viernes, 29 de mayo de 2020

¿Hay alguien ahí?



En septiembre de 2019 publiqué una entrada titulada “La era de la comunicación”, en la que criticaba el hecho de que, estando inmersos en una sociedad cada vez más ligada a la tecnología y a los medios de comunicación online, resulta increíble las dificultades para que el ciudadano pueda ser atendido de una forma ágil y resolutiva por teléfono cuando la llamada es atendida por un programa informático con el que debemos lidiar para que acepte, en primer lugar, y resuelva, en segundo lugar, nuestra petición. En muchos casos, las opciones que ofrece el sistema —marque el 1 si desea conocer tal cosa, marque el 2 si lo que desea es tal otra… — no incluye el motivo de nuestra llamada y, en caso que así sea, no logramos nuestro objetivo y acabamos como habíamos empezado.

De lo que trata la presente entrada también incide en esa falta de eficiencia, pero con un agravante: el sistema o programa establecido es inútil, bien por un fallo de diseño, bien porque está “perturbado”.

Recientemente he sufrido varios casos de esa insufrible y espantosa inoperancia al tratar de comunicarme con entidades de cierto “empaque” social, Empresas o Entidades que tienen a disposición de sus clientes una web con un diseño muy atractivo, pero inservible para la resolución de un problema, no existiendo, muchas veces, otro medio para comunicarnos con ellas.

Últimamente, cuando, debido al confinamiento, no me ha quedado otra fórmula para resolver una duda o un problema que la de contactar con una entidad vía online, me he encontrado con que tiene un sistema de resolución con preguntas preestablecidas, un listado desplegable de cuestiones y respuestas (Q/A) probablemente basado en la experiencia, es decir en las preguntas más frecuentes que han ido registrando hasta el momento. Pero ¿qué ocurre cuando nuestra pregunta no está entre las que figura en ese formulario? Pues a joderse (con perdón). Y eso es lo que me ha ocurrido con bastante frecuencia. Y encima, tienen la cara dura de poner a disposición del cliente la opción que titulan “Ayuda”. Como no sea ayuda para perder el tiempo…

De estos casos, voy a referir, a modo de ejemplo, el más increíble e irritante. No voy a mencionar el nombre de la entidad, por una cuestión de privacidad, aunque no debería tener ningún reparo, puesto que sería perfectamente comprobable. Solo diré que se trata de una entidad financiera de gran prestigio en nuestro país, especialmente en Cataluña.

La epopeya comenzó a mediados de febrero, cuando, viendo la imposibilidad de resolver el problema a través de una persona física, tuve que vérmelas con la entidad a través del contacto “virtual”.

Se trataba de conseguir la devolución de unas cuotas indebidamente cargadas por la financiera de esa entidad bancaria, que ascendían a varios cientos de euros, por un servicio finalmente no realizado, una reclamación totalmente ajustada a derecho, tal como reconoció la dirección de la oficina bancaria con la que operamos.

Para no entrar en detales, por lo complejo y prolijo que resultaría, solo diré que viendo la falta de respuesta a nuestra demanda por correo electrónico, opté por contactar con esa financiera a través de su web. Tras registrarme y lograr activar una clave de acceso, accedí al área privada de clientes. ¿Resultado?: “Operación no disponible” (ver en la imagen del encabezamiento una impresión de dicha respuesta, actualizada tan solo hace dos días), un supuesto error debido a razones de mantenimiento.

En el mismo mensaje, recomiendan esperar a acceder más tarde o bien contactar por teléfono al servicio de atención al cliente. Y aquí viene la puntilla de remate: “Todos nuestros agentes están ocupados, manténgase a la espera”. Y tras mantenerme a la espera durante varios minutos (con el consiguiente cargo en la factura de teléfono puesto que es un 902), otra grabación acaba recomendando al paciente comunicante que para cualquier consulta tiene a su disposición la web, esa misma que muestra una y otra vez la misma advertencia. Y así día tras día, semana tras semana. La pescadilla que se muerde la cola. Una pescadilla que mutó en pesadilla ante esa sensación de impotencia.

Son muchas las Empresas que, ante un problema, te dejan con el culo al aire durante todo el tiempo que les parezca adecuado para sus intereses. Reclamar es como hablar a la pared, sin saber si hay alguien al otro lado. La puerta de acceso está cerrada a cal y canto y por mucho que exclames ¿hay alguien ahí?, no recibes respuesta.

