sábado, 26 de marzo de 2022

Una tarde en Jerez

Que la memoria empieza a fallarme lo acabo de constatar. Recién terminado de escribir este texto, me ha sobrevenido un pálpito. Oye, espera, ¿acaso no conté esta anécdota tiempo atrás?, me he preguntado. Pues me suena, me he contestado. Así que revisando el histórico de publicaciones he podido comprobar que, efectivamente, lo hice hace unos cinco años, con el título Una visita a la feria. ¡Maldita memoria! Pues a la papelera con esta imperdonable repetición, me he dicho. Pero entonces he comprobado que, de los que todavía me seguís, solo Pedro Fabelo la leyó (quedas, Pedro, por lo tanto, dispensado de volver a leerla), así que me he permitido la libertad de seguir adelante. Además, como el fondo es el mismo, pero no así la forma de contarlo, podríamos considerar esta versión como un remake.



Corría el año 1990. Por aquel entonces yo trabajaba para una multinacional farmacéutica norteamericana que tenía por costumbre celebrar una reunión internacional anual, por áreas de negocio, alternando el continente americano y el europeo. En mayo de 1990, dicha reunión se celebró en España y el lugar designado fue Sevilla. No voy a referir cómo, quién ni por qué se tomó esa decisión porque sería largo de contar. El caso es que me tocó a mí, lógicamente, organizarla. Solo diré que, como anfitrión, les había propuesto tres localidades candidatas: Barcelona, Madrid y Palma de Mallorca, por este orden. Y es que como era costumbre destinar una tarde —de los cinco días que duraba el encuentro— a alguna actividad lúdica y cultural, pensé que estos tres enclaves podían dar mucho de sí y, además, me resultaban suficientemente cercanos para organizar todos los aspectos de ese evento desde mi oficina, con algún que otro desplazamiento para controlar in situ la evolución de los preparativos.

La elección de Sevilla implicó, por lo tanto, una dificultad añadida, habida cuenta de los casi mil kilómetros que la separan de la Ciudad Condal. Si a eso le añadimos que mi superior descartó mi petición de desplazarme, aunque solo fuera una vez, hasta el hotel Los Lebreros —el elegido para hospedar a los cerca de cuarenta participantes y para las reuniones de trabajo— para ver de primera mano si todo andaba como era debido y esperado, debiendo, en su lugar, contratar a una Empresa dedicada a la organización de eventos, los contratiempos estaban servidos. Y en este apartado podría contaros un buen número de despropósitos debidos a la mala gestión de la representante de dicha empresa, que se lo tomó como un divertimento al que no hacía falta prestarle demasiada atención.

Pero la anécdota a la que me he referido al principio fue la que tuvo lugar esa tarde dedicada a las actividades lúdicas y sociales. De todas las propuestas que formulé para pasar una tarde divertida y cultural en la capital Hispalense, todas fueron rechazadas por su elevado coste, dejándome como última opción, dada la fecha en las que nos encontrábamos, una visita a la Feria de Jerez con cena en el recinto ferial. De Sevilla a Jerez hay poco más de una hora por carretera, lo cual no era un impedimento. Solo precisábamos de un autocar.

El impedimento real fue de otro tipo. Los participantes venidos de otros lares y acostumbrados a otros horarios pretendían salir del hotel a primera hora de la tarde. Fue del todo inútil advertirles que era cuando declinaba el día que la feria lucía en todo su esplendor y que, por lo tanto, a la hora que ellos pretendían llegar no habría nada que ver. Debo aclarar que cumplí mi última etapa del servicio militar precisamente en Jerez de la Frontera y, por lo tanto, sabía de lo que hablaba.

Yo me decía que esos extranjeros estaban locos de atar —al igual que Astérix opinaba de los romanos—, pues este no fue su único desatino. ¿Creeréis que porque soy español daban por sentado que conocía al dedillo Sevilla? Tuve, pues, que agenciarme una guía turística —me refiero a la de papel— para planificar una serie de rutas “tasqueras” a las que nos lanzamos cada tarde-noche tras las reuniones de trabajo.

