miércoles, 23 de julio de 2014

Verano del 64 (Primera parte)

Será porque estoy en una etapa de la vida propicia para la nostalgia y porque acabo de releer Le Gran Meaulnes, de Alain Fournier, una novela que leí por primera vez a mis dieciséis años, que esta historia de aflicciones amorosas y recuerdos de juventud, aun no teniendo nada en común con mi mucho menos atribulada vida adolescente, ha despertado, jugarretas de la mente, uno de mis recuerdos juveniles más entrañables. Y será también que ese niño que siempre he llevado dentro y que sigue sin abandonarme quiere contar este recuerdo que le pertenece pero que compartimos: el del verano del 64. 
 
 
 
Mil novecientos sesenta y cuatro fue un año de cambios, de sentimientos encontrados y vivencias intensas. A finales de mayo se casó mi hermana mayor y a finales de junio fallecía mi abuela paterna, que había vivido en casa de mis padres desde antes de que yo naciera. Así, en un mes, pasamos de tener un motivo para la celebración a otro para el duelo. Mi hermana abandonaba el hogar paterno para formar su propia familia y mi abuela nos dejaba para siempre.
Ese fue también el año de mi “puesta de largo” y el que encierra las vacaciones de verano más emotivas de toda mi adolescencia y cuyo recuerdo ha permanecido imborrable a lo largo de mi vida. Pero vayamos por partes.
En aquellos años, era habitual que los niños vistiéramos con pantalón corto, incluso en invierno, hasta que los pelos de las piernas reclamaban a gritos ser cubiertos en pro de la estética y eso solía acontecer durante la pubertad a excepción el día de la primera comunión, la única ocasión que teníamos, hasta entonces, para lucir un traje con pantalones largos.
Ese cambio de imagen era digno de envidia hacia los afortunados que lo habían conseguido ya que, normalmente, eran los hijos quienes tenían que obtener el beneplácito de sus padres para que ese deseo se hiciera realidad. No sé si es que el precio de los pantalones era directamente proporcional a la cantidad de tela y por eso las familias humildes prorrogaban lo más posible ese momento que para nosotros significaba hacernos mayores pero el caso es que no siempre resultaba tarea fácil convencer a nuestros progenitores.
En mi caso, tuve que pelear de lo lindo para convencer a mi madre, que era quien decidía en temas de vestimenta, para dar ese paso tan trascendental. Cuando, por fin, pude convencerla de que ya no tenía edad para ir enseñando las piernas velludas y que todos mis compañeros (una pequeña exageración) ya usaban pantalones largos, se empeñó en que si tenía que usar esa prenda de vestir, era partidaria de los pantalones de golf. ¡Horror! me dije. Como yo no me quería parecer a Tintín y además encontraba espantosamente ridículo ese tipo de pantalón, mi segundo objetivo fue hacerle comprender que eso ya no se llevaba (ésta no era ninguna exageración), que era muy anticuado y que todos se reirían de mí.
Mis esfuerzos se vieron finalmente recompensados poco antes de terminar el curso, así que pude lucir mi nuevo look justo antes de cumplir los catorce años. Para mí, esa puesta de largo, como siempre la he llamado, fue como un símbolo del comienzo de una nueva etapa de la adolescencia que traería consigo experiencias hasta entonces no vividas. Lo que no sabía en aquel preciso instante era que, como si de una premonición se tratara, esta nueva etapa tendría su inicio en las vacaciones que estaba a punto de estrenar. Debo decir, sin embargo, que aquellas gratas vacaciones se las debo a mi precaria salud. No hay mal que por bien no venga.
Por aquel entonces yo tenía una salud más bien delicada, enfermaba con bastante facilidad, cosas sin mucha importancia pero que me hacían guardar cama con cierta frecuencia. Supongo que mi sistema inmunológico todavía no estaba a la altura de las circunstancias y me dejaba tirado cuando menos me lo esperaba. Y así debió de ser cuando nuestro médico de familia me diagnosticó una leve afección pulmonar que, sin embargo, requería guardar reposo o, por lo menos, evitar el cansancio físico. Sería que mi sistema inmunológico no era, al fin y al cabo, tan inútil o bien que la medicación que tuve que tomar hizo su efecto, o ambas cosas a la vez, pero el caso es que me recuperé al poco tiempo sin más complicaciones. Aún así, siguiendo el consejo del médico, mis padres descartaron la playa (la playa desgasta mucho, decían) como lugar donde pasar las vacaciones de verano, como teníamos por costumbre, y optaron por la montaña. El dilema era adónde ir porque no escasean los lugares para elegir si se quiere montaña y aire puro. Y aquí vino a echarme una mano Josep, un amigo y compañero de clase, taciturno e introvertido, pero amigo a fin de cuentas y como los amigos están para ayudar, cuando le conté el dilema familiar me dijo algo así:
