jueves, 11 de febrero de 2021

Diario de un paciente atribulado

 


Nuestra vida puede dar un giro radical en cuestión de segundos. En un instante podemos pasar de la mayor de las felicidades al peor de los infortunios. Incluso de estar vivo a estar muerto.

Si ya de niño pensaba en la muerte y en lo que había, o no había, “al otro lado”, de mayor, mi interés se ha centrado en cuántos años viviré, una pregunta que cada vez me he hecho con más frecuencia a medida que he ido cumpliendo años.

En más de una ocasión he experimentado un proceso psicosomático producto del estrés. Conociendo, pues, las malas pasadas que mi sistema nervioso me ha jugado, cualquier trastorno, por preocupante que pueda ser a simple vista, pienso que no tendrá ninguna trascendencia médica importante y que todo quedará en un susto. Hasta ahora siempre había sido así.

Pero en agosto de 2020, un año antipático donde los haya, me palpé un pequeño bulto en el pecho izquierdo. Un quiste sin importancia, pensé. Pero como más vale prevenir, en septiembre consulté con un dermatólogo para que me orientara, y este me derivó a un cirujano, quien determinó que debía extirparse y analizarse. Como la intervención quirúrgica no pudo llevarse a cabo hasta finales de noviembre y el resultado de la biopsia tardó en llegar más de lo previsto, no supe que lo extirpado era un carcinoma mamario hasta unos días antes de Navidad.

Siempre había pensado qué haría ante una noticia de este tipo. Solo puedo decir que me quedé helado, pero no amedrentado. Parecía como si aquello no fuera conmigo. ¿Qué debo hacer? ¿A quién tengo que acudir?, fue todo lo que pregunté. Estos casos los ve y trata un especialista en ginecología o en cirugía general, fue la respuesta.

Ni corto ni perezoso, antes incluso de comunicárselo a mi mujer, me las compuse para obtener, sin dilación, cita con un especialista en cirugía general en el Hospital Universitario General de Catalunya, nuestro centro hospitalario de referencia. Por fortuna, dentro de esta especialidad comprobé que existía una Unidad de la mama. Solicité telemáticamente día y hora de consulta, y la cita más temprana resultó ser el 12 de enero. Faltaban 22 días, una eternidad para quien desea resolver un problema grave a la mayor brevedad posible. Pero con las fiestas navideñas de por medio, no quedaba otra alternativa que esperar.

Mi mujer, al conocer el diagnóstico y la fecha de visita adjudicada y viendo la imposibilidad de adelantarla —cosa que intentamos—, puso su iniciativa natural en marcha. Al día siguiente ya me había conseguido una cita, para el 30 de diciembre, con la Dra. Ara, ginecóloga y cirujana del Hospital Universitario Dexeus, tras haber obtenido una muy favorable opinión de una clienta de la farmacia donde trabaja y que había sido paciente suya.

Al ver adelantado el proceso trece días, el alivio que sentí fue mayúsculo. Quien espera, desespera, dice la máxima. Yo no me desesperaría, me dije, simplemente esperaría acontecimientos. Y aquí empezaron las tribulaciones que me han llevado a escribir este diario.

 

Miércoles, 30 de diciembre de 2020: Primera cita

La cita es a las 15:30 horas. Llego al Hospital con media hora de antelación. Tras identificarme, paso a la sala de espera del Servicio de Ginecología, a la que no dejan acceder a mi mujer. Allí me encuentro, como era de suponer, con cinco mujeres. No observo por parte de ellas ninguna mirada interrogativa. Supongo que no es la primera vez que acude a ese Servicio un hombre. Me entretengo pensando en si creerán que estoy allí para un examen de fertilidad porque me he casado con una mujer mucho más joven y hay dudas sobre mi capacidad reproductiva.

Cuando me toca el turno, me someten a un interrogatorio para abrir mi historia clínica. Una de las preguntas es si existen antecedentes de cáncer de mama en mi familia, cosa que niego. Soy, pues, el primero de una estirpe. Este tipo de cáncer en hombres solo representa un uno por ciento de los cánceres de mama. Quizá una mutación me da dotado de esa “habilidad”. Deberé someterme a un estudio genético, pues tengo dos hijas a las que prevenir. Al terminar el interrogatorio y antes de entrar en materia, se le permita la entrada a mi mujer.