Nunca he tenido que improvisar tanto como entonces para salir del atolladero en el que me metían sus continuos dislates y peticiones, así que la visita a la feria no estuvo exenta de uno más de mis espontáneos recursos: Saldríamos del hotel a las cuatro de la tarde —¿tan tardeeee?— y haríamos una vuelta con el autocar —un sightseeing tour para ellos— por Sevilla, con alguna que otra parada para que pudieran hacer algunas fotografías e ir así retrasando la partida hacia Jerez. Si todo salía según lo previsto, llegaríamos a eso de las siete de la tarde —aun así, demasiado temprano— y al poco ya empezaría el espectáculo.

Antes de eso, ya se produjeron tres incidencias: la primera, explicarles en inglés en qué consistía la feria, la segunda —seguramente debido a lo que dedujeron de mis explicaciones— que se rajó casi la mitad de los allí presentes —la francesa hasta puso cara de desprecio—, y tercera que la mañana del día de autos estuvo lloviendo a cántaros, lo que hacía peligrar la excursión. Menos mal que paró a la hora del almuerzo. Pero ¿y si volvía a llover?

El caso es que, con retraso o sin él, llegamos al recinto ferial antes de lo que yo pretendía. Nadie quiso apearse del autocar y la mayoría ni siquiera atendía a las explicaciones de la guía contratada para distraer al personal y dilatar al máximo el paseo en autocar. El australiano y el japonés —que hicieron muy buenas migas— ni se dignaron a contemplar el paisaje a través de las ventanas. ¿Ignorantes? ¿Maleducados? Supongo que un poco de todo.

Una vez en el recinto ferial, como era de esperar, no había ningún ser vivo humano salvo dos azafatas que, enfundadas en sus casacas rojas, nos esperaban en la puerta de acceso. El suelo, de tierra batida, estaba empapado, si bien empezaba a secarse. A nuestro alrededor las casetas cerradas a cal y canto. Yo abriendo la comitiva de los intrigados turistas y con las dos azafatas a cada lado sin abrir boca, por mucho que las animaba a que contaran al distinguido público en qué consistía la feria y qué sucedería allí en —con suerte— un par o tres de horas. O no sabían inglés o eran mudas. Cuando ya no podía soportar más las caras de interrogación de mis colegas, como pensando «¿qué coño hacemos aquí?» o bien «¿para qué coño nos ha traído hasta aquí ese imbécil?», apremié a las dos bellas y sosas azafatas para que se las arreglaran como fuera pero que nos abrieran una caseta, costara lo que costase.

No sé, ni quise saber, qué costó, pero de pronto se hizo la luz, la de una caseta pequeñita —casi no nos podía albergar a todos con una cierta holgura—, que con unas sevillanas como música de fondo y un buen surtido de vinos de la zona hizo las delicias de los sedientos extranjeros. Poco a poco, sus caras fueron adquiriendo un tono rosado, sus labios esbozando unas grandes sonrisas y sus voces subiendo de tono, hasta que se hizo la hora de cenar, a eso de las nueve —¿tan prontooo? Eso lo dijo el maître del restaurante, a quien fui a pedir auxilio y suplicar comprensión porque, de otro modo, mis hambrientos colegas se sentarían a la mesa completamente beodos.

Como se suele decir, está bien lo que bien acaba. Y la historia acabó bien, tan bien que, a la hora de subir al autocar rumbo al hotel de Sevilla, faltaban varios pasajeros, que tuve que ir a rescatar uno a uno de las casetas más cercanas, en las que los encontré en un estado de inmensa alegría contemplando a las jóvenes bailaoras vestidas con sus trajes de faralaes. A esa hora —serían las once— el recinto estaba radiante de música, luz y color, pero era la hora de volver a la vida normal. Todos volvieron menos dos, el japonés y el australiano, que se lo estaban pasando en grande bebiendo y bailando con más pena que gloria. «Ya volveremos en taxi», me dijeron con voz estropajosa. No hubo forma de hacerles recapacitar, por mucho que les advertí que a dos extranjeros alegres, que no saben dónde están ni adónde van exactamente, el taxi les costaría una pastón. Como así fue. Ellos se salieron con la suya y el taxista salió, con toda seguridad, ganando lo suyo.