Para no alargarme demasiado, acabaré diciendo que el tema se solventó a principios de este mes de mayo (casi tres meses batallando), con el reintegro de la cantidad indebidamente cargada. Hubiéramos tenido que pedir una compensación económica por daños y perjuicios o intereses por demora. Pero así somos de conformistas.

¿Qué fue lo que finalmente les movió a actuar? No lo sé con exactitud, pero bien podría haber influido un escrito que hice llegar a la dirección de la sucursal bancaria poniéndoles a parir —uno también se calienta de vez en cuando— amenazándolos con recurrir a acciones legales (un farol) y al traspaso de todos nuestros ahorros a otra entidad (eso no fue ningún farol).

¿Cómo es posible que una entidad de esa categoría trate a sus clientes de ese modo y ponga a su disposición una web absolutamente inoperante? Como decía en la entrada a la que he hecho referencia al principio de esta, las Empresas solo son ágiles y eficientes cuando se trata de sacar los cuartos al cliente, no cuando se los tiene que devolver.


miércoles, 20 de mayo de 2020

Mira quién habla



No, no se trata de escribir sobre la película de 1989, protagonizada por Kirstie Alley y John Travolta, pero esta entrada va de cine, pero tampoco es una crítica cinematográfica, que para eso hay blogueros mucho más entendidos en la materia —¿a qué sí, Miguel Pina?—. Podría haber titulado esta entrada “¡No se oye!”, lo que solíamos gritar en los cines de barrio y de pueblo cuando el sonido fallaba o no estaba al volumen correcto.

A mí me encanta el cine y me encanta ir al cine. Otra cosa son las series, que solo puedo ver en los canales de televisión y en las plataformas digitales.

Si dejamos de lado las diferencias que puedan haber de imagen y sonido entre ambas opciones, hay un elemento común que valoro mucho y que, al parecer, pasa desapercibido o no es importante para la mayoría de espectadores —por lo menos nunca he oído crítica alguna al respecto— y es la calidad de la dicción, tanto de los actores “reales” como de los de doblaje. No es algo nuevo, pues hace años que lo vengo observando. Lo que ocurre es que esta fase de confinamiento me ha llevado a ver una gran cantidad de series y películas y ello ha propiciado que saque ahora este tema a colación. Algo tenía que escribir que no fuera sobre ese dichoso virus y la reclusión (para algunos afortunados, semi reclusión) a las que nos hemos visto sometidos.

Hay actores españoles —pues los extranjeros los oímos doblados—, la mayoría muy jóvenes, que parece que tengan un defecto de origen en su mala vocalización, que no entiendo cómo han llegado algunos de ellos tan alto. ¿Acaso en la escuela de actores no les han enseñado a vocalizar? Pero no es solo su expresión verbal, su mala dicción, lo que más me molesta, sino —y esto aplica tanto a actores como dobladores— esa maldita costumbre —más bien defecto— de susurrar las últimas palabras de una frase.

—¿Qué ha dicho?
—Ay, no lo sé, no lo he pillado.
—A ver, rebobina, a ver qué ha dicho.
….
—¿Has entendido algo?
—Pues no estoy seguro. Me ha parecido que decía “te mataré”.
—Pues yo creo que ha dicho “te amaré”.

En casos como este, no queda más remedio que seguir viendo la película, o el capítulo, para ver si al final la mata o se acuesta con ella. Claro que podría ser que primero se acostara con ella y luego la matara.

Bromas aparte, no sé si os resulta familiar esta parodia hogareña. ¿Os ha pasado alguna vez algo así? A mí muchas, demasiadas. Y me irrita un montón.

Aunque quien hable sea un moribundo, que, lógicamente, no puede vocalizar como lo haría una persona en perfectas condiciones físicas, se supone que el espectador tiene que entender lo que dice, aunque hable de forma dificultosa y entrecortada. Y lo mismo en el caso de escenas de amor e intimidad. El protagonista, recostado sobre su amada, en plena fase de seducción, no le va a gritar «¡¡TE DESEO, NO LO SOPORTO MÁS, QUIERO HACER EL AMOR CONTIGOOOO!!», sino que se lo dirá susurrándoselo al oído, o a media voz, en un tono cálido e íntimo. Pero tampoco es cuestión de que solo podamos oír, en el mejor de los casos, «Te dssso, no lospto más, quiracermor conigo», qué caramba.

