miércoles, 23 de febrero de 2022

La guerra eterna

 


Creo que no ha habido ninguna época de nuestra historia en la que no haya existido una guerra, en oriente como en occidente. Los hombres han estado siempre en guerra. Motivos no han faltado.

De esas guerras, las ha habido cortas, como la guerra de los seis días, que enfrentó, en 1967, Israel contra una coalición árabe encabezada por Egipto; y largas, como la guerra de los cien años, entre los reinos de Francia e Inglaterra, y que, en realidad, duró 116 años, entre mayo de 1337 y octubre de 1453. Existen, sin embargo, dos casos excepcionales, en ambos extremos, que no suelen tomarse en cuenta por lo anecdótico: la guerra anglo-zanzibariana, que duró unos 45 minutos, y la guerra de los trecientos cuarenta y cuatro años, que enfrentó a Los Países Bajos y las islas Sorlingas (Reino Unido), pero que en realidad duró nueve años (desde 1642 y 1651). Ello se debe a que los neerlandeses, tras su retirada en 1651, se olvidaron de declarar oficialmente la paz, cosa que no tuvo lugar hasta 1986. ¡Qué cosas!

Pero hay otros conflictos armados, caracterizados por su intermitencia, prolongación en el tiempo y enquistamiento que, aun sin causar tantas víctimas como en las grandes guerras del siglo XX, han producido un goteo de víctimas en las dos partes en litigio. Y no me refiero a las Cruzadas, de carácter fundamentalmente religioso, sino al llamado conflicto palestino-israelí o israelí-palestino, tanto monta monta tanto, que todavía perdura en pleno siglo XXI.

No voy a detallar el origen de este larguísimo conflicto, pues no soy un profundo conocedor de su historia, la cual es, además, harto complicada. Tendría que remontarme a la época de la diáspora judía y a su reivindicación de recuperar la patria ancestral, la Tierra de Israel. Desde entonces el pueblo judío ha sufrido persecuciones y éxodos, siendo el chivo expiatorio en muchas ocasiones y el supuesto causante de todos los males —peste negra incluida—, motivo por el cual tuvieron que vivir en guetos dentro de las ciudades en las que lograron instalarse, hasta ser expulsados.

Soy consciente de que conocer la historia es la base para comprender por qué sucedió tal o cual evento, pero aquí solo pretendo exponer la tremenda paradoja de que quienes han sufrido injusticias y persecuciones, sean ahora quienes las infligen a los palestinos, expulsándoles de sus tierras por la fuerza ante la aquiescencia de algunos países y la pasividad de los órganos internacionales que, se supone, deben velar por la paz y la justicia e imponer sanciones a quienes no las respetan.

La parte actual del conflicto se inició una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y se ha enquistado hasta nuestros días, por culpa de la intolerancia del todopoderoso Estado de Israel, hoy convertido en verdugo de quienes han tenido que abandonar unas tierras que les pertenecen desde tiempo inmemorial.

Cuando recordamos, o nos recuerdan, el holocausto, en el que los nazis exterminaron a unos seis millones de judíos, todavía se nos ponen los pelos de punta. No hay quien no abomine de esa horrible “solución final”, un genocidio sistemático que, de paso, liquidó a personas de otra etnia (gitanos), orientación sexual (homosexuales) y pensamiento político (comunistas y republicanos). Todos, sin excepción, nos hemos sentido solidarios con los judíos por lo que sufrieron en los campos de exterminio. Algo inimaginable en pleno siglo XX, pero que sucedió.

Pero también creo que somos muchos los que pensamos que quienes sufrieron tanto, deberían haber desarrollado un espíritu antibelicista, abogando por el pacifismo, por la renuncia a todo tipo de revancha y, en definitiva, por el entendimiento entre los hombres.

¿Por qué, pues, Israel se ensaña con los palestinos que viven donde vivieron sus antepasados durante tantos siglos? ¿Por qué los expulsan violentamente de sus casas, demoliéndolas y construyendo, en su lugar, asentamientos judíos, defendidos por colonos armados hasta los dientes, amparándose en las leyes del Estado de Israel?