Como os podéis imaginar, mi mejor momento fue cuando, al término del encuentro —meeting para los entendidos—, todos habían ya abandonando el hotel en dirección al aeropuerto. Para celebrarlo, fui a almorzar al restaurante La Albahaca, en pleno barrio de Santa Cruz, y probé por primera vez en mi vida un delicioso Ajoblanco.

A media tarde también estaba yo esperando la salida de mi vuelo a Barcelona, muy cansado, pero relajado, y con un tremendo sabor a ajo en la boca. 

De esta anécdota podrían extraerse varias moralejas, pero prefiero que cada uno extraiga la que más le guste.


viernes, 18 de marzo de 2022

Mira quién vive ahí

 


El título de esta entrada está inspirado en el de un programa de reportajes de La Sexta que da a conocer casas singulares a través de sus propios dueños. Suelen ser casas “especiales”, bien por sus dimensiones, situación geográfica, originalidad o lujo. Sus precios son, lógicamente, elevados, así que no es extraño que la mayoría ronden el millón de euros.

He visto algunos episodios de este programa y debo reconocer que en algunos casos me ha atraído ver dónde viven esas personas con un potencial económico tan envidiable, pero, sobre todo, lo que más me ha interesado es la decoración y el valor histórico de esas viviendas, pues en algunas ocasiones son pequeños castillos o mansiones que merecerían ser declaradas patrimonio cultural. En otros casos, es la belleza u originalidad arquitectónica la que me ha llamado poderosamente la atención. Ya me gustaría a mí disponer de dinero suficiente como para adquirir y vivir en una de esas viviendas.

Una vez hecha esta introducción —algo que no podía faltar en mi habitual forma de entrar en materia—, ahora me voy a referir a lo que calificaría de excesos de ostentación innecesaria e, incluso, vergonzosa.

Y, como me suele suceder cuando elijo un tema a tratar y sobre el que reflexionar, en esta ocasión también ha sido un caso del que he tenido conocimiento y que, aun no siendo el paradigma del lujo más desenfrenado, me ha llevado a extender mi crítica reflexiva a los casos de mayor relevancia de los que todos tenemos conocimiento, aunque solo sea de oídas.

La noticia en concreto que me ha llamado la atención es que Tori Spelling, una de las jóvenes protagonistas de la afamada serie de los años noventa, Sensación de vivir, pone a la venta su casa de los Ángeles, de 624 m2, seis habitaciones y seis cuartos de baños, por un importe de más de dos millones de euros. Y yo pensé cómo una actriz de segunda —o tercera— fila pudo hacerse con una casa así. Pero, como es hija de Aaron Spelling, un famoso productor de cine que, se dice, la “enchufó” en la anteriormente mencionada serie, y del que heredó, tras su muerte, casi un millón de dólares, no es de extrañar que pudiera darse ese capricho. Pero no todo quedó ahí —al fin y al cabo, esta no sería más que una menudencia entre tanto famoso rico—, porque a continuación se mencionaba a su madre, Candy Spelling, quien también ha puesto en venta la casa familiar, en la que nació y vivió Tori, por la friolera de ciento cincuenta millones de dólares, una mansión de 5.000 m2 construidos y con un terreno de más de 19.000 m2, con 123 habitaciones y vete tú a saber cuántos cuartos de baño. Y como se supone que es demasiado grande para ella sola, se mudará a una que solo cuesta cuarenta y siete millones de dólares.

Y con esto me pregunto ¿para qué necesitan los millonarios tanto espacio y tanto lujo? Por no hablar de la colección de automóviles de alta gamma que suelen tener, que no les debe dar tiempo a utilizar.

A todos nos gusta el dinero porque nos gusta vivir bien, aunque cada uno tiene su propio concepto de lo que es vivir bien y sus propias necesidades. Y no me vale eso de que «si tú tuvieras tanta pasta como ellos, harías lo mismo». Pues no. Veo a esos futbolistas que, siendo tan jóvenes, cobran una millonada y, aunque me parezca algo desproporcionado, no es la fortuna que amasan en sus pocos años de vida profesional lo que me asombra, sino lo que hacen con ella, gastándola a espuertas en lujos innecesarios como si no hubiera un mañana. Los hay, todo hay que decirlo, que sí piensan en el día de mañana e invierten en negocios de los que vivir cuando se retiren.

