Que la memoria empieza a fallarme lo acabo de constatar. Recién terminado de escribir este texto, me ha sobrevenido un pálpito. Oye, espera, ¿acaso no conté esta anécdota tiempo atrás?, me he preguntado. Pues me suena, me he contestado. Así que revisando el histórico de publicaciones he podido comprobar que, efectivamente, lo hice hace unos cinco años, con el título Una visita a la feria. ¡Maldita memoria! Pues a la papelera con esta imperdonable repetición, me he dicho. Pero entonces he comprobado que, de los que todavía me seguís, solo Pedro Fabelo la leyó (quedas, Pedro, por lo tanto, dispensado de volver a leerla), así que me he permitido la libertad de seguir adelante. Además, como el fondo es el mismo, pero no así la forma de contarlo, podríamos considerar esta versión como un remake.
Corría el año 1990. Por aquel entonces yo
trabajaba para una multinacional farmacéutica norteamericana que tenía por
costumbre celebrar una reunión internacional anual, por áreas de negocio,
alternando el continente americano y el europeo. En mayo de 1990, dicha reunión
se celebró en España y el lugar designado fue Sevilla. No voy a referir cómo,
quién ni por qué se tomó esa decisión porque sería largo de contar. El caso es
que me tocó a mí, lógicamente, organizarla. Solo diré que, como anfitrión, les
había propuesto tres localidades candidatas: Barcelona, Madrid y Palma de
Mallorca, por este orden. Y es que como era costumbre destinar una tarde —de
los cinco días que duraba el encuentro— a alguna actividad lúdica y cultural,
pensé que estos tres enclaves podían dar mucho de sí y, además, me resultaban
suficientemente cercanos para organizar todos los aspectos de ese evento desde
mi oficina, con algún que otro desplazamiento para controlar in situ la
evolución de los preparativos.
La elección de Sevilla implicó,
por lo tanto, una dificultad añadida, habida cuenta de los casi mil kilómetros
que la separan de la Ciudad Condal. Si a eso le añadimos que mi superior
descartó mi petición de desplazarme, aunque solo fuera una vez, hasta el hotel
Los Lebreros —el elegido para hospedar a los cerca de cuarenta participantes y para
las reuniones de trabajo— para ver de primera mano si todo andaba como era
debido y esperado, debiendo, en su lugar, contratar a una Empresa dedicada a la
organización de eventos, los contratiempos estaban servidos. Y en este apartado
podría contaros un buen número de despropósitos debidos a la mala gestión de la
representante de dicha empresa, que se lo tomó como un divertimento al que no
hacía falta prestarle demasiada atención.
Pero la anécdota a la
que me he referido al principio fue la que tuvo lugar esa tarde dedicada a las
actividades lúdicas y sociales. De todas las propuestas que formulé para pasar
una tarde divertida y cultural en la capital Hispalense, todas fueron
rechazadas por su elevado coste, dejándome como última opción, dada la fecha en las que nos encontrábamos, una visita
a la Feria de Jerez con cena en el recinto ferial. De Sevilla a Jerez hay poco
más de una hora por carretera, lo cual no era un impedimento. Solo precisábamos
de un autocar.
El impedimento real fue
de otro tipo. Los participantes venidos de otros lares y acostumbrados a otros
horarios pretendían salir del hotel a primera hora de la tarde. Fue del todo
inútil advertirles que era cuando declinaba el día que la feria lucía en todo
su esplendor y que, por lo tanto, a la hora que ellos pretendían llegar no
habría nada que ver. Debo aclarar que cumplí mi última etapa del servicio
militar precisamente en Jerez de la Frontera y, por lo tanto, sabía de lo que
hablaba.
Yo me decía que esos extranjeros estaban locos de atar —al igual que Astérix opinaba de los romanos—, pues este no fue su único desatino. ¿Creeréis que porque soy español daban por sentado que conocía al dedillo Sevilla? Tuve, pues, que agenciarme una guía turística —me refiero a la de papel— para planificar una serie de rutas “tasqueras” a las que nos lanzamos cada tarde-noche tras las reuniones de trabajo.
