hasta hace muy poco, me preguntaba si habría y si vería una tercera generación en nuestro hogar.

Hoy he recibido respuesta a la primera duda: mi hija mayor me hará abuelo. Ahora solo falta una respuesta a la segunda: si viviré lo suficiente para verlo. Solo serán treinta y dos semanas de espera y todavía soy lo suficientemente joven, pero, de todos modos, esta espera, llena de inquietud y, a la vez, de ilusión, se me hará muy larga. Soy tan impaciente…

Si nací para vivir, quiero vivir para ver nacer y crecer a mis nietos y/o nietas, lo/las que van a formar una nueva generación, la tercera, ahora mismo, en casa. Una cuarta, dudo mucho que pueda verla pero quién sabe. Mis padres llegaron a ser bisabuelos, ¿por qué yo no?

Si los dos momentos más emotivos de mi vida fueron los nacimientos de mis hijas, espero poder disfrutar de nuevos instantes tan felices como aquellos, al contemplar la carita, enrojecida, hinchada o arrugada, de los bebés que verán la luz antes de que la mía se apague.
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Tanka no. 5


Bella es la vida
Como el río que fluye.
Con limpias aguas,
Lavo mi corazón
Para mejor vivirla.




viernes, 28 de noviembre de 2014

Hojarasca


Una imagen no siempre vale más que mil palabras, de la misma forma que no siempre inspira idénticas emociones. Donde uno ve tan solo un tronco caído en medio del bosque, otro ve un objeto digno de una fotografía artística, otro piensa en el motivo por el cual aquel árbol, viejo pero robusto, ha perdido parte de su cuerpo y otro, en fin, quizá solo vea algo útil para sentarse. Todo depende de la imaginación y sensibilidad del observador.

Esta mañana, paseando a mi perro, he caminado per una senda cercana cubierta de hojarasca, una alfombra de hojas muertas de distintos tonos y colores, como un mosaico de cerámica. No era un tapiz espectacular pues los colores no eran muy variados: un blanco grisáceo tirando a argénteo (que suena más poético), un amarillo que los que entienden de eso denominan ocre (que quizás queda mejor) y un marrón chocolate con leche (que resulta más original). Entremedio, el verde de la hierba todavía con vida, lucía con timidez.

Esta imagen, esta hojarasca, propia del otoño, cuántas veces la habrán visto ojos como los míos y pisado pies como los míos desde que los arboles han ido desnudando sus ramas y quizá nadie ha reparado en ella de la forma como yo lo he hecho esta mañana, cuando empezaba a clarear.

Habitualmente no presto mucha atención al suelo que piso, pues soy un despistado; sencillamente quería evitar pisar los excrementos de otros perros que frecuentan la zona. Pero esta mirada de precaución, tan práctica como prosaica, me ha hecho pensar, de pronto, en algo muy evidente pero que no siempre tenemos en cuenta: que la naturaleza, viva y muerta, forma parte de nuestro entorno natural, de nuestra vida; que, a la vez, todos formamos parte de esta naturaleza y que, como las hojas muertas, acabamos convirtiéndonos en humus, abono o energía que servirá para salvaguardar la vida en este pobre, maltratado, planeta nuestro.

No sé muy bien porqué hoy, precisamente, he tenido estos pensamientos a partir de esa imagen. Quizás la reciente pérdida de un ser querido hace que haya visto más cerca la fragilidad y la esencia perecedera de nuestra existencia, el ciclo de la vida. Las hojas muertas ha sido, seguramente, la imagen de la vida fugaz, de la vida que llega a su término. Hasta he sentido pena por las hojas que un día fueron verdes y que ahora, esparcidas por el suelo, esperan su transformación final.

A partir de ahora, creo que pisaré la hojarasca de los caminos y de las calles con un respeto casi reverencial.


martes, 25 de noviembre de 2014

Casualidad o causalidad



Este tema es algo recurrente en mí. Desde siempre, o al menos desde que cumplí la mayoría de edad intelectual, me ha intrigado la diferencia, si la hay, entre casualidad y causalidad, entre lo fortuito y lo motivado por una especie de plan vital.

Schopenhauer señala que cuando uno llega a una edad avanzada y evoca su vida, ésta parece haber tenido un orden y un plan, como si la hubiera compuesto un novelista. Acontecimientos que en su momento parecían accidentales e irrelevantes se manifiestan como factores indispensables en la composición de una trama coherente. Eso es lo que denomina Eduardo R. Zancolli el misterio de las coincidencias.

¿Cómo podía imaginarme yo, por ejemplo, el giro que iba a dar mi vida cuando estaba sentado en uno de esos mullidos sillones del hall de una empresa farmacéutica, esperando a ser entrevistado por su director técnico? Si, en aquel momento, una vocecita me hubiera dicho al oído “aquí, justo encima de tu cabeza, en el piso de arriba, trabaja una chica que se llama Roser” le hubiera contestado “bueno, ¿y qué?”. Años después, recordando ese momento, me asaltó la duda existencial que siempre me ha acompañado, la de si realmente existen las casualidades o hay una causa para todo o, por lo menos, para lo realmente importante.

Hace tan sólo unos días leí una de las muchas frases anónimas que uno lee por ahí y que me gustó de forma especial porque me hizo pensar en lo que acabo de referir y que decía así: “Nadie se cruza en tu camino por casualidad y tu no entras en la vida de nadie sin ninguna razón”.

Si desde el día en que conocí a Roser, hoy mi mujer, rebobino hasta el momento en el que todo empezó, cuando decidí estudiar Ciencias Biológicas, pienso que el camino hasta encontrarla estuvo plagado de sucesos encadenados que no fueron fortuitos.

Con dieciséis años, cursando Preuniversitario, acabé decidiéndome a estudiar Biológicas tras haber descartado mis otras dos preferencias, Medicina y Farmacia, por ese orden, la primera por la gran responsabilidad que representaba tener en mis manos la vida de un ser humano, y la segunda por mi profundo desconocimiento de sus salidas profesionales que no fuera la de atender al público tras un mostrador.

Ya en el último curso de biológicas, habiendo elegido la microbiología como mi orientación profesional, se me presentó la oportunidad que andaba buscando para poner en práctica mis conocimientos académicos, sin cobrar ni un duro por ello, por amor a la ciencia y a mi formación, al saber por boca de un compañero y amigo de clase que marchaba a cumplir el servicio militar, debiendo dejar, por un tiempo, su plaza de voluntario en el Instituto de Investigaciones Pesqueras (hoy Instituto de Ciencias del Mar). Al cabo de unos meses de haberlo sustituido, al licenciarme, en junio de 1974, pude optar a una beca financiada por el entonces en marcha Tercer Plan de Desarrollo impulsado por el Gobierno de la época, pero con la muerte de Franco dicho Plan no solo no se renovó en forma del anunciado Cuarto Plan de Desarrollo sino que fue finiquitado de un plumazo, quedándome yo sin plan y sin beca. Así que me vi en la necesidad de buscar nuevos horizontes y dos de ellos bien podían ser la industria farmacéutica y la alimentaria. El raudal de cartas ofreciéndome como microbiólogo tuvo su primer fruto en una oferta de una importante empresa alimentaria para ocupar el puesto que dejaba vacante una joven madre que había decidido dedicarse, en lo sucesivo, a las labores domésticas. Pocos días antes de mi incorporación, un cambio repentino de decisión por parte de la susodicha, me dejó en la estacada. No obstante, una nueva oferta vivo a sustituir la anterior y, en esta ocasión, una empresa farmacéutica fue la que me invitaba a engrosar su plantilla. Cuál sería mi sorpresa al comprobar que mi entrevistador y empleador era, ni más ni menos, que mi profesor de Bioquímica de tercero de Biológicas quien, al ver mi currículum, me reconoció y apostó por mí. Y quién me iba a decir a mí que allí conocería a la que hoy es mi mujer desde hace treinta y cinco años, casi tantos como los que hace que inicié mi andadura en la que ha sido hasta hace poco mi profesión.

Así pues, mi decisión por descarte hacia la biología mis aprensiones éticas y mi ignorancia, la de mi compañero y amigo de hacer el servicio militar normal al término de la carrera y no las milicias universitarias a lo largo de ella, la muerte del dictador justo antes de la renovación del Tercer Plan de Desarrollo, la decisión del Gobierno de no ejecutar un Cuarto Plan, dando al traste con los proyectos y becas a él asociadas, mi decisión de cambiar el rumbo de mi carrera hacia la empresa privada, que la joven de la empresa de alimentación a la que debía sustituir decidiera, a última hora, quedarse, el que una de mis solicitudes de trabajo cayera en manos de aquel profesor de bioquímica que todavía ejercía como tal en su tiempo libre y que consultó mi antigua ficha de alumno para comprobar si era merecedor del cargo que me iba a ofrecer, el haber sacado un notable alto en su asignatura y, finalmente, que en el turno del desayuno en la empresa en la que acabé incorporándome, coincidiera con una chica joven, guapa y soltera con la que congenié desde el primer momento, todo ello forma parte de mi vida pasada y presente.

