jueves, 27 de diciembre de 2018

Avangard el invencible




Mientras la gran mayoría de seres humanos estamos inmersos en ese espíritu navideño que llena nuestras casas, nuestros corazones, nuestras calles y vacía nuestros bolsillos, mientras nuestros hijos y nietos cantan “Noche de paz, noche de amor…”, ha nacido en Rusia un retoño que iluminará nuestras vidas desde el momento en que comience a andar el próximo año. Le han bautizado con el nombre “Avangard”. No suena mal, la verdad, aunque dudo de su verdadero significado. En francés e inglés “avant-garde” significa vanguardia, algo avanzado. Quizá es que sus padres rusos han optado por un símil fonético, pues hay que reconocer que la criatura promete ser una adelantada a su (nuestro) tiempo.

Su nacimiento, que nada tuvo de milagroso ni ocurrió en un portal, sino en unas instalaciones militares de Oremburgo, a casi 1.500 Km al sudeste de Moscú, revolucionará el sistema de defensa ruso y, es de suponer, que removerá las entrañas de las otras potencias armamentísticas, tanto por celos como por temor. Una nueva y peligrosa rivalidad competitiva está servida.

El presidente ruso, Vladímir Putin, tuvo el honor de presentarlo en sociedad y, lógicamente, todo fueron alabanzas. “Un gran éxito, una gran victoria”, calificó el evento, presentándolo, orgulloso e impertérrito, ante el mundo entero, tras su exitoso lanzamiento de prueba.

Avangard es, cómo no, un arma de guerra, un misil supersónico (supera en 10 veces la velocidad del sonido), provisto de un escudo antimisiles, que burlará todos los sistemas de defensa durante los próximos 50 años, según sus creadores. Goza, pues, de grandes ventajas respecto a sus hermanos, mucho más convencionales, como el hecho de seguir una trayectoria impredecible (no así el blanco) e imposible de calcular, lo que impide ser interceptado.

Aunque el analista militar Víktor Litovkin se ha apresurado a aclarar que la finalidad del súper misil es básicamente disuasoria, pues a partir de ahora “los potenciales enemigos se lo pensarán dos veces antes de cometer una agresión o ejercer una excesiva presión (¡¿?!) contra Rusia”, yo me pregunto qué repercusión tendrá ello a nivel mundial. Yo diría que nada bueno nos deparará ese recién estrenado engendro militar. Para empezar, habrá que ver la reacción de China, de Corea del Norte, de los EEUU, y de otros países belicistas y si ello llevará a una escalada armamentística sin precedentes. A esta gente siempre les ha gustado competir a ver quién la tiene más grande. ¿Será soberbia o complejo de inferioridad?

Todos ─hipócritas incluidos─ deseamos en estas fechas paz y amor. Incluso en las guerras ha habido ─algo insólito y hasta cierto punto irónico─ treguas durante la Navidad, tiempo de recogimiento y de buenas intenciones. Pero terminado ese paréntesis de bonanza espiritual, siempre volvemos a las andadas. Todas son buenas intenciones que caen en saco roto. ¿Dónde queda el cacareado espíritu de la Navidad? ¿Y dónde ha ido a parar el esperanzador desarme nuclear?

No sé qué debe opinar Ded Moroz, el Santa Claus ruso, sobre este nuevo juguete bélico del que el mandatario ruso se siente tan orgulloso. Seguro que nada bueno. ¿Y qué decir de nuestros Reyes Magos de Oriente que, por su origen tendrían que estar especialmente sensibilizados sobre este tema? Lástima que hagan oídos sordos a las peticiones de las personas de buena voluntad. Ojalá continuara siendo niño para creer en los milagros e ignorar lo que hacen algunos adultos con este planeta.



viernes, 21 de diciembre de 2018

Incongruencias o predicar con el ejemplo


Alfred López, escritor y bloguero, escribió un libro titulado “Ya está el listo que todo lo sabe", en el que nos descubre muchas curiosidades de las que nunca supimos su origen o significado. Pues si él (pues a él debe sin duda referirse) se autodefine como el listo sabelotodo, yo debería definirme como el pesado que todo lo critica. Pero es que no puedo evitar criticar lo que veo y no me gusta.