El informe anatomopatológico del pequeño tumor extraído en diciembre y que he entregado a la doctora revela que es muy agresivo y rápidamente expansivo. Esa es la mala noticia. La buena, o menos mala, es que existe un tratamiento muy eficaz y específico para este tipo de tumor a base de anticuerpos monoclonales. Ante ello, se presentan dos escenarios posibles: practicar primero una mastectomía seguida del tratamiento antitumoral o viceversa. La elección entre ambas opciones dependerá del grado de afectación mamaria y del aspecto de los ganglios. Si hay presencia de restos tumorales, evidencia de una extensión del tumor y/o afectación ganglionar, se aconseja proceder de inmediato con el tratamiento durante un año con el fin de contener su expansión y reducirlo al máximo. Una vez conseguido esto, se practicaría la mastectomía. De lo contrario, se invertiría el proceso.

La palpación de las mamas y de los ganglios no evidencia ninguna anomalía. A continuación, se me practica una ecografía mamaria y una mamografía bilateral, que tampoco ponen de manifiesto hallazgos anómalos. Los ganglios linfáticos axilares son normales y no se aprecian signos de alerta en ambas mamas. Pero aun partiendo de estos resultados positivos, hay que completar la exploración con una resonancia magnética, cuya mayor sensibilidad confirmará si queda algún resquicio de duda. Esta prueba radio-diagnóstica se programa para día 8 de enero y la siguiente visita con la especialista para el 12. A la vista de todos los resultados obtenidos, un comité oncológico determinará el procedimiento a seguir.

Para adelantar acontecimientos, deberé someterme, sin prisa pero sin pausa, a las habituales pruebas preoperatorias: análisis de sangre, placa de tórax y electrocardiograma.

Aunque no está todo dicho y decidido, mi estado de ánimo mejora ostensiblemente. Por lo menos sé dónde estoy y adonde voy, y el camino se me antoja seguro.

Son las 20:30 horas cuando estoy de vuelta en casa con las ideas más claras o, por lo menos, con la información necesaria y suficiente. Por el momento.

 

Viernes, 8 de enero de 2021: Las pruebas

A las 11:15 horas debo someterme a la resonancia magnética. Como me inyectarán un líquido de contraste tengo que estar en ayunas durante, por lo menos, cuatro horas. Decido, pues, aprovechar esta circunstancia para que me hagan antes el análisis de sangre, pues para ello no es preciso tener cita previa.

Cuál es mi sorpresa al ver lo abarrotada que está la sala de espera. Aunque todos los presentes llevan mascarilla y están en asientos alternos, el trasiego de personal es continuo. El turno para ser atendido lo indica una máquina según el motivo de la visita. El botón A es para análisis, el B para entrega de muestras y el C para recogida de resultados. Me sale el número A06.

Va pasando el tiempo, falta una media hora para la resonancia y mi número no sale en pantalla. El número A más avanzado es el A88 y pienso que después del A99 empezarán con el A01. Pero entre que los trámites van muy lentos y que van intercalando números con la letra B y C, me voy poniendo cada vez más nervioso. Finalmente me decido a exponer mi situación a una de las administrativas que acaba de despachar a un paciente y le muestro mi papelito. Esta me confirma que todavía me queda bastante, que será mejor que vaya a que me hagan la resonancia y vuelva a por un nuevo turno. Pero una compañera, que lo ha oído, replica que, si la resonancia es con contraste, no podrán hacerme los análisis. Viendo mi cara de desolación, añade, en un tono más bajo, que vaya a la máquina de nuevo y pulse el botón B y así me atenderán mucho antes.

En esta ocasión me ha salido el B33 y al cabo de unos pocos minutos me toca el turno. No pasan ni cinco minutos desde que he vuelto a sentarme con la petición aprobada y sellada cuando una voz me reclama. Paso a una sala minúscula en la que apenas cabemos la enfermera y yo y en un santiamén estoy camino del servicio de Diagnóstico por la Imagen. Y vuelta a empezar: número para entregar la petición médica y sentado de nuevo a la espera de que me hagan pasar a la sala donde me introducirán en ese tubo tan ruidoso y agobiante. Menos mal que no soy claustrofóbico.

