martes, 21 de noviembre de 2023

Quien espera, desespera

 


Dicen que el tiempo es oro. Y yo, que soy impaciente por naturaleza, diría aún más: que es del más puro platino. No hay que perder ni una miaja. Es parte esencial de nuestra vida.

No creo que sea una excepción si digo que me irrita tener que esperar. Parafraseando a no sé quién, diré que la puntualidad es un deber de caballeros, cortesía de reyes, hábito de gente de valor y costumbre de gente bien educada. Sé que suena a rancio, pero, en líneas generales, lo suscribo.

Hay personas que llevan la impuntualidad en sus genes y no pueden evitar llegar tarde a sus citas. Solo les deseo que esa impuntualidad crónica no les acarree un problema grave, como que al no aparecer a tiempo a una entrevista de trabajo, pierdan una gran oportunidad laboral. Aunque creo que esos impuntuales habituales lo son de forma selectiva; según por qué y para qué sí saben presentarse a tiempo. Solo con que se disputen un lugar o puesto preferente, un premio o un producto escaso y muy rebajado, son capaces de madrugar extraordinariamente, como los que hacen cola de noche, durmiendo al raso, para hacerse con el nuevo modelo de iPhone.

Pero, como suelo hacer en mis entradas, estas consideraciones solo son una pequeña introducción, un aperitivo previo al caso que realmente quiero comentar y criticar: la espera que todos los mortales —diría que sin excepción— tenemos que soportar cuando acudimos a una cita médica. Yo, que soy un obseso de la puntualidad y eso de llegar tarde se me antoja como una aberración, soy del todo incapaz de llegar ni tan solo un minuto tarde a mi cita médica. ¿Y si hoy el médico va bien de tiempo o se ha dado de baja un paciente y me llama antes de lo esperado, cuando todavía no he llegado? ¡Qué iluso! Años y años de experiencia negativa en este aspecto y todavía creo que una demora de unos pocos minutos será una catástrofe y me saltará el turno, quedándome sin ser visitado.

Y es que, según mi dilatada experiencia en este quehacer, la media de tiempo que suelen hacer esperar al paciente —por algo se llama así— varía entre un cuarto —algo excepcional— y tres cuartos de hora. Menos mal que tenemos el móvil para distraernos y evitar morirnos de aburrimiento mientras esperamos.

Que acudamos, por ejemplo, a un servicio de análisis clínicos que no requiere cita previa y tengamos que esperar una hora porque el laboratorio de extracción está repleto ya a primera hora —ahí están los que se apresuran a ser de los primeros cuando suelen ser de los que habitualmente llegan tarde a sus citas— es perfectamente normal, pero que, teniendo concedida cita previa y tengamos que sufrir el mismo retraso para ser atendidos, ya es de juzgado de guardia. ¿De qué sirve tener una hora concedida si luego, cuando llegas a la consulta, tienes que hacer cola y te llaman según el orden de llegada? Este no es un ejemplo inventado, lo he vivido no hace mucho, motivo por el cual interpuse una reclamación que, obviamente, no ha recibido respuesta. Y me refiero a lo que ocurre en centros médicos privados. No quiero pensar en los públicos, aunque mi memoria me retrotrae a muchos años atrás, cuando solía acudir a la sanidad pública y ocurría exactamente lo mismo. Una vez más hago hincapié en que la privada se parece cada vez más a la pública, al menos en este sentido.

Y si vas a Urgencias, ya ni os cuento. De promedio nos tocará pasarnos en dicho Servicio entre cuatro y cinco horas, entre el triaje previo, la atención médica y el diagnóstico final.

Y ¿qué ocurre con el tiempo de espera para pedir una cita telefónicamente? «Todos nuestros agentes están ocupados», locución grabada en bucle y, eso sí, acompañada de una musiquita que al final te destroza los nervios. Y con mucha suerte, te acaban atendiendo después de más de cinco minutos de espera y tras varios intentos fallidos. Es desesperante.

¿Poco personal en todos estos casos? Seguro. ¿Poca diligencia? También. ¿Poco interés? Posiblemente. A veces se me antoja que hacer esperar es todavía un atributo muy español, que me trae a la memoria a Mariano José de Larra y su «vuelva usted mañana».