Llegué a pensar que debería hacer una visita a GAES, por si mi agudeza auditiva estuviera en franco retroceso. Por edad, seguro que no está al cien por cien, pero no soy solo yo quien sufre de esa incapacidad para entender a esos “susurradores”. A mi mujer, que es más joven que yo, le ocurre lo mismo. Quizá debamos pedir cita ambos al otorrino. ¿A nadie de vosotros os ocurre lo mismo? Es para salir de dudas.

Yo me pregunto si no se percata de tal disfunción sonora el director y el personal técnico de sonido cuando visionan y oyen lo filmado antes del montaje final. Si son conscientes de ello y lo que pretenden es darle a la película la máxima naturalidad, pues podrían aplicar lo mismo en las escenas en las que los actores comen y hablan con la boca llena o cuando se hablan a distancia que, en la vida real, uno no entiende un carajo y tiene que pedir que se lo repita.

Lo curioso es que, por una parte, el cine nos atiborra de situaciones totalmente ilógicas que, en la vida real, serían exageradas, absurdas e incluso risibles —he decidido deliberadamente omitir los ejemplos en los que había pensado porque la lista resultaba interminable— y no me sirve el típico comentario de que solo es cine. Por otra parte, a los cineastas de hoy parece que les resulta muy dificultoso o inapropiado tomarse la licencia, en aras de una buena comprensión, de procurar una vocalización de los actores mínimamente entendible aun en situaciones extremas.

Si no habéis reparado en ello —cosa que dudo— fijaos, en la próxima película o serie que miréis, en cuántas ocasiones no habléis captado alguna palabra que, para más inri, es importante, si no crucial.

Para terminar, mencionar un hecho puntual muy reciente y hasta cierto punto anecdótico: debido a la imposibilidad de que los actores de doblaje puedan trabajar con seguridad en estos días de alarma por el coronavirus, las series recién estrenadas en las plataformas digitales, solo están dobladas en un español latinoamericano, al que uno le cuesta acostumbrarse auditivamente. Si a ello le sumamos el efecto “susurrador”, el incordio está servido.


miércoles, 6 de mayo de 2020

¿Qué hay para comer?



Ojos que no ven, corazón que no siente, reza el refrán. Hay quien cree que a veces es mejor no saber las cosas, pues la ignorancia nos hace inocentes ante una mentira, un fraude, incluso ante la propia ignorancia.

Que comer es un placer, además de una necesidad, es una obviedad. Puestos a comer, hay que comer bien, y con comer bien me refiero a comer sano. Es de todos conocida la siguiente frase de Hipócrates: «Que tu alimento sea tu medicina, y que tu medicina sea tu alimento».  Pero, paradójicamente, los alimentos pueden ser —y muchas veces son— una fuente de problemas de salud.

Se habla de comer sano, se nos dan consejos para cuidar nuestra alimentación. Pero debemos admitir que no es tarea fácil, pues hoy día hay que ser un experto en nutrición para tener la seguridad de que lo que comemos es realmente saludable.

Las intoxicaciones alimentarias suelen producirse por una mala praxis de los elaboradores y/o manipuladores de alimentos —véase el caso reciente de la carne mechada contaminada con Listera, una bacteria altamente patógena— o bien a una mala conservación por parte del consumidor.

Estos casos de alimentos contaminados y en malas condiciones son, por fortuna, la excepción y lo único que podemos hacer en nuestra defensa es llevar el tema a los tribunales. A priori, si compramos en establecimientos que nos merecen confianza, no podemos prever nada ni hacer nada para protegernos.

La duda que me asalta cada vez con más frecuencia es si lo que como, aun estando en perfectas condiciones higiénicas, es realmente sano.

Siempre he dicho, en plan de broma, que, para vivir tranquilo y seguro deberíamos ser médicos —para auto cuidarnos, sin tener que ponernos en manos ajenas—, economistas —para saber cuidar de nuestros ahorros y no dejarnos engañar por las entidades financieras—, y abogados —para conocer perfectamente nuestros derechos y saber defendernos de los abusos.