Llegamos a casa a la una menos diez. Me siento algo mareado, pero no sé si es por el líquido de contraste inyectado o por la hipoglucemia.

 

Martes, 12 de enero de 2021. Segunda cita

He dormido mal, soñando con médicos y hospitales. Y es que me acosté intrigado. A eso de las ocho de la tarde del día anterior recibí una llamada de una enfermera proponiéndome retrasar la hora de visita con la Dra. Ara, pues esta debía hacer una consulta sobre el resultado de la resonancia antes de visitarme y no quería hacerme esperar. ¿Una consulta? ¿Qué tipo de consulta?, me dije. Eso es que han visto algo y quiere cerciorarse antes de darme el veredicto. Eso no pinta nada bien.

Uno de mis peores defectos ha sido practicar lo que algunos psicólogos llaman el síndrome de “el adivino”, es decir adelantar acontecimientos sin una base sólida. Si tu jefe reclama tu presencia de inmediato a su despacho piensas que es para echarte una bronca, aunque ignoras qué puedes haber hecho mal. Luego resulta que solo quería conocer urgentemente tu opinión sobre algo que le preocupa. Eso mismo me ocurrió con la información recibida de la enfermera.

En la sala de espera, a la que esta vez sí que han permitido entrar a mi mujer, estoy como una moto. Debe ser el nerviosismo propio de quien espera un veredicto. ¿Qué habrá revelado la resonancia?

Cuando pasamos al despacho de la Dra. Ara, esta tarda más de cinco minutos en aparecer. Nos ha invitado a entrar, pero ella no hace acto de presencia. ¿Estará consultando algo?

Cuando, por fin, se sienta ante nosotros nos comenta que el retraso en la cita se ha debido a que el informe de la resonancia no estaría listo a la hora concertada y no quería hacernos esperar. El adivino y la enfermera no han estado muy finos. Acto seguido nos da una buena noticia, dentro de lo que cabe: No hay indicios de manifiesta malignidad. Solo se observa, alrededor de la zona del tumor extirpado, un área inflamatoria, en la que bien podría existir alguna célula maligna residual. La otra mama está totalmente “limpia”.

Se fija el día de la intervención para el miércoles 27 de enero. Tres días antes deberán practicarme una PCR y el día anterior una inyección con un marcador radioactivo para detectar el ganglio centinela. Junto con la mastectomía me lo extirparán para posterior análisis. Si el ganglio no está afectado —las imágenes así lo sugieren, pero hay que comprobarlo microscópicamente—, solo bastará con el tratamiento con anticuerpos monoclonales durante un año como terapia preventiva. En caso afirmativo, este tratamiento se complementaría con una quimioterapia convencional, aunque menos agresiva. La cosa va complicándose.

 

Martes, 26 de enero: Más pruebas

He consultado la web del Hospital y compruebo que la PCR ha dado negativo. Un alivio más, pues de lo contrario, no habría podido entrar en quirófano.

A las nueve de la mañana, acudo al Servicio de Medicina Nuclear para someterme a la identificación del ganglio centinela. Esta prueba consiste en inyectar en la zona tumoral una sustancia radiactiva (Tecnecio) para determinar hacia qué ganglio drena, desde el cual las células tumorales, de haberlas, podrían viajar por el sistema linfático hasta otros órganos. La prueba ha durado unas dos horas, pues entre la punción y la gammagrafía debe transcurrir una hora y media, tiempo que mi mujer y yo aprovechamos para dar un paseo por los alrededores.

 

Miércoles, 27 de enero: La intervención

La cita es a las 07:30 h., pero llego con quince minutos de antelación. Tras los pesados trámites administrativos del ingreso hospitalario, me veo tendido en una camilla con el típico atuendo de quien va al quirófano: gorro, cubrepiés y esa horrible bata que te deja con el culo al aire. En cuestión de segundos me insertan una vía por donde me inyectarán la anestesia y la medicación correspondiente. Caras desconocidas me saludan y se presentan. A la única persona que reconozco es a mi cirujana, gracias a que ya la he visto con mascarilla durante nuestras citas, aunque sin gorro. 

