jueves, 31 de julio de 2014

Este cuaderno se cierra... temporalmente

 
 
 


Este cuaderno de bitácora, en el que hasta ahora se han registrado treinta y siete entradas desde que se abrió por vez primera el once de noviembre del pasado año, se cierra temporalmente hasta que el capitán de esta modesta embarcación decida regresar de sus vacaciones, esos días libres que a todo marino le corresponden, aunque en este caso no trabaje por cuenta ajena.

Conozco al capitán desde hace muchos años y sé que allí donde recale para disfrutar de su merecido descanso, seguirá pensando en nuevas rutas que cubrir y nuevos puertos en los que atracar. Solo espero que, a su vuelta, esta nave, a la que ha cogido tanto cariño en tan poco tiempo y que, de momento, permanecerá en dique seco, esté nuevamente lista para navegar.

Entretanto, feliz verano y que el buen tiempo os acompañe.
 
 
 
 

miércoles, 30 de julio de 2014

Verano del 64 (Quinta y última parte)


El lunes 31 de agosto, muy temprano, cuando todos los inquilinos de la fonda todavía dormían, tomamos el mismo coche que nos llevó hasta Ainsa para regresar a casa. Íbamos, otra vez, mi madre y yo como únicos pasajeros pero no puedo recordar si hubieron más a lo largo del trayecto pues mi mente vagaba por otros derroteros y no era plenamente consciente de lo que sucedía a mi alrededor o quizá es que el cerebro solo retiene aquello que le causa impresión, sea buena o mala. De aquel viaje solo recuerdo el primer momento, cuando el coche cruzaba de nuevo el puente sobre el rio Ara pero en sentido contrario al de un mes atrás y yo, vuelto hacia la ventana trasera, veía como la fonda, la calle de nuestros juegos y todo a su alrededor se iba empequeñeciendo ante mis ojos, unos ojos empañados en lágrimas.

De aquellas vacaciones no conservo ningún recuerdo gráfico. Todas las fotografías que habíamos tomado con la vieja cámara que trajo consigo mi madre, se velaron por algún percance que no logramos entender, así que lo único que pudimos conservar fueron los negativos. Todo un carrete de película velada en la que apenas podíamos vislumbrar las siluetas y algún que otro rasgo de las personas que quisimos inmortalizar, entre ellas, la más importante para mí, Maite. Durante algunos meses, me contentaba con observar las instantáneas en las que aparecía, intentando reconstruir mentalmente sus facciones para mantenerlas impresas en mi memoria, una memoria que con el paso de los meses se iba debilitando hasta tal punto que para recordar su cara debía cerrar los ojos y esforzarme en visualizarla. 

No había día que no pensara en ella e imaginara cómo iba a ser el reencuentro y tan larga se hacía la espera que decidí escribirle una carta en la que, con todo lujo de detalles, le recordaba los momentos que habíamos pasado juntos, diciéndole lo mucho que pensaba en ella y que contaba los días para volver a verla. Envié esa carta como quien envía un botín que espera llegue raudo a su destinatario sano y salvo. La ilusionada espera de una respuesta se me hizo eterna pues pasaban los días y las semanas y en el buzón no aparecía ninguna carta con su remitente, una respuesta que nunca llegó.

En agosto del 65 no volveríamos a Ainsa y supe que eso sería así unos meses antes del ansiado momento, al término de una cena familiar a la que asistieron mi hermana mayor y mi cuñado. Como mi hermana estaba embarazada y salía de cuentas a mediados de julio, le pidió a mi madre que pasáramos con ella las vacaciones de verano en un apartamento que acababan de alquilar en un pueblo cercano de la costa. De este modo, la ayudaría con la criatura y, a la vez, le haríamos compañía, pues mi cuñado no podía tomarse vacaciones ese año. Mi madre, feliz ante la perspectiva de colaborar en el cuidado de su primer nieto, olvidó de un plumazo los planes que habíamos ido forjando durante casi un año sobre la vuelta tan esperada a aquel rincón de los pirineos de Huesca. Todos mis esfuerzos por hacerle cambiar de parecer cayeron en saco roto, al igual que mi desesperada y absurda propuesta de ir solo. Burlas, reproches y palabras de desaliento (nunca segundas partes fueron buenas) fue todo lo que obtuve por respuesta y el asunto quedó zanjado en unos minutos, ellos discutiendo los detalles de las próximas vacaciones y yo echado en mi cama hecho un mar de lágrimas. Rabia e incomprensión fueron mis inseparables compañeras cada vez que recordaba la promesa incumplida de mi madre, es decir cada día durante varios meses. Tiempo habría para comprender lo ilusorio de mi pretensión de acudir solo a la cita y la lógica que llevó a mi madre a optar por quedarse junto a su hija en su inminente etapa de madre primeriza. ¿Qué importancia podía tener la ilusión de un chaval por unas vacaciones en un pueblo de montaña ante la próxima maternidad de mi hermana y el cuidado cooperativo de un bebé que iba a alegrar a toda una familia? Lo que más me dolió fue el desdén que todos mostraron ante esa vana ilusión y es que nadie llegó a saber cuánto había significado para mí lo ocurrido el verano anterior. Por fortuna, las penas, sobre todo a esa edad, duran lo que uno deja que duren y terminan tan pronto como algo de igual o mayor envergadura aparece en el horizonte, como así habría de ser.

