Nuestra vida puede dar un giro
radical en cuestión de segundos. En un instante podemos pasar de la mayor de
las felicidades al peor de los infortunios. Incluso de estar vivo a estar
muerto.
Si ya de niño pensaba en la
muerte y en lo que había, o no había, “al otro lado”, de mayor, mi interés se
ha centrado en cuántos años viviré, una pregunta que cada vez me he hecho con
más frecuencia a medida que he ido cumpliendo años.
En más de una ocasión he
experimentado un proceso psicosomático producto del estrés. Conociendo, pues,
las malas pasadas que mi sistema nervioso me ha jugado, cualquier trastorno,
por preocupante que pueda ser a simple vista, pienso que no tendrá ninguna
trascendencia médica importante y que todo quedará en un susto. Hasta ahora
siempre había sido así.
Pero en agosto de 2020, un año
antipático donde los haya, me palpé un pequeño bulto en el pecho izquierdo. Un
quiste sin importancia, pensé. Pero como más vale prevenir, en septiembre consulté
con un dermatólogo para que me orientara, y este me derivó a un cirujano, quien
determinó que debía extirparse y analizarse. Como la intervención quirúrgica no
pudo llevarse a cabo hasta finales de noviembre y el resultado de la biopsia
tardó en llegar más de lo previsto, no supe que lo extirpado era un carcinoma
mamario hasta unos días antes de Navidad.
Siempre había pensado qué
haría ante una noticia de este tipo. Solo puedo decir que me quedé helado, pero
no amedrentado. Parecía como si aquello no fuera conmigo. ¿Qué debo hacer? ¿A
quién tengo que acudir?, fue todo lo que pregunté. Estos casos los ve y trata un
especialista en ginecología o en cirugía general, fue la respuesta.
Ni corto ni perezoso, antes
incluso de comunicárselo a mi mujer, me las compuse para obtener, sin dilación,
cita con un especialista en cirugía general en el Hospital Universitario
General de Catalunya, nuestro centro hospitalario de referencia. Por fortuna,
dentro de esta especialidad comprobé que existía una Unidad de la mama.
Solicité telemáticamente día y hora de consulta, y la cita más temprana resultó
ser el 12 de enero. Faltaban 22 días, una eternidad para quien desea resolver
un problema grave a la mayor brevedad posible. Pero con las fiestas navideñas
de por medio, no quedaba otra alternativa que esperar.
Mi mujer, al conocer el diagnóstico
y la fecha de visita adjudicada y viendo la imposibilidad de adelantarla —cosa
que intentamos—, puso su iniciativa natural en marcha. Al día siguiente ya me
había conseguido una cita, para el 30 de diciembre, con la Dra. Ara, ginecóloga
y cirujana del Hospital Universitario Dexeus, tras haber obtenido una muy
favorable opinión de una clienta de la farmacia donde trabaja y que había sido
paciente suya.
Al ver adelantado el proceso trece
días, el alivio que sentí fue mayúsculo. Quien espera, desespera, dice la
máxima. Yo no me desesperaría, me dije, simplemente esperaría acontecimientos.
Y aquí empezaron las tribulaciones que me han llevado a escribir este diario.
Miércoles, 30 de diciembre de
2020: Primera cita
La cita es a las 15:30 horas. Llego
al Hospital con media hora de antelación. Tras identificarme, paso a la sala de
espera del Servicio de Ginecología, a la que no dejan acceder a mi mujer. Allí
me encuentro, como era de suponer, con cinco mujeres. No observo por parte de
ellas ninguna mirada interrogativa. Supongo que no es la primera vez que acude
a ese Servicio un hombre. Me entretengo pensando en si creerán que estoy allí
para un examen de fertilidad porque me he casado con una mujer mucho más joven
y hay dudas sobre mi capacidad reproductiva.
Cuando me toca el turno, me
someten a un interrogatorio para abrir mi historia clínica. Una de las
preguntas es si existen antecedentes de cáncer de mama en mi familia, cosa que
niego. Soy, pues, el primero de una estirpe. Este tipo de cáncer en hombres
solo representa un uno por ciento de los cánceres de mama. Quizá una mutación
me da dotado de esa “habilidad”. Deberé someterme a un estudio genético, pues
tengo dos hijas a las que prevenir. Al terminar el interrogatorio y antes de
entrar en materia, se le permita la entrada a mi mujer.