A diferencia de anteriores intervenciones con anestesia general, en esta ocasión no noto ese plácido peso en los párpados a medida que el anestésico va surtiendo efecto. Paso del estado lúcido al inconsciente, como si me hubieran dado un martillazo en la cabeza y hubiera perdido el conocimiento de inmediato.

Recuerdo muy poco de mi vuelta al estado consciente, solo que un joven camillero me transporta hacia la habitación. Veo que ante mis ojos van desfilando las luces del techo. Una vez en la cama, oigo a mi mujer que me da la bienvenida y me pregunta cómo me siento. Una vez a solas, me pone en antecedentes. La doctora le ha dicho que la operación ha ido muy bien y que en la zona operada solo vería una incisión longitudinal y que el ganglio centinela, el axilar, parecía sano a simple vista. No obstante, hasta el resultado de la anatomía patológica no conoceremos su verdadero estado.

Por la tarde, la doctora hace acto de presencia, alaba mi aparente buen estado físico y me ofrece la misma información. Le pregunto cuándo podré marcharme a casa y me responde que, si todo va bien, podré hacerlo al día siguiente, pues, aunque suelen mantener al paciente en observación unas cuarenta y ocho horas como mínimo, prefiere que abandone el hospital cuanto antes dado el número de pacientes con Covid-19 que están recibiendo derivados de hospitales públicos.

Lo único a destacar de ese primer día de hospitalización es la sed y el hambre. De lo primero ya era plenamente consciente, pues por experiencia sé que no se puede ingerir líquido alguno hasta transcurridas seis horas desde la intervención. Pero la cena consiste en un caldito insípido y una compota de mazana. Menos mal que mi mujer se ha aprovisionado de unos palitos de pan de los que doy buena cuenta.

 

Jueves, 28 de enero: El postoperatorio hospitalario

Del desayuno mejor no hablar, si es que unas escuálidas y quebradizas tostadas, una tarrina de mermelada de melocotón y un café con leche aguado puede calificarse de este modo. Dieta blanda, pone en una tarjetita. Un eufemismo como otro cualquiera.

Cuando, a eso de las nueve, la doctora examina la cicatriz y comprueba que el drenaje que me han implantado tiene buen aspecto, me pregunta si quiero irme a casa. Mi vehemencia al exclamar que sí no deja lugar a dudas. Antes de despedirse me informa que deberé volver a su consulta el jueves de la semana siguiente para que me quiten los puntos e informarme del resultado de la biopsia ganglionar.

Tras firmar el alta, me dan un dossier con el informe de cirugía y con las recomendaciones y el tratamiento a seguir en casa. A las once abandono el hospital y a las once y media llego al hogar dulce hogar.

 

Jueves, 4 de febrero: Tercera cita

El lunes al mediodía me llamó una enfermera para darme las citas de hoy con la enfermera que me quitará los puntos, con la doctora que me dará el veredicto y la pauta a seguir y con una fisioterapeuta que me indicará algunos ejercicios para reducir el edema de la zona operada.

Todas las noches desde mi regreso a casa he dormido mal por culpa de las molestias que he sentido en el pecho y el brazo izquierdo cada vez que intento cambiar de posición. A pesar de estar tomando un antiinflamatorio y un analgésico cada ocho horas, el dolor no ha desaparecido y tampoco la hinchazón.

La larga espera para ser atendido, se ha visto acentuada por un nerviosismo que no había sentido hasta ahora, como si tuviera que oír mi sentencia de muerte.

El primer paso por la enfermería revela un buen aspecto de la herida, tras la extracción de los puntos. La hinchazón y tumefacción que todavía persiste, acompañada de dolor al tacto, es normal e irá disminuyendo gradualmente.

Aparece por la enfermería la doctora Ara, me saluda, mira la cicatriz y desaparece. No observo en su semblante ningún signo de ser portadora de buenas noticias. Una vez más el síndrome del adivino hace acto de presencia. A mi mujer la han hecho pasar directamente a la consulta. Pienso que cuando yo entre, su expresión me dará pistas de si hay buenas o malas noticias. Pero vuelvo a equivocarme. Mi mujer está sola y, por lo tanto, no sabe nada. Cuando la doctora Ara aparece, por fin, sigue con su semblante inexpresivo. Pero lo primero que dice es que la biopsia del ganglio centinela ha dado negativo, es decir que no estaba afectado. Mi mujer es la primera en reaccionar apretándome la mano. Yo tardo unos segundos más en dar muestras de alivio.