¿Cuál de estas decisiones o sucesos (hay algunos más entremedio que he obviando para no extenderme más de la cuenta) fue la más importante? A bote pronto, diría que el haber cursado Ciencias Biológicas, pues de haber optado por otra carrera universitaria, no se hubieran dado las otras circunstancias, pero aun habiéndome licenciado en Biología, si todas y cada una de las sucesivas situaciones que he enumerado no hubieran tenido lugar, tampoco habría llegado al mismo fin de la historia.

Si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto, no habría conocido a mi actual esposa, probablemente me hubiera casado, o no, con otra mujer y habría tenido, o no, otros hijos. Pero, como dijo Schopenhauer, cuando miro atrás, parece que mi vida ha seguido un plan y que todo estaba escrito, predeterminado. ¿Casualidad o causalidad?

Sea como sea, ha sido un plan magnífico del que no me lamento, todo lo contrario, le aplaudo, sea quien sea el novelista que lo haya escrito.

jueves, 30 de octubre de 2014

Nuevas visitas a viejos lugares


A todos nos ha ocurrido alguna vez que un lugar que hemos visitado nos ha impactado de tal modo que nos marchamos con el deseo de volver algún día. Si el lugar, además, ha sido el escenario de una experiencia personal que ha dejado huella, entonces tendemos a idealizarlo y dotarlo de un protagonismo especial que intensifica dicho deseo.

Mencioné tiempo atrás lo que, en mi opinión, la nostalgia puede hacer a nuestra mente y a nuestra alma (distinguiendo lo puramente psicológico, propio del autómata que hay en nosotros, de lo anímico, de la parte más sensible de nuestro yo). La nostalgia desmesurada puede ser peligrosa, especialmente cuando deviene tan obsesiva que nos retrotrae una y otra vez al pasado, a una etapa o momento de nuestra vida en que fuimos felices, magnificando los hechos y su trascendencia, impidiéndonos vivir y disfrutar plenamente del presente.

Si todo, o casi todo, lo acontecido en nuestra vida ha jugado un papel primordial para que ésta haya fluido en la dirección en que lo ha hecho, es lógico que valoremos y estimemos todas y cada uno de las vivencias positivas que han formado parte de nuestro bagaje vital y queramos reencontrarnos con ellas de uno u otro modo. Uno de esos reencuentros podría ser, por ejemplo, con personas y lugares de los que conservamos un recuerdo especial.

En mi caso, volver a lugares que me traen muy buenos recuerdos de la adolescencia y juventud, me han producido, en más de una ocasión, sentimientos contradictorios y quizá sea debido a esa idealización en la que incurrí cuando veía las cosas desde otro prisma y con otra intensidad. ¿Quién no recuerda su primer amor, a esa persona maravillosa de la que nos enamoramos perdidamente, como algo excepcional, poseedora de todas las cualidades y virtudes, la perfección personificada? ¿Tendríamos la misma percepción si nos encontráramos con ella de nuevo al cabo de veinte años?

Lo mismo me ocurre cuando vuelvo a un lugar en el que viví, siendo joven, una experiencia que, por su singularidad, ha permanecido imborrable en mi mente. No sé si la culpa de que ahora me resulte mucho menos emocionante la tiene mi corazón, que ha envejecido y se ha vuelto menos sensible, mis ojos, que ya no ven las cosas con el mismo brillo, o el ambiente, que se ha transformado con el paso de los años para vulgarizar aquello que tan hermoso me pareció.

Donde antaño había aquella pensión, familiar y entrañable, en esa calle tranquila, en cuya acera, por las noches, salíamos a tomar el fresco y a charlar bajo las estrellas, ahora hay un moderno y bullicioso hotel rodeado de tiendas, bares y supermercados que no cierran hasta las 22:00 horas y cuya contaminación lumínica ya no deja vez ese cielo tan estrellado.

Donde antes había, cerca del río, esa casa de campo que hacía las veces de merendero para los veraneantes y donde todas las tardes, resguardados del calor bajo una parra, degustábamos los embutidos de la zona acompañados de pan con tomate, deferencia de los dueños a sus clientes catalanes, ahora la ampliación de la carretera nacional ha barrido todo signo de su existencia.

Donde recordabas haber disfrutado de largos paseos por ese frondoso hayedo, que bordeaba la carretera de acceso al pueblo, ahora solo hay casas adosadas y, tras ellas, un polideportivo y un “pipi-can” pues los perros ya no pueden correr libres por el campo sino en recintos cerrados para ellos.

Donde había un prado floreciente de amapolas silvestres, ahora hay un aparcamiento de pago al aire libre, sembrado, aquí y allá, de latas de refrescos y desperdicios varios junto a una papelera desbordada de residuos.

Estos y muchos otros cambios, producto de una modernidad y un desarrollo mal entendidos, son los que te abofetean, devolviéndote a una realidad muy alejada de la de tus recuerdos, provocándote un suspiro de melancolía y resignación y tentándote a pensar en algo de lo que siempre abominaste: cualquier tiempo pasado fue mejor.

No creo en la veracidad absoluta de esta frase que Jorge Manrique  plasmó en “Coplas por la muerte de su padre”, y que se ha hecho muy popular con alguna que otra variante, pero sí creo que deberíamos respetar lo bueno y mejorar lo malo de tiempos pasados. Pero ello, claro está, es muy subjetivo. ¿Qué fue bueno? ¿Qué fue malo? Y aun más, ¿qué se entiende por progreso? Para mí, el concepto de progreso se basa en hacer que el estilo y calidad de vida vayan parejos y concilie los adelantos de todo tipo con el respeto a las personas, al medio ambiente, al paisaje, en evitar que las nuevas edificaciones afeen el entorno y contrasten grotescamente con el tipismo local y monumentos históricos, en preservar y restaurar la belleza natural del lugar y la estética original evitando la degradación producida por un urbanismo caótico que solo busca rentabilidad económica y la explotación incontrolada de los recursos naturales. El progreso y la vida en armonía con la naturaleza no tienen porqué estar reñidos; el progreso no solo debe ser tecnológico sino humanístico, conservando lo que, durante muchas generaciones, ha formado parte sustancial de un pueblo, de una gente y de un lugar.

Sin embargo, han sido muchas las veces que, visitando de nuevo lugares de gratos recuerdos, la satisfacción de reencontrarme con un pasado feliz se ha visto enturbiada por la ausencia de unas señales de identidad consustanciales con dichos recuerdos, que han dejado de existir, que han desaparecido porque nadie las ha considerado importantes y que ya son irrecuperables. Para los habitantes del lugar, que han vivido esa transformación paulatinamente, sin estridencias, esa ausencia quizá no sea tan evidente pero para el foráneo nostálgico como yo constituye una gran distorsión de lo que fue tan real tiempo atrás. A veces pienso que más vale evitar las nuevas visitas a viejos lugares.
 

Fotografía: Parte nueva de Ainsa (Huesca); Avenida Sobrarbe o carretera A138
 

miércoles, 15 de octubre de 2014

En todas partes cuecen habas y sálvese quien pueda


Hasta que no empecé a viajar al extranjero con cierta asiduidad, tenía la firme convicción, porque así la experiencia me lo confirmaba, que en España los retrasos en los medios de transporte, la lentitud y la conducta negligente en el servicio al público eran un distintivo exclusivo de nuestro país con aires tercermundistas. Cuántas veces no sentí vergüenza al oír a un ciudadano extranjero quejarse de todo aquello que no fueran las tres eses de la, entonces, marca España: Sun, Sex and Sangría (sol, sexo y ya saben ustedes lo que es la sangría).

Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que esos países supuestamente perfectos, de donde procedían esas voces críticas, no lo eran tanto. Serían mejores en muchas cosas pero, aun así, estaban muy alejados del tópico y creencias populares. Me di cuenta también que muchas veces, la desinformación y los prejuicios hacia un país como el nuestro que, merecidamente o no, se había ganado una cierta impopularidad, distorsionaba la realidad y exageraba ciertos estereotipos, como cuando me preguntaban dónde y durante cuánto tiempo hacía la siesta en el trabajo.

Me di cuenta, asimismo, que esas voces críticas hacia algunas costumbres y defectos de casa ajena no lo eran o no lo eran tanto en casa propia. Así, mientras que nuestros visitantes escupían sapos y culebras ante un (inaceptable, desde luego) retraso de un vuelo de Iberia, por ejemplo, estos mismos ciudadanos permanecían impasibles en la sala de embarque de un vuelo retrasado de SAS en Copenhage, de KLM en Amsterdam o de SABENA en Bruselas, sin pedir explicación alguna, demostrando así, supongo yo, su forma civilizada de comportarse y su serena convicción de que si había un problema, aunque nadie se hubiera dignado a informarles del mismo, es que éste era inevitable y justificado.