Nunca justificaré el terrorismo, venga de quien venga, pero sí puedo entender que, ante una gravísima injusticia, ante la cual no fructifica ninguna petición de respaldo exterior, haya quien opte por una respuesta violenta. Y lo que más me indigna es que, por muchas resoluciones de la ONU contra Israel, por aplicar a los palestinos otro tipo de genocidio —término que, según el derecho internacional, consiste en cometer actos orientados a destruir parcial o totalmente un grupo nacional, étnico o religioso—, estas queden sin efecto gracias al veto de naciones amigas como los EEUU, en donde una gran parte del poder económico está en manos judías.

He dicho que no pretendía dar una lección de historia, pero es bueno y necesario saber que, en 1945, como consecuencia del holocausto nazi, muchos judíos emigraron a Palestina con el propósito de establecer allí un Estado propio. Ello produjo tal avalancha de judíos en Palestina que provocó brotes de violencia entre ambas poblaciones. Aparecieron grupos armados judíos que recurrieron al terrorismo contra intereses y estamentos británicos para obligar al Reino Unido, que ostentaba el Mandato británico de Palestina —administración territorial encomendada por la Sociedad de Naciones al Reino Unido tras la primera guerra mundial— a desvincularse del objetivo de mantener el equilibrio entre judíos y palestinos y abandonar el país.

Ante tal situación, Naciones Unidas propuso la partición de lo que había sido hasta entonces el Mandato británico en Palestina, formando así una parte judía y una parte árabe. La parte judía supondría algo más de la mitad del territorio del Mandato británico y la parte árabe palestina ocuparía el resto del territorio. Este plan, rechazado rotundamente por los árabes, dio inicio a una guerra civil entre ambas partes, desencadenando la expulsión y huida de dos tercios de la población palestina.

En 1948, la declaración de independencia del recién creado Estado de Israel propició que los Estados árabes vecinos le declararan la guerra, pero fueron derrotados por las fuerzas israelíes. Concluida esta contienda, Israel se negó a aceptar el retorno de los más de 700.000 refugiados palestinos, que han vivido desde entonces en campos de refugiados y en zonas del Líbano, Siria, Jordania, así como en la franja de Gaza y Cisjordania. En 1950 Israel promulgó la llamada Ley del Retorno, que impulsaba a los judíos residentes en cualquier país del mundo a emigrar Israel, lo que agravó la situación.

Aun hoy en día, después de más de setenta años, persisten los problemas que impiden llegar a un acuerdo entre las partes en conflicto: el establecimiento de fronteras estables y seguras, el control de Jerusalén, los asentamientos israelíes, el retorno de los refugiados, el reconocimiento mutuo, la libertad de movimientos de los palestinos y, mucho más grave aún, el terrorismo palestino y los asesinatos impunes de civiles palestinos, así como otros problemas de derechos humanos.

Se han hecho muchos intentos para llegar a un acuerdo, que implicaría la creación de un Estado de Palestina independiente junto al de Israel. Pero a pesar de que Palestina ha obtenido un cierto reconocimiento internacional al ser considerado Estado observador en la ONU y obtenido el apoyo de la UE para ser aceptado como Estado, en el fondo todo sigue igual o peor, pues el bloqueo económico y comercial por parte de Israel a los asentamientos palestinos ha provocado una crisis humanitaria.

Y ahora vuelvo a preguntarme cómo puede ser que quienes sufrieron tanto por culpa de una ideología xenófoba, absolutista y asesina, en lugar de haber aprendido que solo la armonía y convivencia entre los pueblos —indistintamente de su origen, raza y religión— tiene que prevalecer en cualquier rincón del mundo, han desarrollado y cultivado, en cambio, un odio visceral hacia quienes tuvieron que cederles parte de su territorio cuando no tenían un Estado propio, llegando a expulsarlos de sus tierras a golpe de explosivos y bulldozers. Y con total impunidad.

Así las cosas, no es de extrañar que este conflicto se haya cronificado hasta el punto de que parece que estemos ante una guerra eterna.


sábado, 12 de febrero de 2022

El diario se cierra

 


El 11 de febrero del pasado año le dediqué una entrada en este blog a mis tribulaciones como paciente al que le habían diagnosticado un cáncer de mama, Esta entrada la titulé Diario de un paciente atribulado y abarcaba desde el momento del diagnóstico, unos días antes de la Navidad de 2020, hasta el momento en que me instauraron el tratamiento a seguir.

Al final de esa publicación decía que dejaba ese diario íntimo con un final abierto que esperaba poder cerrar algún día. Pues ese día ha llegado.