El informe anatomopatológico del pequeño tumor extraído en diciembre y que he entregado a la doctora revela que es muy agresivo y
rápidamente expansivo. Esa es la mala noticia. La buena, o menos mala, es que
existe un tratamiento muy eficaz y específico para este tipo de tumor a base de
anticuerpos monoclonales. Ante ello, se presentan dos escenarios posibles:
practicar primero una mastectomía seguida del tratamiento antitumoral o
viceversa. La elección entre ambas opciones dependerá del grado de afectación
mamaria y del aspecto de los ganglios. Si hay presencia de restos tumorales,
evidencia de una extensión del tumor y/o afectación ganglionar, se aconseja
proceder de inmediato con el tratamiento durante un año con el fin de contener su
expansión y reducirlo al máximo. Una vez conseguido esto, se practicaría la
mastectomía. De lo contrario, se invertiría el proceso.
La palpación de las mamas y de
los ganglios no evidencia ninguna anomalía. A continuación, se me practica una
ecografía mamaria y una mamografía bilateral, que tampoco ponen de manifiesto hallazgos
anómalos. Los ganglios linfáticos axilares son normales y no se aprecian signos
de alerta en ambas mamas. Pero aun partiendo de estos resultados positivos, hay
que completar la exploración con una resonancia magnética, cuya mayor
sensibilidad confirmará si queda algún resquicio de duda. Esta prueba radio-diagnóstica
se programa para día 8 de enero y la siguiente visita con la especialista para
el 12. A la vista de todos los resultados obtenidos, un comité oncológico
determinará el procedimiento a seguir.
Para adelantar
acontecimientos, deberé someterme, sin prisa pero sin pausa, a las habituales
pruebas preoperatorias: análisis de sangre, placa de tórax y
electrocardiograma.
Aunque no está todo dicho y
decidido, mi estado de ánimo mejora ostensiblemente. Por lo menos sé dónde
estoy y adonde voy, y el camino se me antoja seguro.
Son las 20:30 horas cuando
estoy de vuelta en casa con las ideas más claras o, por lo menos, con la
información necesaria y suficiente. Por el momento.
Viernes, 8 de enero de 2021:
Las pruebas
A las 11:15 horas debo someterme
a la resonancia magnética. Como me inyectarán un líquido de contraste tengo que
estar en ayunas durante, por lo menos, cuatro horas. Decido, pues, aprovechar
esta circunstancia para que me hagan antes el análisis de sangre, pues para
ello no es preciso tener cita previa.
Cuál es mi sorpresa al ver lo
abarrotada que está la sala de espera. Aunque todos los presentes llevan
mascarilla y están en asientos alternos, el trasiego de personal es continuo. El
turno para ser atendido lo indica una máquina según el motivo de la visita. El
botón A es para análisis, el B para entrega de muestras y el C para recogida de
resultados. Me sale el número A06.
Va pasando el tiempo, falta
una media hora para la resonancia y mi número no sale en pantalla. El número A
más avanzado es el A88 y pienso que después del A99 empezarán con el A01. Pero
entre que los trámites van muy lentos y que van intercalando números con la
letra B y C, me voy poniendo cada vez más nervioso. Finalmente me decido a
exponer mi situación a una de las administrativas que acaba de despachar a un
paciente y le muestro mi papelito. Esta me confirma que todavía me queda
bastante, que será mejor que vaya a que me hagan la resonancia y vuelva a por
un nuevo turno. Pero una compañera, que lo ha oído, replica que, si la
resonancia es con contraste, no podrán hacerme los análisis. Viendo mi cara de
desolación, añade, en un tono más bajo, que vaya a la máquina de nuevo y pulse
el botón B y así me atenderán mucho antes.
En
esta ocasión me ha salido el B33 y al cabo de unos pocos minutos me toca el
turno. No pasan ni cinco minutos desde que he vuelto a sentarme con la petición
aprobada y sellada cuando una voz me reclama. Paso a una sala minúscula en la
que apenas cabemos la enfermera y yo y en un santiamén estoy camino del
servicio de Diagnóstico por la Imagen. Y vuelta a empezar: número para entregar
la petición médica y sentado de nuevo a la espera de que me hagan pasar a la
sala donde me introducirán en ese tubo tan ruidoso y agobiante. Menos mal que
no soy claustrofóbico.