Unos meses después de aquel nuevo verano, recibimos una llamada telefónica de Tere, para saludarnos y decirnos que estaban en Barcelona pero que lamentaban no poder hacernos una visita debido a la apretada agenda de trabajo de su marido, a quien habían acompañado en un brevísimo viaje de negocios. Al término de la conversación, le comentó a mi madre, pues fue ella quien se puso al aparato, que Maite había recibido una carta mía, muy bonita por cierto, a la que no supo qué contestar. “Mamá, ¿qué le pongo?”, parece que fueron sus palabras. ¿Qué podía esperar, iluso de mí, de una niña de diez años? Aún así, ello me produjo un gran pesar y desengaño pues fue la revelación de que lo que sentí y viví aquel verano del 64 no había sido más que un bello sueño y que lo que Maite sintió por mí no fue más que lo que sospeché: una aventura infantil en unas vacaciones de verano.

De este modo terminó este episodio, con un desenlace que no fue el que yo hubiera deseado, pero que no pudo ser de otra forma, y sólo al cabo de los años lo comprendí. Poco podemos hacer para controlar la vida y los sentimientos. Por eso, la historia no tuvo el final feliz de los cuentos infantiles y mis sentimientos, afortunadamente, fueron cambiando con el tiempo, a medida que aquel niño-adolescente dejaba de existir. Ahora que lo he vuelto a recordar, todavía siento algo de pena por él y por cómo terminó aquel su primer amor, pero también guardo una dosis de gratitud pues creo que todo ocurre por algo y para algo. En este caso, debería agradecer al destino, a mis padres, a Josep o a quienes fueran los responsables, por haberme llevado a aquel lugar durante aquellas vacaciones que me hicieron sentir tan importante y tan feliz por primera vez en mi vida, aunque ello durara tan poco.

A Ainsa no volvimos ni ese verano ni al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Cuando volví por primera vez, habían transcurrido más de diez años y lo hice en compañía de unos amigos a quienes no conté lo allí vivido por mí años atrás, siendo un adolescente. Luego, he vuelto en varias ocasiones con mi mujer y mis hijas, y siempre que contemplo aquel pueblo, la fonda en la que estuvimos alojados (que ahora es un hotel de dos estrellas pero que mantiene el mismo nombre) y aquellos parajes, no puedo dejar de pensar en aquel maravilloso verano del 64.
 
 
 
 

martes, 29 de julio de 2014

Verano del 64 (Cuarta parte)


De la excursión al valle de Pineta guardo, grabado a fuego, el recuerdo de dos episodios, uno bueno y otro malo (como esos chistes de las dos noticias), que rememoraré por el orden en que sucedieron, el malo al principio y el bueno o, mejor sería decir, el más agradable, para el final. Pero vayamos por partes.

De camino hacia Pineta, nos encontramos con un campamento de la Organización Juvenil Española (OJE), una organización al estilo de los Boys Scouts pero con ideología y simbología franquista. Como los padres de Maite tenían un sobrino pasando las vacaciones en ese campamento, decidieron hacer un alto en el camino para hacerle una visita. Al identificarnos como parientes y amigos del muchacho, fuimos invitados a almorzar y, como si de un crucero de lujo se tratara, compartimos mesa con la “oficialidad”. Para mi desgracia, me tocó sentarme entre mi madre y el pater, el sacerdote castrense, y digo desgracia porque entre los dos sufrí el peor de los escarnios y sentí el peor de los ridículos, sobre todo por tener a Maite como testigo.

No sé si andaban escasos de recursos materiales o fue una maldita casualidad pero me quedé sin cuchillo, así que para cortar la carne que nos sirvieron sólo había dos alternativas, comer con las manos al más puro estilo medieval o, lo más apropiado dadas las circunstancias, pedir un cuchillo prestado y compartirlo con un alma caritativa, y quién mejor que mi propia madre para ayudarme en tal menester. Pero la reacción de mi madre fue de lo más inesperada y desconcertante pues, en lugar de pasarme el utensilio en cuestión, se puso a cortarme ella misma la carne en pedacitos como si de un niño pequeño se tratara. No hay lugar a dudas sobre las buenas intenciones de mi madre pero su forma, totalmente fuera de lugar, de demostrar su dedicación y amor materno-filial ante todo aquel auditorio sólo obtuvo una respuesta, la del pater, pues yo fui incapaz de articular palabra ante lo asombroso de la situación. La cosa fue más o menos así:

-Pero ¿no te da vergüenza que a estas alturas te tenga que cortar la carne tu madre? –dijo con el mayor de los desprecios y con una voz que debió oírse hasta el Monte Perdido.
-Yo… yo no le he dicho que lo hiciera, Ha sido ella que…-balbuceé sin hallar una respuesta mínimamente coherente.
-Sí, ella, pero será porque estás acostumbrado a que lo haga. ¡Aquí tendrías que quedarte un tiempo para aprender a comportarte como un hombre y no como un niño! –siguió bramando como si le fuera la vida en ello.
-Yo ya he estado en campamentos pues he sido Boy Scout en Barcelona durante dos años. –fue todo lo que se me ocurrió decir en mi defensa.
-¿Boy Scout? Esos son catalanistas, ¿no? Pues ya se ve lo que has aprendido, ya. Aquí sí que te enseñarían a comportarte.

En todo eso, mi madre permaneció muda y, por vez primera, no abrió la boca cuando precisamente más necesitaba de su intercesión. Seguramente debió sentirse tan o más avergonzada que yo por ser la culpable de aquel malentendido. Los demás no sabían qué decir ni dónde mirar, excepto Maite que me miraba con su sonrisa de complicidad como diciendo “vaya una que te ha caído”. Al ver su expresión comprensiva, me relajé un poco pues era la única persona allí presente que me importaba lo que pudiera pensar de mí. Pero las desgracias no vienen solas, pues el siguiente bochorno lo sufrí, al cabo de unos minutos, al beber de un cántaro que, por cierto, pesaba un montón.