En campo contrario, no solo he tenido que sufrir retrasos sino muchos otros inconvenientes tanto por falta de diligencia como de corrección, como la pérdida del equipaje en varias ocasiones, el trato desdeñoso de los representantes de la Compañía aérea que debía resarcirme por la pérdida de un vuelo, la conducta displicente de los agentes de seguridad del aeropuerto de Amsterdam que me retuvieron innecesariamente, solo por verme correr, haciéndome perder el vuelo, que evitaba perder, a Barcelona, o el comportamiento arrogante de los agentes de inmigración de Toronto cuando tuve que presentarme en la zona de llegadas del aeropuerto para recoger mi maleta extraviada porque no me podían garantizar el tiempo de entrega en el hotel donde me hospedaba, entre otros muchas despropósitos que he tenido que soportar.

Estas experiencias tuvieron lugar hace un puñado de años y podría pensarse que este tipo de negligencias ya no ocurren en la actualidad. Craso error. Mi reciente visita a Bélgica así lo ha confirmado.

Solo llegar a ese país amigo, sede de la mayoría de las instituciones europeas, la empleada de los ferrocarriles, a quien compramos el billete, nos indicó un trayecto para ir del aeropuerto de Bruselas a Brujas más largo del que amigos y la guía turística consultada nos habían recomendado y, lo que es peor, nos señaló la vía equivocada, por lo que por poco perdernos nuestro tren. A eso hay que añadirle el retraso de más de veinte minutos que sufrió el siguiente tren de enlace que nos debía llevar hasta nuestro destino. Por no hablar de la extrema lentitud con la que nos sirvieron en varios restaurantes, mediando más de media hora entre el primer y el segundo plato, el error al servirnos un plato que no era el que habíamos pedido (y no por un malentendido lingüístico) e incluso la poca simpatía con que fuimos generalmente tratados, especialmente en el norte del país. ¿Mala suerte? Posiblemente. ¿Mala conducta? Seguramente. Sea como sea, demasiados inconvenientes para solo cuatro días de estancia.

Pero si los fallos humanos me desagradan por la repercusión negativa sobre la comodidad personal y la calidad de un servicio por el que has pagado una cantidad nada despreciable, más me irrita el comportamiento egoísta o poco generoso de quienes deberían, o crees que deberían, ayudarte.

A mi edad, ya estoy bastante escarmentado y suelo fiarme poco de los demás, así que tiendo a espabilarme por mi cuenta, costándome mucho dejar en manos ajenas lo que quiero que salga bien y puedo hacer yo mismo (reconozco que es una lacra derivada de mi perfeccionismo enfermizo, que en el ámbito profesional me ha creado algún que otro inconveniente por no saber delegar lo suficiente). Pero a veces no hay más remedio que recurrir a la ayuda externa y es cuando uno comprueba la poca fiabilidad de quienes suelen preconizar que la unión hace la fuerza.

Mi primera experiencia en este campo fue a mis doce años, siendo Boy Scout, en donde el equipo y el compañerismo son algo sagrado. Por la edad a la que me remito, no puedo juzgar duramente el caso al que me referiré pero esta anécdota, ahora lejana y casi graciosa, no deja de ser un paradigma de lo que significa no pensar en los demás, en quienes dependen de ti. El segundo ejemplo, mucho más cercano en el tiempo, es menos anecdótico y más significativo por venir de personas adultas y supuestamente educadas. Pero vayamos por partes.

La experiencia juvenil tuvo lugar unas semanas después de la riada en el Vallés Occidental, en septiembre de 1962, y que causó casi un millar de víctimas en esa comarca y alrededores. La agrupación de Boy Scouts de mi colegio organizó una salida a Sant Miquel del Fai, en el Vallés Oriental, donde exploramos unas cuevas que, a pesar de que la recientes inundaciones no habían afectado tanto esa zona, resultó que se hallaban anegadas de agua. Para mayor desgracia, yo me había olvidado la linterna en casa, por lo que tuve que servirme de la luz emitida por la de uno de mis compañeros del que no me separaba ni un momento. Cuando estábamos en lo más recóndito de la cueva, se oyeron voces de alarma y el grito lastimero de uno de los componentes de otra patrulla quien, según supimos más tarde, se había hecho una brecha en la cabeza al topar con una estalactita. Ante el vocerío que se organizó en la cueva (parecían mil voces gritando al unísono), mi grupo en pleno corrió hacia la salida dejándome solo, a oscuras y totalmente perdido en el interior de la gruta, por lo que tuve que apañármelas como pude, topando contra paredes y rocas que se interponían en mi torpe camino hacia una exigua claridad que indicaba la salida, cayendo dentro de una gran bolsa de agua, por suerte poco profunda, que me empapó de la cabeza a los pies (las botas chirucas tardaron días en secarse) y sin que nadie se disculpara por haberme abandonado. Así pues, ante una situación inesperada y un temor a lo desconocido, todos se dieron a la fuga sin pensar que con su conducta irreflexiva me dejaban tirado y en peligro.

La experiencia, digamos adulta, tuvo lugar muchísimos años después cuando, trabajando para una empresa norteamericana, me hallaba en la terminal del aeropuerto del Prat esperando la salida del vuelo que me llevaría al aeropuerto británico de Heathrow, donde debía tomar otro vuelo hasta San Francisco. El primer vuelo era operado por Iberia y el segundo por British Airways. Tan pronto como nos anunciaron que el vuelo de Iberia llevaba un retaso de unas dos horas, se formó un remolino que viajeros, inquietos y quejumbrosos, de entre los cuales sobresalió un norteamericano que, como yo y algunos pasajeros más, debíamos tomar el mismo vuelo de enlace hasta San Francisco.

En unos minutos, el yanqui se erigió en líder de una revuelta, congregando al grupo de pasajeros que, como él, perderíamos nuestro vuelo de conexión a San Francisco. Como, lógicamente, sus protestas no consiguieron que la compañía, o quien fuera el responsable del retraso, solventara la demora que irremediablemente nos condenaba a perder nuestro enlace, optó por azuzar al grupo de afectados con un repetitivo e incansable stick together, stick together, indicando así la necesidad imperiosa de hacer piña ante esa eventualidad y no separarnos bajo ningún concepto pues insistía, en buena lógica, en que al llegar a Heathrow sería mucho más fácil que nos reubicaran en otro vuelo cuantos más fuéramos los reclamantes.

Yo, confiando en esa posibilidad (por aquel entonces todavía no había perdido mi virginidad ingenua), me tranquilicé pensando que un líder como aquel encabezaría la marcha de afectados hacia el mostrador de la British Airways y que, de un modo u otro, volaríamos a San Francisco sin tener que perder veinticuatro horas y pasar la noche en algún hotel londinense. Pero sólo llegar a Healthrow y abrirse las puertas del avión, una desbandada humana se precipitó hacia la terminal y con un mudo sálvese quien pueda todos, empezando por el norteamericano que lideró la revuelta, desaparecieron en un santiamén y yo, situado en las últimas filas, por mucho que corrí, me quedé sólo ante el peligro y, al cabo de unas horas, en una habitación de un hotel de la periferia del aeropuerto.

Niños o adultos niños, egoístas o irreflexivos, qué más da; el caso es que, en estas dos historias, todos obraron de forma similar, unos involuntaria e inconscientemente, como niños que eran, y otros interesada y deliberadamente, solo pensando en su provecho, lo que les hace especialmente perversos.

Así pues, creo que el comportamiento egoísta, incívico, negligente o irresponsable, es decir el mal comportamiento, no entiende de edades, de épocas ni de fronteras. En todas partes, ante un problema que afecta a un colectivo reducido, en lugar de “la unión hace la fuerza” se aplica el “sálvese quien pueda”, porque, de hecho, “en todas partes cuecen habas”.
 

 

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Qué es un tipi?


En otro de mis viajes a Suecia para “disfrutar” de una semana de “ejercicios espirituales” como acabé llamando a esas reuniones de trabajo en las que, de paso, trataban de infundirnos coraje ante las adversidades laborales, alentarnos a perseverar en nuestros objetivos y a saber negociar ante negociadores rebeldes, pude invitar a una de mis colaboradoras para, de este modo, motivarla y recompensarla por su buen hacer dándole esa oportunidad para integrarse en el grupo internacional. Así que, por una vez, no fui solo aunque no por eso sufrí menos.

En esta ocasión, el lugar elegido fue la región de Dalarna, al noroeste de Estocolmo, en un hotel a las afueras de Idre, una localidad cercana a Noruega y que hasta el siglo XVII había pertenecido a ese país. Nuestro lujar de alojamiento era un típico hotel rústico de montaña a unos cientos de metros de las pistas de esquí y de un tele-arrastre inactivo esperando su momento de gloria en pocas semanas. Todavía no hacía mucho frío y no había nevado, así que el ejercicio al aire libre que nos tenían preparado, como actividad social, no debería representar ningún reto físico y prometía ser un paseo bucólico por los montes en compañía de unos jóvenes guías que nos ilustrarían sobre la flora y la fauna del lugar. “Con un poco de suerte quizá podremos ver algún reno”, nos dijeron. Comimos carne de reno a espuertas y creo que incluso bebimos leche de reno pero lo que se dice verlos, no vimos un espécimen ni por asomo. La flora no es que fuera muy exuberante pues todo era monte bajo, algún que otro arbusto y poco más, y parecía que la fauna se había declarado en huelga y que sólo funcionaran los servicios mínimos pues los únicos seres vivos que vimos fueron unas pocas aves sobrevolando la zona a gran altura.