Llegamos
a casa a la una menos diez. Me siento algo mareado, pero no sé si es por el
líquido de contraste inyectado o por la hipoglucemia.
Martes, 12 de enero de 2021.
Segunda cita
He dormido mal, soñando con
médicos y hospitales. Y es que me acosté intrigado. A eso de las ocho de la
tarde del día anterior recibí una llamada de una enfermera proponiéndome
retrasar la hora de visita con la Dra. Ara, pues esta debía hacer una consulta
sobre el resultado de la resonancia antes de visitarme y no quería hacerme
esperar. ¿Una consulta? ¿Qué tipo de consulta?, me dije. Eso es que han visto
algo y quiere cerciorarse antes de darme el veredicto. Eso no pinta nada bien.
Uno de mis peores defectos ha
sido practicar lo que algunos psicólogos llaman el síndrome de “el adivino”, es
decir adelantar acontecimientos sin una base sólida. Si tu jefe reclama tu
presencia de inmediato a su despacho piensas que es para echarte una bronca,
aunque ignoras qué puedes haber hecho mal. Luego resulta que solo quería
conocer urgentemente tu opinión sobre algo que le preocupa. Eso mismo me
ocurrió con la información recibida de la enfermera.
En la sala de espera, a la que
esta vez sí que han permitido entrar a mi mujer, estoy como una moto. Debe ser
el nerviosismo propio de quien espera un veredicto. ¿Qué habrá revelado la
resonancia?
Cuando pasamos al despacho de
la Dra. Ara, esta tarda más de cinco minutos en aparecer. Nos ha invitado a
entrar, pero ella no hace acto de presencia. ¿Estará consultando algo?
Cuando, por fin, se sienta
ante nosotros nos comenta que el retraso en la cita se ha debido a que el
informe de la resonancia no estaría listo a la hora concertada y no quería
hacernos esperar. El adivino y la enfermera no han estado muy finos. Acto
seguido nos da una buena noticia, dentro de lo que cabe: No hay indicios de
manifiesta malignidad. Solo se observa, alrededor de la zona del tumor
extirpado, un área inflamatoria, en la que bien podría existir alguna célula
maligna residual. La otra mama está totalmente “limpia”.
Se fija el día de la
intervención para el miércoles 27 de enero. Tres días antes deberán practicarme
una PCR y el día anterior una inyección con un marcador radioactivo para
detectar el ganglio centinela. Junto con la mastectomía me lo extirparán para
posterior análisis. Si el ganglio no está afectado —las imágenes así lo sugieren,
pero hay que comprobarlo microscópicamente—, solo bastará con el tratamiento
con anticuerpos monoclonales durante un año como terapia preventiva. En caso
afirmativo, este tratamiento se complementaría con una quimioterapia
convencional, aunque menos agresiva. La cosa va complicándose.
Martes, 26 de enero: Más
pruebas
He consultado la web del
Hospital y compruebo que la PCR ha dado negativo. Un alivio más, pues de lo
contrario, no habría podido entrar en quirófano.
A las nueve de la mañana, acudo
al Servicio de Medicina Nuclear para someterme a la identificación del ganglio
centinela. Esta prueba consiste en inyectar en la zona tumoral una sustancia
radiactiva (Tecnecio) para determinar hacia qué ganglio drena, desde el cual
las células tumorales, de haberlas, podrían viajar por el sistema linfático
hasta otros órganos. La prueba ha durado unas dos horas, pues entre la punción
y la gammagrafía debe transcurrir una hora y media, tiempo que mi mujer y yo
aprovechamos para dar un paseo por los alrededores.
Miércoles, 27 de enero: La
intervención
La cita es a las 07:30 h., pero llego con quince minutos de antelación. Tras los pesados trámites
administrativos del ingreso hospitalario, me veo tendido en una camilla con el
típico atuendo de quien va al quirófano: gorro, cubrepiés y esa horrible
bata que te deja con el culo al aire. En cuestión de segundos me insertan una
vía por donde me inyectarán la anestesia y la medicación correspondiente. Caras
desconocidas me saludan y se presentan. A la única persona que reconozco es a
mi cirujana, gracias a que ya la he visto con mascarilla durante nuestras
citas, aunque sin gorro.
