El lunes 31 de agosto, muy temprano, cuando todos los inquilinos de la fonda todavía dormían, tomamos el mismo coche que nos llevó hasta Ainsa para regresar a casa. Íbamos, otra vez, mi madre y yo como únicos pasajeros pero no puedo recordar si hubieron más a lo largo del trayecto pues mi mente vagaba por otros derroteros y no era plenamente consciente de lo que sucedía a mi alrededor o quizá es que el cerebro solo retiene aquello que le causa impresión, sea buena o mala. De aquel viaje solo recuerdo el primer momento, cuando el coche cruzaba de nuevo el puente sobre el rio Ara pero en sentido contrario al de un mes atrás y yo, vuelto hacia la ventana trasera, veía como la fonda, la calle de nuestros juegos y todo a su alrededor se iba empequeñeciendo ante mis ojos, unos ojos empañados en lágrimas.
De aquellas vacaciones no conservo ningún recuerdo gráfico. Todas las fotografías que habíamos tomado con la vieja cámara que trajo consigo mi madre, se velaron por algún percance que no logramos entender, así que lo único que pudimos conservar fueron los negativos. Todo un carrete de película velada en la que apenas podíamos vislumbrar las siluetas y algún que otro rasgo de las personas que quisimos inmortalizar, entre ellas, la más importante para mí, Maite. Durante algunos meses, me contentaba con observar las instantáneas en las que aparecía, intentando reconstruir mentalmente sus facciones para mantenerlas impresas en mi memoria, una memoria que con el paso de los meses se iba debilitando hasta tal punto que para recordar su cara debía cerrar los ojos y esforzarme en visualizarla.
No había día que no pensara en ella e imaginara cómo iba a ser el reencuentro y tan larga se hacía la espera que decidí escribirle una carta en la que, con todo lujo de detalles, le recordaba los momentos que habíamos pasado juntos, diciéndole lo mucho que pensaba en ella y que contaba los días para volver a verla. Envié esa carta como quien envía un botín que espera llegue raudo a su destinatario sano y salvo. La ilusionada espera de una respuesta se me hizo eterna pues pasaban los días y las semanas y en el buzón no aparecía ninguna carta con su remitente, una respuesta que nunca llegó.
En agosto del 65 no volveríamos a Ainsa y supe que eso sería así unos meses antes del ansiado momento, al término de una cena familiar a la que asistieron mi hermana mayor y mi cuñado. Como mi hermana estaba embarazada y salía de cuentas a mediados de julio, le pidió a mi madre que pasáramos con ella las vacaciones de verano en un apartamento que acababan de alquilar en un pueblo cercano de la costa. De este modo, la ayudaría con la criatura y, a la vez, le haríamos compañía, pues mi cuñado no podía tomarse vacaciones ese año. Mi madre, feliz ante la perspectiva de colaborar en el cuidado de su primer nieto, olvidó de un plumazo los planes que habíamos ido forjando durante casi un año sobre la vuelta tan esperada a aquel rincón de los pirineos de Huesca. Todos mis esfuerzos por hacerle cambiar de parecer cayeron en saco roto, al igual que mi desesperada y absurda propuesta de ir solo. Burlas, reproches y palabras de desaliento (nunca segundas partes fueron buenas) fue todo lo que obtuve por respuesta y el asunto quedó zanjado en unos minutos, ellos discutiendo los detalles de las próximas vacaciones y yo echado en mi cama hecho un mar de lágrimas. Rabia e incomprensión fueron mis inseparables compañeras cada vez que recordaba la promesa incumplida de mi madre, es decir cada día durante varios meses. Tiempo habría para comprender lo ilusorio de mi pretensión de acudir solo a la cita y la lógica que llevó a mi madre a optar por quedarse junto a su hija en su inminente etapa de madre primeriza. ¿Qué importancia podía tener la ilusión de un chaval por unas vacaciones en un pueblo de montaña ante la próxima maternidad de mi hermana y el cuidado cooperativo de un bebé que iba a alegrar a toda una familia? Lo que más me dolió fue el desdén que todos mostraron ante esa vana ilusión y es que nadie llegó a saber cuánto había significado para mí lo ocurrido el verano anterior. Por fortuna, las penas, sobre todo a esa edad, duran lo que uno deja que duren y terminan tan pronto como algo de igual o mayor envergadura aparece en el horizonte, como así habría de ser.