 

jueves, 9 de noviembre de 2023

Las guerras que no cesan

 


Reconozco que puedo resultar pesado, por reiterativo, al abordar casi siempre, y especialmente en mis últimas entradas, temas complejos y de muy difícil solución y con el denominador común de la injusticia y la miseria humana que parece haber venido para quedarse. No pretendo ser un aguafiestas, simplemente reflejo la triste realidad sobre asuntos y comportamientos humanos que me rebelan. Y como no, no podían faltar las guerras. Aunque ya traté este tema en alguna de mis entradas antiguas, la de hoy incide en este drama social en un momento de máxima actualidad.

A fecha de hoy, se estima que hay en el mundo 58 conflictos armados, de los cuales quiero destacar, por su proximidad, por el número de muertes diarias y por su impacto global, pero sobre todo en Occidente, la guerra ruso-ucraniana y la palestino-israelí. No voy a dar cifras sobre los civiles muertos y heridos, que se elevan a decenas de miles, entre los cuales se cuentan numerosos menores, porque este dato escalofriante va en aumento día a día y, además, varía según qué facción las ofrece.

En ambas contiendas se han llevado a cabo numerosos crímenes de guerra, con ataques a la población civil desarmada. Hospitales y escuelas han sido destruidas hasta los cimientos, causando multitud de muertes de inocentes y siempre alegando que en esos edificios se escondían terroristas armados que utilizaban a la población civil como escudos humanos. Y si eso ya de por sí es horrible, más indignante es, si cabe, intuir que esos crímenes no serán juzgados por ningún tribunal internacional, quedando sus perpetradores y mandatarios totalmente impunes.

Pero además de estas terribles cifras, es preocupante ver cómo la comunidad internacional es incapaz de poner freno a tal barbarie. Ni la ONU ni la UE tienen poder alguno para detener los ataques que van diezmando la población civil, que parece ser, muchas veces, el verdadero blanco de los ataques para obligar al enemigo a rendirse. Ambos bandos se acusan mutuamente de los hechos, mintiendo y tergiversando la información, cuando no ocultándola.

Intento ser lo más ecuánime posible, censurando cualquier tipo de acto brutal que no tiene justificación alguna siquiera en un campo de batalla, venga de quien venga. Se dice que incluso la guerra tiene sus normas —algo que me resulta irónico— y quienes no las respetan merecen ser duramente sancionados. Pero nada de esto ocurre, nadie se atreve a tomar cartas en el asunto, a excepción de emitir veladas críticas verbales. Solo el secretario general de la ONU, António Guterres, se ha atrevido reiteradamente a criticar los crímenes de guerra perpetrados contra la población civil y no solo su discurso ha sido como predicar en el desierto, sino que, además, ha recibido duras críticas por parte del agresor, ante la pasividad del resto de Naciones representadas en dicha organización, que no han osado a salir en su defensa.

En estos dos conflictos bélicos he procurado no ser maniqueísta, tachando de buenos y malos a los contendientes. La guerra es mala por definición. Pero sí que me inclino a favor del más débil y en contra de quien inició el conflicto, aunque para ello tenga que retrotraerme a décadas pretéritas, como en el caso del establecimiento del Estado Israelí en 1948, propiciado precisamente por las Naciones Unidas, que fue el detonante de todos los disturbios habidos y por haber en tierra palestina.