Pero a pesar de esta buena noticia, que indica que se ha extirpado toda malignidad que podía existir y que esta no se ha extendido, el comité oncológico recomienda, por protocolo, someterme a quimioterapia y hormonoterapia. En otras palabras, deberé seguir un tratamiento con anticuerpos monoclonales combinado con una quimio estándar, aunque me asegura que esta será más “suave” de lo habitual y que apenas experimentaré efectos secundarios y en todo caso eso será hacia el final del tratamiento. De todo ello me informará con detalle el oncólogo que llevará mi caso y con el que me dan cita para el día 8 de enero.

Antes de abandonar el hospital, me visita una fisioterapeuta que me muestra una serie de ejercicios que debo practicar para desinflamar el tejido cicatricial.

Esta noche me acuesto exhausto, como si me hubieran dado una paliza. Y es que los nervios, o la bajada de adrenalina, no perdonan.

 

Lunes, 8 de febrero: Siguientes pasos

Tengo cita con el oncólogo, el Dr. García Mosquera, a las cuatro de la tarde. Tras revisar mi historial y someterme a un largo interrogatorio, toma una hoja de papel y me hace un croquis de lo que será el tratamiento a seguir. Y ahí vienen dos sorpresas, una cuantitativa y la otra cualitativa. La cuantitativa se refiere a la frecuencia de la terapia. Lo de una sesión cada tres semanas, como tenía entendido, se convierte en una sesión semanal durante trece semanas con Paclitaxel y Trastuzumab (el anticuerpo monoclonal) por vía endovenosa, A eso le seguirá, ahora sí, una sesión cada tres semanas, durante trece sesiones, con solo Trastuzumab por vía subcutánea. En total, un largo año de tratamiento. Pero ahí no acaba la cosa, pues a continuación deberé tomar Tamoxifeno durante cinco años, por vía oral.

La segunda sorpresa, la cualitativa, es todavía peor y hace referencia a los efectos secundarios esperables y, según el oncólogo, más que probables: pérdida del cabello, pérdida del apetito, cansancio, debilidad, alteraciones gastrointestinales y, a medida que avance el tratamiento, neuropatía periférica, consistente en hormigueo y pérdida de sensibilidad en los dedos de las extremidades. Casi nada. No sé si todo ello lo dice para que luego no le recrimine por no habérmelo advertido o para que me vaya mentalizando.

A pesar de los pesares, insiste en que he tenido mucha suerte de que el tumor estuviera tan localizado y que haya quedado “limpio”, y que todo lo que van hacer conmigo es solo para prevenir cualquier recidiva en un futuro próximo ya que este tipo de tumor es muy agresivo. En otras palabras, para que cualquier célula tumoral que haya podido quedar perdida por ahí no se reproduzca y que las sanas no caigan en la tentación de ir por el mal camino.

Como el inicio de la quimioterapia no debe ser necesariamente inmediato, el especialista prefiere tomarse un tiempo para someterme a algunas pruebas adicionales de seguridad: ecocardiograma —para comprobar el estado de mi corazón, pues el tratamiento tiene una cierta cardiotoxicidad—, una nueva analítica basal —pues el nivel de glóbulos blancos se verá reducido y habrá que controlarlo— y una PET (tomografía por emisión de positrones) para descartar —eso no me lo dice, pero lo intuyo— la existencia de metástasis.

Al término de la visita, me da cita para el 24 de febrero, momento en que se fijará el calendario para poner en marcha el tratamiento. Ahora solo cabe cruzar los dedos para que este sea lo más efectivo y lo menos molesto posible.

En esta vida, hasta lo malo puede tener una parte positiva. Lo mejor de todo este proceso ha sido y es el interés, apoyo y cariño recibido de los familiares, amigos y conocidos que han tenido conocimiento de las tribulaciones de este paciente. A todos ellos mi más sincero agradecimiento.

Aquí termina este diario íntimo que dejo, como si de un relato de ficción se tratara, con un final abierto, pero que espero cerrar algún día.