Casting, como todos sabéis, es el término inglés utilizado para designar el reparto con el que contará una película, una obra de teatro y cualquier otro tipo de representación.
Un error en este proceso de selección puede llevar una obra al fracaso. Una película con un gran director, pero con actores mediocres puede ser relegada al último puesto en el ranking de éxitos. Es por ello que el responsable, o responsables, del casting deben ser muy cuidadosos y selectivos a la hora de elegir a sus protagonistas, los personajes en los que va a recaer el peso de la obra.
Si hace tiempo escribí una entrada titulada “¿El tamaño importa?”, refiriéndome a la diferencia de estatura “ideal” en las parejas y lo que conlleva no cumplir con este canon estético impuesto por la sociedad, lo que me mueve a escribir ahora esta disquisición es la diferencia de edad en las parejas cinematográficas.
En este aspecto, parece como si los responsables del casting se dejaran llevar a veces por consideraciones distintas a las que rigen la lógica o bien se doblegaran a imperativos de otro orden.
De niño, ya me ha llamaba poderosamente la atención la evidente disparidad de edad entre el protagonista masculino y su pareja femenina, siendo aquel siempre mucho mayor de lo que debería ser en la realidad.
Clark Gable, Cary Grant, John Wayne, Charlton Heston, Humphrey Bogart siempre tenían como pareja cinematográfica a mujeres mucho más jóvenes que ellos (en “Casablanca”, Bogart superaba en 27 años a Ingrid Bergman, y en “Charada”, Cary Grant era 25 años mayor que Audrey Hepburn).
Pero ello no es solo una anécdota del pasado. En épocas mucho más recientes se repite la misma situación. Clint Eastwood, Sean Connery, Richard Gere y Tom Cruise son también claros ejemplos de ello (en “Pretty Woman”, Richard Gere tenía 18 años más que Julia Roberts, y en “La trampa”, Sean Connery aventajaba en 39 años a Catherine Zeta Jones).
Según he leído, hay actores (Tom Cruise es uno de ellos) que así lo exigen, quieren trabajar con actrices mucho más jóvenes que ellos. Será que el ego machista se lo pide.
Aun así, me resulta llamativo que esta situación siga dándose en la actualidad. De hecho, lo que me ha inspirado esta entrada no son los ejemplos del pasado ni los de famosos narcisistas del presente, sino una serie televisiva actual (se estrenó en septiembre de 2012 y finalizó en diciembre de 2014) en la que todo rigor histórico en cuanto a la edad de los protagonistas se refiere brilla por su ausencia. Se trata de la serie “Isabel”, protagonizada por Michelle Jenner, como Isabel la católica, y Rodolfo Sancho, como Fernando de Aragón. En la vida real este actor es 11 años mayor que la actriz, mientras que los Reyes Católicos se llevaban solo 2 años, siendo ella la mayor de los dos, pues Isabel contaba son 18 años y Fernando con 16 cuando contrajeron nupcias en 1469.
Quien haya visto esta serie habrá observado varias cosas: 1) que cuando, en la historia, ambos contrayentes se conocen, estos actores no parecen ni de lejos ser unos jóvenes adolescentes (aunque Michelle Jenner tenga un físico muy juvenil); 2) que Rodolfo Sancho demuestra claramente ser bastante mayor que su esposa en la ficción; y 3) que envejecen muy mal, algo propio de una mala caracterización y aderezo cosmético que, por mucho que se hayan esforzado los profesionales en la materia, no lograron hacer parecer realmente viejos a los protagonistas (y a los personajes secundarios). El recurso de la peluca blanca o canosa, las arrugas artificiosas y un maquillaje deficiente no hacen más que convertir al personaje en una caricatura de sí mismo. Me recuerda a los teatrillos ambulantes o a las compañías de poca monta y menos presupuesto, o esos casos en que al actor se le embadurnaba la cara con betún para hacer un papel de negro. Ello me resulta chocante cuando hoy día pueden lograrse efectos espectaculares, o cuanto menos muy logrados. Un ejemplo de ello es la película, protagonizada por Brad Pitt, “El extraño caso de Benjamin Button”, en la que se consiguió una apariencia de ancianidad del protagonista muy convincente.
No pretendo que en una película en la que transcurre el tiempo a razón de décadas, se utilice el sistema empleado en “Boyhood” (Momentos de una vida), que se rodó a lo largo de 12 años con los mismos actores principales, y en la que el niño protagonista pasaba de tener 6 años a 18. Pero ¿tan difícil resulta elegir a los actores en función de su edad e irlos adaptando a lo largo de la historia? ¿Acaso no pueden cambiar los actores a medida que transcurren los años en la historia contada? Hay casos en los que se ha utilizado un niño, un adolescente, un adulto y un viejo, para representar las diferentes etapas de la vida de un mismo personaje. ¿Por qué no hacer las cosas bien? Una joven de 18 años puede representar el papel de un personaje en la franja de 13 a 25 años y un actor de 30 puede hacer lo propio en una franja comprendida entre los 20 y los 40. Pero una joven de 28 años, como tenía Michelle Jenner al término de la serie “Isabel”, no puede acabar representando, en las postrimerías de su vida, a una reina moribunda de 53 años, a menos que se utilice una técnica muy depurada.
Y si vamos al extremo contrario caemos en la ridiculez: películas, harto frecuentes, en las que encontramos a estudiantes de Instituto de 16-17 años, interpretados por actores y actrices que casi les doblan en edad, como si no hubiera actores y actrices adolescentes tan o más buenos que ellos. ¿Qué ocurre? ¿Hay escasez de actores muy jóvenes o de actores viejos? Me temo que ninguna de las dos cosas. Lo que hay es escasez de imaginación, de interés o de recursos.
Y aunque se sale del guion, pues no era el objeto de esta entrada, no puedo evitar mencionar a esos actores y actrices guaperas que solo triunfan por su físico y que de actores tienen lo que yo de virgen y mártir, o sea nada (por fortuna). Y en mi mente está ─lo lamento por sus fans─ Mario Casas, un actor al que no le discutiré su atractivo físico ─aunque no es mi tipo─ pero cuya vocalización dista muchísimo de ser la mínimamente exigible para un actor, incluso primerizo, al estar (mal) dotado de una voz “mono-tono” sin ninguna inflexión ni naturalidad. Ha mejorado un poco desde sus comienzos, lo reconozco, pero lleva ya bastantes años como actor protagonista sin merecerlo.
Si la elección de los actores y actrices para un papel sin reparar en la edad daría mucho que hablar, la de su selección por el físico daría mucho más. Pero, como se dice en las novelas, esta ya es otra historia.