Pero obviando quién tiró la primera piedra en cualquiera de las dos confrontaciones bélicas que aquí me ocupan, aunque sea un dato fundamental para entender lo ocurrido, insisto en que lo que más me subleva es ver como las Naciones Unidas y la UE no logran detener el conflicto, que las sanciones emitidas por la ONU caen en saco roto y que el maldito veto de los que son precisamente culpables del cruel desatino da al traste con cualquier acción represora. Una vez más vemos cómo intereses, tanto políticos como económicos, interfieren en la toma de decisiones conjuntas y unánimes. Lo que realmente se pretende es mantener el statu quo y la correlación de fuerzas a nivel mundial. ¿Por qué el gobierno de los EUA no censura abiertamente y sin tapujos al de Israel, si siempre se ha erigido como el pacificador de cualquier conflicto bélico, cuando Israel ha estado constantemente instigando al pueblo palestino, ocupando de forma imparable sus tierras con asentamientos que todo el mundo ha calificado de ilegales? ¿Por qué no le obliga a cumplir con las resoluciones de las Naciones Unidas para que ambos pueblos tengan su propio Estado y puedan convivir pacíficamente? Pues porque la comunidad judía en los EUA es muy numerosa, poderosa e influyente, e ir en su contra tendría graves consecuencias políticas y económicas en ese país norteamericano. Incluso el posicionamiento de su presidente puede inclinar la balanza en su contra en las próximas elecciones. Además, hay que tener en cuenta que los EUA suministran armamento a Israel por un valor de casi 300 millones de dólares.

Y las sanciones a Rusia, ¿qué efectos reales han tenido hasta ahora? Parecía que la condenarían a la ruina y la rendición, pero no ha sido así. ¿Cómo es eso? Porque Rusia tiene unos aliados que no le dejarán caer de la cuerda floja. China, Corea del Norte y Bielorrusia, son los principales valedores y, en segundo lugar, aunque también importantes, están Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán y Siria, si bien estos lo sean fundamentalmente por tener a los EUA como enemigo común.

Así pues, mientras los agresores tengan aliados que puedan suministrarles armamento, petróleo, dinero y otros bienes necesarios para sobrevivir y contrarrestar las sanciones, pudiendo así seguir combatiendo, no habrá una posible resolución al conflicto y la paz seguirá estando lejos.

Paz y Justicia no siempre van de la mano, pues puede haber paz, aunque sea ficticia, bajo un gobierno dictatorial. En cambio, si se logra hacer justicia se puede conseguir la paz, siempre y cuando los países enfrentados tengan la firme voluntad de hacerlo. Por desgracia, en los dos casos aquí expuestos, dudo mucho que ello exista y se logre, por lo tanto, una paz justa y duradera.

 

jueves, 2 de noviembre de 2023

La violencia que no cesa

 


Desde el principio de los tiempos, la violencia ha sido una característica constante del ser humano. A las guerras tribales en las sociedades primitivas les sucedieron otras más cruentas y sofisticadas, llegándose a perpetuar, a lo largo de los siglos, tanto en el ámbito civil, militar e incluso eclesiástico.

Actualmente seguimos viviendo rodeados de violencia, hasta tal punto que ya parecemos inmunes a ella. Cuando nos percatamos, casi a diario, que hay quienes no respetan la vida ajena y atentan contra sus semejantes por cualquier motivo, ya sea político, religioso, racista o por obra de un perturbado, esas imágenes tan crueles nos causan un gran impacto mientras dura la información recibida, pero acabamos viéndola como algo irremediable en un mundo loco que parece que no puede funcionar sin la violencia.

Mientras que hay actos violentos que nos quedan lejos, como la guerra entre Rusia y Ucrania o las recientes atrocidades cometidas en Palestina, otros nos resultan muy cercanos, con los que también convivimos a diario y que no cesan —e incluso diría que aumentan— por mucho que se intente ponerles coto por distintos medios, ya sean policiales o educativos. Me refiero a la violencia de género, la violencia machista.

Quizá sea cierto lo que algunos alegan sobre que en la época de la dictadura también tenían lugar, pero la censura del régimen de entonces nos mantenía en la inopia con objeto de aparentar un bienestar social que no existía. Pero, aunque así fuera, mi impresión es que, contradiciendo la creencia de que vivimos en una sociedad mucho más culta y preparada que la de los años 50 y 60 del siglo pasado, este tipo de violencia a la que me refiero ha llegado a unos límites no solo intolerables sino también altamente alarmantes.

Ignoro desde cuándo existen estadísticas al respecto, pero con solo echar un vistazo a los datos publicados desde el año 2012 hasta hoy, se han producido en nuestro país más de seiscientas muertes de mujeres a mano de sus maridos, parejas o exparejas, con un promedio de 53 muertes al año. Un dato escalofriante que no parece que vaya a disminuir por lo menos en los próximos años si no hallamos una fórmula que corte de raíz tal brutalidad.

