Siendo estudiante aprendí lo
que era un virus: un agente infeccioso que se replica en el interior de las
células de un huésped, obligándolas a fabricar miles de copias de sí mismo y
propagarse así a distintas zonas del cuerpo. La introducción de un virus en un
organismo vivo se conoce como infección y esta puede pasar de un organismo
infectado a otro sano rápidamente, pudiendo alcanzar a una gran cantidad de
población e incluso llegar a lugares remotos desde donde apareció el primer
brote.
Algunos de estos virus “biológicos”,
pueden llegar a atacar el cerebro, produciendo, entre otras enfermedades, la
encefalitis, que, en caso de curación, puede dejar importantes secuelas
cerebrales.
Más tarde conocí la existencia
de otro tipo de virus, el virus informático, un software diseñado por el hombre
y que tiene por objeto alterar el funcionamiento de muchos y variados dispositivos. La introducción de un virus de este tipo también se conoce como
infección y también puede propagarse con rapidez, llegando a afectar a un gran número
de usuarios de todo el globo si no se logra encontrar un antivirus eficaz a
tiempo. El tratamiento, lógicamente, no cae en manos de los médicos, sino de
los expertos en informática.
Pero tengo la impresión de que
existe un tercer tipo de virus, que también se propaga rápidamente y ante el
cual no se ha descubierto todavía un tratamiento, ni siquiera preventivo. Aunque
no se ha llegado a aislar, parece ser que siempre ha estado entre nosotros,
pero no ha alcanzado la notoriedad de los dos anteriores a pesar de ser
altamente contagioso y virulento. Este nuevo virus, que al igual que uno
biológico parece afectar también al cerebro, expresa una gran variedad de
síntomas en quien lo padece y lo propaga, que es un ser humano que, una vez
infectado, deja de comportarse como tal.
Este virus, endémico ya en
algunos países, ha ido saltando de país a país y de continente a continente,
salvando todos los obstáculos naturales y artificiales. Su contagio se ha visto
facilitado y acelerado gracias a la intervención de las redes sociales y de
ciertos medios de comunicación, actuando estos de vehículo. No sé si llegará al
rango de pandemia, pero me da la impresión de que así pueda ser tarde o
temprano.
Lo malo es que los huéspedes
que todavía no se han visto contagiados poco pueden hacer para frenar su
difusión, excepto alertar de su peligro e intentar convencer a la población más
expuesta y vulnerable de su peligrosidad. Pero al igual de lo que sucede con
otros muchos problemas que afectan seriamente a nuestra sociedad —como el maltrato
y el cambio climático—, existen muchos negacionistas, indolentes e ignorantes,
que no ven, o no quieren ver, la peligrosidad de su expansión, tanto local como
internacional, convirtiéndose en presas fáciles y propagadores de esta
enfermedad, que se manifiesta de múltiples formas: agresividad, intolerancia, resentimiento,
odio visceral, deseo de revancha y de acabar con el que discrepa,
exacerbamiento de los prejuicios ya existentes, falta absoluta de empatía, un
claro sesgo irracional de la realidad —lo que es blanco se ve negro y
viceversa—, indisposición y reacción violenta ante todo tipo de cambio,
impotencia para reconocer los propios errores a la vez que se acentúan o se
inventan los del contrario, tendencia a la mentira compulsiva y falta de
sonrojo ante ella, y un largo etcétera que, en su conjunto, deteriora
gravemente la convivencia y el orden mundial.
Ojalá apareciera una mutación espontánea y este virus se transformara en una variedad inocua para el ser humano, que revirtiera todos estos efectos nocivos. Pero como creo que ello no está dentro de lo esperable, tendremos que convivir con él y protegernos de su infección, hasta que se descubra una vacuna permanente. Y que Dios reparta suerte, pues no existen mascarillas protectoras ni se sabe cómo erradicarlo. Lo único que podemos hacer es probar algún tipo de inmunoterapia o intentar neutralizar los efectos de nuestra impotencia con la ayuda de un ansiolítico o de un terapeuta que no haya sido todavía infectado.