Gene
Saks dirigió en 1967 la película titulada “Descalzos por el parque” (Barefoot
in the park en su versión original), en la que el protagonista masculino,
Robert Redfort, acaba caminando, borracho y descalzo, por el Washington Square
Park de Nueva York, después de que su recién estrenada esposa, papel
protagonizado por Jane Fonda, le eche de casa por sus irreconciliables
discrepancias matrimoniales. Nunca he entendido la forma en plural del título,
a no ser que mi memoria me falle y también ella acabara caminando por el parque
sin zapatos. Sea como sea, e independientemente del motivo, es un placer
caminar descalzo sobre el mullido césped de un parque, siempre que ello no
suponga cargar con una multa. Debería estar prohibido prohibir pisar el césped,
siempre que se haga con delicadeza.
Otra
cosa muy distinta es caminar descalzo por la calle, sobre el duro y sucio
pavimento. Por fortuna, en nuestras latitudes y en los años que corren, ya no se
ven niños descalzos por la calle, con los pies sucios y callosos, por falta de
unos zapatos. Lejos, geográficamente, nos quedan esas imágenes de criaturas
descalzas y desaliñadas, carcomidas por la pobreza, una imagen ligada al
llamado tercer mundo. En el nuestro, incluso las personas con menos recursos tienen
unos zapatos o zapatillas de deporte que llevarse a los pies, esa parte tan
importante de nuestra anatomía que nos sostiene y permite la locomoción.
Andar
descalzo puede ser un placer. Liberarse de un calzado que aprieta y nos
tortura, o simplemente andar por una superficie lisa y cómoda como puede ser el
parqué o la moqueta, o bien granulosa, pero con efectos tonificantes, como la
arena de la playa, me parece una práctica sana, natural y oportuna, sobre todo
en los momentos de relax, tanto en casa como en la playa. Pero existiendo ese elemento
protector podológico y generalmente estético llamado zapato, no entiendo cómo
todavía hay quien, de forma totalmente voluntaria, gusta de andar descalzo por la
calle. Me refiero, sobre todo, a los turistas (me atrevería a decir
extranjeros, aunque también los pueda haber nacionales) que deambulan por un
paseo marítimo o por las calles aledañas a la playa, que, indiferentes a la
suciedad inherente e inevitable de la superficie de la vía pública, caminan
tranquilamente con los zapatos en sus manos.
Si en
cualquier objeto que pasa de mano en mano, hay cientos de miles de
microorganismos (afortunadamente pocos de ellos patógenos), solo con imaginar
cuántos hongos y bacterias deben colonizar los residuos orgánicos que recubren,
visible e invisiblemente, nuestras calles, me dan ganas de ir con una mochila
al hombro conteniendo un producto desinfectante e ir irrigando a presión las
aceras. Pero sin necesidad de ser un paranoico hipocondríaco (ignoro si existe
tal calificación médica), una solución para evitar que nuestros pies entren en
contacto directo con esos residuos es llevarlos protegidos con un buen calzado.
Tampoco
comprendo cómo esos despreocupadamente descalzos viandantes no temen quemarse
con una colilla mal apagada, pisar un escupitajo (que no solo los futbolistas
hacen alarde de ello en el campo de juego, que hay mucho guarro suelto), un
residuo de caca de perro, un chicle super mascado y pegajoso, y un largo
etcétera de elementos y sustancias residuales. Y los ves andar tan tranquilos,
ajenos a todo tipo de suciedad, la cual se acaba instalando en las plantas de
sus pies, adoptando un color oscuro bastante asqueroso, que solo desaparece con
un buen lavado a fondo.
Me
imagino que no entran con esa guisa plantar en el vestíbulo del hotel o del
apartamento donde estén hospedados sin calzarse, ni se acuestan en una cama con
sábanas limpias antes de lavárselos. Allá ellos con la suciedad y los posibles
inconvenientes de andar descalzos por la calle, pero la sola visión de sus pies
en tal estado me produce un gran rechazo.
A los
ciudadanos de origen francés que tuvieron que abandonar Argelia tras la
independencia de ese país se les conocía como pieds-noirs (“pies negros” en francés). Indistintamente del uso que
se le dio a este término (peyorativo, por parte de unos, identitario, por parte
de otros), dos de las posibles explicaciones de su origen tienen que ver con el
color de los pies de esos expatriados, ennegrecidos por el trabajo que hacían
limpiando zonas pantanosas o por la falta de higiene, al no lavarse los pies
con tanta frecuencia como sus conciudadanos musulmanes.
Así
pues, al margen de consideraciones políticas o históricas, y sin relación
alguna con Argelia, han emergido unos nuevos y modernos pieds-noirs, los que cada verano frecuentan nuestras zonas
turísticas sin importarles lo que pisan. Y, según parece, esta costumbre se
está arraigando entre los famosos. Y si no lo creéis, la siguiente imagen vale
más que las 800 palabras de que consta esta peculiar entrada.