Dicen que el tiempo es oro. Y
yo, que soy impaciente por naturaleza, diría aún más: que es del más puro
platino. No hay que perder ni una miaja. Es parte esencial de nuestra vida.
No creo que sea una excepción
si digo que me irrita tener que esperar. Parafraseando a no sé quién, diré que la
puntualidad es un deber de caballeros, cortesía de reyes, hábito de gente de
valor y costumbre de gente bien educada. Sé que suena a rancio, pero, en
líneas generales, lo suscribo.
Hay personas que llevan la
impuntualidad en sus genes y no pueden evitar llegar tarde a sus citas. Solo
les deseo que esa impuntualidad crónica no les acarree un problema grave, como
que al no aparecer a tiempo a una entrevista de trabajo, pierdan una gran
oportunidad laboral. Aunque creo que esos impuntuales habituales lo son de
forma selectiva; según por qué y para qué sí saben presentarse a tiempo. Solo
con que se disputen un lugar o puesto preferente, un premio o un producto
escaso y muy rebajado, son capaces de madrugar extraordinariamente, como los
que hacen cola de noche, durmiendo al raso, para hacerse con el nuevo modelo de
iPhone.
Pero, como suelo hacer en mis
entradas, estas consideraciones solo son una pequeña introducción, un aperitivo
previo al caso que realmente quiero comentar y criticar: la espera que todos
los mortales —diría que sin excepción— tenemos que soportar cuando acudimos a
una cita médica. Yo, que soy un obseso de la puntualidad y eso de llegar tarde
se me antoja como una aberración, soy del todo incapaz de llegar ni tan solo un
minuto tarde a mi cita médica. ¿Y si hoy el médico va bien de tiempo o se ha
dado de baja un paciente y me llama antes de lo esperado, cuando todavía no he
llegado? ¡Qué iluso! Años y años de experiencia negativa en este aspecto y
todavía creo que una demora de unos pocos minutos será una catástrofe y me
saltará el turno, quedándome sin ser visitado.
Y es que, según mi dilatada experiencia
en este quehacer, la media de tiempo que suelen hacer esperar al paciente —por
algo se llama así— varía entre un cuarto —algo excepcional— y tres cuartos de hora.
Menos mal que tenemos el móvil para distraernos y evitar morirnos de
aburrimiento mientras esperamos.
Que acudamos, por ejemplo, a
un servicio de análisis clínicos que no requiere cita previa y tengamos que
esperar una hora porque el laboratorio de extracción está repleto ya a primera
hora —ahí están los que se apresuran a ser de los primeros cuando suelen ser de
los que habitualmente llegan tarde a sus citas— es perfectamente normal, pero
que, teniendo concedida cita previa y tengamos que sufrir el mismo retraso para
ser atendidos, ya es de juzgado de guardia. ¿De qué sirve tener una hora
concedida si luego, cuando llegas a la consulta, tienes que hacer cola y te
llaman según el orden de llegada? Este no es un ejemplo inventado, lo he vivido
no hace mucho, motivo por el cual interpuse una reclamación que, obviamente, no
ha recibido respuesta. Y me refiero a lo que ocurre en centros médicos
privados. No quiero pensar en los públicos, aunque mi memoria me retrotrae a
muchos años atrás, cuando solía acudir a la sanidad pública y ocurría
exactamente lo mismo. Una vez más hago hincapié en que la privada se parece
cada vez más a la pública, al menos en este sentido.
Y si vas a Urgencias, ya ni os
cuento. De promedio nos tocará pasarnos en dicho Servicio entre cuatro y cinco horas, entre el triaje
previo, la atención médica y el diagnóstico final.
Y ¿qué ocurre con el tiempo de
espera para pedir una cita telefónicamente? «Todos nuestros agentes están
ocupados»,
locución grabada en bucle y, eso sí, acompañada de una musiquita que al final
te destroza los nervios. Y con mucha suerte, te acaban atendiendo después de
más de cinco minutos de espera y tras varios intentos fallidos. Es
desesperante.
¿Poco personal en todos estos
casos? Seguro. ¿Poca diligencia? También. ¿Poco interés? Posiblemente. A veces
se me antoja que hacer esperar es todavía un atributo muy español, que me trae
a la memoria a Mariano José de Larra y su «vuelva usted mañana».