El día de la salida campestre amaneció soleado. Tras el desayuno, nos citaron en la sala de reuniones para darnos las instrucciones sobre vestimenta y calzado y comunicarnos la distribución en grupos, grupos de cinco o seis personas que acabarían contendiendo en un concurso de habilidad y de trabajo en equipo. En cada grupo habría la figura del líder a quien el resto de integrantes le deberían obediencia. “Espero que no me toque el papel de líder”, me repetía mientras iban repartiendo la lista con los grupos. Pero tan pronto eché una ojeada al papel que me tendieron, vi que mi nombre figuraba como tal en un grupo del que también formaba parte Törn Björn Johansson, nuestro estimado director internacional. Sólo me faltaba eso, tener que mandar a mi superior. Vale, ya sé que no era mandar de verdad, sino jugar a mandar, pero aun así me resultaba violento. Un hombre tan serio acatando mis órdenes. ¿Órdenes? Pero ¿qué le iba a ordenar, tanto a él como a los demás? Sé que me lo tendría que haber tomado como un divertimento, sin darle más importancia y usar sencillamente el sentido común pero, qué le vamos a hacer si yo era así de… no sé ni cómo calificarme. Siempre preocupándome por todo, por guardar las formas, por resultar competente a los ojos de los demás. Si me hubiera tomado las cosas de otro modo, hubiera disfrutado mucho más de la vida en general y de esa salida al monte en particular.

El grupo que me tocó liderar estaba formado por cuatro personas sin contarme a mí: Óscar, el holandés, Claudia, la guapa alemana, Törn, el gran jefe, y un sueco, cuyo nombre no recuerdo, al que no conocía, y que no encajaba con el prototipo nórdico, por lo vivaracho y menudo que era.

Tras la reunión informativa, nos encontramos todos frente al hotel dispuestos para la marcha y con atuendo cómodo, menos mi compañera mexicana con la que había cantado a dúo, años atrás, en el castillo de Tistad, que apareció con unos zapatos de tacón alto para andar por las cumbres. No será que en su país no tienen montañas, pensé. Tras recibir la oportuna censura de los guías, tuvo que aceptar unas botas prestadas por el hotel, una o dos tallas mayores a la suya, lo que le confirió un ridículo porte patoso y un humor de perros.

Al llegar a la cumbre, tras una hora de marcha, escuchando a ratos los comentarios de la guía que nos había tocado, hablando de la flora y la fauna autóctona, vimos a lo lejos una cordillera de montañas que, según nos dijo, formaban una frontera natural con Noruega. La vista panorámica que se abrió ante nosotros me dio una momentánea sensación de libertad, permitiéndome aspirar un aire frío, seco y puro que, al cerrar los ojos, me transportó a mil kilómetros de allí. Pero unas voces vinieron a devolverme a la realidad para volver a contemplar un paraje que se me antojaba triste e inhóspito.

Nos reunieron para indicarnos las actividades que debíamos llevar a cabo antes del almuerzo: montar un Tipi (¿Un Tipi? ¿Qué coño es un Tipi?), hacer fuego con la única ayuda de un palito de madera o pedernal y yesca, a nuestra elección, pescar con ayuda de una caña y un hilo, hacer pan a partir de algo parecido a la harina y hacer café al estilo de la abuelita y el calcetín. Todo estaba dispuesto. En un círculo de unos doscientos metros de diámetro estaban nuestras bases de operaciones con los bártulos desparramados por el suelo, entre los que sobresalían unos palos de unos tres metros de altura y una lona para construir nuestro Tipi, que ahora ya sabía que era esa tienda india que todos hemos visto en las películas del oeste, una piel de vaca o becerro como alfombra, y unas bolsas donde encontraríamos todo lo necesario para el resto de actividades manuales. Ah, y se me olvidaba, al término de toda esa frenética actividad cronometrada debíamos componer una canción e interpretarla. Y todo ello sería valorado por un jurado que por la noche entregaría el premio al equipo que más rápido y mejor hubiera trabajado.

Hicimos lo que pudimos. Excepto Óscar, que se presentó voluntario para hacer de pescador furtivo (ni siquiera me atreví a imponerles a cada uno un papel en esa comedia), el resto nos dedicamos a hacer de todo un poco. Mis dotes de mando brillaron por su ausencia. ¿De qué me había servido haber sido alférez en la “mili”? En aquella ocasión me las compuse bastante bien y ahora, en cambio, no lograba meterme en el papel de mando seguramente por falta de interés. ¡Qué fracaso!

Al cabo de un par de horas, Óscar apareció con las manos vacías (al menos no era el único que había fracasado) pero tan tranquilo, el Tipi ya estaba concluso y se sostenía en pie, el pan era obviamente incomible y el café se podía beber disimulando la cara de asco. Ya sólo faltaba la cancioncilla y en eso el menudo y simpático sueco resultó ser un aceptable trovador. Se inspiró en una tradicional canción sueca para ponerle una letra en inglés, que fue puliendo con ayuda de Óscar y Claudia (Törn y yo no abrimos la boca hasta que estuvo lista) y que dio por resultado una copla aceptable. Con todo, las caras del jurado, tras el examen, no auguraban nada bueno pero habíamos cumplido con nuestro deber y eso era lo que contaba. Ahora sólo faltaba el almuerzo y volver a los cuarteles para descansar hasta la hora de la cena de gala.

El almuerzo me recordó mi época de Boy Scout. Sentado en un terraplén, con el culo húmedo y dolorido, con el plato haciendo equilibrios en mi regazo, el vaso en el suelo, comiendo un estofado de reno, y casi tiritando pues el cielo se había encapotado y el aire soplaba cada vez más frío y con más fuerza, contaba los minutos que faltaban para dar por concluida la excursión. Tras un café medianamente bebible y un ponche no sé de qué pero que al menos nos ayudó a entrar en calor, nos dirigimos, monte abajo, hacia el hotel. Si la ida había sido ordenada, la vuelta fue casi una desbandada, un sálvese quien pueda, ni grupos ni orden, y dejamos a los pobres guías más solos que la una y sin siquiera agradecerles su amable colaboración. Adiós monte, adiós.

¿Qué decir de la cena? Nadie sabía dónde sentarse pero al final se fueron formando grupitos según afinidades. Yo no encontraba un lugar en el que pudiera sentirme a gusto y cuando lo encontraba, el asiento ya estaba ocupado. Hasta que oí la voz de Frédérique, mi colega francesa, que me llamaba y me ofrecía sentarme frente a ella en la cabecera de la mesa que daba al escenario que habían montado y en el que un showman polifacético animaría el cotarro y donde se haría la entrega del premio al mejor equipo. Esa proximidad me resultó incómoda pues ya me veía saliendo al escenario como voluntario forzado para cualquier cosa que se le ocurriera al animador.

Pero me equivoqué, aunque solo en parte porque en su última actuación, el humorista-mago-músico-cantante nos invitó a Frédérique y a mí, por ser la pareja que tenía más a mano, a bailar un vals que él interpretó con ayuda de un acordeón. Afortunadamente, la alegría reinante en la sala hizo que más de una pareja se añadiera al baile y, de este modo, pasáramos un poco más desapercibidos. Mientras bailaba pensaba sobre lo que hay que hacer para no ser mal visto y seguirle la corriente a los de arriba (véase mi entrada “Nunca tuve que ponerme un esmoquin”, en mi blog “Retales de una vida”, del 11-07-2013).

No recuerdo en qué consistió el premio. Creo que sólo fue un diploma al mejor grupo. Sí recuerdo que uno de los miembros del grupo ganador fue mi colaboradora, la cual tampoco se lo pasó muy bien pero, como todos, optó por el disimulo.

Hace unos meses almorcé con ella y hemos rememorado esa experiencia. No pudo aportar mucho más de lo que he contado sobre esa excursión. Lo que sí me dijo, y que yo no recordaba en absoluto, es que en una ocasión, durante el mitin, en la que me hizo notar que no bebía suficiente líquido (algo habitual en mí), le contesté, un poco cabreado, que cómo quería que bebiese si no tenía ni siquiera tiempo para mear (con perdón). Eso significa que el mitin debió de ser durillo. Resulta curioso que no recuerde algo así. Será que la mente procesa algunos recuerdos de tal modo que solo mantiene en activo lo que se sale de lo normal, lo que no es rutinario. Y es que en esa época, y hasta que abandoné la vida laboral, la tensión, el incordio y las contrariedades eran pura rutina.
 
 

 

viernes, 26 de septiembre de 2014

En un lugar de Suecia de cuyo nombre no puedo acordarme



Por razones de trabajo, he debido viajar mucho o más bien debería decir mucho más de lo deseado. Y es que los viajes por business no son iguales a los que se hacen por pleasure, que es lo que solían preguntar los oficiales de inmigración en los aeropuertos cuando exhibías el pasaporte. Además, casi siempre me ha tocado viajar solo, lo cual era un verdadero “coñazo” pues ya se sabe aquello de que las penas compartidas son menos penas.