-Yo voy todos los años a veranear a Ainsa. Creo que te gustaría y, además, aire puro todo el que quieras. Allí tengo familia y, si queréis, puedo pedirles que os busquen sitio en algún hotel o pensión.
-¿Ainsa? ¿Dónde está eso? –una más que justificada asociación de ideas entre Josep y ocio me hizo temer que fuera un lugar de lo más pintoresco pero tremendamente aburrido.
-Es un pueblo de Huesca, muy cerca del pirineo, en la comarca del Sobrarbe. Mis parientes viven en la parte alta y antigua del pueblo y allí no hay ninguna pensión ni nada de eso pero en la parte nueva, la de abajo, junto a la carretera, sí que hay. Por el pueblo, el de abajo quiero decir, pasan dos ríos, el Cinca y el Ara. El Ara es un afluente del Cinca. Por eso hay dos puentes, uno que cruza el Cinca y el otro el Ara. El Cinca nace en el valle de Pineta y…
-Vale, vale, ya lo he pillado. –temía que Josep fuera a darme una lección de geografía, con su fauna y flora incluidas, pues, aún siendo de natural muy callado, cuando se lanzaba no había quien le hiciera parar, sobre todo en temas culturales–. Se lo diré a mis padres a ver qué opinan. –agregué poniendo punto y final a su perorata.
A pesar de lo lejos que quedaba Ainsa, a mis padres les pareció bien la idea, así que, por mediación de Josep, sus parientes se encargaron de buscarnos alojamiento e incluso medio de transporte, que no era más que un coche que, a modo de taxi compartido, hacía el trayecto Barcelona-Ainsa-Barcelona, e iba recogiendo clientes por el camino.
A ese viaje sólo iríamos mi madre y yo, pues mi padre se quedó en Barcelona por motivos de trabajo y mi hermana menor con él. Ahora me cuesta comprender cómo mi padre no puso reparo alguno a que fuéramos a ese lugar, a unos 300 Km de distancia y, con las carreteras de entonces, a unas cinco horas de trayecto, cuando en las inmediaciones de Barcelona abundan los pueblos montañosos. Cosas del destino.
Y llegó el día de nuestra partida. Mi madre y yo éramos los únicos pasajeros hasta que en Lérida se nos añadió una mujer asmática que a mí me pareció muy mayor aunque no hay que fiarse de la percepción que a mi edad se tiene sobre la de los mayores. Hago mención del asma que padecía esa señora, digamos de edad indefinida, porque, hasta que no se apeó en Barbastro, estuvo gran parte del trayecto respirando con una dificultad angustiosa y con unas sibilancias que me ponían enfermo. De pronto se ahogaba y me parecía que se iba a morir de un momento a otro; entonces sacaba del bolso un pañuelo que mantenía presionado sobre nariz y boca e inspiraba profundamente hasta que remitían los síntomas. Supongo que debía contener algún producto broncodilatador pero, como no me atrevía a mirar abiertamente mientras sufría esos ataques de asma, no pude verlo con detalle.
El caso es no respiré tranquilo, en todos los sentidos, hasta que la pobre mujer no nos dejó y, una vez solos de nuevo, pudimos disfrutar de lo que quedaba de viaje contemplando el paisaje hasta que, sin darnos cuenta, vimos el indicador de Ainsa y el puente que cruza el río Ara. El coche se detuvo justo al otro lado del puente, frente a un edificio en el que se leía “Fonda Sánchez” en un gran rótulo vertical. Habíamos llegado por fin a nuestro destino. Ahora sólo restaba ver qué nos depararía nuestra estancia en aquel lugar totalmente desconocido por nosotros.
 
 

3 comentarios:

  1. Emotivos y entrañables recuerdos. ¡Qué bonito es todo a esa edad, ¿verdad?!

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    1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    2. Desde luego. Al menos para mí fue una etapa llena de emociones y aventuras, algunas con final feliz y otras con desengaños pero que siempre quedaron grabadas en lo más profundo del subconsciente. Verano del 64 es una parte, retocada y abreviada, de un capítulo de mis memorias que quise escribir tan pronto como dejé de trabajar y que, a modo de catarsis, llevaba tiempo queriendo escribir. Lógicamente, como es algo muy personal y no tiene ningún interés para nadie más que para mí y mi familia más cercana, han quedado y quedarán en un cajón para siempre. No obstante, como creo que hay episodios "leíbles", he publicado algunos en mis blogs.
      Un abrazo.
      P.D.- Eliminé mi comentario anterior porque había un error gramatical. Imperdonable!

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