A diferencia de anteriores
intervenciones con anestesia general, en esta ocasión no noto ese plácido peso
en los párpados a medida que el anestésico va surtiendo efecto. Paso del estado
lúcido al inconsciente, como si me hubieran dado un martillazo en la cabeza y
hubiera perdido el conocimiento de inmediato.
Recuerdo muy poco de mi vuelta
al estado consciente, solo que un joven camillero me transporta hacia la
habitación. Veo que ante mis ojos van desfilando las luces del techo. Una vez
en la cama, oigo a mi mujer que me da la bienvenida y me pregunta cómo me
siento. Una vez a solas, me pone en antecedentes. La doctora le ha dicho que la
operación ha ido muy bien y que en la zona operada solo vería una incisión longitudinal
y que el ganglio centinela, el axilar, parecía sano a simple vista. No
obstante, hasta el resultado de la anatomía patológica no conoceremos su
verdadero estado.
Por la tarde, la doctora hace
acto de presencia, alaba mi aparente buen estado físico y me ofrece la misma
información. Le pregunto cuándo podré marcharme a casa y me responde que, si
todo va bien, podré hacerlo al día siguiente, pues, aunque suelen mantener al
paciente en observación unas cuarenta y ocho horas como mínimo, prefiere que abandone
el hospital cuanto antes dado el número de pacientes con Covid-19 que están
recibiendo derivados de hospitales públicos.
Lo único a destacar de ese
primer día de hospitalización es la sed y el hambre. De lo primero ya era
plenamente consciente, pues por experiencia sé que no se puede ingerir líquido
alguno hasta transcurridas seis horas desde la intervención. Pero la cena
consiste en un caldito insípido y una compota de mazana. Menos mal que mi mujer
se ha aprovisionado de unos palitos de pan de los que doy buena cuenta.
Jueves, 28 de enero: El
postoperatorio hospitalario
Del desayuno mejor no hablar,
si es que unas escuálidas y quebradizas tostadas, una tarrina de mermelada de
melocotón y un café con leche aguado puede calificarse de este modo. Dieta
blanda, pone en una tarjetita. Un eufemismo como otro cualquiera.
Cuando, a eso de las nueve, la
doctora examina la cicatriz y comprueba que el drenaje que me han implantado tiene
buen aspecto, me pregunta si quiero irme a casa. Mi vehemencia al exclamar que
sí no deja lugar a dudas. Antes de despedirse me informa que deberé volver a su
consulta el jueves de la semana siguiente para que me quiten los puntos e
informarme del resultado de la biopsia ganglionar.
Tras firmar el alta, me dan un
dossier con el informe de cirugía y con las recomendaciones y el tratamiento a
seguir en casa. A las once abandono el hospital y a las once y media llego al
hogar dulce hogar.
Jueves, 4 de febrero: Tercera
cita
El lunes al mediodía me llamó una
enfermera para darme las citas de hoy con la enfermera que me quitará los
puntos, con la doctora que me dará el veredicto y la pauta a seguir y con una
fisioterapeuta que me indicará algunos ejercicios para reducir el edema de la
zona operada.
Todas las noches desde mi
regreso a casa he dormido mal por culpa de las molestias que he sentido en el
pecho y el brazo izquierdo cada vez que intento cambiar de posición. A pesar de
estar tomando un antiinflamatorio y un analgésico cada ocho horas, el dolor no ha
desaparecido y tampoco la hinchazón.
La larga espera para ser
atendido, se ha visto acentuada por un nerviosismo que no había sentido hasta
ahora, como si tuviera que oír mi sentencia de muerte.
El primer paso por la
enfermería revela un buen aspecto de la herida, tras la extracción de los
puntos. La hinchazón y tumefacción que todavía persiste, acompañada de dolor al
tacto, es normal e irá disminuyendo gradualmente.
Aparece por la enfermería la
doctora Ara, me saluda, mira la cicatriz y desaparece. No observo en su
semblante ningún signo de ser portadora de buenas noticias. Una vez más el
síndrome del adivino hace acto de presencia. A mi mujer la han hecho pasar directamente
a la consulta. Pienso que cuando yo entre, su expresión me dará pistas de si
hay buenas o malas noticias. Pero vuelvo a equivocarme. Mi mujer está sola y,
por lo tanto, no sabe nada. Cuando la doctora Ara aparece, por fin, sigue con
su semblante inexpresivo. Pero lo primero que dice es que la biopsia del
ganglio centinela ha dado negativo, es decir que no estaba afectado. Mi mujer
es la primera en reaccionar apretándome la mano. Yo tardo unos segundos más en
dar muestras de alivio.