Nervioso como aún estaba por el incidente con el pater, y sintiéndome todavía observado por él, pues debía querer comprobar si sería capaz de beber de un cántaro o bien se reafirmaba en su suposición de que yo no era más que un niñato, cogí el cántaro y lo levanté todo lo que pude tal como siempre había visto hacer. Tras haber decantado un buen chorro, que me inundó la boca y la garganta casi a punto de producirme la muerte por ahogamiento (debo confesar que nunca he sabido tragar un líquido con la boca abierta mientras sigue entrando más caudal, sea en cántaro, porrón, bota o lo que demonios sea), al bajarlo con el impulso propio del peso que tenía aquel cacharro di con él contra el borde de la mesa, obstáculo que frenó de golpe su descenso. Lo malo es que mi cabeza hizo el mismo recorrido hacia abajo pero ésta se topó con el cántaro y di con la frente en el pitón de ese maldito botijo y, ante la perplejidad de todos, un enorme y doloroso chichón hizo acto de presencia en cuestión de segundos. Maldije, por este orden, a  mi madre, al pater, al cántaro y a la madre que lo parió pero el daño ya estaba hecho y tuve que tragarme mi orgullo y hacer de tripas corazón para poder terminar la jornada de una forma lo más digna posible y deseando con todas mis fuerzas que el chichón desapareciera con la misma rapidez con que había emergido de la nada y, sobretodo, que Maite no me lo tuviera en cuenta y no perdiera de pronto toda la admiración y estima que sentía por mí.

La parte buena de ese día, sin duda la mejor, tuvo lugar cuando al volver de la excursión y poco antes de llegar a Ainsa, Miguel propuso descansar del largo viaje de vuelta y parar en Laspuña, un pueblecito que, construido sobre una peña de más de 700 metros de altitud, se erige como un mirador sobre el valle del Cinca.

Cansados y sedientos (y yo con el orgullo un poco lastimado todavía), nos sentamos en la terraza de un minúsculo bar a tomar unos refrescos y para charlar distendidamente sobre cómo habíamos disfrutado de nuestras vacaciones, que ya tocaban a su fin. La conversación discurrió, aproximadamente, del siguiente modo:

-Pues si tanto os ha gustado todo esto, ya sabes, tenéis que volver el próximo verano –le dijo Tere a mi madre-. Nosotros, desde luego, volveremos como lo venimos haciendo desde hace ya varios veranos, durante los meses de julio y agosto y algunas veces, como este año, hasta principios de septiembre.
-Sí que volveremos, sí. Nos lo hemos pasado tan bien que, desde luego, repetiremos –contestó mi madre con tanta determinación que tuve que reprimir un salto de alegría.
-Estupendo, pues ya nos escribiremos para no perder el contacto y para quedar para el próximo verano –añadió Miguel.

Aunque esas vacaciones estaban llegando a su fin y eso era, para mí, motivo de tristeza, con lo que acababa de oír, tenía, al menos, el aliciente de que al cabo de un año, por muy largo que se me hiciera, volvería a ver a Maite y eso ya era suficiente para soportar esos doce meses de espera.

En estos pensamientos andaba yo ocupado cuando oí mi nombre en boca de mi madre. Desvié mis ojos puestos hasta aquel momento en los de Maite para enfocarlos hacia los de mi madre y atender a lo que les estaba diciendo de mí, esperando que no me hiciera quedar mal pues con lo del campamento de la OJE ya había tenido más que suficiente. Pero no, muy al contrario, les estaba elogiando mis dotes como estudiante, que si sacaba tan buenas notas, que si dibujaba tan bien, que si iba a ser arquitecto y bla, bla, bla. Aunque sé que lo hacía movida por el orgullo de madre y por sus propias fantasías (ciertamente se me daba bien el dibujo y me encantaban los juegos de construcción pero de ahí a querer ser arquitecto había un abismo y, además, siempre he odiado las matemáticas), daba la impresión de que trataba de “venderme” como aspirante a la mano de su hija. A mí estas situaciones siempre me han avergonzado, pensando en qué dirán los demás pero, en esa ocasión, el comentario de Miguel me pilló desprevenido y por segunda vez en poco rato tuve que contener un brinco de alegría pues, mirándome sonriente, me dijo:

-Pues ya sabes, a estudiar mucho y a hacerte un hombre de provecho que, mientras tanto, que yo te la guardo –refiriéndose a Maite, a la que le guiñó un ojo.

Aquello ya era demasiado, no sólo volveríamos a vernos el próximo verano sino que, además, ¡podíamos acabar siendo novios de verdad! Pero esa euforia fue tan fugaz como el chasquido de unos dedos pues comprendí que lo que había dicho Miguel no era más que un comentario simpático sin más y, muy a mi pesar, se impuso la razón. ¿Cómo iba a ser cierto algo más propio de épocas en que las conveniencias sociales o económicas imperaban a la hora de concertar ese tipo de compromisos? –me pregunté. Así que, ya con los pies en el suelo, tuve que atenerme a la realidad y pensar, simplemente, a corto plazo, en el verano del 65.

Y como la conversación de los adultos ya estaba resultando tediosa, pedí permiso para dar una vuelta con Maite por los alrededores del bar y fuimos a contemplar la vista que desde un camino cercano, junto a un abrevadero, ofrecía aquel lugar sobre el valle.