No voy a detallar en qué ha consistido el tratamiento, pues no quiero aburriros, como probablemente hice en su día al relatar cronológicamente, como todo diario que se precie, los pasos de ese viacrucis en el que todo paciente oncológico se ve inmerso.

Todo el proceso ha durado algo más de trece meses, un periodo muy breve si se tiene en cuenta que en muchos casos son años los que el paciente tiene que soportar los altibajos propios de la terapia. Pero mucho más importante es el desenlace, que en mi caso ha sido positivo. La curación de un cáncer es hoy día todavía incierta, con porcentajes de supervivencia muy variables dependiendo del tipo de tumor de que se trate, su localización y su estadio en el momento del diagnóstico.

En el hombre, el cáncer de mama representa solo un 1% de los cánceres de mama. Así que ya tengo otro motivo para considerarme atípico pues, además, el estudio genético al que me sometí demostró que no era portador de ningún gen que predispusiera a desarrollar este tipo de cáncer ni, por lo tanto, que pudiera transmitírselo a mis dos hijas, que era mi mayor preocupación. Ha sido, pues, un caso fortuito. «Te ha tocado», vino a decir el oncólogo. Mala suerte la mía.

Pero a veces somos muy injustos al quejarnos de algo —en mi caso no solo del diagnóstico sino también de los efectos secundarios del tratamiento— sin atender al hecho más positivo y relevante: que he superado, en un tiempo récord, una enfermedad que actualmente deja por el camino a casi siete mil enfermos de cáncer de mama al año, de los cuales un uno por ciento son hombres, coincidiendo con el porcentaje de incidencia de este tipo de cáncer en los varones. No obstante, podéis imaginar lo que sentí cuando leí que los hombres tienen una mayor probabilidad de morir que las mujeres, de modo que la supervivencia a cinco años es del 77,6% en hombres y del 86,4% en mujeres. No es que prefiriera haber nacido mujer, solo no haber tenido la mala fortuna de ser uno de esos hombres raros.

Tras el lógico miedo inicial, la cosa fluyó con bastante normalidad, asumiendo el riesgo y sometiéndome a todo tipo de pruebas y a la quimioterapia, pero prevaleciendo el positivismo al creer en el pronóstico de los médicos, pronóstico que se ha cumplido. Lo que pueda ocurrir en un futuro ya es harina de otro costal, aunque al no existir un componente genético no debería temer una recidiva. Aun así, deberé pasar controles periódicos. Más vale prevenir.

En otra de mis entradas de este blog, del 14 de octubre pasado, que titulé Sanidad pública, sanidad privada, comparaba las ventajas e inconvenientes de una y otra opción y creo recordar que hacía referencia, si no en el cuerpo de la publicación, sí en alguna de mis respuestas a los comentarios recibidos, que, en mi caso, haber recurrido a la privada ha aumentado las expectativas de curación, pues es notorio y público el retraso que, por culpa de la pandemia, ha sufrido el diagnóstico de muchos cánceres y la implantación de la terapia en los centros públicos, con el consiguiente peligro para los pacientes.

En justicia, no puedo asegurar qué habría pasado de haber acudido, como algunos me recomendaron, al Instituto Catalán de Oncología (ICO), pero de lo que estoy convencido es de que hoy estaría lejos de haber completado el tratamiento.

Un capítulo aparte, y que no quiero obviar, aunque pueda parecer superfluo, es la atención que he recibido de todo el personal sanitario, especialmente del equipo de enfermería del Hospital de día, en el que me aplicaban la medicación, intravenosa durante la primera etapa y subcutánea durante la segunda. Y es que la empatía y el cariño por parte de los cuidadores es fundamental para mantener alto el ánimo de un paciente. Incluso la comodidad de las instalaciones (tener un box a tu disposición para tu privacidad, en lugar de compartir una sala con otros pacientes oncológicos, todos “enchufados” al gotero, muchos de ellos con aspecto enfermizo) es otro punto a favor.

Pero todo ha acabado felizmente y gracias a mi buen comportamiento como paciente he sido merecedor de un premio de final de curso, un premio inesperado recibido de manos del equipo de enfermería: un diploma que siempre guardaré a buen recaudo y que me recordará mi paso por el Hospital Universitario Dexeus.

Ahora ya solo queda dar por acabado este capítulo de mi vida y cerrar el diario que abrí hace un año.