La empresa en la que tuve que viajar con más frecuencia fue una farmacéutica sueca con Central en Estocolmo y varios centros de investigación en Lund y Gotemburgo, motivo por el cual Suecia es un país al que he viajado en numerosas ocasiones. Había dos tipos de viajes: los de corta, los más, y los de larga duración, estos últimos motivados por los mítines internacionales que tenían lugar con una periodicidad anual y que son los que me han dejado más recuerdos, no por los temas tratados en ellos, por supuesto, sino por la parte lúdica que casi siempre nos tenían reservada sus organizadores.

Al poco de incorporarme a esa empresa, tuve que asistir a mi primer mitin internacional, de una semana de duración, y que, según he podido deducir de mis pesquisas en Internet, bien podría haber tenido lugar en una zona rural a las afueras de Nyköping, junto al mar Báltico. Lo que sí recuerdo perfectamente es que tuvo lugar un mes de enero y a temperaturas de varios grados bajo cero. Eso solo se les puede ocurrir a los suecos. Del lugar donde nos alojamos, puedo decir que era una antigua mansión convertida en hotel y en donde, según sus propietarios, estuvo recluida durante un tiempo Greta Garbo, cuyas estancias nos mostraron pues las conservaban tal y como las dejó antes de marcharse a los Estados Unidos para vivir retirada de la vida pública hasta su muerte. Así pues, según mis pesquisas, podría tratarse del castillo de Tistad, Tistad Castle o Tistad Slott, como también se le conoce, aunque ese nombre no me es familiar ni las imágenes que he encontrado me han resultado concluyentes. Claro que han transcurrido más de veinte años y todo cambia y mi forma de verlo seguramente también.

Recuerdo, eso sí, una gran explanada rectangular rodeada por una zona boscosa y que en la entrada de acceso a esa planicie, donde nos dejó el autocar que llevaba al grupo de asistentes desde el aeropuerto de Arlanda, había una edificación moderna de una sola planta que albergaba la recepción y las salas de reuniones. Recuerdo con toda nitidez haber caminado, con la maleta a rastras y tambaleándose (ella y yo) sobre la nieve helada, cual pista de patinaje, un largo trecho hasta el Castle (castillo), como así me indicó una fría (temperamentalmente, se entiende) recepcionista cuando le pregunté dónde estaban las habitaciones, dejando a cada lado de la larga explanada una hilera de cabañas de madera, las típicas cabañas suecas de color rojo, que, al parecer, se alquilaban a modo de bungalows. Recuerdo, cómo no, el cuchitril que resultó ser mi habitación: una percha por armario, una cama estrecha bajo un techo inclinado que formaba la escalera del ala izquierda del edificio, donde estaba el alojamiento para los clientes, las exiguas dimensiones del habitáculo, el minúsculo baño sin plato de ducha ni cortinas y cuya pendiente en el pavimento dirigía el agua hacia un agujero practicado en uno de los rincones, el enchufe en el techo y que sólo encontré por casualidad, al mirar hacia arriba en búsqueda de auxilio divino, y en donde pude enchufar mi máquina de afeitar dando saltos, la ventana sin cortinas, por donde solo entraba la luz del sol unas pocas horas al día, y, finalmente, la hipócrita respuesta (una de las muchas a la que uno se ve obligado a dar cuando se halla en terreno ajeno) cuando se me preguntó por la opinión que me merecía ese alojamiento tan “especial”.

Y recuerdo especialmente la copa de bienvenida en un regio salón, del siglo XVII o XVIII, sosteniendo un servidor una copa largo tiempo vacía y tratando de confraternizar con mis nuevos y hasta entonces desconocidos colegas, hasta que una especie de cuerno de caza me sobresaltó de tal manera que la copa casi me salta de las manos. Al girarme para ver de dónde procedía aquel estruendo, vi a una especie de lacayo ataviado a la antigua usanza que reclamaba nuestra atención para dirigirnos unas palabras de bienvenida, a voz en cuello, e invitarnos a pasar al comedor.

Y también recuerdo ese comedor, rústico y primitivo, con largas mesas y bancos de madera, donde, entre plato y plato, un amable trovador, que resultó ser el lacayo del cuerno ahora ataviado de esta guisa, intentó amenizar la velada haciéndonos partícipes de sus cantos. Su repertorio era tan variado que, con sólo preguntar la nacionalidad de cualquiera de los presentes, se lanzaba a cantar una canción típica de su país e invitaba al elegido comensal a acompañarlo a dos voces. Cada vez que se acercaba a mi banco, yo eludía su mirada para evitar, de este modo, que se fijara en mí pues como cantante soy un verdadero desastre y no porque me falte oído o sentido de la entonación sino porque mis cuerdas vocales se niegan a seguir los dictámenes de mi cerebro. Aun así, no pude evitar lo inevitable. Cuando oí la típica pregunta de where are you from (de dónde eres o es, pues en inglés no se diferencia el tuteo), esta vez dirigida a mi persona, sin pensármelo dos veces le contesté from Morocco (de Marruecos), a ver si de esa manera me lo quitaba de encima al dejarle sin opción musical pues difícil sería que también tuviera en su repertorio canciones de la zona del Magreb. Pero los colegas de mi alrededor, los muy traidores, me delataron gritando from Spain, from Spain. Y el buen trovador, sin pensárselo dos veces, se arrancó con un "Cucurrucucú paloma". Yo ni siquiera sabía la letra y, según argumenté en mi defensa, se trataba de una canción mejicana, no española, aunque ya suponía que aquello no me serviría como excusa. Menos mal que mi colega mexicana, que estaba precisamente sentada frente a mí, acudió como alma caritativa a socorrerme y se ofreció a cantar conmigo y así mi voz quedó totalmente oculta tras su vozarrón al más puro estilo mariachi.

¿Qué más recuerdo de esa estancia? Por extraño que parezca, no recuerdo mucho más, solo imágenes sueltas. No sé si se debe a que los continuos viajes y mítines llegaron a convertirse en algo tan rutinario que dejaron de entrañar una novedad para mí y cuyos recuerdos el tiempo ha ido diluyendo indefectiblemente. También será que el cerebro es muy selectivo al evocar antiguas experiencias pues ahora mismo me vienen a la memoria otras anécdotas, algunas mucho más claras que esta, y que quizá algún día me decida a contar.
 
 
 

viernes, 19 de septiembre de 2014

Quien calla no siempre otorga


Llevo demasiado tiempo callando y eso puede hacer creer que estoy de acuerdo con lo que leo en ciertas redes sociales sobre Catalunya, los catalanes y, en particular, sobre  la independencia, el derecho a decidir, el referéndum y todo lo relacionado con el llamado proceso soberanista.

He tenido que callar mi opinión para no herir susceptibilidades, cosa que no han tenido en cuenta quienes sueltan amarras y se lanzan a calumniar, difamar, distorsionar la realidad, ridiculizar a los partidarios de una opción que, aunque no guste a muchos, es perfectamente lícita en una sociedad democrática. Y es que hay gente que difunde informaciones malintencionadas, sin ningún criterio, sin contrastarlas con otras fuentes más imparciales, menos partidistas, porque, simplemente, les gusta lo que oyen y leen y les interesa creer y hacer creer a los demás cualquier información, dato o comentario favorable a sus posiciones intolerantes. Del mismo modo que no hay más ciego que el que no quiere ver ni más sordo que el que no quiere oír, yo añadiría que no hay más ignorante que el que no quiere conocer la verdad.

Hasta ahora había callado ante los constantes insultos e improperios lanzados sobre un país, mi país, unas gentes, mis gentes, y una cultura, mi cultura porque, en primer lugar, siempre he aplicado el refrán que dice que “a palabras necias, oídos sordos”, porque para entrar en una discusión, la que sea, hay que estar muy bien preparado para rebatir cualquier argumento, por insensato que sea, con datos incontestables, y como uno siempre cree que no lo sabe todo, prefiere callar para no ponerse a la altura de la insensatez del oponente, y, por último, porque cuando los comentarios hirientes proceden de supuestos amigos o conocidos con los que, hasta entonces, mantenías una buena relación, no quieres estropearla entrando en disquisiciones que, desgraciadamente, no pueden acabar bien porque, como ya decía en mi post del 30 de noviembre de 2013, “Temas prohibidos”, en este país se puede hablar de todo, de absolutamente todo sin que nadie se escandalice, excepto de nacionalismos.

Y es que parece que, en este asunto, no hemos avanzado un ápice desde hace siglos. Ya Quevedo, en el siglo XVII, escribía (1)  “Son los catalanes aborto monstruoso de la política”. También se le atribuye florituras como la siguiente: “En tanto que en Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra” y así un sinfín de improperios repletos de un odio visceral cuyo origen no he logrado conocer. Pero no es, ni mucho menos, el único ejemplo de una época en la cual las publicaciones de este estilo tenían un papel muy destacado. Es un modelo de anti-catalanismo que ha continuado a lo largo de los siglos hasta trasladarse, incluso, a las ondas radiofónicas y otros medios de comunicación de hoy en día.