Repito que me resulta difícil saber si una niña de diez años es capaz de enamorarse o, por lo menos, de sentir algo por un chico de catorce más allá de una simple atracción. Quizá lo que ocurrió en aquel recodo del camino fue para Maite como un juego más o quizá no. Lo que está claro es que, por nuestra diferencia de edad, difícilmente podíamos compartir el mismo tipo de sentimientos. Lo que para ella pudo ser, a lo sumo, un amor infantil, para mí fue un amor juvenil y, por lo tanto, mucho más intenso y duradero, y ese beso, tan breve y tierno, que nos dimos como despedida anticipada de aquel verano, hizo que olvidarla fuera ya del todo imposible.


lunes, 28 de julio de 2014

Verano del 64 (Tercera parte)


Las dos niñas del grupo que más me atraían eran Maite y Helena. Las dos tenían la misma edad, diez años, pero Helena aparentaba ser algo mayor. Ambas tenían un atractivo especial aunque eran muy distintas, tanto físicamente como de carácter. Helena tenía el pelo negro y era más bonita y madura que Maite. Con ella tenía conversaciones como las que podía tener con un chico de mi edad. Además, siendo de Lérida, podía hablar con ella en catalán, lo que la hacía más cercana. Maite tenía el pelo castaño peinado en dos coletas y un flequillo que casi le tapaba los ojos y era de piel morena. Las pecas que adornaban sus pómulos y nariz le daban un aspecto infantil. Lo que me atrajo de ella, sin embargo, fue su espontaneidad, su simpatía, su desenvoltura y, por encima de todo, su picardía, una picardía sin malicia, propia de su edad, pero que ejercía sobre mí una atracción irresistible.

Yo notaba que las dos mostraban un interés especial por mí, me miraban y se comportaban conmigo con una confianza que iba más allá de lo que yo consideraba normal entre un chico y una chica a esa edad. Esa, llamémosle, complicidad, me hacía sentir importante pero a la vez incómodo pues, a mis catorce años, era la primera vez que me ocurría algo así, no en balde iba a un colegio religioso exclusivamente para chicos (como dictaban las normas de la época) y en el que se nos inculcaba todo tipo de prevenciones ante el sexo femenino. Esto y mi gran timidez natural hicieron que mis contactos con el sexo opuesto fueran tan esporádicos como superficiales.

Si para Maite y Helena, el resto de los chicos del grupo eran simplemente chiquillos, yo era, en cambio, como el oráculo de los dioses, mostrando una atención por todo lo que yo decía, rayando la admiración, que no sabía muy bien cómo interpretar. Mi duda era si yo les atraía como hermano mayor o como algo más, hasta que en uno de nuestros juegos, en el que tuvimos que formar parejas, Maite, sin pensárselo dos veces, insistió en que yo fuera su pareja y desde entonces prácticamente nunca se separaba de mí, tomándome de la mano siempre que tenía ocasión y no la veían sus padres, lo cual me henchía de satisfacción y de incertidumbre, no sabiendo cómo reaccionar ante tal muestra de afecto. Pero el momento álgido para ambas sensaciones tuvo lugar el día que me dijo, con una de esas sonrisas pícaras que tanto me cautivaban, que yo le gustaba y que podíamos ser novios.

Lo que para esa niña de diez años no era, seguramente, más que un juego, una diversión, un pasatiempo o a lo sumo una incipiente atracción hacia el sexo opuesto, para mí tuvo un impacto emocional que mucha más envergadura, porque nunca hasta entonces una chica había mostrado, ni mucho menos expresado, ese tipo de interés por mí.

Debo decir que la nuestra fue una “relación amorosa” inocente, como no podía ser de otro modo y que, a pesar de estar en plena pubertad, yo no sentía por ella una verdadera atracción sexual; no debía tener la libido lo suficientemente desarrollada o quizá la contemplación de aquel cuerpo de niña no era  aliciente suficiente para despertar un sentimiento erótico-sexual como el que experimentaría algo más tarde ante un cuerpo femenino. Ni siquiera cuando un día, jugando al escondite, nos alejamos del resto del grupo y Maite, haciendo alarde de su picardía, me enseñó sus braguitas, sentí una turbación más allá del placer que esa intimidad entrañaba. La visión de sus braguitas rojas en aquel cuerpo de niña no me produjo ninguna excitación sexual pero sí emocional al pensar que aquel acto reafirmaba su atracción por mí, sintiéndome, de ese modo, correspondido. Eso era lo que creía o quería creer.

Ahora lo recuerdo, con cariño y ternura, y veo a Maite simplemente como lo que era en realidad, una niña, aunque mis deseos y emociones no me permitieron darme cuenta. ¿Acaso una niña de diez años puede albergar ese tipo de sentimientos como los que yo esperaba? Lo que sí puedo afirmar es que yo sí me enamoré de Maite y tan fuerte fue lo que sentí a su lado que siempre he considerado que, a pesar de su temprana edad y de mi inexperiencia e inmadurez emocional, ese fue mi primer amor.

Experimentando, día a día, esos maravillosos sentimientos de adolescente enamorado, llegamos a los estertores de las vacaciones. Agosto tocaba a su fin y sólo quedaba un fin de semana por delante antes de la despedida, así que, aprovechando el último sábado que pasaríamos juntos los cinco miembros que componíamos el grupo de amigos y usuarios ocasionales del Renault Gordini de Miguel, fuimos a pasar el día al valle de Pineta, un día que resultaría, para bien y para mal, inolvidable.


viernes, 25 de julio de 2014

Verano del 64 (Segunda parte)


La primera impresión que nos causó el lugar, tras tomar posesión de nuestras habitaciones y salir a dar un paseo por los alrededores, no fue nada positiva, al menos para mí, preguntándome qué íbamos a hacer allí de provecho durante todo un mes y presintiendo que iba a pasar una de las vacaciones más aburridas de mi vida. Cuán equivocado estaba.