Nunca he tenido que
improvisar tanto como entonces para salir del atolladero en el que me metían
sus continuos dislates y peticiones, así que la visita a la feria no estuvo
exenta de uno más de mis espontáneos recursos: Saldríamos del hotel a las
cuatro de la tarde —¿tan tardeeee?— y haríamos una vuelta con el autocar —un sightseeing
tour para ellos— por Sevilla, con alguna que otra parada para que pudieran
hacer algunas fotografías e ir así retrasando la partida hacia Jerez. Si todo
salía según lo previsto, llegaríamos a eso de las siete de la tarde —aun así,
demasiado temprano— y al poco ya empezaría el espectáculo.
Antes de eso, ya se
produjeron tres incidencias: la primera, explicarles en inglés en qué consistía
la feria, la segunda —seguramente debido a lo que dedujeron de mis
explicaciones— que se rajó casi la mitad de los allí presentes —la francesa hasta
puso cara de desprecio—, y tercera que la mañana del día de autos estuvo
lloviendo a cántaros, lo que hacía peligrar la excursión. Menos mal que paró a
la hora del almuerzo. Pero ¿y si volvía a llover?
El caso es que, con
retraso o sin él, llegamos al recinto ferial antes de lo que yo pretendía. Nadie quiso apearse del autocar y la mayoría ni siquiera atendía a las
explicaciones de la guía contratada para distraer al personal y dilatar al máximo
el paseo en autocar. El australiano y el japonés —que hicieron muy buenas migas—
ni se dignaron a contemplar el paisaje a través de las ventanas. ¿Ignorantes?
¿Maleducados? Supongo que un poco de todo.
Una vez en el recinto
ferial, como era de esperar, no había ningún ser vivo humano salvo dos azafatas
que, enfundadas en sus casacas rojas, nos esperaban en la puerta de acceso. El
suelo, de tierra batida, estaba empapado, si bien empezaba a secarse. A nuestro
alrededor las casetas cerradas a cal y canto. Yo abriendo la comitiva de los
intrigados turistas y con las dos azafatas a cada lado sin abrir boca, por
mucho que las animaba a que contaran al distinguido público en qué consistía la
feria y qué sucedería allí en —con suerte— un par o tres de horas. O no sabían
inglés o eran mudas. Cuando ya no podía soportar más las caras de interrogación
de mis colegas, como pensando «¿qué coño hacemos aquí?» o
bien «¿para qué coño nos ha traído hasta aquí ese imbécil?», apremié
a las dos bellas y sosas azafatas para que se las arreglaran como fuera pero que
nos abrieran una caseta, costara lo que costase.
No sé, ni quise saber,
qué costó, pero de pronto se hizo la luz, la de una caseta pequeñita —casi no
nos podía albergar a todos con una cierta holgura—, que con unas sevillanas como
música de fondo y un buen surtido de vinos de la zona hizo las delicias de los
sedientos extranjeros. Poco a poco, sus caras fueron adquiriendo un tono
rosado, sus labios esbozando unas grandes sonrisas y sus voces subiendo de
tono, hasta que se hizo la hora de cenar, a eso de las nueve —¿tan prontooo?
Eso lo dijo el maître del restaurante, a quien fui a pedir auxilio y suplicar
comprensión porque, de otro modo, mis hambrientos colegas se sentarían a la
mesa completamente beodos.
Como se suele decir,
está bien lo que bien acaba. Y la historia acabó bien, tan bien que, a la
hora de subir al autocar rumbo al hotel de Sevilla, faltaban varios pasajeros,
que tuve que ir a rescatar uno a uno de las casetas más cercanas, en las que
los encontré en un estado de inmensa alegría contemplando a las jóvenes
bailaoras vestidas con sus trajes de faralaes. A esa hora —serían las once— el
recinto estaba radiante de música, luz y color, pero era la hora de volver a la
vida normal. Todos volvieron menos dos, el japonés y el australiano, que se lo
estaban pasando en grande bebiendo y bailando con más pena que gloria. «Ya
volveremos en taxi», me dijeron con voz estropajosa. No hubo forma de hacerles
recapacitar, por mucho que les advertí que a dos extranjeros alegres, que no
saben dónde están ni adónde van exactamente, el taxi les costaría una pastón.
Como así fue. Ellos se salieron con la suya y el taxista salió, con toda
seguridad, ganando lo suyo.
