viernes, 22 de enero de 2021

Curiosidades

 


En Catalunya Radio emitieron, desde 1987 hasta 2008, un programa nocturno que llevaba por nombre “La nit dels ignorants” (La noche de los ignorantes), en el cual los radio-oyentes llamaban haciendo preguntas sobre hechos curiosos, cuyas respuestas las daban, en caso de saberlas, otros oyentes.

Como yo no he sido aficionado a poner la radio —salvo en el coche y generalmente para oír música— y menos de noche, supe de ese programa por un amigo noctámbulo que sí lo seguía y que muchas veces compartió conmigo alguna de sus enseñanzas.

Sí tengo, en cambio, La nit del ignorants 2.0, un libro de Ferran Grau que publicó Angle Editorial en 2013 y en el que se incluyen, según reza la sinopsis, “las 200 preguntas y respuestas más singulares”. Pero en él no hallé la respuesta a dos interrogantes que siempre me han intrigado y que no ha sido hasta hace unos pocos años que tuve la ocasión de desvelar, aunque sigo dudando de su veracidad, a saber:

- ¿De dónde procede el término “bikini” que en Cataluña se refiere a lo que en el resto de España —o por lo menos en gran parte de ella— se conoce como mixto o sándwich de jamón y queso?, y

- ¿Por qué en los restaurantes de barrio —o en la gran mayoría de ellos— siempre sirven paella los jueves?

En el primer caso, la respuesta obtenida me resulta bastante fiable, pues han sido varias las fuentes —y al parecer solventes— que coinciden en ella.

En el segundo, son dos las explicaciones que he obtenido para justificar esta costumbre y ambas de dos taxistas de Madrid. Y ya se sabe, lo que no sepan los taxistas...

 

Son muchas las anécdotas que podemos contar los catalanes sobre los distintos nombres y formas de pedir una bebida o comida fuera de Cataluña. En mi caso, esta experiencia se circunscribe a Madrid, por ser la capital que más veces he visitado durante mi vida laboral, y donde, por ejemplo, pedir un café, a secas, es ser muy poco preciso, dada la gran variedad de posibilidades: solo, con leche, normal, de desayuno, en vaso, en taza… Por no hablar de lo que le ocurrió a una amiga mía la primera vez que entró en una cafetería de la Gran Vía madrileña y se le ocurrió pedir un suizo, que en Cataluña es chocolate a la taza con nata, y allí es un bollo azucarado. Y así podría relatar un largo etcétera de curiosidades, malentendidos y meteduras de pata de tipo lingüístico.

Así pues ¿qué ocurriría si, fuera de mi tierra, entrara en un bar y pidiera un bikini? Así como el pa amb tomaquet (pan con tomate o pantumaca como algunos le llaman) o el all i oli (alioli) sí se han exportado fuera del territorio catalán, me temo que el bikini, o biquini, todavía es un desconocido, al menos para la mayoría de la gente. Pero ¿de dónde procede su nombre?

Bikini era una sala de fiestas y de copas que se hizo muy famosa en la Barcelona de los años sesenta, ubicada en la avenida Diagonal (entonces avenida del Generalísimo). Era un local con sala de baile, terraza y minigolf muy frecuentado por las parejas “pijas” de la época. En él no solo se podía tomar unas copas sino también comer algo ligero. Hoy día tengo entendido que solo es una discoteca.

Pues bien, ese local incluyó, entre sus ofertas gastronómicas ligeras, un sándwich equivalente al Croque-Monsieur francés, es decir, un sándwich caliente de jamón y queso, hasta entonces desconocido en España, y que en la sala bikini se hizo muy popular y apreciado, tanto que cuando sus clientes habituales iban a otro local de las mismas características pedían «un sándwich como el del Bikini». Hasta que acabó, por extensión, tomando su nombre y desde hace muchísimos años con pedir simplemente un bikini ya es suficiente.