Enseguida descubrimos que en la fonda se alojaba un pequeño colectivo formado por mujeres, cuyos cónyuges se habían quedado en casa de Rodríguez, y sus respectivos hijos e hijas, y que tanto entre madres como entre sus vástagos se había establecido un vínculo de amistad, bien por haber llegado antes que nosotros, bien por conocerse de anteriores veraneos, por lo que mi madre vio en ello una oportunidad única para acoplarnos al grupo.

Tengo que reconocer que, por primera vez en mi vida, tuve que estar muy agradecido a la extraversión y a las dotes de comunicación de mi madre, a la que no le costaba nada entablar amistad con cualquier extraño. Desde luego, en ese aspecto no me parecía nada a ella. Así pues, haciendo gala de su sociabilidad innata, pasamos, de la noche a la mañana, a formar parte de ese selecto elenco de veraneantes. La piscina, lugar de encuentro diario, actuó de catalizador para que esa relación cuajara en una amistad que mi madre forjó con sus compañeras de veraneo y yo, en consecuencia, con el colectivo juvenil. Y a partir de ese preciso instante todo cambió para mí.

Con catorce años recién cumplidos, yo era el mayor del grupo pues los demás tenían entre diez y doce. Esa diferencia de edad, lejos de resultar un inconveniente, se convirtió en una ventaja pues me convertí, automáticamente, en el líder del grupo y en quien todas las madres tenían puesta su entera confianza no sólo por ser el mayor sino también por mi carácter más serio y formal de lo habitual para mi edad. Si sabían que sus polluelos iban conmigo, estaban totalmente tranquilas siempre que no nos alejáramos mucho de nuestro cuartel general, la fonda. Ese trato que me dispensaron unas y otros, me hizo sentir realmente importante por primera vez en mi vida. Me vi como el jefe de patrulla de mi época de Boy Scout, pero, en esta ocasión, con motivos más que suficientes para sentirme mucho más seguro y satisfecho.

Aunque a lo largo de mi adolescencia me recreé muchas veces en el recuerdo de esas vacaciones, como quien recuerda una grata aventura, lo verdaderamente importante de ellas, y que hace que las siga recordando, fue lo que significaron para alguien, como yo, que necesitaba liberarse de un ambiente, como el que vivía, repleto de represiones e inseguridades.

Pero antes de entrar en detalles, debo decir que a mi amigo Josep sólo le vi un día en todo el mes que duró nuestro veraneo en Ainsa. Reconozco que le di la espalda pero sentí en la necesidad egoísta de sacrificarlo a cambio de mis nuevas amistades que prometían ser, y fueron sin duda, una mayor fuente de diversión.

Habíamos quedado en encontrarnos, un día de la primera semana de agosto, frente a la fonda, a media tarde, cuando el sol hubiera dejado de abrasar. Cuando le vi aproximarse, me llamó la atención el hecho de que no venía solo; iba acompañado de un niño de unos seis o siete años, su primo me dijo, al que llevaba sujeto por la cabeza que, por cierto, era bastante voluminosa (en eso se parecían). La escena no podía ser más cómica: Josep andando parsimoniosamente con una mano apoyada en la testa de su acompañante que, por su corta estatura, le llegaba poco más arriba de la cintura; el crío, con sus pasitos cortos, parecía servirle de muleta. Es curioso pero nunca he olvidado esa imagen. Quizá sea porque es la última que conservo de él.

Como era de esperar, Josep rechazó mi propuesta (que hice más por cortesía y agradecimiento por lo que había hecho por nosotros que por verdadero interés) de sumarse a mi grupo de amigos y por toda alternativa me dijo que, si quería, podíamos vernos de vez en cuando para dar un paseo, los dos y su primo, al que no podía dejar solo. Ante tal perspectiva, me mostré evasivo respondiéndole que ya iría yo a verle, pero no cumplí con mi palabra. Aquel encuentro fue el último de nuestra vida pues, al iniciarse el nuevo curso, yo seguí los estudios de bachillerato superior en el mismo colegio y Josep ingresaba en la Escuela Industrial, perdiendo así todo contacto. Visto en perspectiva, sé que me comporté mal con quien era mi amigo y no supe mantener un equilibrio entre mi atención para con él y para con mi nuevo grupo de amigos, mucho más divertido, así que la balanza se decantó totalmente a favor de mi propia satisfacción y todo porque un chaval tan introvertido como yo no fue capaz de sacrificar ni un solo día de aquel verano para dejar de disfrutar de algo que se le antojaba una aventura. Si Josep me guardó rencor por ello, no tuve ocasión de saberlo.
 
Los días pasaban sin darme cuenta. Como durante el día el calor era insoportable, nos pasábamos toda la mañana y hasta la hora del almuerzo en la piscina, pero por la tarde, después de la obligada y odiosa siesta y no antes de las seis, cuando la temperatura era más tolerable, solíamos salir de excursión por los alrededores y merendar a orillas del río o bien en alguna casa de campo convertida en merendero ocasional. Después de cenar, al frescor de la noche, jugábamos en plena calle que, a pesar de ser una carretera nacional, estaba muy poco transitada en aquellos tiempos y, más aún, a aquellas horas.

De todo el grupo, con quien mi madre hizo mayor amistad fue con Tere y yo con su hija Maite. Tere estaba casada con Miguel y vivían en Zaragoza. Ambos formaban una pareja encantadora y su hija era como la guinda que corona el pastel, dulce y graciosa. Como el trabajo de Miguel, relacionado con la hostelería, le requería trabajar en verano, hacía ya algunos años que utilizaba la fórmula de enviar a su esposa e hija a pasar las vacaciones allí y él hacía una escapada todos los fines de semana para reunirse con ellas. Con su flamante Renault Gordini, el bueno de Miguel nos llevó, en más de una ocasión, de excursión hasta el pie de los pirineos. Desde entonces, el valle de Pineta, Ordesa y Panticosa forman parte del recuerdo de aquel verano.
 