Como os podéis
imaginar, mi mejor momento fue cuando, al término del encuentro —meeting para
los entendidos—, todos habían ya abandonando el hotel en dirección al
aeropuerto. Para celebrarlo, fui a almorzar al restaurante La Albahaca, en
pleno barrio de Santa Cruz, y probé por primera vez en mi vida un delicioso
Ajoblanco.
A media tarde también
estaba yo esperando la salida de mi vuelo a Barcelona, muy cansado, pero
relajado, y con un tremendo sabor a ajo en la boca.
De esta anécdota podrían extraerse varias moralejas, pero prefiero que cada uno extraiga la que más le guste.
Conocí el ambiente de trabajo en Sevilla en esos años que mencionas y, puedo dar fe que era bastante chungo e informal. Pero veo que te saliste con bien del embrollo. ;)
ResponderEliminarUn abrazo.
Lo que he contado sucedió en la calle, pero si tuviera que contar lo que pasó en el hotel, entre los participantes al evento y el personal del servicio (camareros y técnicos), sería para llorar. Nunca he visto tanta "jeta" e intransigencia por parte de unos e inoperancia o inutilidad por parte de los otros.
EliminarUn saludo.
Imagino "el ambiente" del Ferial, a la hora que llegasteis, jajajaja, pero bueno, al final, conseguistes que se fueran con sonrisas y el habla farfullante. Bien está lo que bien acaba.
ResponderEliminarEse ajoblanco, vale, millones :))
Un beso.
Un ambiente desolador, sin duda. Por fortuna, la cosa fue cambiando para mejor.
EliminarLa gastronomía fue lo mejor fuera del horario de trabajo, je,je.
Un beso.
Me cae a mí una de esas organizaciones y no quiero imaginar cómo habría salido todo. No hay nada peor que esa gente que viaja al extranjero despreciando lo que no entiende o le parece distinto: la comida, los horarios, las costumbres en general. Menos mal que el japonés y el australiano terminaron por entonarse, nunca mejor dicho porque no hay nada que entone más y mejor que el buen vino (o el malo si a eso vamos). Y el pastón que les cobraría el taxista, más que merecido.
ResponderEliminarUn beso.
Creo que muchos vinieron con prejuicios y los exteriorizaron con exigencias, no solo desmedidas sino incluso absurdas. La verdad es que el personal a cargo del montaje de las salas de reuniones y de la cena de gala, a la que asistió el presidente de la Compañía, así como el servicio en general, no estuvieron a la altura de lo deseable y eso propició una mala imagen que me tuve que tragar.
EliminarMenos mal que el vino y el buen yantar, pusieron su toque amable.
Un beso.
Lo explicas muy bien, y estoy segura de que aprendiste algo de esa feria, a la que nunca he asistido. Al menos Sevilla valía la pena.
ResponderEliminarBuena anécdota, con un estrés que acabó en satisfacción. Un abrazo, y feliz tarde
De todo lo malo se aprende y en ese caso la moraleja fue que si quieres que las cosas salgan bien no las delegues a inútiles y no hagas caso de los que no saben de qué hablan, je,je.
EliminarY sí, como se suele decir, después de la tormenta vino la calma.
Un abrazo.
Menudo marrón que te tocó, jajaja, y te imagino hasta agobiado por semejantes visitantes, menos mal que después salió bien.
ResponderEliminarYo lo pasé estupendo al leer como has contado esta experiencia un tanto incómoda.
Un abrazo Josep y buen domingo.
Un marrón tirando a marrón oscuro, je,je,je.
EliminarPor fortuna, acabé saliendo airoso de prácticamente todos los problemas a los que tuve que enfrentarme, que no fueron pocos.
Un abrazo y buen domingo.
Si fueras tan ignorante como yo —que no tengo ni puñetera idea de inglés— no te encargarían esas cosas.
ResponderEliminarGracias por repescarla. Ha resultado muy divertida.
Un abrazo.
Por aquel entonces mi nivel de inglés era bastante bueno, pero, aun así, estuve a punto de ponerme a bailar sevillanas para que acabaran de entender qué verían en la feria.
EliminarLas anécdotas sobre apuros siempre resultan divertidas cuando uno las recuerda pasados unos años, pero en aquel momento todo me resultó una tortura psicológica.
Un abrazo.