Entremedias, dejadme mencionar un caso —hay quien lo califica de leyenda urbana— en el que un plato no toma el nombre del local que lo sirve, como en este caso mencionado, sino del cliente que lo pide, como es el arroz “parellada”. Este plato consiste en arroz tipo paella, pero cuyos ingredientes están limpios de polvo y paja. La carne está deshuesada y el marisco pelado. Ideal para mí que en esto del comer soy muy finolis. Pues bien, su nombre procede —según se cuenta— de uno de los mejores clientes del lugar donde tuvo su origen. Un tal Juli María Parellada, cliente muy rico, fino y delicado que frecuentaba el famoso restaurante barcelonés Set Portes (Siete Puertas) siempre pedía un arroz con esas características para no tener que ensuciarse las manos. De este modo, el camarero acabó pidiendo a la cocina “un arroz para el señor Parellada”. Desde entonces puede encontrarse este plato en muchos otros restaurantes catalanes, como en el también famoso restaurante Señor Parellada, que nada tiene que ver, según sus propietarios, con esta historia, real o ficticia.

Y hablando de arroz, vamos a por la segunda intriga histórica que, como he dicho, me la aclararon dos taxistas, cada uno con su versión, la primera de las cuales la he oído en más de una ocasión, por lo que quizá cabría darle más crédito, aunque a mí se me antoja dudosa.

A principios de siglo XX —no puedo precisar más— las sirvientas que trabajaban para las familias de alta alcurnia, libraban los jueves y para no dejar todo el peso de la cocina a la señora de la casa, le dejaban preparados todos los ingredientes de una paella, de modo que solo tuviera que mezclarlos, añadir agua, y poner la paellera al fuego. A mí no me resulta algo fácil para quien no está habituado a cocinar —más fácil habría sido preparar una tortilla de patatas, pero, claro, no debía ser un manjar tan fino— y tampoco entiendo cómo una costumbre de la alta sociedad se extendiera a todos los restaurantes de España.

La segunda versión me resulta, hasta cierto punto, más creíble pero también me extraña esa difusión a nivel nacional.

El caso es que a Franco le gustaba mucho, a partes iguales, la paella y la caza. Y resulta que siempre que iba de caza lo hacía en jueves. Como los restauradores de la zona donde solía ir a cazar sabían de esa predilección, pero desconocían dónde iría y a qué restaurante acudiría para almorzar, todos tenían en su carta, por si acaso, paella. De este modo agasajaban al Generalísimo del único modo que sabían y podían.

De esta segunda versión también me choca que esa costumbre se extendiera a todo el país. Que cuando el dictador salía de caza, todos los restaurantes de la región incluyeran en su menú ese plato tan español por si se le ocurría aparecer, se me antoja algo posible pero improbable, pues me imagino que los acompañantes de su excelencia ya se encargaban de avisar al restaurante donde aterrizarían sus posaderas para que estuvieran preparados y tuvieran el detalle —o la obligación— de satisfacer el gusto y el apetito del Caudillo. Y también me choca que de ello tomaran nota todos los restaurantes del país hasta nuestros días.

¿Teníais conocimiento de estas singularidades y de esas versiones que las justifican? ¿Podéis contar alguna otra curiosidad que acabara imponiéndose de forma generalizada?

 

jueves, 14 de enero de 2021

Vivir en comunidad

 


A medida que he ido haciéndome mayor me he vuelto más insociable, o menos sociable, para ser más exacto. Así como la mayoría de la gente tiende a formar un rebaño, es decir a ser gregaria, yo prefiero el aislamiento bien llevado, ese que implica que cada uno se ocupe de sus cosas y deje al prójimo en paz. Una cosa es querer gozar de independencia y otra no ser solidario. Lo uno no quita lo otro, que quede claro.

En cuanto a ese sentido gregario al que me refiero, solo hay que ver la masificación en la que vivimos y nos movemos y que parece agradar a la mayoría. Yo, en cambio, odio las masas, huyo —si puedo— de ellas. Pero no creo que sufra de ninguna fobia patológica, es simplemente fruto de la experiencia de vivir en comunidad.

Eso de que todo el mundo es bueno, queda muy bien, y no pretendo contradecir a quienes así lo creen. Hay gente buena y mala en todas partes, eso es evidente. La cuestión es pensar en si el vaso está medio lleno o medio vacío. En cuanto a bondad y solidaridad, yo más bien soy de los que piensan lo segundo. Quizá debería citar, para justificarme, ese refrán que dice que cada uno cuenta la feria según le va.