Pero aparte de todas las diversiones que me deparó aquel mes de agosto en Ainsa, lo que recuerdo con mayor cariño, fue mi amistad, por no llamarla relación, con Maite.


miércoles, 23 de julio de 2014

Verano del 64 (Primera parte)

Será porque estoy en una etapa de la vida propicia para la nostalgia y porque acabo de releer Le Gran Meaulnes, de Alain Fournier, una novela que leí por primera vez a mis dieciséis años, que esta historia de aflicciones amorosas y recuerdos de juventud, aun no teniendo nada en común con mi mucho menos atribulada vida adolescente, ha despertado, jugarretas de la mente, uno de mis recuerdos juveniles más entrañables. Y será también que ese niño que siempre he llevado dentro y que sigue sin abandonarme quiere contar este recuerdo que le pertenece pero que compartimos: el del verano del 64. 
 
 
 
Mil novecientos sesenta y cuatro fue un año de cambios, de sentimientos encontrados y vivencias intensas. A finales de mayo se casó mi hermana mayor y a finales de junio fallecía mi abuela paterna, que había vivido en casa de mis padres desde antes de que yo naciera. Así, en un mes, pasamos de tener un motivo para la celebración a otro para el duelo. Mi hermana abandonaba el hogar paterno para formar su propia familia y mi abuela nos dejaba para siempre.
Ese fue también el año de mi “puesta de largo” y el que encierra las vacaciones de verano más emotivas de toda mi adolescencia y cuyo recuerdo ha permanecido imborrable a lo largo de mi vida. Pero vayamos por partes.
En aquellos años, era habitual que los niños vistiéramos con pantalón corto, incluso en invierno, hasta que los pelos de las piernas reclamaban a gritos ser cubiertos en pro de la estética y eso solía acontecer durante la pubertad a excepción el día de la primera comunión, la única ocasión que teníamos, hasta entonces, para lucir un traje con pantalones largos.
Ese cambio de imagen era digno de envidia hacia los afortunados que lo habían conseguido ya que, normalmente, eran los hijos quienes tenían que obtener el beneplácito de sus padres para que ese deseo se hiciera realidad. No sé si es que el precio de los pantalones era directamente proporcional a la cantidad de tela y por eso las familias humildes prorrogaban lo más posible ese momento que para nosotros significaba hacernos mayores pero el caso es que no siempre resultaba tarea fácil convencer a nuestros progenitores.
En mi caso, tuve que pelear de lo lindo para convencer a mi madre, que era quien decidía en temas de vestimenta, para dar ese paso tan trascendental. Cuando, por fin, pude convencerla de que ya no tenía edad para ir enseñando las piernas velludas y que todos mis compañeros (una pequeña exageración) ya usaban pantalones largos, se empeñó en que si tenía que usar esa prenda de vestir, era partidaria de los pantalones de golf. ¡Horror! me dije. Como yo no me quería parecer a Tintín y además encontraba espantosamente ridículo ese tipo de pantalón, mi segundo objetivo fue hacerle comprender que eso ya no se llevaba (ésta no era ninguna exageración), que era muy anticuado y que todos se reirían de mí.
Mis esfuerzos se vieron finalmente recompensados poco antes de terminar el curso, así que pude lucir mi nuevo look justo antes de cumplir los catorce años. Para mí, esa puesta de largo, como siempre la he llamado, fue como un símbolo del comienzo de una nueva etapa de la adolescencia que traería consigo experiencias hasta entonces no vividas. Lo que no sabía en aquel preciso instante era que, como si de una premonición se tratara, esta nueva etapa tendría su inicio en las vacaciones que estaba a punto de estrenar. Debo decir, sin embargo, que aquellas gratas vacaciones se las debo a mi precaria salud. No hay mal que por bien no venga.
Por aquel entonces yo tenía una salud más bien delicada, enfermaba con bastante facilidad, cosas sin mucha importancia pero que me hacían guardar cama con cierta frecuencia. Supongo que mi sistema inmunológico todavía no estaba a la altura de las circunstancias y me dejaba tirado cuando menos me lo esperaba. Y así debió de ser cuando nuestro médico de familia me diagnosticó una leve afección pulmonar que, sin embargo, requería guardar reposo o, por lo menos, evitar el cansancio físico. Sería que mi sistema inmunológico no era, al fin y al cabo, tan inútil o bien que la medicación que tuve que tomar hizo su efecto, o ambas cosas a la vez, pero el caso es que me recuperé al poco tiempo sin más complicaciones. Aún así, siguiendo el consejo del médico, mis padres descartaron la playa (la playa desgasta mucho, decían) como lugar donde pasar las vacaciones de verano, como teníamos por costumbre, y optaron por la montaña. El dilema era adónde ir porque no escasean los lugares para elegir si se quiere montaña y aire puro. Y aquí vino a echarme una mano Josep, un amigo y compañero de clase, taciturno e introvertido, pero amigo a fin de cuentas y como los amigos están para ayudar, cuando le conté el dilema familiar me dijo algo así:
-Yo voy todos los años a veranear a Ainsa. Creo que te gustaría y, además, aire puro todo el que quieras. Allí tengo familia y, si queréis, puedo pedirles que os busquen sitio en algún hotel o pensión.
-¿Ainsa? ¿Dónde está eso? –una más que justificada asociación de ideas entre Josep y ocio me hizo temer que fuera un lugar de lo más pintoresco pero tremendamente aburrido.
-Es un pueblo de Huesca, muy cerca del pirineo, en la comarca del Sobrarbe. Mis parientes viven en la parte alta y antigua del pueblo y allí no hay ninguna pensión ni nada de eso pero en la parte nueva, la de abajo, junto a la carretera, sí que hay. Por el pueblo, el de abajo quiero decir, pasan dos ríos, el Cinca y el Ara. El Ara es un afluente del Cinca. Por eso hay dos puentes, uno que cruza el Cinca y el otro el Ara. El Cinca nace en el valle de Pineta y…
-Vale, vale, ya lo he pillado. –temía que Josep fuera a darme una lección de geografía, con su fauna y flora incluidas, pues, aún siendo de natural muy callado, cuando se lanzaba no había quien le hiciera parar, sobre todo en temas culturales–. Se lo diré a mis padres a ver qué opinan. –agregué poniendo punto y final a su perorata.
A pesar de lo lejos que quedaba Ainsa, a mis padres les pareció bien la idea, así que, por mediación de Josep, sus parientes se encargaron de buscarnos alojamiento e incluso medio de transporte, que no era más que un coche que, a modo de taxi compartido, hacía el trayecto Barcelona-Ainsa-Barcelona, e iba recogiendo clientes por el camino.
A ese viaje sólo iríamos mi madre y yo, pues mi padre se quedó en Barcelona por motivos de trabajo y mi hermana menor con él. Ahora me cuesta comprender cómo mi padre no puso reparo alguno a que fuéramos a ese lugar, a unos 300 Km de distancia y, con las carreteras de entonces, a unas cinco horas de trayecto, cuando en las inmediaciones de Barcelona abundan los pueblos montañosos. Cosas del destino.
Y llegó el día de nuestra partida. Mi madre y yo éramos los únicos pasajeros hasta que en Lérida se nos añadió una mujer asmática que a mí me pareció muy mayor aunque no hay que fiarse de la percepción que a mi edad se tiene sobre la de los mayores. Hago mención del asma que padecía esa señora, digamos de edad indefinida, porque, hasta que no se apeó en Barbastro, estuvo gran parte del trayecto respirando con una dificultad angustiosa y con unas sibilancias que me ponían enfermo. De pronto se ahogaba y me parecía que se iba a morir de un momento a otro; entonces sacaba del bolso un pañuelo que mantenía presionado sobre nariz y boca e inspiraba profundamente hasta que remitían los síntomas. Supongo que debía contener algún producto broncodilatador pero, como no me atrevía a mirar abiertamente mientras sufría esos ataques de asma, no pude verlo con detalle.
El caso es no respiré tranquilo, en todos los sentidos, hasta que la pobre mujer no nos dejó y, una vez solos de nuevo, pudimos disfrutar de lo que quedaba de viaje contemplando el paisaje hasta que, sin darnos cuenta, vimos el indicador de Ainsa y el puente que cruza el río Ara. El coche se detuvo justo al otro lado del puente, frente a un edificio en el que se leía “Fonda Sánchez” en un gran rótulo vertical. Habíamos llegado por fin a nuestro destino. Ahora sólo restaba ver qué nos depararía nuestra estancia en aquel lugar totalmente desconocido por nosotros.
 
