Necesito más espacio es lo que
le suele decir una chica a su chico, o viceversa, cuando lo que necesita, en
realidad, es más libertad. Pero no es este el tema que hoy me traigo entre
manos, o entre teclas. A lo que aquí y hoy voy a referirme es al espacio
tangible, al físico, al tridimensional.
Y es que últimamente se habla
mucho de las secuelas que nos dejará la Covid-19 una vez haya pasado de largo
o, por lo menos, cuando esta etapa aguda de confinamiento haya quedado atrás.
Secuelas que los “expertos” (ahora tenemos una sobreabundancia de ellos)
clasifican en físicas y psíquicas. Algunas serán de corta duración y otras, quién
sabe, de más largo recorrido. Las únicas secuelas en las que realmente creo, y a
las que temo, son las económicas, que tardarán mucho (¿meses?, ¿años?) en
desaparecer. Nada volverá a ser igual, dicen muchos. Sinceramente no lo sé.
Pero sí sé que a la humanidad no le habrá servido de nada esta experiencia para
recapacitar, más seriamente si cabe, sobre la preservación de la naturaleza y
la lucha contra el cambio climático. En este sentido, todo seguirá igual, si no
peor. Nuestro planeta ha disfrutado de una corta tregua, le hemos dado un pequeño
respiro, pero volveremos al ataque. Volveremos a contaminar. Y aquí no ha
pasado nada.
Pero, elucubrando sobre lo que
nos vamos a encontrar cuando, por fin, se abra la veda y podamos salir en
desbandada de nuestras casas, de nuestro confinamiento, de nuestro encierro,
para volver a abrazar la libertad “de antes”, a la que estábamos acostumbrados
y que tanto añoramos, se me ha ocurrido un efecto secundario que quizá solo me
afectará a mí por el mero hecho de haberlo pensado.
Después de todo este tiempo
concienciándome de que hay que mantener un espacio de seguridad entre nosotros,
evitando las aglomeraciones, sobre todo en locales cerrados, se me antojará
insano y hasta cierto punto repulsivo el apretujamiento al que nos veremos
nuevamente expuestos en los medios de transporte, cines, bares, restaurantes,
etc.
Si cuando —¡qué lejos queda ahora!— viajaba en avión, ya me sentía agobiado,
empotrado en un exiguo espacio/cubículo que apenas daba para moverme —ya no
digo para estirar mínimamente las piernas—, lo que era una tortura en los
viajes de largo recorrido; si en el tren, autobús o metro ya me sentía —las
veces que lo tomaba— como sardina en lata, oliendo a humanidad y sujetándome a
una barra que vete tú a saber quién la había sobado antes; si en el cine me
desagradaba topar con el brazo de mi vecino al intentar compartir el mismo
reposabrazos; si de pie, ante una barra de bar abarrotada, me sentía abrumado intentando
colarme entre los clientes para pedir mi consumición; si ya evitaba los
restaurantes con una elevada densidad de comensales, lo que obligaba a estar
sentado a poco más de un metro de la mesa de al lado; si no soportaba las
multitudes en los centros comerciales —especialmente en épocas navideñas y de
rebajas— cuando todavía era algo cotidiano y hasta cierto punto tolerable, ¿qué
me ocurrirá cuando tenga que volverme a enfrentar a esas situaciones, tras
haber sido “adoctrinado” sobre la bondad de evitar el contacto, la proximidad física
y las aglomeraciones? Me temo que pueda llegar a sufrir agorafobia y me resulte
imposible salir a la calle para sumergirme de nuevo entre el gentío. Y es que
me temo que los que, durante su confinamiento, hayan desarrollado la llamada “fiebre
de la cabaña”, un síndrome causado por el aislamiento social prolongado, se
lancen como locos a ocupar de nuevo los espacios y establecimientos públicos,
abiertos y cerrados, buscando restablecer, de este modo, su equilibrio
psicológico a costa del mío. ¿Cómo no me di cuenta de que nuestros hábitos
gregarios eran insalubres? Ante esta perspectiva, ¿qué puedo hacer? No voy a
quedarme en casa como un ermitaño. Quiero volver a estar con mi familia y amigos.
Creo que será mejor que no me desprenda
de mis mascarillas y mis guantes de látex, por si acaso.