Pero es que muchos anti-lo-que-sea están basados sencilla y llanamente en la ignorancia, en su significado más literal, en el hecho de ignorar o querer ignorar, lo que es mucho peor, ciertas cosas que explicarían el por qué somos distintos y por qué sentimos lo que sentimos, la historia y cultura ancestral de nuestros semejantes. Y esta ignorancia, obviamente, solo se subsana culturalizando a nuestros niños y jóvenes, porque, desgraciadamente, los mayores ya son un caso perdido.

Para muestra de esa actitud ignorante (insisto en el sentido estricto del término), un botón: cuando viví en Madrid, por motivos de trabajo, mi hija mayor, entonces adolescente, nos refirió lo sorprendidas y extrañadas que quedaron unas compañeras de clase cuando, en respuesta a sus preguntas, les comentó que en casa solo hablábamos en catalán. O la de veces que mi mujer y yo (y me consta que otros muchos catalanes en idéntica situación) tuvimos que oír de boca de nuestros vecinos y amigos: “no parecéis catalanes”, indicando con ello que éramos abiertos y simpáticos, es decir “normales”. Ante ello, callábamos por educación y prudencia, limitándonos a esbozar una ligera sonrisa resignada.

En los dos años transcurridos desde aquella famosa Diada del 11 de septiembre de 2012 en la que una cantidad ingente de catalanes (no entraré en la guerra típica de cifras) salió a la calle para reclamar, entre otras cosas, la independencia tras la reiterada negativa del gobierno central de dotar a Catalunya de un pacto fiscal semejante al que existe hace años con Euskadi, y contra el que ningún español ha levantado su voz indignada, las cosas se han precipitado de forma vertiginosa de modo que si hace unos pocos años el independentismo catalán superaba poco más del 10%, ahora parece rondar el 40%. Y nadie, absolutamente nadie en la España supuestamente moderna y democrática se ha puesto a reflexionar sobre los motivos de tal cambio; solo se han limitado a fomentar e incrementar el anti-catalanismo que subyace en el corazón de muchos, demasiados, españoles.

Ante la argumentación de un agravio comparativo respecto a lo que ocurre en otras latitudes, dentro y fuera de España, léase IRA y ETA, la lucha política y armada en Irlanda y en Euskadi, el Sinn Fein y Herri Batasuna, el movimiento independentista vasco y catalán y, recientemente, el independentismo en Escocia y en Catalunya, siempre se ha alegado lo mismo: no es comparable. Y es cierto. Hay muchas diferencias entre cada uno de estos casos pero también hay similitudes.

Generalmente, a mí me gusta más ver las similitudes que las diferencias entre las personas, lo que nos une más que lo que nos separa, pero en el caso escocés y catalán, permitidme que haga una excepción y me centre en las tres diferencias que me resultan más significativas:

1) Los británicos no se han escandalizado ante la voluntad de los escoceses por votar para decidir su independencia del Reino Unido. Están en contra de la independencia pero aceptan democráticamente que sus congéneres escoceses deseen formar un estado propio.
2) El gobierno británico ha aceptado (a regañadientes) la voluntad y el sentir escocés y ha facilitado el referéndum para conocer la voluntad de sus amigos del norte (seguramente porque, además del talante democrático, preveían que ganaría el NO)
3) Ante la posibilidad de que pudiera vencer el SÍ, el gobierno británico intentó ganarse a los votantes independentistas con palabras de amor fraterno, tendiendo la mano, y ofreciendo un paquete de medidas encaminadas a mejorar sensiblemente su autonomía política y económica. Es decir, ha acabado cediendo a las reivindicaciones de los escoceses a cambio de mantenerse unidos.

¿Cuál es y ha sido, en cambio, el comportamiento del gobierno central español ante el desafío independentista catalán?

1) Una gran mayoría de españoles se ha rasgado las vestiduras, lanzando invectivas de todo tipo contra Cataluña y los catalanes, elevando todavía más el tono de las burlas, desprecios e insultos contra un pueblo que siempre ha demostrado su talante pacífico.
2) El gobierno español, ante las pretensiones soberanistas, no solo no ha intentado dialogar tratando de entender las causas que las han despertado sino que se ha valido del juego sucio, intentando ganar adeptos a su causa fuera de España y jugando al juego del miedo augurando toda suerte de desgracias y calamidades (todas ellas sin fundamento real) 
3) El gobierno español no solo ha declinado cualquier intento de aproximación sino que ha puesto en pie de guerra a todo un país amenazando con las represalias más dispares (anulando la autonomía, encarcelando a su presidente electo democráticamente, enviando las fuerzas del orden contra las posibles mesas electorales y otros disparates que solo apoyan los más déspotas e intransigentes), movilizando hasta al Fiscal General del Estado para defender, a cualquier coste, la indisolubilidad de la Patria, esa patria que no ha cambiado desde la época del imperio donde no se ponía el sol, en la que sigue predominando el carácter altivo y chulesco del conquistador y del hidalgo castellano.
 
Modernícense, señores y señoras, que la época de la inquisición ya pasó, cambien el eslogan de Una, Grande y Libre por algo más parecido al lema de la república francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad. En una España donde todos nos sintamos libres para expresar nuestras ideas, por absurdas que puedan llegar a parecer a algunos, sin temor a ofensas ni represalias, donde todos los ciudadanos seamos tratados igual y de forma justa y donde reine la verdadera fraternidad, fruto de la tolerancia y la comprensión, dudo que hubiera alguien que, por muchas diferencias históricas y culturales que quisiera esgrimir, lograra levantar los sentimientos nacionalistas y separatistas hasta los niveles que estamos viviendo. Es responsabilidad de nuestros políticos, intelectuales, enseñantes y hombres y mujeres de bien, abonar el terreno para que de la semilla de la cultura y de la tolerancia brote un árbol robusto en el que todas las ramas, unas más grandes y nudosas que otras, unas más gruesas y otras más delgadas, se alimenten de la misma savia y se desarrollen sanas y vivaces junto a sus vecinas sin que ninguna de ellas deba ser podada para fortalecer a otras.

Queridos lectores y lectoras, después de este desahogo personal e intransferible, volveré a callar cada vez que lea cometarios anti-catalanes pero que conste que, por el hecho de guardar silencio, no puede aplicarse lo de quien calla otorga. No quiero ser etiquetado como un rebelde sin causa cuando no se quieren reconocer las causas y, mucho menos, distanciarme emocionalmente de aquellos familiares y amigos que tengo fuera de mi querida Catalunya por los que siento un gran y sincero aprecio.

(1) La rebelión de Barcelona no es por el güevo ni es por el fuero. Francisco de Quevedo. 1640.

domingo, 24 de agosto de 2014

Irene


Lamento tener que abrir de nuevo, y antes de lo previsto, este cuaderno para anotar en él un hecho tan triste como el fallecimiento de un ser humano, con nombre y apellidos reales: Irene Aparici. La vida es un constante navegar por mares a veces calmos, a veces bravos y enfurecidos que se cobran vidas inocentes y esta es una de ellas.

La Irene a la que aquí me refiero no es la que conocí en mi adolescencia y a la que dediqué, hace poco más de un año, una entrada en mi blog, no. Esta Irene que ahora evoco no la llegué a conocer, ni ella me conoció aunque creo recordar que en una ocasión cruzamos un par de frases escritas, a lo sumo. No la conocí personalmente pero sé que fue una mujer fuerte y luchadora aunque finalmente haya perdido la batalla definitiva y haya dejado a sus familiares, amigos y conocidos sumidos en la más amarga de las tristezas.

Cuando supe de su enfermedad, leyendo los mensajes esperanzadores que le enviaban sus amigos de Netwriters, me sumé a ellos enviándole unas sencillas palabras de ánimo, unos comentarios que no recibieron respuesta por su parte. Pero a ella no se lo tuve en cuenta, no en esas circunstancias. Debió pensar que quién era ese desconocido, qué podía saber él lo que le ocurría, lo que sufría o lo que le angustiaba. Quizá nunca leyó mi mensaje. Quizá nunca reunió los ánimos suficientes para contestar a un perfecto desconocido.

Al poco, la vi en un vídeo, no recuerdo dónde, en una entrevista que le hicieron a raíz de haber publicado “mamá se va a la guerra” y recordé, a través de su coraje y sus ganas de vivir, a una amiga a la que años atrás se la llevó un cáncer de mama y a la que su fe inquebrantable no le salvó de dejar un viudo desconsolado y a tres huérfanos de corta edad que no entendían por qué su madre ya no estaba con ellos.

