Creo que no ha habido ninguna
época de nuestra historia en la que no haya existido una guerra, en oriente
como en occidente. Los hombres han estado siempre en guerra. Motivos no han
faltado.
De esas guerras, las ha habido
cortas, como la guerra de los seis días, que enfrentó, en 1967, Israel contra
una coalición árabe encabezada por Egipto; y largas, como la guerra de los cien
años, entre los reinos de Francia e Inglaterra, y que, en realidad, duró 116
años, entre mayo de 1337 y octubre de 1453. Existen, sin embargo, dos casos
excepcionales, en ambos extremos, que no suelen tomarse en cuenta por lo anecdótico:
la guerra anglo-zanzibariana, que duró unos 45 minutos, y la guerra de los
trecientos cuarenta y cuatro años, que enfrentó a Los Países Bajos y las islas
Sorlingas (Reino Unido), pero que en realidad duró nueve años (desde 1642 y 1651).
Ello se debe a que los neerlandeses, tras su retirada en 1651, se olvidaron de
declarar oficialmente la paz, cosa que no tuvo lugar hasta 1986. ¡Qué cosas!
Pero hay otros conflictos armados,
caracterizados por su intermitencia, prolongación en el tiempo y enquistamiento
que, aun sin causar tantas víctimas como en las grandes guerras del siglo XX, han producido un goteo de víctimas en las dos partes en litigio. Y no me refiero a
las Cruzadas, de carácter fundamentalmente religioso, sino al llamado conflicto
palestino-israelí o israelí-palestino, tanto monta monta tanto, que todavía
perdura en pleno siglo XXI.
No voy a detallar el origen de
este larguísimo conflicto, pues no soy un profundo conocedor de su historia, la
cual es, además, harto complicada. Tendría que remontarme a la época de la
diáspora judía y a su reivindicación de recuperar la patria ancestral, la Tierra
de Israel. Desde entonces el pueblo judío ha sufrido persecuciones y éxodos,
siendo el chivo expiatorio en muchas ocasiones y el supuesto causante de todos
los males —peste negra incluida—, motivo por el cual tuvieron que vivir en
guetos dentro de las ciudades en las que lograron instalarse, hasta ser
expulsados.
Soy consciente de que conocer
la historia es la base para comprender por qué sucedió tal o cual evento, pero
aquí solo pretendo exponer la tremenda paradoja de que quienes han sufrido
injusticias y persecuciones, sean ahora quienes las infligen a los palestinos,
expulsándoles de sus tierras por la fuerza ante la aquiescencia de algunos
países y la pasividad de los órganos internacionales que, se supone, deben
velar por la paz y la justicia e imponer sanciones a quienes no las respetan.
La parte actual del conflicto se
inició una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y se ha enquistado hasta
nuestros días, por culpa de la intolerancia del todopoderoso Estado de Israel,
hoy convertido en verdugo de quienes han tenido que abandonar unas tierras que
les pertenecen desde tiempo inmemorial.
Cuando recordamos, o nos
recuerdan, el holocausto, en el que los nazis exterminaron a unos seis millones
de judíos, todavía se nos ponen los pelos de punta. No hay quien no abomine de
esa horrible “solución final”, un genocidio sistemático que, de paso, liquidó a
personas de otra etnia (gitanos), orientación sexual (homosexuales) y
pensamiento político (comunistas y republicanos). Todos, sin excepción, nos hemos
sentido solidarios con los judíos por lo que sufrieron en los campos de exterminio.
Algo inimaginable en pleno siglo XX, pero que sucedió.
Pero también creo que somos muchos los
que pensamos que quienes sufrieron tanto, deberían haber desarrollado un
espíritu antibelicista, abogando por el pacifismo, por la renuncia a todo tipo
de revancha y, en definitiva, por el entendimiento entre los hombres.
¿Por qué, pues, Israel se
ensaña con los palestinos que viven donde vivieron sus antepasados durante
tantos siglos? ¿Por qué los expulsan violentamente de sus casas, demoliéndolas
y construyendo, en su lugar, asentamientos judíos, defendidos por colonos
armados hasta los dientes, amparándose en las leyes del Estado de Israel?