 

miércoles, 9 de julio de 2014

Un tanka junto al mar



El mar azul,
arena de coral.
Bajo tu cuerpo
solo queda la huella
de una presencia efímera.
 
 
 

jueves, 3 de julio de 2014

Después de Escatrón, la isla del barón


Cuando era niño, era bastante frecuente, al menos en mi familia, cambiar la ciudad por el medio rural durante las vacaciones de verano y pasar el mes de agosto, en plena canícula, en algún pueblo donde vivían parientes cercanos, alojándonos en su casa. A cambio, mis padres les correspondían invitándoles a pasar unos días con nosotros en cualquier otra época del año, aunque normalmente era en septiembre, coincidiendo con la fiesta mayor de Barcelona.

Uno de esos veranos lo pasé en la tierra de mi madre: Murcia. Nacida en la capital del Segura, vino mi madre a Cataluña con tan sólo dos años junto con sus padres y hermanos, dejando atrás una gran familia con la que jamás perdieron el contacto. Uno de los miembros de esa familia numerosa, una tía de mi madre, se había establecido, al enviudar, en un pueblecito a orillas del Mar Menor, de nombre Los Nietos y allí recalamos en agosto de 1958.

Yo tenía ocho años y aquella zona, todavía virgen para el turismo, no era ni por asomo lo que es hoy en día tras la tremenda transformación urbanística iniciada en los años sesenta. La actualmente famosa Manga del Mar Menor no era entonces más que una larguísima lengua de fina arena con abundantes dunas ardientes y de un color blanco marfil. Me fascinó ver cómo esa larga franja de arena divide el mar en dos zonas, la interior o Mar Menor y la de mar abierto, a la que la gente del lugar llamaba, en contraposición, Mar Mayor.

Recuerdo que al llegar a Los Nietos, después de un largo y cansado viaje, primero en tren de Barcelona a Murcia capital y a continuación en un autobús que cubría la línea Murcia-Los Nietos, la primera impresión fue, tanto para mí como para mis hermanas, casi desoladora. Siendo un pueblo muy pequeño, una pedanía perteneciente al ayuntamiento de Cartagena y que vivía mayoritariamente de la pesca y del campo, había muy poca actividad en las calles durante la semana pues la industria del turismo no había todavía desembarcado en aquella zona. Así pues, nuestro divertimento consistía en bañarnos en la playa, justo enfrente y a escasos metros de la casita de nuestra querida anfitriona, y en alguna que otra excursión a pie por los alrededores o en barca hasta la Manga.

