martes, 20 de junio de 2023

Alianzas y desencuentros

 


No suelo, porque no me gusta, hablar de política, a menos que sea en petit comité y con personas de la misma, o similar, ideología. Tampoco suelo escribir sobre política en este blog, salvo contadas excepciones y siempre de forma genérica y sin mencionar, que yo recuerde, partido político alguno.

Pero hoy hago una excepción a esta regla. Y es que contemplo atónito cómo una vez más, tras unas elecciones, ya sean municipales o autonómicas (veremos lo que nos deparan las generales que están al caer), se establecen alianzas entre partidos, muchas veces antagónicos, para sacar fuera del terreno de juego al más votado.

Uno se queda perplejo cuando, tras votar al partido que más confianza le da, esperando que con su voto no acceda a la alcaldía, a la presidencia del gobierno autonómico o del central, ese otro partido que no desea ver ocupando ese lugar ni por asomo, tras el recuento de votos, el partido al que ha votado se alía con aquel que no quería ver ni en pintura. ¿De qué ha servido votar? ¿Dónde han ido a parar las esperanzas? En saco roto y en manos de los que han sido los adversarios ideológicos.

A mi entender, lo que ha acontecido tras estas últimas elecciones, más que el establecimiento de pactos, ha sido un mercadeo de votos y escaños y todo por el poder. Alianzas contra natura, entre partidos que durante la campaña electoral se han tirado los trastos a la cabeza y han practicado el degüello político es lo más relevante y asombroso que jamás haya visto. Contradicciones sin justificación. Si en una CA o en un municipio, el partido A se ha aliado con el Parido B para echar de la presidencia o de la alcaldía al partido C, en otra CA o municipio el partido A se ha aliado con el C para boicotear al B. Un despropósito injustificable. Solo ha faltado ver una alianza entre el PP y Bildu. Eso ya sería el colmo de la desfachatez.

A pesar de lo hasta aquí mencionado, no es mi intención hablar a favor o en contra de un determinado partido político. El objeto de esta disquisición no es otro que poner de manifiesto que las ideologías se van al carajo tan pronto como el trono del gobernante queda vacante. Entonces todo son prisas, empujones y zancadillas entre presuntos amigos y, lo que es peor, abrazos entre irredentos enemigos. Ya se dice que en el amor y en la guerra todo está permitido, pero ¿qué hay de esa otra máxima que dice que el fin no justifica los medios?

Mentiras, engaños, promesas falsas, calumnias, acusaciones que faltan a la verdad, descalificaciones, incluso insultos, son ya habituales en la política actual. ¿Es eso lo que realmente queremos ver y oír entre la clase política española?

Yo nunca he sido totalmente fiel a un partido, pues tan pronto como este me ha defraudado, no he vuelvo a votarle. Soy un simpatizante-votante, pero no un feligrés que sigue con los ojos cerrados y a pies juntillas a su líder, haga lo que haga este, sea corrupto o embustero. Sea como sea, hay que votarle sin importar su conducta reprochable, como los seguidores de Donald Trump o del recientemente fallecido Silvio Berlusconi.

Como en la política no existe una hoja de reclamaciones, ni falta que hace, la única alternativa que nos queda ante una decepción es no repetir, como quien frecuenta un restaurante por la excelente atención al cliente y la buena relación calidad-precio, y de pronto cualquiera de estos elementos se deteriora sensible e injustificadamente. En lugar de protestar —pues no serviría de nada—, no hay mejor escarmiento que no volver a pisar el local, a menos que con el tiempo las cosas vuelvan a la situación anterior, pues yo siempre he creído en las segundas oportunidades. Claro que si sigo con esta práctica en el plano político, pronto no me quedará ningún partido al que votar.

Bien cierto es que a río revuelto, ganancia de pescadores. Y así, mientras unos partidos que poseen más puntos en común que diferencias se pelean, la ultraderecha va avanzando a pasos agigantados. Esto me recuerda la fábula de los conejos y los perros de caza, que mientras aquellos discuten si son galgos o podencos, estos se les echan encima.

Ojalá fuéramos videntes o adivinos y así poder votar sabiendo de antemano lo que van a hacer con nuestros votos. Porque la otra opción, la abstención, se me antoja inadecuada y más en la situación que estamos viviendo.

Votar o no votar, esa es la cuestión. Pero en caso afirmativo, ¿quién es merecedor de nuestro voto? ¿Tendremos que recurrir a las margaritas? Pero ¿tendrán suficientes pétalos para tantos grupos políticos?

 

jueves, 1 de junio de 2023

Oferta y demanda

 


Si la mayoría de mis entradas son un poco osadas, esta lo es todavía más, pues trato un tema para el que quizá no estoy lo suficientemente preparado, guiándome solo por la observación e instinto. Se trata, como su título indica, del principio de la oferta y la demanda.

Según la definición técnica, “la ley de la oferta y la demanda es el principio básico sobre el que se basa una economía de mercado. Este principio refleja la relación que existe entre la demanda de un producto y la cantidad ofrecida de este producto teniendo en cuenta el precio al que se vende” (Economipedia, marzo de 2020).

Pero todos sabemos que una cosa es la teoría u otra muy distinta la práctica, más concretamente en cómo se aplica una teoría a la vida cotidiana.