Con la información y actividad social que se despliega constantemente sobre este grave problema social, parece mentira que siga habiendo maltratadores y asesinos que no dudan en acabar con la vida de sus exparejas incluso existiendo una orden de alejamiento.

El tema es duro y complejo, pues implica la existencia de varios factores, desde el temor de muchas mujeres a denunciar a su maltratador a algo que para mí es mucho peor: que todavía hay muchas jóvenes que no reconocen que el trato que reciben de sus parejas es una agresión en toda regla. Todavía hoy en día se dan casos de chicas que reconocen que no se daban cuenta de que el comportamiento de su pareja era más propio de un abusador que de un amante. «Me controlaba lo que hacía, me miraba el móvil para ver con quién hablaba y qué decía, no me dejaba ponerme una falda corta, me prohibía salir con algunas amigas, no soportaba que hablara con chicos, pero yo interpretaba que lo hacía porque me quería. Sí, últimamente nos peleábamos con frecuencia. En más de una ocasión llegó a pegarme. Al principio algún bofetón, luego alguna patada. Y me insultaba. Pero todo lo arreglaba con un polvo». Esto es, a grandes rasgos, pero con bastante fidelidad, lo que confesó hace unas semanas ante las cámaras de la televisión catalana (sin mostrar el rostro y con la voz distorsionada) una joven de unos veinte años, que además afirmó haber perdido la virginidad a los quince con ese novio que tanto la quería sin que a ella le viniera en gana. Vamos, que tuvo que acceder a sus pretensiones para que no se pusiera agresivo.

Aun siendo muy consciente de la existencia de estos casos, oír de primera mano y de alguien tan joven esa retahíla de maltratos, me puso los pelos de punta. ¿Y esa educación sexual que se dice que se imparte en las escuelas, de qué sirve?

Hace también unas pocas semanas se hizo público el resultado de una encuesta sobre este tema, que concluía que más de un diez por ciento de los jóvenes varones no veían como un acto de maltrato darle un bofetón a su chica en el transcurso de una discusión o el hecho de mirarle el móvil. ¿Qué pasa por la cabeza de esos jóvenes maltratadores? ¿Acaso toman ejemplo de lo que ven en casa? ¿Es cierto que ser un maltratador es algo que se hereda en el seno de la familia? Si es así, el problema es más difícil de resolver, porque ya no es una cuestión de educación juvenil sino también paterna.

Y si incluimos en la violencia de género, las violaciones, los datos son tanto o más alarmantes si cabe, por lo escalofriantes que resultan.

Pensar que solo en el año 2020, según el Ministerio del Interior, hubo 12.769 víctimas de violencia sexual, de las que 10.798 fueron mujeres, es algo impensable en una sociedad educada. Y del total de delitos de violencia sexual contra las mujeres, el 12% fueron agresiones sexuales con penetración. De ese mismo informe se desprende que se producen 4 violaciones de mujeres al día en España. Y para acabar de retorcer más la situación, según una macroencuesta del año 2019, se estima que solo un 21,7% de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia por parte de sus parejas lo denuncia, y más de la mitad de las que sí lo denunciaron afirman que la policía mostró escaso interés o hizo poco por resolver su caso. Parece, o quiero creer, que esto último está en vías de solución.

Según datos más recientes, del 31 de mayo de 2023, el número de mujeres víctimas de violencia de género aumentó un 8,3% en el año 2022. Desde luego no nos podemos sentir orgullosos de vivir en un país en el que la violencia de género no solo no cesa, sino que aumenta. 

Posiblemente no podamos afirmar, a pesar de estos datos, que España sea un país mayoritariamente machista, pero sí es cierto que el machismo esta todavía muy extendido y arraigado, y no solo me refiero al que origina estos tipos de maltrato, sino al que se da todavía en otros muchos ámbitos de nuestra sociedad. Pero esta es otra historia. ¿Algún día podremos cambiarla?