Pero a Irene le deseé una mejor suerte y cuando ya me había olvidado de su enfermedad, cuando creí que sus problemas de salud habían desaparecido, que se había recuperado, cuando solo me intrigaba no saber de ella y ver que su blog, al que visitaba casi a diario, no daba señales de vida desde hacía meses, fue entonces cuando, una vez más a través de terceros, supe que había perdido la batalla final y que se había ido para siempre. Para siempre, nunca jamás, qué términos más terribles cuando lo que indican es una pérdida irreparable de un amigo o de un bien tan preciado como la vida.

En momentos como estos, es cuando uno desea con todas sus fuerzas que exista otra vida, un más allá, otra dimensión que acoja la parte inmaterial, el espíritu, el alma, la energía, lo que sea, de aquellas personas a las que amamos y que siempre recordaremos.

A Irene Aparici no la llegué a conocer, pero me hubiera gustado.

No creo que pueda leer estas líneas pero voy a suponer, por un momento, que sí, ¿una paranoia, una ilusión, una verdad?

Irene: aunque te hayas ido de este mundo material, seguirás en la mente y en los corazones de tus seres queridos y mientras seas recordada seguirás viva. Descansa en paz.
 

jueves, 31 de julio de 2014

Este cuaderno se cierra... temporalmente

 
 
 


Este cuaderno de bitácora, en el que hasta ahora se han registrado treinta y siete entradas desde que se abrió por vez primera el once de noviembre del pasado año, se cierra temporalmente hasta que el capitán de esta modesta embarcación decida regresar de sus vacaciones, esos días libres que a todo marino le corresponden, aunque en este caso no trabaje por cuenta ajena.

Conozco al capitán desde hace muchos años y sé que allí donde recale para disfrutar de su merecido descanso, seguirá pensando en nuevas rutas que cubrir y nuevos puertos en los que atracar. Solo espero que, a su vuelta, esta nave, a la que ha cogido tanto cariño en tan poco tiempo y que, de momento, permanecerá en dique seco, esté nuevamente lista para navegar.

Entretanto, feliz verano y que el buen tiempo os acompañe.
 
 
 
 

miércoles, 30 de julio de 2014

Verano del 64 (Quinta y última parte)


El lunes 31 de agosto, muy temprano, cuando todos los inquilinos de la fonda todavía dormían, tomamos el mismo coche que nos llevó hasta Ainsa para regresar a casa. Íbamos, otra vez, mi madre y yo como únicos pasajeros pero no puedo recordar si hubieron más a lo largo del trayecto pues mi mente vagaba por otros derroteros y no era plenamente consciente de lo que sucedía a mi alrededor o quizá es que el cerebro solo retiene aquello que le causa impresión, sea buena o mala. De aquel viaje solo recuerdo el primer momento, cuando el coche cruzaba de nuevo el puente sobre el rio Ara pero en sentido contrario al de un mes atrás y yo, vuelto hacia la ventana trasera, veía como la fonda, la calle de nuestros juegos y todo a su alrededor se iba empequeñeciendo ante mis ojos, unos ojos empañados en lágrimas.

De aquellas vacaciones no conservo ningún recuerdo gráfico. Todas las fotografías que habíamos tomado con la vieja cámara que trajo consigo mi madre, se velaron por algún percance que no logramos entender, así que lo único que pudimos conservar fueron los negativos. Todo un carrete de película velada en la que apenas podíamos vislumbrar las siluetas y algún que otro rasgo de las personas que quisimos inmortalizar, entre ellas, la más importante para mí, Maite. Durante algunos meses, me contentaba con observar las instantáneas en las que aparecía, intentando reconstruir mentalmente sus facciones para mantenerlas impresas en mi memoria, una memoria que con el paso de los meses se iba debilitando hasta tal punto que para recordar su cara debía cerrar los ojos y esforzarme en visualizarla. 

No había día que no pensara en ella e imaginara cómo iba a ser el reencuentro y tan larga se hacía la espera que decidí escribirle una carta en la que, con todo lujo de detalles, le recordaba los momentos que habíamos pasado juntos, diciéndole lo mucho que pensaba en ella y que contaba los días para volver a verla. Envié esa carta como quien envía un botín que espera llegue raudo a su destinatario sano y salvo. La ilusionada espera de una respuesta se me hizo eterna pues pasaban los días y las semanas y en el buzón no aparecía ninguna carta con su remitente, una respuesta que nunca llegó.

En agosto del 65 no volveríamos a Ainsa y supe que eso sería así unos meses antes del ansiado momento, al término de una cena familiar a la que asistieron mi hermana mayor y mi cuñado. Como mi hermana estaba embarazada y salía de cuentas a mediados de julio, le pidió a mi madre que pasáramos con ella las vacaciones de verano en un apartamento que acababan de alquilar en un pueblo cercano de la costa. De este modo, la ayudaría con la criatura y, a la vez, le haríamos compañía, pues mi cuñado no podía tomarse vacaciones ese año. Mi madre, feliz ante la perspectiva de colaborar en el cuidado de su primer nieto, olvidó de un plumazo los planes que habíamos ido forjando durante casi un año sobre la vuelta tan esperada a aquel rincón de los pirineos de Huesca. Todos mis esfuerzos por hacerle cambiar de parecer cayeron en saco roto, al igual que mi desesperada y absurda propuesta de ir solo. Burlas, reproches y palabras de desaliento (nunca segundas partes fueron buenas) fue todo lo que obtuve por respuesta y el asunto quedó zanjado en unos minutos, ellos discutiendo los detalles de las próximas vacaciones y yo echado en mi cama hecho un mar de lágrimas. Rabia e incomprensión fueron mis inseparables compañeras cada vez que recordaba la promesa incumplida de mi madre, es decir cada día durante varios meses. Tiempo habría para comprender lo ilusorio de mi pretensión de acudir solo a la cita y la lógica que llevó a mi madre a optar por quedarse junto a su hija en su inminente etapa de madre primeriza. ¿Qué importancia podía tener la ilusión de un chaval por unas vacaciones en un pueblo de montaña ante la próxima maternidad de mi hermana y el cuidado cooperativo de un bebé que iba a alegrar a toda una familia? Lo que más me dolió fue el desdén que todos mostraron ante esa vana ilusión y es que nadie llegó a saber cuánto había significado para mí lo ocurrido el verano anterior. Por fortuna, las penas, sobre todo a esa edad, duran lo que uno deja que duren y terminan tan pronto como algo de igual o mayor envergadura aparece en el horizonte, como así habría de ser.

Unos meses después de aquel nuevo verano, recibimos una llamada telefónica de Tere, para saludarnos y decirnos que estaban en Barcelona pero que lamentaban no poder hacernos una visita debido a la apretada agenda de trabajo de su marido, a quien habían acompañado en un brevísimo viaje de negocios. Al término de la conversación, le comentó a mi madre, pues fue ella quien se puso al aparato, que Maite había recibido una carta mía, muy bonita por cierto, a la que no supo qué contestar. “Mamá, ¿qué le pongo?”, parece que fueron sus palabras. ¿Qué podía esperar, iluso de mí, de una niña de diez años? Aún así, ello me produjo un gran pesar y desengaño pues fue la revelación de que lo que sentí y viví aquel verano del 64 no había sido más que un bello sueño y que lo que Maite sintió por mí no fue más que lo que sospeché: una aventura infantil en unas vacaciones de verano.

De este modo terminó este episodio, con un desenlace que no fue el que yo hubiera deseado, pero que no pudo ser de otra forma, y sólo al cabo de los años lo comprendí. Poco podemos hacer para controlar la vida y los sentimientos. Por eso, la historia no tuvo el final feliz de los cuentos infantiles y mis sentimientos, afortunadamente, fueron cambiando con el tiempo, a medida que aquel niño-adolescente dejaba de existir. Ahora que lo he vuelto a recordar, todavía siento algo de pena por él y por cómo terminó aquel su primer amor, pero también guardo una dosis de gratitud pues creo que todo ocurre por algo y para algo. En este caso, debería agradecer al destino, a mis padres, a Josep o a quienes fueran los responsables, por haberme llevado a aquel lugar durante aquellas vacaciones que me hicieron sentir tan importante y tan feliz por primera vez en mi vida, aunque ello durara tan poco.

A Ainsa no volvimos ni ese verano ni al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Cuando volví por primera vez, habían transcurrido más de diez años y lo hice en compañía de unos amigos a quienes no conté lo allí vivido por mí años atrás, siendo un adolescente. Luego, he vuelto en varias ocasiones con mi mujer y mis hijas, y siempre que contemplo aquel pueblo, la fonda en la que estuvimos alojados (que ahora es un hotel de dos estrellas pero que mantiene el mismo nombre) y aquellos parajes, no puedo dejar de pensar en aquel maravilloso verano del 64.
 
 
 
 

martes, 29 de julio de 2014

Verano del 64 (Cuarta parte)


De la excursión al valle de Pineta guardo, grabado a fuego, el recuerdo de dos episodios, uno bueno y otro malo (como esos chistes de las dos noticias), que rememoraré por el orden en que sucedieron, el malo al principio y el bueno o, mejor sería decir, el más agradable, para el final. Pero vayamos por partes.