Me imagino lo mal que lo tuviste que pasar, porque toparte con gente que no se adapta y que de alguna manera estás intentando en todo momento ser lo mas cordial y amable posible y que encima del esfuerzo que haces porque se encuentren a gusto y se vayan con buen sabor de boca, pues tiene que ser muy muy estresante. Y si encima das con una empresa organizadora que por lo que se ve no tomo mucho interés, es que ya el remate. Pero bueno con los años imagino y con la pespectiva ves el lado positivo y hasta te reíras de ciertas circunstancias y así lo plasmas en el texto e intuyo que es lo que te queda pasados los años y así debe ser, aunque en aquel momento no fuera nada pero nada agradable.
ResponderEliminarGracias por compartir esta vivencia.
Un abrazo.
Mal no, lo siguiente, je,je. Cuando viajo el extranjero no exijo nada que no exija en España, en cambio ellos son (fueron) mucho más exigentes de lo normal. En varias ocasiones he tenido que sufrir retrasos en la salida de un vuelo. Cuando esto sucedía en Suecia, Alemania o Inglaterra, por ejemplo, todo el mundo se aguantaba y esperaba con resignación, pero si sucedía con un vuelo español, todo eran críticas furibundas. Pues lo mismo hacían con todo. Que si el jamón tenía demasiada grasa, que si querían una habitación más amplia, que si tenían que esperar mucho para ser servidos en el restaurante, etc. La verdad es que el servicio del hotel no estuvo a la altura de su categoría, cosa que también me desquició, teniendo que perseguir al personal para que se dieran un poco más de ánimo.
EliminarY la guapa chica enviada por la empresa organizadora se daba el piro a la primera de cambio. Desaparecía cuando más la mecesitaba. Por eso y mucho más, esa reunión me ha quedado grabada en la memoria, aunque visto treinta años después la cosa pierde enjundia y ya solo es una anécdota para contar.
Un abrazo.
Pues, Josep, comparado con los extranjeros que vienen a mi trabajo, no me parece mal plan, je, je ,je. Menuda anécdota, te imagino perdido en una ciudad desconocida y tratando de dar el cayo de la mejor manera. La verdad es que, pensándolo bien, ¡vaya marrón! Bueno, pero al final pudiste con todos, y es que lo que no arreglen un par de botellas de vino, no vale la pena arreglar.
ResponderEliminarUn abrazo!
Después de eso, he estado en Sevilla en varias ocasiones (algunas por trabajo) y no he podido evitar recordar ese episodio. Hasta un día quise ver el hotel Los lebreros para rememorar (en plan masoquista) aquella experiencia, je,je.
EliminarPasaron tantas cosas aquella semana que parecía que había una mano negra que pretendía hacerme la puñeta. Solo faltó que a la sueca le dieran un tirón al bolso en la puerta del hotel, teniendo que acompañarla a la comisaría. Desde luego, ese incidente no ayudó mucho a la causa de dar una buena imagen de país.
Menos mal que nunca más he tenido que organizar un evento como ese.
Un abrazo.
Este tipo de remakes son de los que se disfrutan al pasar los años pero sin duda debió ser toda una tortura china ja, ja, ja. Dicen que hay trabajos duros y mal pagados, pero desde luego al que le toca organizar un evento de este tipo deberían darle un mes extra de vacaciones.
ResponderEliminarAl menos te llevaste unos ricos recuerdos gastronómicos.
Un abrazo, Josep.
Mira si fue duro que todavía lo recuerdo como si fuera ayer, de ahí que me olvidara de que ya lo había contado. Prometo no volver a hacerlo, pues ya parecería el abuelito de las batallitas, ja,ja,ja.
EliminarDe hecho, la tortura china empezó mucho antes de asistir al evento, cuando tanto la Central como mi jefe local me ponían pegas a casi todo lo que proponía. Los habría enviado a hacer puñetas si con ello no hubiese peligrado mi puesto de trabajo.
Un abrazo.
Supongo que aquellas entradas de los primeros años no las habrá leído nadie de los que ahora leen, que ya son pocos. Imagino lo que viviste en esa experiencia y yo me habría ofuscado mucho, así que sí me parece lo más pertinente ir a celebrar al haber terminado por fin la difícil travesía.
ResponderEliminarAbrazos amigo.
La ventaja de haber perdido por el camino a unos cuantos seguidores/lectores/comentaristas es que puedes repetir una historia antigua y puede pasar como nueva, je,je. De todos modos, he preferido aclarar que se trata de una versión remasterizada, ja,ja,ja.
