De la excursión al valle de Pineta guardo, grabado a fuego, el recuerdo de dos episodios, uno bueno y otro malo (como esos chistes de las dos noticias), que rememoraré por el orden en que sucedieron, el malo al principio y el bueno o, mejor sería decir, el más agradable, para el final. Pero vayamos por partes.
De camino hacia Pineta, nos encontramos con un campamento de la Organización Juvenil Española (OJE), una organización al estilo de los Boys Scouts pero con ideología y simbología franquista. Como los padres de Maite tenían un sobrino pasando las vacaciones en ese campamento, decidieron hacer un alto en el camino para hacerle una visita. Al identificarnos como parientes y amigos del muchacho, fuimos invitados a almorzar y, como si de un crucero de lujo se tratara, compartimos mesa con la “oficialidad”. Para mi desgracia, me tocó sentarme entre mi madre y el pater, el sacerdote castrense, y digo desgracia porque entre los dos sufrí el peor de los escarnios y sentí el peor de los ridículos, sobre todo por tener a Maite como testigo.
No sé si andaban escasos de recursos materiales o fue una maldita casualidad pero me quedé sin cuchillo, así que para cortar la carne que nos sirvieron sólo había dos alternativas, comer con las manos al más puro estilo medieval o, lo más apropiado dadas las circunstancias, pedir un cuchillo prestado y compartirlo con un alma caritativa, y quién mejor que mi propia madre para ayudarme en tal menester. Pero la reacción de mi madre fue de lo más inesperada y desconcertante pues, en lugar de pasarme el utensilio en cuestión, se puso a cortarme ella misma la carne en pedacitos como si de un niño pequeño se tratara. No hay lugar a dudas sobre las buenas intenciones de mi madre pero su forma, totalmente fuera de lugar, de demostrar su dedicación y amor materno-filial ante todo aquel auditorio sólo obtuvo una respuesta, la del pater, pues yo fui incapaz de articular palabra ante lo asombroso de la situación. La cosa fue más o menos así:
-Pero ¿no te da vergüenza que a estas alturas te tenga que cortar la carne tu madre? –dijo con el mayor de los desprecios y con una voz que debió oírse hasta el Monte Perdido.
-Yo… yo no le he dicho que lo hiciera, Ha sido ella que…-balbuceé sin hallar una respuesta mínimamente coherente.
-Sí, ella, pero será porque estás acostumbrado a que lo haga. ¡Aquí tendrías que quedarte un tiempo para aprender a comportarte como un hombre y no como un niño! –siguió bramando como si le fuera la vida en ello.
-Yo ya he estado en campamentos pues he sido Boy Scout en Barcelona durante dos años. –fue todo lo que se me ocurrió decir en mi defensa.
-¿Boy Scout? Esos son catalanistas, ¿no? Pues ya se ve lo que has aprendido, ya. Aquí sí que te enseñarían a comportarte.
En todo eso, mi madre permaneció muda y, por vez primera, no abrió la boca cuando precisamente más necesitaba de su intercesión. Seguramente debió sentirse tan o más avergonzada que yo por ser la culpable de aquel malentendido. Los demás no sabían qué decir ni dónde mirar, excepto Maite que me miraba con su sonrisa de complicidad como diciendo “vaya una que te ha caído”. Al ver su expresión comprensiva, me relajé un poco pues era la única persona allí presente que me importaba lo que pudiera pensar de mí. Pero las desgracias no vienen solas, pues el siguiente bochorno lo sufrí, al cabo de unos minutos, al beber de un cántaro que, por cierto, pesaba un montón.
Nervioso como aún estaba por el incidente con el pater, y sintiéndome todavía observado por él, pues debía querer comprobar si sería capaz de beber de un cántaro o bien se reafirmaba en su suposición de que yo no era más que un niñato, cogí el cántaro y lo levanté todo lo que pude tal como siempre había visto hacer. Tras haber decantado un buen chorro, que me inundó la boca y la garganta casi a punto de producirme la muerte por ahogamiento (debo confesar que nunca he sabido tragar un líquido con la boca abierta mientras sigue entrando más caudal, sea en cántaro, porrón, bota o lo que demonios sea), al bajarlo con el impulso propio del peso que tenía aquel cacharro di con él contra el borde de la mesa, obstáculo que frenó de golpe su descenso. Lo malo es que mi cabeza hizo el mismo recorrido hacia abajo pero ésta se topó con el cántaro y di con la frente en el pitón de ese maldito botijo y, ante la perplejidad de todos, un enorme y doloroso chichón hizo acto de presencia en cuestión de segundos. Maldije, por este orden, a mi madre, al pater, al cántaro y a la madre que lo parió pero el daño ya estaba hecho y tuve que tragarme mi orgullo y hacer de tripas corazón para poder terminar la jornada de una forma lo más digna posible y deseando con todas mis fuerzas que el chichón desapareciera con la misma rapidez con que había emergido de la nada y, sobretodo, que Maite no me lo tuviera en cuenta y no perdiera de pronto toda la admiración y estima que sentía por mí.