Pero no son los futbolistas, tenistas u otros afamados deportistas los que se llevan la palma en cuanto a propiedades lujosas. Dejando de lado a esos oligarcas rusos que han salido a la palestra con motivo de su amistad, sincera o interesada, con el perverso Putin, hay una pléyade de multimillonarios que viven en palacios inmensos, que tienen muchas propiedades a lo largo del planeta, en lugares paradisíacos, como si fueran auténticos reyes rodeados de oro, plata, piedras preciosas y toneladas de dinero contante y sonante. Cómo y de dónde han sacado tanto dinero ya es otra historia.

Puede parecer un planteamiento populista, pero ¿por qué no destinan una parte de su dinero a obras sociales, a luchar contra la pobreza y las enfermedades endémicas que se llevan por delante miles y miles de vidas humanas en países subdesarrollados? ¿No tienen corazón o es que su obsesión por acumular más y más riquezas no les deja pensar en los desfavorecidos y ver la triste realidad que les rodea? ¿Tan alejados están de esa realidad que no se plantean convertirse en filántropos como, por ejemplo, Bill Gates y algunos otros personajes millonarios? ¿Realmente necesitan poseer tantas mansiones, tantos coches, aviones privados e incluso yates que más bien parecen hoteles de lujo flotantes? ¿Qué harán con tanto dinero cuando mueran, al margen de dejarlo a sus herederos, que seguirán sus pasos? Serán, sin duda, los más ricos del cementerio.

Hay que ver cuánta necesidad de ostentación poseen esos millonarios, que deben competir con otros de su misma especie para ver quién tiene más.

Cuando veo esos ejemplos, sale más que nunca a relucir mi soterrada ideología socialista y pienso en el aforismo que resume los principios de una sociedad socialista y comunista en el sentido original del término y que dice «De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». Dicho de un modo mucho más actual: Que quien más tiene, más debe aportar, mientras que quien más necesita, más debe recibir. Supongo que esto se ha convertido en una utopía como otras muchas, algo muy bonito sobre el papel, pero inviable o muy difícil de cumplir en la práctica. Pero, si por lo menos los que tienen los bolsillos más llenos sintieran una mínima empatía hacia los más necesitados, esta sociedad materialista sería un poco menos mala.

Y, para terminar, por si alguien piensa que por qué no predico con el ejemplo, les diré que, en primer lugar, no soy millonario, ni siquiera rico, pero que, aun así, y aunque sé que está feo decirlo, colaboro, dentro de mis posibilidades, con varias ONG. No voy a decir con qué cantidad, porque eso sería todavía más inadecuado. Sé de personas que están en contra de estas colaboraciones, esgrimiendo que tienen que ser los Gobiernos quienes satisfagan las necesidades de la gente necesitada, dentro y fuera de sus fronteras. Pero esto ya es otra historia.


viernes, 11 de marzo de 2022

Sexo en la pantalla

 


En esta ocasión no voy a hacer ninguna crítica sobre el comportamiento humano, como suele ser habitual en este blog, sino plantear una reflexión que me llevo haciendo desde hace mucho tiempo, pero que, debido al gran número de series y películas que mi tiempo libre de jubilado me permite ahora ver, ha recobrado actualidad en mi mente.

Pero antes de entrar en materia quiero dejar claro dos cosas: que no soy ni he sido jamás un puritano y que siempre he exigido el máximo realismo en el cine. En otras palabras: no me escandaliza ver un desnudo en la pantalla y no soporto las artimañas que utilizan muchos guionistas para hacer creíble lo increíble.

En décadas pasadas se recurría a “exigencias del guion” para justificar que una actriz —generalmente eran las actrices quienes exponían su desnudez en la pantalla— apareciera en cueros en una escena “subida de tono”. Era la época del “destape”, del cine español con una cierta carga erótico-sexual.

El sexo en el cine siempre ha atraído a muchos espectadores. Y si no que se lo pregunten a los que en los años sesenta y setenta iban a Perpiñán a ver cine porno o películas eróticas, que acabarían llegando a España bastantes años después.