De todos modos, esta nueva entrada está, hasta cierto punto, vinculada con la anterior, aunque no vaya de juegos. Va de malas costumbres y de la, una vez más, reiterada contradicción entre los consejos “saludables” que nos dan los expertos en la materia y la imagen que se nos ofrece en determinados medios y que va justamente en sentido contrario.

El enunciado apunta a la sociedad, como ente global, no a las personas en particular. Un político, un médico, un sacerdote representa a un colectivo que debe predicar con su ejemplo: ser honrado en su vida privada cuando ataca públicamente la corrupción, llevar una vida sana cuando así se lo recomienda a sus pacientes, o ser virtuoso cuando, desde el púlpito, lo exige a sus feligreses, respectivamente.

La sociedad la componemos todos y su forma de expresión son los medios de comunicación, los distintos movimientos, asociaciones, corporaciones y entidades varias que velan por el bienestar de los ciudadanos. La contradicción a la que aludo al principio se manifiesta cuando alguna de estas entidades sociales recomienda, como medida para el bien público, abstenerse de ciertos comportamientos de riesgo, y otras, a veces sin un propósito evidente, los promueven o incitan.

Si en la entrada anterior culpabilizaba de esa actitud irresponsable a ciertos mensajes publicitarios, en esta amplío mi radio de crítica al cine ─y, por extensión, a las series para la televisión─, por ejercer, sin darnos cuenta, mucha más influencia por el efecto subliminal del mensaje que emite.

Así, en muchas películas podemos ver cómo el personaje principal fuma sin parar, bebe como un cosaco, solo o en compañía, o habla por el móvil mientras conduce. Y resulta enormemente paradójico que en un país como Estados Unidos, ─que ocupa el primer puesto, detrás de la India, en la producción cinematográfica─ donde el fumador es prácticamente un proscrito y solo pueden beber alcohol los mayores de 21 años, se utilice y normalice esa imagen. Las bebidas alcohólicas pueden falsearse en la pantalla, pero yo me pregunto cómo se lo montará el actor no fumador para tragarse el humo de un apestoso (al menos para él) cigarrillo. Aunque, claro, debe ser lo que se conoce como exigencias del guion. Pero todo esto es pura anécdota comparado con la imagen que desprende.

Entiendo que no hay que practicar el puritanismo ─de hecho hay en el cine actual muchas escenas de sexo bastante explícito, que son perfectamente prescindibles, y que no se censuran─ pero las imágenes del fumador, del bebedor y del usuario del móvil mientras conduce, entre unos pocos ejemplos, transmite una normalidad que no debería ser tal. Es decir, se banalizan, a ojos del espectador, hábitos y actitudes que, desde otros canales, se intentan corregir e incluso prohibir.

Muchos años atrás, fumar y beber en las películas estaba bien visto, era algo normal. Humphrey Bogart no sería el mismo sin un cigarrillo en la comisura de los labios ni Dean Martin sin un vaso de whiskey en la mano. Se podría alegar que el cine debe mostrar la realidad, la vida tal como es. Pero una cosa es mostrar una realidad censurable, o con connotaciones negativas, acorde con el argumento del film como, por ejemplo, el consumo de drogas, el robo, el asesinato y la violencia en general, y otra presentar hábitos o conductas inadecuadas en un ambiente de normalidad social.


Y con esto no quiero arruinaros estas fiestas que están a la vuelta de la esquina. Bebed de forma responsable, tal como advierten las autoridades sanitarias, y si os pasáis un poco no pasa nada siempre y cuando conduzca otro o toméis un taxi para volver a casa; fumad, si no podéis evitar el mono, pero moderadamente y con el propósito de enmienda en la mente; pero no conduzcáis con el móvil en las manos a menos que queráis viajar al otro mundo antes de tiempo.