Pero aquí no voy a tratar de la bondad o maldad de los seres humanos, sino de su capacidad para convivir en armonía.

Siempre he soñado —y en sueño se va a quedar— en vivir en una casa, en una vivienda unifamiliar, sin vecinos pegados a la mía. ¿Por qué? Pues para hacer lo que me de la gana sin requerir de la aprobación de una mayoría que no siempre tiene la razón.

Por desgracia, desde que mi mujer y yo nos fuimos a vivir juntos a una comunidad de propietarios —nuestra primera vivienda—, he tenido que ver truncados varios planes y propuestas que no solo me favorecerían a mí, sino también a toda la comunidad, por culpa de la falta de unanimidad o de la mayoría necesaria que requería la reforma para llevarla a cabo. Y es que siempre me he topado con esos individuos e individuas que se oponen a todo, y generalmente en base a vaguedades injustificadas.

Hasta ahora he “sufrido” la experiencia de cuatro comunidades y en todas ellas ha habido este denominador común. Pero este no es el único problema. Existen otros tanto o más molestos: la morosidad, la intolerancia, la indisciplina, la incapacidad por mantener una convivencia apacible. Podría poner muchos ejemplos, pero todos ellos llevarían a la misma conclusión: mejor solo que mal acompañado.

Y es que una comunidad de vecinos es, a muy pequeña escala, como un país en el que nadie está contento, todos quieren mandar y quienes más critican son quienes más deberían callar.


martes, 5 de enero de 2021

Auge y declive de la Banca

 


La famosísima expresión de “año nuevo, vida nueva”, yo la cambiaría aquí por “año nuevo, temas viejos”, pues sigo en la misma línea: la crítica social. Y poco hay de nuevo bajo el sol en cuestiones sociales.

También debo aclarar que el título de esta entrada puede inducir a error y haceros creer que voy a tratar de la Banca desde un punto de vista estrictamente financiero. ¡Cómo podría hacer algo así un ignorante en esta materia como yo! Podría haberla titulado “!Qué tiempos aquellos!”, pero es una expresión muy vista y menos original. Pero eso sí, esta entrada va de ahorro y va de Banca.

De pequeño adquirí la costumbre de ahorrar, aunque solo fueran unas pocas pesetas que luego me gastaba en una entrada del cine, en cromos para alguna de mis colecciones, en coches de miniatura o en cualquier otra cosa que se me antojara.

Recuerdo que un día se presentó en casa un individuo en representación de la Caja de Ahorros Provincial de Barcelona (creo que ese era el nombre de la entidad por aquel entonces) con una hucha metálica —en lugar del típico cerdito de barro cocido que luego se rompe a martillazos—, para que me acostumbrara, ya de niño, a ahorrar un dinerillo. Lo que no puedo recordar es la dinámica del asunto: si la llave que abría el recipiente quedaba en mi posesión o se la llevaba ese tipo hasta que volviera transcurrido un tiempo. Supongo que se trataba de incitar al incipiente y jovencísimo ahorrador potencial a sobreponerse a la tentación de abrir la caja y aguantar el tiempo que fuera necesario antes de disfrutar de su contenido, guardado con tiempo y paciencia. El pequeño ahorrador de hoy será el gran ahorrador de mañana, debía ser su lema.

Ha llovido tanto desde entonces… Pero el caso es que el ahorro se acabó implantando en todos los hogares, en mayor o menor medida y en función de las posibilidades y necesidades de cada uno. Y el sistema de ahorro también ha ido cambiando.

¿Os acordáis de las libretas a plazo fijo? Uno metía una determinada cantidad de pesetas que no debía tocar durante un determinado plazo —habitualmente entre uno y cuatro años— que le daban unos buenos intereses y, al terminar dicho periodo, recuperaba la inversión inicial. Dinero contante y sonante. Eran otros tiempos, evidentemente, en los que la inflación era lo suficientemente elevada como para que los Bancos y Cajas de Ahorros pudieran dar un interés bastante alto, a la vez que las hipotecas se cobraban uno todavía mayor. Quienes éramos lo suficientemente afortunados como para tener un buen salario podíamos invertir nuestros ahorros en productos financieros muy atractivos y bien remunerados. Ahora, en cambio, con el precio del dinero tan bajo, casi tenemos que dar las gracias a las entidades bancarias para que nos lo guarden y, a ser posible, nos lo inviertan sin perder demasiado de su valor inicial. Pronto se instaurará el interés negativo y tendremos que pagar por ello. Y no hay escapatoria. Todos tenemos nuestro dinero depositado en una cuenta bancaria. Porque ¿quién puede no tenerla? ¿Cómo abonaríamos los recibos mensuales de agua, gas, luz, impuestos, etc. y cómo cobraríamos nuestro sueldo o nuestra pensión?

