La entrada de hoy tiene aires
de nostalgia, toques de tristeza, pero creo que se asienta en una base de
realidad. Y es que la realidad a veces se viste de muchos colores, incluidos el
negro, o el gris. La entrada de hoy va de recuerdos y los recuerdos hacen aflorar
sentimientos contradictorios.
Recordar es estar vivo y mantiene
con vida a quienes nos han dejado. «Mientras alguien te recuerde seguirás vivo», se dice, y así es. Así que solo dejaremos
de existir cuando nuestros descendientes —nietos o bisnietos— abandonen este
mundo.
Pero hablemos de vida y no de
muerte. Ahora, cuando ya peinamos canas, pero aún seguimos con los pies en este
mundo, son muchas las ocasiones en las que, bien casualmente, bien
intencionadamente, giramos la vista atrás y nos deleitamos observando imágenes
de nuestra infancia y juventud, cuando todavía vivíamos aventuras de un solo
día, experiencias colectivas con amigos y familiares, y viajes inolvidables.
Viendo esas películas y esas fotos que ya han perdido su color original, experimentamos
un abanico de sensaciones. Alegría, pena, quizá incluso amargura al contemplar unas
escenas en las que aparecen personas de las que a veces ya nos cuesta recordar
su voz.
Ver a nuestros padres, gozando
de salud, haciendo de abuelos, y a nuestros hijos, felices, haciendo de nietos,
contemplar a aquellos chiquillos que ahora han superado la treintena y que ya
nos han hecho abuelos es como saborear algo dulce pero que nos deja un regusto
ligeramente amargo. Porque comprobamos que el tiempo ha pasado como un suspiro
y tenemos la impresión de que no lo hemos sabido aprovechar. Sentimos el vano
deseo de retroceder en el tiempo para volver a disfrutar de aquellos memorables
instantes. Pero como ya es imposible, nos contentamos con esas imágenes, sonoras
o mudas, que tantos recuerdos nos traen.
¿Porqué nos gusta recordar el
pasado, aunque ello nos produzca dolor o cuando menos tristeza? Nos deleitamos
en retrasar el reloj y parar el tiempo por unos instantes. Pero ¿es sana esta
práctica? ¿No nos hundirá en una melancolía enfermiza? Anclarse en el pasado
puede tener serias consecuencias para nuestra salud mental. Revivir tiempos
pretéritos no debería ocuparnos más tiempo del justo y necesario para no
olvidarlos ni olvidar a nuestros seres queridos. Lo que importa es el presente
y, a lo sumo, el futuro inmediato. El pasado ya no existe y el futuro tampoco.
Ambas cosas solo están en nuestra mente. ¿Por qué, pues, nos gusta tanto
recordar?
Cada cual tiene sus
necesidades, sus filias y sus fobias. Del mismo modo, cada uno reacciona de
modo distinto a unas imágenes entrañables e incluso dolorosas. Siempre me ha
costado entender cómo alguien que ha perdido a un ser muy querido le complace
visionar vídeos y fotografías en los que aparece cuando solo han pasado unos
pocos días o semanas de su partida. Yo no podría. Hay quien, por el contrario,
es incapaz de hacerlo hasta que no se siente preparado para afrontar esa
dolorosa experiencia. Piensas en tus padres fallecidos con cariño, los
extrañas, pero te duele verlos y oírlos como si fuera ayer que estaban
compartiendo contigo ese momento en la playa o celebrando tu cumpleaños. En el
otro extremo está ese padre o esa madre que no se cansa de ver, una y otra vez,
vídeos de su hijo recientemente fallecido cuando todavía no ha superado todas
las etapas del duelo. Ese dolor autoinfligido no me parece adecuado y puede
confundirse o solaparse con una actitud masoquista.
Pero volviendo a las
situaciones normales, a la de los viejos álbumes de fotos o vídeos caseros, qué
es lo que nos empuja a rebuscar entre los momentos de felicidad que, a la vez,
nos entristecen por formar parte de un pasado irrecuperable y nos enfrentan a
una dura realidad: el asombro al contemplar el envejecimiento físico, hasta el
punto de que casi no nos reconocemos en esas imágenes, y la terrible sensación
de lo rápido que ha pasado el tiempo. Lo que daríamos para que nuestros hijos
volvieran a ser pequeños y para que nuestros padres volvieran a sentarse en la
mesa por Navidad. Y siendo esto imposible, nos gusta memorizar esos instantes
pasando las hojas de un álbum de fotos a sabiendas que sentiremos una profunda
nostalgia y que, al cerrarlo, soltaremos un suspiro de resignación y nos
secaremos una lágrima preñada de nostalgia.
Recordar es bueno, porque nos hace
sentir vivos y devuelve a la vida a quienes nos han dejado, pero ¿es bueno
sufrir viendo o pensando en todo lo que hemos dejado atrás, sintiendo que
nuestros días se acercan irremediablemente a su fin y que un día no muy lejano seremos
nosotros a quienes buscarán en el álbum de recuerdos familiar?
Sea como sea, me gusta
recordar y me gustaría ser recordado.