Hoy
traigo un tema que, más que polémico,
calificaría de complejo e incluso delicado, pero no he podido resistir la
tentación de tratarlo aquí a raíz de una frase que oí hace poco de boca de una
joven, y no por lo que dijo sino por la contundencia con la que lo dijo.
Algo
de lo mucho que la edad me ha enseñado es que de joven se ven las cosas de
forma muy distinta a cuando uno ya peina canas. Lo que en la juventud parece
prioritario, en la madurez pasa a un segundo término. Es, pues, desde esta
perspectiva, con la que escribo esta reflexión.
En
torno al sexo se ha escrito miles de artículos, libros y hasta tratados. A
veces pienso si no estaremos exagerando un poco. La mente humana es ciertamente
compleja y la actividad sexual tiene un componente psicológico que, muchas
veces, pesa más que el puramente físico. No sé si el autor de la famosa cita Mens sana in corpore sano tuvo en cuenta
el sexo, pero lo que está claro es que una vida sexual sana favorece la salud
física y mental.
Pero
antes de entrar en materia, permitidme hacer dos aseveraciones a modo de
introducción: Que puede existir sexo sin amor es algo indiscutible, que puede
haber amor sin sexo diría que solo en circunstancias muy especiales
(entendiendo como tal el amor de pareja), pero ¿puede existir amor sin buen
sexo?
Como
no soy sexólogo, ni lo pretendo ser, sino un simple practicante de a pie (o mejor
dicho de cama), definiré qué entiendo por “buen sexo”: tener relaciones
sexuales con la frecuencia y el placer deseables para ambos miembros de una
pareja. Evidentemente, es casi imposible que en estos dos coincidan cuali y
cuantitativamente esas dos variables al cien por cien. Uno de ellos puede desear
tener sexo con mayor frecuencia como consecuencia de una libido mayor que la de
su pareja, y/o el placer alcanzado por cada uno puede que no siempre ─o casi
nunca ─sea idéntico, pero, aun así, pueden compartir una satisfacción más que
razonable en su vida sexual.
A
veces, cuando oigo o leo algo relacionado con las relaciones sexuales, me da la
impresión de que pertenezco al paleolítico o que alguien me está engañando.
Según esas manifestaciones, parece como si el sexo no solo fuera algo
importante en la relación de pareja, sino su columna vertebral, y para cuya
práctica hay que ser un maestro ninja, pues de lo contrario esa relación se irá
al garete en un santiamén. De ser así, esta percepción o situación también ha
cambiado con el tiempo. En mis años mozos, no teníamos más remedio que empezar
el menú por los entremeses, y hoy día lo hacen por los postres. El sexo llegaba
tras un camino (más o menos largo) que se recorría hasta afianzar unas
relaciones que se habían iniciado con una amistad y/o enamoramiento y que
culminaban con la formalización de lo que se conocía como noviazgo. Ahora, en
cambio, se prueba la “mercancía” antes de quedarse con ella.
No es
que me parezcan mal las relaciones prematrimoniales. Al contrario. Si hay que
conocerse que sea en su totalidad, no vayan a haber luego sorpresas
desagradables. Pero descartar a una persona solo porque en la cama no es una
máquina de placer me parece, cuando menos, discutible.
En los
años sesenta y setenta del siglo pasado era bastante habitual que una pareja
llegara al matrimonio sin haber mantenido previamente relaciones sexuales completas.
Imaginémonos que, en tales circunstancias, una vez casados, uno de los recién
estrenados cónyuges descubriera que, en la cama, su compañero/a no estaba a la
altura de sus expectativas. ¿Hubiera sido justo o razonable separarse solo por
esta causa? Evidentemente, en esa época prodigiosa no estaba bien visto
separarse por el motivo que fuera, pero solo se trata de pensar si, ante esa eventualidad,
estaría suficientemente justificada (aunque no socialmente aceptada) una
ruptura. ¿Hasta qué punto, pues, es el sexo la clave de la felicidad en una
pareja?