La parte buena de ese día, sin duda la mejor, tuvo lugar cuando al volver de la excursión y poco antes de llegar a Ainsa, Miguel propuso descansar del largo viaje de vuelta y parar en Laspuña, un pueblecito que, construido sobre una peña de más de 700 metros de altitud, se erige como un mirador sobre el valle del Cinca.
Cansados y sedientos (y yo con el orgullo un poco lastimado todavía), nos sentamos en la terraza de un minúsculo bar a tomar unos refrescos y para charlar distendidamente sobre cómo habíamos disfrutado de nuestras vacaciones, que ya tocaban a su fin. La conversación discurrió, aproximadamente, del siguiente modo:
-Pues si tanto os ha gustado todo esto, ya sabes, tenéis que volver el próximo verano –le dijo Tere a mi madre-. Nosotros, desde luego, volveremos como lo venimos haciendo desde hace ya varios veranos, durante los meses de julio y agosto y algunas veces, como este año, hasta principios de septiembre.
-Sí que volveremos, sí. Nos lo hemos pasado tan bien que, desde luego, repetiremos –contestó mi madre con tanta determinación que tuve que reprimir un salto de alegría.
-Estupendo, pues ya nos escribiremos para no perder el contacto y para quedar para el próximo verano –añadió Miguel.
Aunque esas vacaciones estaban llegando a su fin y eso era, para mí, motivo de tristeza, con lo que acababa de oír, tenía, al menos, el aliciente de que al cabo de un año, por muy largo que se me hiciera, volvería a ver a Maite y eso ya era suficiente para soportar esos doce meses de espera.
En estos pensamientos andaba yo ocupado cuando oí mi nombre en boca de mi madre. Desvié mis ojos puestos hasta aquel momento en los de Maite para enfocarlos hacia los de mi madre y atender a lo que les estaba diciendo de mí, esperando que no me hiciera quedar mal pues con lo del campamento de la OJE ya había tenido más que suficiente. Pero no, muy al contrario, les estaba elogiando mis dotes como estudiante, que si sacaba tan buenas notas, que si dibujaba tan bien, que si iba a ser arquitecto y bla, bla, bla. Aunque sé que lo hacía movida por el orgullo de madre y por sus propias fantasías (ciertamente se me daba bien el dibujo y me encantaban los juegos de construcción pero de ahí a querer ser arquitecto había un abismo y, además, siempre he odiado las matemáticas), daba la impresión de que trataba de “venderme” como aspirante a la mano de su hija. A mí estas situaciones siempre me han avergonzado, pensando en qué dirán los demás pero, en esa ocasión, el comentario de Miguel me pilló desprevenido y por segunda vez en poco rato tuve que contener un brinco de alegría pues, mirándome sonriente, me dijo:
-Pues ya sabes, a estudiar mucho y a hacerte un hombre de provecho que, mientras tanto, que yo te la guardo –refiriéndose a Maite, a la que le guiñó un ojo.
Aquello ya era demasiado, no sólo volveríamos a vernos el próximo verano sino que, además, ¡podíamos acabar siendo novios de verdad! Pero esa euforia fue tan fugaz como el chasquido de unos dedos pues comprendí que lo que había dicho Miguel no era más que un comentario simpático sin más y, muy a mi pesar, se impuso la razón. ¿Cómo iba a ser cierto algo más propio de épocas en que las conveniencias sociales o económicas imperaban a la hora de concertar ese tipo de compromisos? –me pregunté. Así que, ya con los pies en el suelo, tuve que atenerme a la realidad y pensar, simplemente, a corto plazo, en el verano del 65.
Y como la conversación de los adultos ya estaba resultando tediosa, pedí permiso para dar una vuelta con Maite por los alrededores del bar y fuimos a contemplar la vista que desde un camino cercano, junto a un abrevadero, ofrecía aquel lugar sobre el valle.
Repito que me resulta difícil saber si una niña de diez años es capaz de enamorarse o, por lo menos, de sentir algo por un chico de catorce más allá de una simple atracción. Quizá lo que ocurrió en aquel recodo del camino fue para Maite como un juego más o quizá no. Lo que está claro es que, por nuestra diferencia de edad, difícilmente podíamos compartir el mismo tipo de sentimientos. Lo que para ella pudo ser, a lo sumo, un amor infantil, para mí fue un amor juvenil y, por lo tanto, mucho más intenso y duradero, y ese beso, tan breve y tierno, que nos dimos como despedida anticipada de aquel verano, hizo que olvidarla fuera ya del todo imposible.