Ahora, volviéndolo a pensar, debería añadir la titulación de nutricionista. Si en el supuesto anterior, no serían necesarias las preguntas: ¿qué tengo, doctor?, ¿qué hago con mis ahorros? y ¿qué puedo hacer ante esta injusticia?, siendo un experto en alimentos no haría falta preguntarnos qué podemos comer sin que peligre nuestra salud.

Como de conocimientos sobre alimentación tengo los justitos, me siento muchas veces como un pardillo haciendo caso a las recomendaciones que todos oímos y leemos, y siempre me queda la duda de si lo que me dicen y/o leo es cierto.

Todo ha cambiado tanto que a la pregunta típica de carne o pescado, ya no podemos responder solo en base a nuestras preferencias gastronómicas y/o gustativas. Ahora hay que ser más selectivo. ¿Carne roja o blanca? ¿pescado azul o blanco? Y otras muchas preguntas nos asaltan: ¿aceite de oliva, de soja, de girasol, de…? Los vegetales, ¿mejor crudos o hervidos? ¿Azúcar o edulcorante sintético? ¿Azúcar blanco o moreno? ¿Pan blanco o integral? ¿Chocolate negro o con leche? ¿Leche con lactosa o sin lactosa? Y un larguísimo etcétera.

¿Existen también en materia alimenticia las afirmaciones interesadas y los bulos? Seguro que sí. Por eso me interesa saber el valor nutritivo real y el peligro que encierra el consumo de ciertos alimentos que hasta hace bien poco eran recomendables.

La carne roja (ternera, vaca, buey, etc.) parece ser muy nociva para la salud. Sus males son muchos. El colesterol y el ácido úrico ya solo son una menudencia comparados con el cáncer que, según algunos estudios, puede provocar a largo plazo la ingestión de carne procesada. Por su parte, la carne blanca (pollo, pavo, conejo, cerdo, etc.) puede contener antibióticos, hormonas, micotoxinas procedentes del pienso. Y vaya usted a saber qué más. Existe algún estudio que alerta que el consumo de carne de pollo, de pavo y otras aves de corral es nocivo para el corazón. El conejo puede producir una “inanición cunicular”, también llamada “hambre del conejo” por su escasísimo valor nutritivo y que, por lo tanto, no sacia nuestro apetito, de ahí su nombre. El cerdo —incorporado al grupo de las carnes blancas—, al ser un animal omnívoro, puede contagiar la hepatitis E, la yersiniosis —una enfermedad bacteriana intestinal— y la triquinosis, si no se ingiere habiendo sido previamente examinado por un veterinario, y, aun así, bien cocinado.

El pescado, otro tanto. El hecho de que, mientras años atrás se desaconsejaba el consumo de pescado azul en personas con “grasa en la sangre”, ahora resulte ser tan beneficioso, se debe al descubrimiento de los famosos ácidos grasos omega-3, con propiedades cardio protectoras. Un cambio de rumbo nada caprichoso, sino debido a un cambio en el conocimiento de las propiedades de esa sustancia. Pero hay otras consideraciones y hallazgos que nos hacen dudar de si podemos estar seguros consumiendo pescado, azul, blanco o del color que sea: su contenido en metales pesados —en peces de gran tamaño, por aquello de que el pez grande se come al chico y así se va acumulando en ellos este tóxico elemento a lo largo de su cadena alimenticia—, contaminantes químicos, por no hablar del anisakis —un gusano parásito de peces y cefalópodos, como el pulpo, sepia y calamar—, bacterias productoras de intoxicación por histamina o hepatitis transmitida por los moluscos bivalvos en caso de haber estado “cultivados” en aguas contaminadas y no haber sido sometidos a una buena cocción antes de ingerirlos. El consumo de pescado crudo —sushi y atún rojo, por ejemplo— es un verdadero peligro para la salud, a menos que haya sido congelado. Y por fin —lo que faltaba—, los micro plásticos.

Y ¿qué ocurre con los vegetales? Pues que si no se lavan bien pueden contener E. coli, y otras bacterias indicadoras de contaminación fecal, sobre todo en productos que son habitualmente abonados con estiércol (Mmmm, qué ricas las fresas), por no hablar de los pesticidas. ¿Y qué decir de los transgénicos? —generalmente frutas y cereales genéticamente modificados para resistir ciertas enfermedades o potenciar algunas propiedades y así aumentar su producción—. Pues que algún día puede que se descubran efectos nocivos graves sobre nuestro organismo. De momento se han notificado nuevas alergias, resistencias a antibióticos y casos de infertilidad al interactuar con nuestro material genético.