Unos meses después de aquel nuevo verano, recibimos una llamada telefónica de Tere, para saludarnos y decirnos que estaban en Barcelona pero que lamentaban no poder hacernos una visita debido a la apretada agenda de trabajo de su marido, a quien habían acompañado en un brevísimo viaje de negocios. Al término de la conversación, le comentó a mi madre, pues fue ella quien se puso al aparato, que Maite había recibido una carta mía, muy bonita por cierto, a la que no supo qué contestar. “Mamá, ¿qué le pongo?”, parece que fueron sus palabras. ¿Qué podía esperar, iluso de mí, de una niña de diez años? Aún así, ello me produjo un gran pesar y desengaño pues fue la revelación de que lo que sentí y viví aquel verano del 64 no había sido más que un bello sueño y que lo que Maite sintió por mí no fue más que lo que sospeché: una aventura infantil en unas vacaciones de verano.
De este modo terminó este episodio, con un desenlace que no fue el que yo hubiera deseado, pero que no pudo ser de otra forma, y sólo al cabo de los años lo comprendí. Poco podemos hacer para controlar la vida y los sentimientos. Por eso, la historia no tuvo el final feliz de los cuentos infantiles y mis sentimientos, afortunadamente, fueron cambiando con el tiempo, a medida que aquel niño-adolescente dejaba de existir. Ahora que lo he vuelto a recordar, todavía siento algo de pena por él y por cómo terminó aquel su primer amor, pero también guardo una dosis de gratitud pues creo que todo ocurre por algo y para algo. En este caso, debería agradecer al destino, a mis padres, a Josep o a quienes fueran los responsables, por haberme llevado a aquel lugar durante aquellas vacaciones que me hicieron sentir tan importante y tan feliz por primera vez en mi vida, aunque ello durara tan poco.
A Ainsa no volvimos ni ese verano ni al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Cuando volví por primera vez, habían transcurrido más de diez años y lo hice en compañía de unos amigos a quienes no conté lo allí vivido por mí años atrás, siendo un adolescente. Luego, he vuelto en varias ocasiones con mi mujer y mis hijas, y siempre que contemplo aquel pueblo, la fonda en la que estuvimos alojados (que ahora es un hotel de dos estrellas pero que mantiene el mismo nombre) y aquellos parajes, no puedo dejar de pensar en aquel maravilloso verano del 64.
Muy bonito ...!!! Triste por el final pero sera que no tenia que ser asi y visto el paso de los años y con la preciosa mujer e hijas que tienes me ratifico ... eso si los primeros amores son muy inocentes y maravillosos .... menos mal que dicen que son como los primeros dientes ... que caen sin dolor , pero veo que no por tus llantos y que el de mi historia también lloró .... jeje .. y nosotras que os creíamos mas fuertes que nosotras ... no os imaginamos llorando por nosotras y estamos muuuy confundidas , llorais igualito sois igual de románticos que nosotras , como debe de ser . Me ha encantado . Besos de los dos
ResponderEliminarMuchas gracias, incondicional seguidora, por tus comentarios. Eso de que llorar no es de hombres es una etiqueta que se nos ha puesto desde que nacemos. Yo llegué a avergonzarme por llorar ante un hecho o simplemente una escena triste o dramática del cine o la TV. Me reprimía y disimulaba (aquello tan típico de "me ha entrado algo en el ojo") por temor a ser considerado una "nenaza". ¿Qué malo hay en manifestar tus sentimientos más íntimos y sinceros?
EliminarRecuerdos como ése, o por el estilo, hay muchos más en mi vida de adolescente pues era un enamoradizo sin remedio y, lo peor de todo, sin mucho éxito, así que solo me gusta recordar algunas historias como ésta que, aunque acabó como acabó, como no podía ser de otro modo, encierra una gran dosis de inocencia y romanticismo.
Besos.
Tu foto me recuerda a cuando vinisteis a Zaragoza con tus padres , Remei , su novio entonces , en casa de Ramoné ( QPD )
ResponderEliminarTony no estaba , ya estaba de gira con Los Batangas y era antes de casarnos . Besotes
Qué memoria tan prodigiosa! Con esa memoria también podrías escribir tus experiencias vitales.
EliminarBesos.
Un compendi molt ben aconseguit.
ResponderEliminarUna abraçada
Moltes gràcies Joan. M'alegra que t'hagi agradat.
EliminarUna abraçada.
Moltes gràcies Joan. M'alegra que t'hagi agradat.
EliminarUna abraçada.
He sentido como mía esta historia a pesar de que mi verano del 64 debió ser como veinte años más tarde. Será por eso de que hay cosas que son universales e intemporales. Esas son las historias que enganchan. Preciosa, Josep.
ResponderEliminarMuchas gracias Frida. Me alegra que te haya gustado y hecho recordar veranos y vivencias entrañables. Al fin y al cabo, como bien dices, todos hemos vivido experiencias románticas parecidas.
EliminarUn abrazo.