Esta
pregunta viene a colación de la frase a la que aludía al principio y que ha
motivado mi reflexión. Y repito que lo llamativo del caso no es la afirmación
en sí sino la contundencia con la que se hizo, y a mí, cuando algo se afirma
con tanta rotundidad, me asalta el deseo de cuestionarlo. La frase, que a estas
alturas estaréis anhelando conocer, la formuló, como he anticipado, una joven ─y
debo reconocer aquí mis prejuicios pues, viniendo de una mujer, me causó más
extrañeza─ en un programa de televisión que va de citas a ciegas, teniendo a un
restaurante como escenario, por el que deambulan personas de todo tipo y
condición, haciendo gala del refrán que dice que de todo hay en la viña del
Señor. El caso es que la chica en cuestión le preguntó a su pareja ocasional algo
así como si funcionaba bien en la cama, a lo que su joven partenaire contestó
afirmativamente, sin dudarlo ni un segundo. Ella, complaciente por haber oído
la respuesta que deseaba, le dijo que perfecto, porque si una pareja no
funciona en la cama no funcionará en nada más. Y, a pesar de que bien pudo ser esta
una afirmación gratuita, me dio que pensar, pues me consta que muchos jóvenes
piensan igual.
Obviamente,
si en una pareja hay una gran disparidad en cuanto al sexo, uno con una elevada
apetencia y sensibilidad y el otro inapetente y poco sensible al placer, ello
creará una incompatibilidad que traspasará lo cotidiano, un malestar que se
traducirá en muchos otros aspectos de la vida en común, llevando, en el caso de
estar en los inicios de una relación, a un rechazo, o, en el caso de una relación
avanzada, a un distanciamiento y finalmente a una ruptura. Afirmar que
“rompieron porque no se entendían en la cama” quizá sería frivolizar la
situación, pero sin duda se trata de un problema que afecta a la afinidad de
caracteres y a la deseada y necesaria complicidad en una pareja. En este caso
podría afirmarse que la inexistencia de “buen sexo” puede acabar con el amor,
pero mientras exista una atracción y la actividad sexual sea mínimamente
placentera para ambos, ¿tienen que poner esas diferencias necesariamente en
peligro el amor?
Dios
los cría y ellos se juntan, dice el proverbio. A diferencia de lo que muchos
creen, yo opino que cuantas más cosas en común tenga una pareja, más
probabilidades hay de que sean felices. Tendrás aficiones y gustos comunes,
compartirán intereses y creencias semejantes, en definitiva, serán compatibles.
Pero no todas las opiniones y gustos tienen que ser idénticos, siempre que esas
diferencias sean llevaderas. ¿Puede un carnívoro impenitente convivir con una
vegana recalcitrante? ¿Puede un machista acérrimo vivir en concordia con una
feminista radical? ¿Puede un votante de la ultraderecha vivir bajo el mismo
techo que una militante de la extrema izquierda? Estas relaciones, de existir,
acabarán, tarde o temprano, estallando por los aires. Habría que ser
extremadamente tolerante para aceptar convivir con un sujeto con unas ideas y
prácticas totalmente opuestas. En cambio, un ateo y una católica practicante
pueden llegar a entenderse siempre y cuando no sean demasiado beligerantes
entre sí y ninguno de los dos coarte la libertad del otro. Un fanático del
fútbol que no le gusta el cine puede llevarse bien con una cinéfila que no
soporta el balompié, si de vez en cuando uno cede en beneficio del otro.
Así
pues, para que el sexo sea un motivo de ruptura, las diferencias en este
terreno deberían, a mi entender, ser profundas. Pero como las relaciones
sexuales son, evidentemente, cosa de dos, algo que precisa de la intervención
directa del otro, la diferencia en la actitud de cada uno solo será soportable
si no llega a extremos muy contrapuestos que deterioren la convivencia.
Aun
así, yo sigo dudando de la veracidad absoluta de las palabras de aquella chica.
¿No coincidir plenamente en el deseo y práctica sexual impide que una pareja se
ame? ¿Es crucial el sexo en la estabilidad de una pareja? ¿Puede el sexo estar
por encima de otras muchas cualidades humanas? Mi respuesta a todas esas
preguntas es negativa. Aun así, sexo y amor, deberían ir siempre de la mano.