Entiendo que cuando hay un exceso de un producto, o bien pocos demandantes del mismo, se reduzca su precio para animar a los posibles compradores, como si de unas rebajas de verano o de invierno se tratara. Pero algo muy distinto es que cuando ese producto escasea y, por lo tanto, su productor o comercializador no llegará a recaudar lo esperado, se eleve su precio, con lo cual el comprador se ve obligado a pagar más por él. Este caso es especialmente importante —y es el que me ha inspirado esta entrada— cuando el producto en cuestión es un bien esencial.

Permitidme, dentro de mi ignorancia en materia económica, hacer una comparación muy simple, pues muchas veces, simplificando al máximo una situación aparentemente conflictiva se entiende mucho mejor cuál es el problema: Si, de pronto, por el motivo que sea, una tienda de calzado ve reducidas significativamente sus ventas con respecto a la temporada anterior, ¿elevaría el precio de los zapatos para compensar la pérdida de ganancias? En absoluto, pues nadie estaría dispuesto a pagar más por un artículo cuyo precio justo es muy inferior. En este caso, sin embargo, no nos referimos a un artículo de primera necesidad, de modo que uno puede esperar, salvo contadas excepciones, a que se normalicen los precios.

Pero en general, yo lo veo del siguiente modo: Si un fabricante produce o vende menos, en lugar de resignarse a ingresar menos dinero, aumenta el precio hasta un límite que le permita seguir recaudando lo mismo que antes. Si, por ejemplo, un producto se vendía a 20 euros la unidad y las ventas eran de 1.000 unidades mensuales, ingresando, por lo tanto, 20.000 euros al mes, y de pronto solo se venden 500 unidades mensuales, pues lo vende ahora a 40 euros y Santas Pascuas. De este modo es el comprador quien tiene que asumir la bajada de ventas. Sé que es simplificar mucho el problema, pero en la práctica es eso lo que sucede en muchos casos.

Un hecho mucho peor, donde la cara dura se manifiesta en todo su esplendor, es el que se da en la restauración y hostelería. Si un menú cuesta habitualmente 20 euros y una habitación de hotel 80 euros la noche, en cuanto se celebra un congreso que promete una gran afluencia de público, esos precios se disparan hasta cotas inadmisibles. Esos empresarios no tienen suficiente con llenar sus establecimientos más de lo habitual, sino que además se aprovechan de la necesidad de los clientes, que tienen que comer y dormir durante la celebración de ese evento. Esta actitud, aunque sea lícita, es, para mí, inmoral.

Por último, quiero referirme a los productos alimenticios de primera necesidad, cuya ley de la oferta y la demanda ahoga a muchos ciudadanos y que tiene su origen —aunque no su culpa exclusiva— en el campo. Sé que es un tema delicado, por cuanto el campo es un escenario muy especial y los campesinos son los primeros en sufrir la crisis. Posiblemente me estoy poniendo en camisa de once varas, pero, por delicado que sea el tema, yo lo percibo así: la sequía, la lluvia intensa, la granizada —los peores enemigos para la agricultura— da frecuentemente al traste con la producción de todo un año. La cosecha de melocotones, peras, manzanas, uvas, etc., se ve afectada hasta el punto de tener que desecharla toda entera, con la consiguiente pérdida económica. En esa situación, la cantidad de esas frutas para su venta se verá muy menguada. Los campesinos, cuyas tierras se han visto afectadas, probablemente se verán parcialmente resarcidos por un seguro agrario —si lo tienen— y/o por las ayudas del Gobierno si se califica el desastre como catastrófico. Pero en caso de que no toda la cosecha se haya echado a perder, las manzanas, peras, melocotones y uvas que han sobrevivido, costarán el doble del precio habitual en años de bonanza y con ello los cultivadores se resarcirán de la pérdida económica que les esperaba. Por no hablar de los intermediarios, que se frotarán las manos aprovechándose de la escasez, para aumentar, a su vez, sus márgenes de beneficio.

Todo aquel que tiene un negocio, del tipo que sea, debe afrontar la época de vacas flacas sin que nadie más tenga que asumir sus problemas económicos. Solo en el caso de que lo que se produce sea un producto de primera necesidad que, por lo tanto, conviene proteger por el bien de toda la ciudadanía —el caso de la agricultura y la ganadería— se justifica la petición de compensaciones económicas para no tener que cerrar sus exploraciones, pero no veo por qué esa compensación económica por la pérdida de ingresos tiene que ser a costa del consumidor final. Si mientras el negocio iba viento en popa, los beneficios eran muchos, ¿por qué cuando viene una mala época los consumidores tenemos que sufrir las consecuencias? Si este año hay menos peras y sandías en los supermercados, pues nos tendremos que conformar o espabilar comprando otro tipo de fruta, pero no pagar por ellas lo que dicta esa maldita ley de la oferta y la demanda.

Como nota final, quiero dejar claro que aquí no he tratado el tema de la explotación que sufren los campesinos al pagarles una miseria por sus productos mientras que los intermediarios y comercializadores finales se enriquecen, ya que este es otro problema grave que nada tiene que ver con el objetivo de esta reflexión y que merece una entrada aparte.