De aquella playa me sorprendió su escasísima profundidad y el fondo limoso, que al removerlo con los pies al andar enturbiaba el agua de tal modo que impedía ver cualquier cosa por debajo de nuestra cintura, incluidos los abundantes pececillos que se arremolinaban normalmente entre nuestras piernas. Esa poca profundidad nos permitía alejarnos de la orilla un largo trecho sin perder pie como si de una piscina gigantesca se tratara. Gracias a ello y a la paciente ayuda de mi madre, aquel verano y en esa playa aprendí a nadar.

La primera anécdota de la que fui testigo la protagonizaron mis dos hermanas y tuvo lugar a los pocos minutos de habernos instalado en casa de nuestra tía-abuela. Como en cualquier pueblo pequeño y sin apenas forasteros, se produjo una gran expectación en el barrio por la presencia de los “catalanes”. Así pues, tan pronto como corrió la voz de nuestra llegada, conocida de antemano, se presentaron unas chicas para dar la bienvenida a mis hermanas e invitarlas a pasear por “La Rambla”. Tras la sorpresa inicial por ese detalle inesperado, mis emocionadas hermanas se disponían a elegir la indumentaria que iban a lucir para tal evento social cuando sus recién estrenadas amigas se apresuraron, sonrientes, a ponerlas en antecedentes de qué tipo de avenida se trataba. La rambla en cuestión no era otra cosa que una torrentera seca y muy ancha adonde, a falta de un lugar mejor, mucho/as jóvenes iban a pasear a la caída de la tarde. Debo confesar que yo también caí en el error, pensando, al igual que ellas, en algo parecido a las Ramblas de Barcelona a escala reducida.

Después de esto, yo también frecuenté esa zona, que se convirtió en un lugar de encuentro y de juego con un amigo que no tardé en hacer. Era, efectivamente, una rambla que, por su aspecto desértico, debía llevar mucho tiempo, si no años, sin recoger aguas pluviales pues las grietas de su reseco cauce eran anchas y profundas. Moría en la playa formando un pequeño delta llamado, supongo que por su forma, la Lengua de la Vaca.

A pesar de su aspecto inhóspito, era el punto de reunión de los chicos y chicas del lugar. A mí, la visión de aquella zona árida me trasladaba al Far West y, como niños que éramos, fue allí donde concentrábamos nuestros juegos, donde construimos nuestra cabaña con maderas, ramas secas y barro y donde hicimos volar nuestra imaginación como héroes de grandes hazañas. Para mí, la rambla tenía un atractivo añadido: las higueras que crecían a ambos lados de la hondonada del seco cauce y cuyos frutos eran la delicia de mi paladar, de forma que la merienda a base de higos se convirtió en una costumbre casi diaria muy a pesar del propietario de esos árboles frutales que, cuando nos pillaba en ese trance gastronómico, nos amenazaba blandiendo su garrote y lanzándonos improperios y amenazas.

Otro centro de atracción, éste visual y más fantástico, era la isla del barón, que se divisaba a lo lejos, frente a nuestra playa, y que de noche proyectaba una luz como si de un pequeño faro se tratara. Aunque su verdadero nombre era y es el de Isla Mayor, todos preferían llamarla por su nombre popular relacionado con su historia, una historia que siempre me tuvo intrigado. Me contaron que la isla era en realidad un cono volcánico extinguido y que su primer propietario fue un barón, de ahí su nombre. Según supe después, el Barón de Benifayó, como así se le conocía, hizo construir allí un palacio y en una de las fiestas que organizaba se enamoró locamente de una princesa rusa a quien desposó sin que su amor por ella fuese correspondido. Al parecer, estando sus nobles padres arruinados, vieron en aquella boda concertada una salida a su desastrosa situación económica y un buen futuro para su hija. Por tal motivo, la desdichada vida que se vio obligada a llevar la muchacha en aquel lugar solitario y tan alejado de su patria y de su familia, junto a un hombre a quien no amaba y que la dejaba sola con frecuencia, la empujó hacia un desvarío tal que hizo que vagara, dicen que desnuda, por la isla, día y noche, hasta que una mañana fue hallada muerta en una de sus calas. Respecto a su misteriosa muerte, hubo quien aseguró que fue el propio barón el causante directo o indirecto de la misma. ¿Fábula o realidad? Supongo que un poco de ambas cosas, como suele ocurrir con casi todas las antiguas historias contadas, aunque yo me inclino más por la leyenda, la cual añadía, por si fuera poco, que todavía entonces se podía ver el fantasma de una joven deambular por las calas de la isla.

Supongo también que el fantasma de esta historia debía preferir, como cualquier fantasma que se precie, la noche al día pues las veces que pasamos en barca cerca de la isla solo pude ver un torreón en lo alto de una de sus colinas y sin llegar siquiera a atisbar el palacio de estilo mudéjar que dicen que hay en su cima, posiblemente debido a los cien metros de altura que tiene la isla. Al ser ésta de propiedad privada y estar, por lo tanto, prohibido el amarre de cualquier embarcación no autorizada, no pude ver satisfecha mi curiosidad y tuve que contentarme con observarla de día y de noche desde nuestra casa de veraneo, imaginándome historias de misterio e intriga que ocurrían en esa Isla sin saber jamás quién la habitaba en esos momentos.

Si a Escatrón, el pueblecito aragonés donde pasé mis vacaciones unos dos años antes, he regresado en dos ocasiones, a Los Nietos no he vuelto ni probablemente volveré nunca. Así pues, una vez más, prefiero quedarme con el recuerdo infantil de ese otro lugar y verano inolvidable.