Pero, ante todo, pasadlo bien, que seáis felices y que la suerte os acompañe. Dicho de otro modo: que la salud, el dinero (o trabajo) y el amor no os falte ni ahora ni nunca. Y si vais estos días al cine (a menos que sea para ver películas infantiles), a ver cuántas escenas con tabaco y alcohol observáis.




jueves, 13 de diciembre de 2018

¡A jugar!



¿A quién no le gusta jugar de vez en cuando? A la lotería, en todas sus modalidades, a juegos de mesa, videojuegos y juegos online, incluso a la ruleta o al Black Jack en el casino. Yo, la verdad, a lo que más juego es a la Lotería Nacional por Navidad y al Cuponazo de la Once los viernes, pues no soy de casinos ni bingos y los únicos juegos de mesa que me gustan, aunque ya no los practico con la frecuencia de antaño, es el parchís y la brisca (a la que me enseñó a jugar mi abuela paterna, que era muy aficionada) pero jamás con dinero, en todo caso algunos garbanzos y ya de mayor algunas pesetas, por eso de darle más emoción. Por lo demás, soy muy malo en el juego. No sabría decir si soy malo porque no me gusta o no me gusta porque soy malo, ¿Qué más da? Prefiero ver jugar a los demás, como en el futbol (en eso era malísimo) o en los concursos de televisión.

No sé si lo recordaréis, pero allá por los años ochenta se hizo popular un concurso televisivo, presentado por Joaquín Prats padre, que se llamaba “El precio justo”, en el cual los jugadores debían adivinar, con un margen de error mínimo, el precio de determinados artículos. El grito de guerra que utilizaba ese popular presentador para iniciar el juego era ¡a jugar!, a la vez que extendía el brazo derecho dando el pistoletazo de salida.

Hemos visto y seguimos viendo por televisión una gran cantidad de concursos en los que los participantes deben superar una serie de pruebas para poder llegar a la final y embolsarse un suculento premio en metálico. La mayoría de esas pruebas son de tipo cultural, ya sea cultura general, popular, o de mayor nivel. Evidentemente, el móvil es el dinero, y aunque han habido concursantes reincidentes (que han participado en más de un concurso de la misma u otra cadena), no creo que ello les haya provocado una adicción al juego.

En el ámbito de las adicciones, el juego o, dicho de otro modo, la ludopatía, ocupa un lugar muy importante. Datos recientes estiman que en nuestro país el número de menores de edad enganchados al juego va en aumento y que, a pesar de su condición de menores, muchas salas de juego no hacen ascos a permitirles la entrada, en declaración de los propios chavales. El mismo estudio afirma que el 27% de los jóvenes mayores de 18 años juegan asiduamente. Estamos, pues, ante un grave problema de adicción al juego, que lleva a la ludopatía, una enfermedad psicológica, como la anorexia o cualquier otra dependencia, ante la cual los psicólogos y psiquiatras alertan e intentan poner freno.

No voy a exponer los peligros de esta adicción, pues son de sobra conocidos, como la de cualquier otra. Solo quiero denunciar la hipocresía existente en nuestra sociedad cuando, por un lado se alerta de esos peligros y se intenta acabar con el juego adictivo, y por otra se estimula a jugar a través de los medios de comunicación.

El juego representa un problema social. Hay datos que revelan que las casas de apuestas cuadruplican los ludópatas. En España se estima que hay medio millón de ludópatas. Y mientras tanto los anuncios del juego online se disparan y los jóvenes se enganchan cada vez más. Y me sorprende aún más, casi me duele, que una cara tan conocida entre el público de televisión de este país, una cara amable como la de Carlos Sobera, se haya prestado para promocionar el juego por internet, protagonizando imágenes de apasionamiento y júbilo que claramente invitan a los más jóvenes a participar.

