Todos somos unos hipócritas y hemos ejercido como tales en muchas ocasiones. El término “hipocresía” se define como: “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”. Sin embargo, yo me quedaría con esta otra afirmación, mucho más simplificada que encaja mejor con lo que voy a referir aquí: “la hipocresía es un tipo de mentira”. Según esto, debería reformular mi afirmación y decir que todos somos unos embusteros y hemos mentido en muchas ocasiones. Quizá muchos rechacen la primera parte de este enunciado porque el calificativo les resulte demasiado desagradable y ligado a la personalidad, pero sí deberán admitir la segunda, porque quién no haya mentido alguna vez que tire la primera piedra y quien afirme no haberlo hecho nunca es un embustero redomado.
¿Cuántas veces no habremos tenido que mentir para no molestar u ofender? He conocido a algunas personas -muy pocas en realidad- absolutamente sinceras al expresar sus opiniones y tengo que decir que en ocasiones han sido, consciente o inconscientemente, demasiado rudas e incluso crueles. Veamos unos pocos ejemplos: Si una chica a la que su novio le acaba de regalar un anillo de compromiso va y, henchida de satisfacción, te dice –una simple pregunta retórica que solo busca tu asentimiento- “¿qué te parece, verdad que es precioso?” Y supongamos que lo encuentras hortera. ¿Qué le vas a responder? “Pues chica, la verdad, me parece un bodrio pseudo-artesanal, una vulgaridad, una chabacanada”,¿ o algo por el estilo? Aunque no sea de tu gusto, aunque lo encuentres horrible ¿cómo vas a arruinarle la ilusión? O bien aquella otra que, habiendo pasado por un mal trago o una enfermedad, no se halla en sus mejores momentos o condiciones físicas, que da pena verla, vamos: ojerosa, lívida, más delgada, con una cara enfermiza a más no poder, te dice con cara de angustia “¿verdad que estoy hecha un asco?” Y tú vas y le contestas “pues si chica, parece mentira, quién te ha visto y quién te ve, das pena”.
En casos como éstos, lo normal, o por lo menos humanitario, es recurrir a la mentira piadosa, que por eso se llama así, porque no solo evita dañar sino que pretende, además, dar ánimos. Pero mentira al fin y al cabo. No hay que recurrir a la hipocresía pura y dura del tipo “oh, qué preciosidad de anillo, chica, qué maravilla, vaya un gusto que tiene tu novio” para luego correr a comentar a todo hijo de vecino lo horroroso que es, o bien “pero si estás de maravilla, como siempre, guapísima, oye, qué más quisiera yo tener tu aspecto” y apresurarse a divulgar a los cuatro vientos lo demacrada que está, que hasta parece drogada. Eso sí sería hipocresía en su máximo esplendor.
Siempre hay un término medio para todo y los extremos son igualmente malos. Qué cuesta decir respecto al anillo: “vaya, qué detalle, estarás contenta ¿no?” –pregunta más retórica si cabe porque la muchacha está tan desbordante de alegría que no apreciará tu disimulada mentira-. Y para el caso de la joven desmejorada: “no mujer, se te ve cansada y un poquito ojerosa pero es normal, con lo que has pasado, y además no se nota tanto”
Recuerdo a una secretaria, exponente máximo de la cruda sinceridad, que cuando veía aparecer a alguien por su zona de trabajo, le hacía un scanner de cuerpo entero y no vacilaba en decirle a la cara: “Qué corbata más horrorosa que me llevas hoy, chico”, o bien “pero qué te has hecho en el pelo, tía, que pareces un espantapájaros”. Y se quedaba tan ancha. Y el/la interpelado/a como una estatua de sal, sin saber qué responderle evitando caer en la tentación de enviarla a freír espárragos o algo peor.
Un vez más, no hay que confundir la sinceridad con la crueldad y no me cansaré de repetir que puede decirse lo que se quiera siempre que sea con educación y respeto.
Hay personas, sin embargo, que se merecen esa sinceridad cruel, esas que con su pregunta están hipócritamente auto-infligiéndose una crítica negativa con el único objeto de ver satisfecha su vanidad: “Ay, no sé, ¿crees que me sienta bien este vestido? Me ha costado un pastón, pues lo compré en Chanel, pero no sé, me veo fatal”, esperando oír “pero qué dices, mujer, si estás super-sexy y te sienta maravillosamente bien, vaya un vestido, qué envidia me das”. En este caso, lo que procedería sería una respuesta del tipo “pues no sé qué decirte, chica, no está mal” y que se joda (con perdón).
Así pues, la hipocresía se da tanto en el que utiliza intencionadamente una pregunta con segundas intenciones como el que responde diciendo todo lo contrario de lo que piensa.
Estos ejemplos cotidianos pueden considerarse anecdóticos y suelen quedar en el terreno privado, pero existe otra forma de hipocresía un tanto atípica - porque no responde exactamente con su definición- que detesto aún más porque es un modo de decir algo de forma que no parezca lo que es en realidad y porque abarcan, sobre todo, ámbitos públicos. Me refiero a los eufemismos, que no solo consisten en suavizar la forma de expresar algo duro o malsonante sino en tergiversar su significado. ¿A quién se le ocurre llamar “paz duradera” a una invasión militar que acarreará miles de muertos? Los eufemismos se dan con frecuencia en los estamentos militares, religiosos y políticos (ahora mismo se está hablando de “regularización fiscal” para referirse a la amnistía fiscal) pero también se pueden aplicar a un sinfín de situaciones. Imaginémonos definiendo a una prostituta como “experta en relaciones sociales” o a un caco como “técnico en propiedades inmobiliarias”.
Desvirtuar deliberadamente la realidad es también un acto de hipocresía. Ante esta situación, lo importante es saber leer entre líneas. Lástima que no se haya publicado ningún libro que lleve por título “aprender a leer entre líneas es fácil si sabes cómo”. Así que deberemos seguir siendo autodidactas en la materia.