Pero todavía ha habido más cambios, aunque sean, aparentemente, minucias, cosas del pasado, sobre todo en comportamientos y costumbres que daban una imagen de las entidades bancarias mucho más amable, incluso familiar.

La cordialidad en el trato ha menguado, sino desaparecido. El contacto personal y amistoso que uno recibía del director de una oficina bancaria, se ha vuelto impersonal y distante. Los directores duran en su puesto mucho menos que antes. ¿Será para que no confraternicen con sus clientes o sientan remordimientos y vergüenza por haberles colado unas preferentes? ¿Será para que no les den un trato de favor?

Que los tiempos cambian no hay lugar a dudas y lo que era habitual antaño, ahora está en desuso e incluso resulta anticuado. Ellos (los representantes de la Banca) afirman rotundamente, que es inviable seguir con ciertas prácticas.

Recuerdo cuando por Sant Jordi, el día del libro y la rosa en Cataluña, cualquier cliente que impusiera una mínima cantidad en su libreta de ahorro (la nómina era más que suficiente) recibía un obsequio, generalmente un libro o un disco. Y por Navidad siempre caía algún detallito, por pequeño que fuera (a veces solo era un calendario de pared). A los clientes VIP, incluso se les obsequiaba con un reloj o un objeto de valor equivalente. Luego fue progresivamente perdiendo su valor económico hasta desaparecer por completo. Por no hablar de los puntos (los “puntos estrella” de La Caixa), que uno acumulaba a medida que iba utilizando la tarjeta de crédito, y que, al cabo del tiempo, se podían cambiar por artículos diversos, desde una tostadora a un televisor de 14”.

Todas estas “gratificaciones” han pasado a la historia, como lo están pasando las oficinas convencionales, que se están reconvirtiendo en las llamadas “Oficinas Store”, unas instalaciones mucho más diáfanas, sofisticadas y con menos personal al servicio del cliente. Las personas de cierta edad lo tienen cada vez más difícil para familiarizarse con las pantallas táctiles y las transacciones telemáticas.

Todo para minimizar los gastos y maximizar los beneficios y, en paralelo, diversificar su línea de negocio. Ahora ya no solo trabajan con nuestros ahorros —que, afirman, ha dejado de ser rentable—, ahora te venden seguros de vida, del hogar, del automóvil, smartphones, bicicletas, televisores e incluso vehículos de renting. Se han convertido en entidades de financiación. Y el ahorrador, entretanto, ve menguados sus intereses en los productos que ellos te han aconsejado como una inversión segura. Ya se sabe: la volatilidad, la fluctuación de los mercados, el precio del dinero, el IBEX, el BCE, etc., etc., etc.

Llegará un tiempo no muy lejano en que desaparecerán las oficinas bancarias físicas y todo será virtual. Y cuando esto ocurra, el conflicto de comunicación está garantizado. Nadie dará la cara. No podremos partirle la cara a nadie cuando nuestros ahorros se vayan al carajo.

Siempre he pensado —y creo haberlo dicho en repetidas ocasiones— que, si lo llego a saber, en lugar de Biología y Farmacia, me tenía que haber licenciado en Económicas y en Derecho. Lo primero para saber cómo salvaguardar los ahorros conseguidos a base de esfuerzo durante años de trabajo, y lo segundo para saber defenderme de los abusos de poder. Pero quién sabe si, aun así, me habría servido de algo. A fin de cuentas, no somos más que marionetas al servicio de los poderosos. Y el poder (y la Banca) siempre gana.

Banca: quién te ha visto y quién te ve.

¡Feliz año nuevo!