Pero a pesar de esta buena
noticia, que indica que se ha extirpado toda malignidad que podía existir y que
esta no se ha extendido, el comité oncológico recomienda, por protocolo,
someterme a quimioterapia y hormonoterapia. En otras palabras, deberé seguir un
tratamiento con anticuerpos monoclonales combinado con una quimio estándar,
aunque me asegura que esta será más “suave” de lo habitual y que apenas
experimentaré efectos secundarios y en todo caso eso será hacia el final del
tratamiento. De todo ello me informará con detalle el oncólogo que llevará mi
caso y con el que me dan cita para el día 8 de enero.
Antes de abandonar el
hospital, me visita una fisioterapeuta que me muestra una serie de ejercicios
que debo practicar para desinflamar el tejido cicatricial.
Esta noche me acuesto
exhausto, como si me hubieran dado una paliza. Y es que los nervios, o la
bajada de adrenalina, no perdonan.
Lunes, 8 de febrero: Siguientes
pasos
Tengo cita con el oncólogo, el Dr. García Mosquera, a
las cuatro de la tarde. Tras revisar mi historial y someterme a un largo
interrogatorio, toma una hoja de papel y me hace un croquis de lo que será el
tratamiento a seguir. Y ahí vienen dos sorpresas, una cuantitativa y la otra
cualitativa. La cuantitativa se refiere a la frecuencia de la terapia. Lo de
una sesión cada tres semanas, como tenía entendido, se convierte en una sesión
semanal durante trece semanas con Paclitaxel y Trastuzumab (el anticuerpo
monoclonal) por vía endovenosa, A eso le seguirá, ahora sí, una sesión cada
tres semanas, durante trece sesiones, con solo Trastuzumab por vía subcutánea. En
total, un largo año de tratamiento. Pero ahí no acaba la cosa, pues a
continuación deberé tomar Tamoxifeno durante cinco años, por vía oral.
La segunda sorpresa, la cualitativa,
es todavía peor y hace referencia a los efectos secundarios esperables y, según
el oncólogo, más que probables: pérdida del cabello, pérdida del apetito,
cansancio, debilidad, alteraciones gastrointestinales y, a medida que avance el
tratamiento, neuropatía periférica, consistente en hormigueo y pérdida de
sensibilidad en los dedos de las extremidades. Casi nada. No sé si todo ello lo
dice para que luego no le recrimine por no habérmelo advertido o para que me vaya
mentalizando.
A pesar de los pesares,
insiste en que he tenido mucha suerte de que el tumor estuviera tan localizado
y que haya quedado “limpio”, y que todo lo que van hacer conmigo es solo para
prevenir cualquier recidiva en un futuro próximo ya que este tipo de tumor es
muy agresivo. En otras palabras, para que cualquier célula tumoral que haya
podido quedar perdida por ahí no se reproduzca y que las sanas no caigan en la
tentación de ir por el mal camino.
Como el inicio de la
quimioterapia no debe ser necesariamente inmediato, el especialista prefiere
tomarse un tiempo para someterme a algunas pruebas adicionales de seguridad:
ecocardiograma —para comprobar el estado de mi corazón, pues el tratamiento
tiene una cierta cardiotoxicidad—, una nueva analítica basal —pues el nivel de
glóbulos blancos se verá reducido y habrá que controlarlo— y una PET
(tomografía por emisión de positrones) para descartar —eso no me lo dice, pero
lo intuyo— la existencia de metástasis.
Al término de la visita, me da
cita para el 24 de febrero, momento en que se fijará el calendario para poner
en marcha el tratamiento. Ahora solo cabe cruzar los dedos para que este sea lo
más efectivo y lo menos molesto posible.
En esta vida, hasta lo malo
puede tener una parte positiva. Lo mejor de todo este proceso ha sido y es el interés,
apoyo y cariño recibido de los familiares, amigos y conocidos que han tenido
conocimiento de las tribulaciones de este paciente. A todos ellos mi más
sincero agradecimiento.
Aquí termina este diario
íntimo que dejo, como si de un relato de ficción se tratara, con un final
abierto, pero que espero cerrar algún día.