Para alguien profano en la materia, puede ser un verdadero galimatías saber qué hay de cierto en muchas aseveraciones, e incluso investigaciones, sobre la bondad o riesgo de determinados alimentos.

Existen estudios contradictorios, publicados en revistas científicas de solvencia, sobre qué aceite vegetal es más sano. Así, nuestro venerado aceite de oliva mereció en el Reino Unido una advertencia —en forma de un semáforo rojo en su etiquetado— como producto poco recomendable para la salud, junto con los frutos secos. A este respecto, ha habido verdaderas controversias sobre la bondad de algunos de los aceites vegetales más utilizados. Mientras un estudio abogaba a favor del aceite de coco como el más sano, eminentes científicos de la Universidad de Harvard lo han calificado de verdadero veneno.

El consejo saludable de tomar una copa diaria de vino tinto, parece que ahora ya no es tal. A sus propiedades cardiosaludables, por su contenido en polifenoles y resveratrol, se le opone ahora el riesgo de padecer cáncer. Según un análisis de más de 200 publicaciones oncológicas, su ingesta (y de alcohol en general) triplica el riesgo de sufrir cáncer de boca, faringe, esófago y mama. La trifulca entre defensores —franceses e italianos los que más, como no podía ser de otro modo— y adversarios sigue en marcha.

¿Y qué decir de los aromas, conservantes, edulcorantes, tanto en alimentos sólidos como en bebidas? Existe una larga lista de estas sustancias permitidas publicada en diversos Reglamentos Comunitarios y por la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y que deben figurar en las etiquetas de los alimentos que las contienen con la letra E seguida de un número. Son aditivos alimentarios autorizados. Pero ¿hasta cuándo? ¿Hasta que algún día se descubra que el colorante tal o cual y el conservante ese o aquel ha resultado ser cancerígeno?

Últimamente nos tenemos que hacer tantas preguntas: ¿Contiene gluten, aceite de palma, lactosa, azúcares añadidos, glutamato? ¿Qué tipo y cantidad de zumo tiene un zumo envasado? ¿De qué calidad es la miel que compramos? ¿Nos están dando gato por liebre y lo que compramos no son más que sucedáneos de los auténticos productos alimenticios que queremos consumir? Para ir sobre seguro, hay que ser un gran entendido en la materia y tener una enorme paciencia para leer el etiquetado de lo que compramos para llevarnos a la boca.

Si un detergente para el lavavajillas de marca blanca no es tan bueno como el de la marca original, no es un asunto grave. Además, ya se sabe que no existe lo bueno, bonito y barato. Pero cuando se trata de alimentos, debemos asegurarnos de lo que compramos y no jugar con nuestra salud. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Confiando en el fabricante? No nos queda más remedio. Aunque leamos artículos sobre alimentación, ¿tenemos la seguridad de que nos están diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Son muchos los intereses comerciales/económicos que hay detrás de esa información. Hace muchos años la industria azucarera impulsó una campaña contra el consumo de sacarina, alegando que era una sustancia cancerígena, según un estudio en ratones. Extrapolando la dosis carcinogénica en ratones al ser humano, resultaba que para que pudiéramos desarrollar un cáncer deberíamos ingerir varios kilos de sacarina al día durante años. A la sacarina le siguió el ciclamato, el aspartamo y todos los edulcorantes sintéticos, sin hallarse —de momento— efecto nocivo alguno. Con esto solo pretendo incidir en la desconfianza que me dan las advertencias procedentes de un competidor y no de las autoridades sanitarias.

Por todo ello, ha llegado un momento en que uno ya no sabe qué comer. La recomendación es comer sano y variado. Lo de variado ya lo entiendo, pero lo de sano me resulta mucho más confuso. Ahora, cuando uno pregunta qué hay para comer, siente la necesidad de echar mano de una enciclopedia sobre seguridad alimentaria antes de probar bocado. O quizá será mejor cerrar los ojos —figuradamente, claro está—, abrir la boca y dejarnos llevar por el olor y el sabor mientras cruzamos los dedos.