Es tan evidente esta contradicción entre las advertencias oficiales sanitarias y la permisividad también oficial, con el peligro que ello entraña, que espero y deseo que las autoridades pongan algún tipo de filtro, control o contención a esa descarada invitación al juego. Ese ¡a jugar! me parece simplemente inmoral.


martes, 4 de diciembre de 2018

La información, ese objeto del deseo



Dicen que la información es poder. Yo me conformo con pensar que es conocimiento, así de simple y así de importante. Sin información no podemos hacer prácticamente nada, por lo menos nada correcto. Otra cosa es que la gente desee estar bien informada y, si no la recibe, busque, incluso exija, la información. Estar bien informados nos permite tomar las decisiones más adecuadas a nuestras necesidades.

Constantemente recibimos un bombardeo de informaciones, por radio, televisión, prensa escrita y digital, y por las redes sociales. Por desgracia, no siempre es una información fiable y exenta de intencionalidad o manipulación. En tal caso, resulta difícil extraer la que realmente nos puede ayudar a discernir entre lo correcto y lo incorrecto.

Pero hay otro tipo de información, también cotidiana y extremadamente útil, que se nos niega, a pesar de tener todo el derecho a recibirla clara y puntualmente. Si la carencia de calidad o de veracidad en la información de tipo económico, político y social, me disgusta, la falta o escasez de esta otra, a la que hoy me refiero, me indigna.

¿Quién no se ha visto esperando en el andén a que llegue su tren, con una demora injustificable, sin que nadie se digne a darle una explicación? ¿Quién no ha visto su tren detenido entre dos estaciones sin tener la mínima idea del por qué? ¿Quién no ha visto su vuelo retrasado o, peor aún, cancelado, sin conocer los motivos? ¿Quién no se ha visto haciendo cola para embarcar sin que nadie aparezca en la puerta de embarque, a la hora señalada, para informarle de lo que ocurre? ¿Quién no se ha visto dentro del avión esperando al despegue sin que nadie de la tripulación le diga por qué no tiene lugar? ¿Quién no ha sufrido un apagón sin que nadie en la Compañía suministradora sepa darle un motivo? ¿Quién, en definitiva, no se ha visto afectado por un defecto u omisión en un servicio sin recibir explicación alguna?

En cualquier Compañía que ofrece un servicio público, la atención al cliente es la clave de su éxito. Captar un cliente es difícil, pero perderlo es muy fácil. Y a pesar de ello, Compañías como Renfe, Iberia, Vueling, Aena, Endesa, por citar solo unas pocas empresas de relieve, mantienen un silencio absoluto cuando sus clientes exigen conocer el motivo y la duración del fallo en el servicio esperado y abonado. Por supuesto que luego tenemos el derecho a una reclamación y a la restitución de los daños e inconvenientes causados, pero la inmediatez de la información es, repito, una pieza clave para conocer en qué situación nos hallamos, qué repercusión tendrá el incidente en nuestros planes y poder tomar una decisión al respecto antes de que sea demasiado tarde.

Es inconcebible e intolerable que, hoy día, con los medios a nuestro alcance, todavía se den casos de falta de información al usuario. Y no creo que ello pueda achacarse a una falta de inversión en infraestructuras o en personal. Creo que, simplemente, es una grave negligencia o falta de formación de este personal. Y no me vale la excusa de que están mal pagados y que ello redunda en una desidia en el desempeño de sus funciones. El posible descontento en sus condiciones de trabajo no tiene porqué repercutir en el usuario. Solo cuando se ha producido un hecho muy grave que ha afectado a miles de ciudadanos, producido pérdidas económicas sustanciales y ha provocado un alud de encendidas protestas, los máximos responsables se apresuran a dar explicaciones, a toro pasado, y se desvelan en echar balones fuera (el culpable siempre es otro), a asegurar que fue un hecho aislado y a afirmar que no volverá a ocurrir. Hasta que vuelve a repetirse.

Si para “los de arriba” la información es sinónimo de poder, para “los de abajo” es una necesidad material y moral. Una sociedad moderna no solo debe proveer a los ciudadanos de todos los servicios básicos para mantener una adecuada calidad de vida, sino también proporcionarles toda la información necesaria y suficiente para el buen uso y disfrute de dichos servicios.

La información debería formar parte de una nueva Bienaventuranza: Bienaventurados los bien informados, porque ellos sabrán en todo momento lo que les espera.