EliminarY en cuanto a lo sucedido, creo que uno no descubre sus capacidades hasta que no se las ponen a prueba.
Un abrazo.
Hola, Josep Maria.
ResponderEliminarAl final triunfaste, pero qué descanso cuando todo el mundo volvió a sus hogares y les pudiste decir adiós. Hay personas que se creen entes superiores, y no valoran el esfuerzo de nadie, y están todo el día quejándose, o poniendo malas caras, creando así peor ambiente, pero no hacen nada para cambiar las cosas. Pues qué decirte, no me agrada y cada vez lo tolero menos. Se tiene que ser más agradecido. Menos exigente, así se disfruta mejor de la vida.
Una odisea que terminó muy bien, y que espero que no tuvieses que repetir en el futuro.
Un beso.
Hola, Irene.
EliminarComo ya intuía que habrían contratiempos, desde el día uno estuve contanto las horas que feltaban patra que se acabara ese suplicio. En mi vida laboral me he encontrado con muchos inconvenientes, pero ninguno como los que tuve que afrontar esa semana del mes de mayo de 1990. Pero de todo se aprende, je,je.
Un beso.
Pues nada, repetimos como las natillas. ; ) Pero oye, no me ha venido mal, ya que mi memoria tampoco anda muy allá, y apenas recordaba la entrada. Eso sí, la he disfrutado dos veces. O sea, que todos salimos ganando. : )
ResponderEliminarUn abrazo.
No querías caldo, pues toma dos tazas, ja,ja,ja.
EliminarMenos mal que lo tenías prácticamente olvidado. La falta de memoria a veces nos da sorpresas agradables. Es como cuando uno cree que no ha leído una novela y cuando se pone a ello va recordando que la había leído hace años y acaba disfrutando de ella como lo hizo la primera vez, je,je.
Un abrazo.
Aquí va mi moraleja de lo que has contado: en cuanto prueban el vino y las tapas, a los extranjeros se les quita la sosería y la seriedad. Es que no saben comer ni disfrutar y los horarios que se gastan son un buen indicativo.
ResponderEliminarEs cierto que es muy complicado explicar sobre el papel a un europeo no meridional lo de que la vidilla en los sitios empieza tan tarde, pero en cuanto lo prueban se enganchan con pasión (con la pasión que es capaz un no meridional, claro).
Bueno, al final te salió bien el plan, aunque ya veo que te costó lo tuyo. Bien está lo que bien acaba.
Un beso.
Europeo meridional, no. Quería decir extranjero (ahí van los australianos y los japones también, ja, ja, ja)
EliminarOtro beso
Yo creía que los clichés que tenían los extranjeros, europeos o no, sobre España, nuestra cultura y nuestras costumbres ya habia desaparecido, pero me equivoqué. Aun estando a punto de entrar en el siglo XXI seguían (y quizá todavía siguen) teniendo bastantes prejuicios y opiniones en contra. Recuerdo que durante bastante tiempo, cuando asistía a alguna reunión en la Central (ya fuera en Inglaterra, Suecia o donde fuere) la primera vez que me reunía con mis colegas de otros países (excepto los latinoamericanos), no había ocasión que no me preguntaran cuándo y dónde hacíamos la siesta durante la jornada laboral.
EliminarY siempre lo suyo era lo mejor o lo más apropiado. No entendían, por ejemplo, cómo podíamos almorzar y cenar tan tarde, a lo que les contestaba que, si les contrariaba tanto, cómo era que cuando venian a España hacían lo propio (he visto entrar a grupos de turistas extranjeros en un restaurante de la Costa Bava a las 10 de la noche), a lo que argumentaron que porque no les quedaba más remedio porque los restaurenates españoles no servían antes de la nueve, lo cual es falso, pues en zonas turísticas se puede comer las 24 horas del día. Pero ni caso. Una inglesa se rio una vez de nuestra lengua, poniendo como ejemplo palabras "tan raras" como Zaragoza (remarcando la zeta). ¡Cuántas veces tuve que morderme la lengua!. Obviamente hay excepciones y gente muy maja, pero en mi estancia en Sevilla aquel fatídico mes de mayo habría estrangulado a más de uno y una.
Un beso.