Pero dejando a un lado este tipo de películas, la presencia del sexo en el cine ha ido en aumento. Ahora son pocas las películas y series en las que los protagonistas no tengan sexo en la cama, en el sofá, en la ducha, en la cocina o sobre la moqueta del salón.

Insisto en que ello no me escandaliza, aunque lo encuentro superfluo. Como ya he dicho, exijo el máximo realismo en las historias que veo, pero esos embates amorosos tan explícitos que se nos muestra no suelen venir a cuento ni obedecen a un necesario realismo.

Como siempre, estoy divagando más de la cuenta antes de entrar en el meollo de la cuestión, que no es otro que la pregunta que siempre me hago cuando veo esas escenas de sexo: ¿qué piensan y sienten los actores antes de revolcarse en la cama, o donde sea, con un contacto corporal total sin trampa ni cartón? ¿Lo encuentran normal? ¿Sienten indiferencia? Y, aún más, y disculpad que sea tan directo: ¿Se excitan durante el acto sexual que están representando, cuando sus genitales están en contacto y sus cuerpos son objeto de caricias y lametones? ¿No sienten vergüenza al hacerlo delante de los que están detrás de la cámara? ¿Se toman algo para no excitarse? Y aun voy más allá: ¿Qué piensan sus parejas cuando ven esas escenas tan tórridas? A menos que sean actores o actrices que también han representado las mismas escenas, me pongo en su piel y me resultaría muy desagradable ver a mi mujer, novia o pareja retozando a lo bestia con un desconocido, por mucha ficción que haya en esa escena.

Creo que los actores y actrices están hechos de otra pasta o que, por necesidad, se adaptan mucho más fácilmente a esa exigencia del guion que cualquier otra persona que tuviera que hacer ese papel. ¿Qué piensan esos jóvenes que, recién salidos de la Academia del teatro, del cine, o de donde sea que se han formado como actores, cuando les ofrecen un papel que incluye simular una penetración con el mayor realismo posible? ¿Sienten reparo, pero hacen de tripas corazón?

Aunque antaño esas escenas eran simuladas, también hubo excepciones. Se cuenta que en El último tango en París (1972) y en El cartero siempre llama dos veces (1981), el actor y la actriz protagonistas copularon de verdad ante la cámara, con la deplorable e indigna salvedad de que, en el primer caso, María Schneider fue engañada por Bertolucci, el director, y Marlon Brando, para penetrarla analmente contra su voluntad, a diferencia de Jack Nicholson y Jessica Lange, que se dejaron llevar por el desenfreno del momento. Siempre ha habido gente sin escrúpulos que han forzado a los actores a hacer algo contra su voluntad y gente cuya moralidad va por otros derroteros.

Realidad en el cine, sí, por supuesto, que no nos engañen, como suelen hacerlo, con situaciones y comportamientos absurdos; pero también con sus límites. ¿Es realmente necesario, por ejemplo, ver a la joven y guapa protagonista orinando, con las braguitas bajadas hasta la pantorrilla? No lo creo. ¿Qué aporta esa escena? Nada. Pero, por lo menos no resulta una imagen de tan mal gusto —al menos para mí— como la de esos tíos orinando de espaldas a la cámara —ya solo faltaría que lo hicieran de frente— y que cuando han acabado de miccionar se la sacuden acompañando esos gestos con varias flexiones de las piernas, para dejar bien claro que lo han hecho como se suele hacer en esas circunstancias.

No censuro el sexo en la pantalla, en absoluto, pero no entiendo que tenga que ser tan explícito. Cada cual es muy libre de hacer y mostrar lo que quiera con su cuerpo, pero me cuesta entender que no les incomode representar una escena de sexo con tal realismo que parece que lo hacen de verdad. Decididamente, el actor profesional está hecho de otra pasta.

Y ya solo me queda por hacer una última pregunta: ¿Será por eso que en el mundo del cine haya tantos cambios de pareja? Me atrevería a decir que son muchas las parejas de actores que se han conocido y enamorado (o atraído sexualmente) rodando una película. Y es que una “escena de amor”, como la llamábamos antes, debe de estrechar muchos lazos afectivos.