Nunca justificaré el
terrorismo, venga de quien venga, pero sí puedo entender que, ante una
gravísima injusticia, ante la cual no fructifica ninguna petición de respaldo
exterior, haya quien opte por una respuesta violenta. Y lo que más me indigna
es que, por muchas resoluciones de la ONU contra Israel, por aplicar a los
palestinos otro tipo de genocidio —término que, según el derecho internacional,
consiste en cometer actos orientados a destruir parcial o totalmente un grupo
nacional, étnico o religioso—, estas queden sin efecto gracias al veto de
naciones amigas como los EEUU, en donde una gran parte del poder económico está
en manos judías.
He dicho que no pretendía dar
una lección de historia, pero es bueno y necesario saber que, en 1945, como
consecuencia del holocausto nazi, muchos judíos emigraron a Palestina con el
propósito de establecer allí un Estado propio. Ello produjo tal avalancha de judíos
en Palestina que provocó brotes de violencia entre ambas poblaciones. Aparecieron
grupos armados judíos que recurrieron al terrorismo contra intereses y
estamentos británicos para obligar al Reino Unido, que ostentaba el Mandato
británico de Palestina —administración territorial encomendada por la Sociedad
de Naciones al Reino Unido tras la primera guerra mundial— a desvincularse del
objetivo de mantener el equilibrio entre judíos y palestinos y abandonar el
país.
Ante tal situación, Naciones
Unidas propuso la partición de lo que había sido hasta entonces el Mandato
británico en Palestina, formando así una parte judía y una parte árabe. La
parte judía supondría algo más de la mitad del territorio del Mandato británico
y la parte árabe palestina ocuparía el resto del territorio. Este plan,
rechazado rotundamente por los árabes, dio inicio a una guerra civil entre ambas
partes, desencadenando la expulsión y huida de dos tercios de la población
palestina.
En 1948, la declaración de
independencia del recién creado Estado de Israel propició que los Estados
árabes vecinos le declararan la guerra, pero fueron derrotados por las fuerzas
israelíes. Concluida esta contienda, Israel se negó a aceptar el retorno de los
más de 700.000 refugiados palestinos, que han vivido desde entonces en campos
de refugiados y en zonas del Líbano, Siria, Jordania, así como en la franja de
Gaza y Cisjordania. En 1950 Israel promulgó la llamada Ley del Retorno,
que impulsaba a los judíos residentes en cualquier país del mundo a emigrar
Israel, lo que agravó la situación.
Aun hoy en día, después de más
de setenta años, persisten los problemas que impiden llegar a un acuerdo entre
las partes en conflicto: el establecimiento de fronteras estables y seguras, el
control de Jerusalén, los asentamientos israelíes, el retorno de los
refugiados, el reconocimiento mutuo, la libertad de movimientos de los
palestinos y, mucho más grave aún, el terrorismo palestino y los asesinatos impunes
de civiles palestinos, así como otros problemas de derechos humanos.
Se han hecho muchos intentos
para llegar a un acuerdo, que implicaría la creación de un Estado de Palestina
independiente junto al de Israel. Pero a pesar de que Palestina ha obtenido un
cierto reconocimiento internacional al ser considerado Estado observador en la
ONU y obtenido el apoyo de la UE para ser aceptado como Estado, en el fondo
todo sigue igual o peor, pues el bloqueo económico y comercial por parte de
Israel a los asentamientos palestinos ha provocado una crisis humanitaria.
Y ahora vuelvo a preguntarme
cómo puede ser que quienes sufrieron tanto por culpa de una ideología xenófoba,
absolutista y asesina, en lugar de haber aprendido que solo la armonía y
convivencia entre los pueblos —indistintamente de su origen, raza y religión— tiene
que prevalecer en cualquier rincón del mundo, han desarrollado y cultivado, en
cambio, un odio visceral hacia quienes tuvieron que cederles parte de su
territorio cuando no tenían un Estado propio, llegando a expulsarlos de sus
tierras a golpe de explosivos y bulldozers. Y con total impunidad.
Así las cosas, no es de
extrañar que este conflicto se haya cronificado hasta el punto de que parece
que estemos ante una guerra eterna.