De camino hacia Pineta, nos encontramos con un campamento de la Organización Juvenil Española (OJE), una organización al estilo de los Boys Scouts pero con ideología y simbología franquista. Como los padres de Maite tenían un sobrino pasando las vacaciones en ese campamento, decidieron hacer un alto en el camino para hacerle una visita. Al identificarnos como parientes y amigos del muchacho, fuimos invitados a almorzar y, como si de un crucero de lujo se tratara, compartimos mesa con la “oficialidad”. Para mi desgracia, me tocó sentarme entre mi madre y el pater, el sacerdote castrense, y digo desgracia porque entre los dos sufrí el peor de los escarnios y sentí el peor de los ridículos, sobre todo por tener a Maite como testigo.

No sé si andaban escasos de recursos materiales o fue una maldita casualidad pero me quedé sin cuchillo, así que para cortar la carne que nos sirvieron sólo había dos alternativas, comer con las manos al más puro estilo medieval o, lo más apropiado dadas las circunstancias, pedir un cuchillo prestado y compartirlo con un alma caritativa, y quién mejor que mi propia madre para ayudarme en tal menester. Pero la reacción de mi madre fue de lo más inesperada y desconcertante pues, en lugar de pasarme el utensilio en cuestión, se puso a cortarme ella misma la carne en pedacitos como si de un niño pequeño se tratara. No hay lugar a dudas sobre las buenas intenciones de mi madre pero su forma, totalmente fuera de lugar, de demostrar su dedicación y amor materno-filial ante todo aquel auditorio sólo obtuvo una respuesta, la del pater, pues yo fui incapaz de articular palabra ante lo asombroso de la situación. La cosa fue más o menos así:

-Pero ¿no te da vergüenza que a estas alturas te tenga que cortar la carne tu madre? –dijo con el mayor de los desprecios y con una voz que debió oírse hasta el Monte Perdido.
-Yo… yo no le he dicho que lo hiciera, Ha sido ella que…-balbuceé sin hallar una respuesta mínimamente coherente.
-Sí, ella, pero será porque estás acostumbrado a que lo haga. ¡Aquí tendrías que quedarte un tiempo para aprender a comportarte como un hombre y no como un niño! –siguió bramando como si le fuera la vida en ello.
-Yo ya he estado en campamentos pues he sido Boy Scout en Barcelona durante dos años. –fue todo lo que se me ocurrió decir en mi defensa.
-¿Boy Scout? Esos son catalanistas, ¿no? Pues ya se ve lo que has aprendido, ya. Aquí sí que te enseñarían a comportarte.

En todo eso, mi madre permaneció muda y, por vez primera, no abrió la boca cuando precisamente más necesitaba de su intercesión. Seguramente debió sentirse tan o más avergonzada que yo por ser la culpable de aquel malentendido. Los demás no sabían qué decir ni dónde mirar, excepto Maite que me miraba con su sonrisa de complicidad como diciendo “vaya una que te ha caído”. Al ver su expresión comprensiva, me relajé un poco pues era la única persona allí presente que me importaba lo que pudiera pensar de mí. Pero las desgracias no vienen solas, pues el siguiente bochorno lo sufrí, al cabo de unos minutos, al beber de un cántaro que, por cierto, pesaba un montón.

Nervioso como aún estaba por el incidente con el pater, y sintiéndome todavía observado por él, pues debía querer comprobar si sería capaz de beber de un cántaro o bien se reafirmaba en su suposición de que yo no era más que un niñato, cogí el cántaro y lo levanté todo lo que pude tal como siempre había visto hacer. Tras haber decantado un buen chorro, que me inundó la boca y la garganta casi a punto de producirme la muerte por ahogamiento (debo confesar que nunca he sabido tragar un líquido con la boca abierta mientras sigue entrando más caudal, sea en cántaro, porrón, bota o lo que demonios sea), al bajarlo con el impulso propio del peso que tenía aquel cacharro di con él contra el borde de la mesa, obstáculo que frenó de golpe su descenso. Lo malo es que mi cabeza hizo el mismo recorrido hacia abajo pero ésta se topó con el cántaro y di con la frente en el pitón de ese maldito botijo y, ante la perplejidad de todos, un enorme y doloroso chichón hizo acto de presencia en cuestión de segundos. Maldije, por este orden, a  mi madre, al pater, al cántaro y a la madre que lo parió pero el daño ya estaba hecho y tuve que tragarme mi orgullo y hacer de tripas corazón para poder terminar la jornada de una forma lo más digna posible y deseando con todas mis fuerzas que el chichón desapareciera con la misma rapidez con que había emergido de la nada y, sobretodo, que Maite no me lo tuviera en cuenta y no perdiera de pronto toda la admiración y estima que sentía por mí.

La parte buena de ese día, sin duda la mejor, tuvo lugar cuando al volver de la excursión y poco antes de llegar a Ainsa, Miguel propuso descansar del largo viaje de vuelta y parar en Laspuña, un pueblecito que, construido sobre una peña de más de 700 metros de altitud, se erige como un mirador sobre el valle del Cinca.

Cansados y sedientos (y yo con el orgullo un poco lastimado todavía), nos sentamos en la terraza de un minúsculo bar a tomar unos refrescos y para charlar distendidamente sobre cómo habíamos disfrutado de nuestras vacaciones, que ya tocaban a su fin. La conversación discurrió, aproximadamente, del siguiente modo:

-Pues si tanto os ha gustado todo esto, ya sabes, tenéis que volver el próximo verano –le dijo Tere a mi madre-. Nosotros, desde luego, volveremos como lo venimos haciendo desde hace ya varios veranos, durante los meses de julio y agosto y algunas veces, como este año, hasta principios de septiembre.
-Sí que volveremos, sí. Nos lo hemos pasado tan bien que, desde luego, repetiremos –contestó mi madre con tanta determinación que tuve que reprimir un salto de alegría.
-Estupendo, pues ya nos escribiremos para no perder el contacto y para quedar para el próximo verano –añadió Miguel.

Aunque esas vacaciones estaban llegando a su fin y eso era, para mí, motivo de tristeza, con lo que acababa de oír, tenía, al menos, el aliciente de que al cabo de un año, por muy largo que se me hiciera, volvería a ver a Maite y eso ya era suficiente para soportar esos doce meses de espera.

En estos pensamientos andaba yo ocupado cuando oí mi nombre en boca de mi madre. Desvié mis ojos puestos hasta aquel momento en los de Maite para enfocarlos hacia los de mi madre y atender a lo que les estaba diciendo de mí, esperando que no me hiciera quedar mal pues con lo del campamento de la OJE ya había tenido más que suficiente. Pero no, muy al contrario, les estaba elogiando mis dotes como estudiante, que si sacaba tan buenas notas, que si dibujaba tan bien, que si iba a ser arquitecto y bla, bla, bla. Aunque sé que lo hacía movida por el orgullo de madre y por sus propias fantasías (ciertamente se me daba bien el dibujo y me encantaban los juegos de construcción pero de ahí a querer ser arquitecto había un abismo y, además, siempre he odiado las matemáticas), daba la impresión de que trataba de “venderme” como aspirante a la mano de su hija. A mí estas situaciones siempre me han avergonzado, pensando en qué dirán los demás pero, en esa ocasión, el comentario de Miguel me pilló desprevenido y por segunda vez en poco rato tuve que contener un brinco de alegría pues, mirándome sonriente, me dijo:

-Pues ya sabes, a estudiar mucho y a hacerte un hombre de provecho que, mientras tanto, que yo te la guardo –refiriéndose a Maite, a la que le guiñó un ojo.

Aquello ya era demasiado, no sólo volveríamos a vernos el próximo verano sino que, además, ¡podíamos acabar siendo novios de verdad! Pero esa euforia fue tan fugaz como el chasquido de unos dedos pues comprendí que lo que había dicho Miguel no era más que un comentario simpático sin más y, muy a mi pesar, se impuso la razón. ¿Cómo iba a ser cierto algo más propio de épocas en que las conveniencias sociales o económicas imperaban a la hora de concertar ese tipo de compromisos? –me pregunté. Así que, ya con los pies en el suelo, tuve que atenerme a la realidad y pensar, simplemente, a corto plazo, en el verano del 65.

Y como la conversación de los adultos ya estaba resultando tediosa, pedí permiso para dar una vuelta con Maite por los alrededores del bar y fuimos a contemplar la vista que desde un camino cercano, junto a un abrevadero, ofrecía aquel lugar sobre el valle.

Repito que me resulta difícil saber si una niña de diez años es capaz de enamorarse o, por lo menos, de sentir algo por un chico de catorce más allá de una simple atracción. Quizá lo que ocurrió en aquel recodo del camino fue para Maite como un juego más o quizá no. Lo que está claro es que, por nuestra diferencia de edad, difícilmente podíamos compartir el mismo tipo de sentimientos. Lo que para ella pudo ser, a lo sumo, un amor infantil, para mí fue un amor juvenil y, por lo tanto, mucho más intenso y duradero, y ese beso, tan breve y tierno, que nos dimos como despedida anticipada de aquel verano, hizo que olvidarla fuera ya del todo imposible.