Siempre había creído que el
término “cultura general” era un cúmulo de conocimientos básicos sobre
distintas materias, como las ciencias, el arte, la literatura, la historia,
etc., etc. Y también creía que todo ciudadano de una sociedad mínimamente
desarrollada debía tener una buena dosis de esa cultura. En más de una ocasión,
sin embargo, algunas personas, a quienes les gusta polemizar, me lo han
cuestionado, argumentando que saber, por ejemplo, dónde murió Napoleón
Bonaparte, qué ocurrió en Pearl Harbour en diciembre de 1941 o en qué año Colón
descubrió América, no era de ninguna utilidad para encontrar trabajo o ascender
en la escala social y profesional. Un director de un banco no tiene
forzosamente que saber qué provocó la primera guerra mundial ni qué son las
células-madre.
Visto
el nivel cultural de muchos de nuestros jóvenes, me inclino a pensar que esas
personas tienen razón. También se me ha dicho que quien ha finalizado sus
estudios no tiene necesariamente por qué haber aprendido de memoria hechos y
fechas que acabará olvidando, sino que debe haber recibido la formación
necesaria para saber analizar y resolver un problema, y no me refiero a uno de
matemáticas. Desde luego, hay que enseñar a los jóvenes a pensar y dotarles de
las herramientas necesarias para la observación, análisis y deducción en
cualquier proyecto al que se enfrenten. Revisando la historia educativa
reciente, he comprobado que en poco más de treinta años, hemos tenido en España
seis sistemas o leyes de educación. Y yo me pregunto si alguna de ellas ha
contribuido eficazmente a ello.
Vaya
por delante que ni soy profesor, ni pedagogo y, por lo tanto, hablo de vista y
oído, nada más, y por mi edad quizá tenga ideas un tanto retrógradas en cuanto
a lo que significa la enseñanza. Por lo tanto, ruego a los que sí son
profesionales de la misma que tomen esta reflexión como lo que es: una simple
reflexión de un ignorante observador que busca respuestas.
Escribí
hace algo más de un año una entrada titulada “La letra con sangre entra”,
comparando el sistema educativo de mi época de colegial (años cincuenta y
sesenta y pico) con el actual, en función de los conocimientos con los que salíamos
entonces y salen ahora los jóvenes, y de los métodos utilizados para inculcarnos
esos conocimientos. Afirmaba que, a pesar de la excesiva rigidez a la que
éramos sometidos los alumnos de aquella época (al menos en la escuela privada y
religiosa), nuestro nivel cultural supera al de los jóvenes que han recibido un
trato mucho más tolerante. ¿Mano dura o mano blanda? ¿Dónde se sitúa el término
medio y la eficiencia docente?
Pues
bien, no sé si la aparente incultura de muchos o algunos jóvenes (pues los hay
muy bien preparados e incluso brillantes) debe achacarse a un deficiente o laxo
plan de enseñanza o bien al supuesto desinterés que muestran por todo lo que
les rodea. Y para muestra un botón:
Hace
unos días, en el programa de la Sexta “El intermedio”, uno de sus colaboradores,
Santi Villas, se lanzó a la calle, micrófono en mano, a preguntar (supongo que
de forma aleatoria) a varios adolescentes sobre temas de actualidad. ¿Quién es
el actual rey de España? ¿Quién fue su antecesor en el trono? ¿Cómo se llama la
reina actual? ¿Y la anterior? ¿Para qué sirve un rey? Para mi sorpresa fueron muchos
los que no supieron contestar correctamente a esas preguntas tan elementales.
Quienes acertaron con el nombre del regio personaje no supieron decir el número
que le corresponde o le correspondió. Unos dijeron Felipe IV, otros Juan Carlos
XV, los hubo que “bautizaron” a la reina actual como Sofía o Leonor. Hasta aquí
pudiera pensarse que los jóvenes simplemente pasan de la Monarquía, a pesar de
que una joven (la que no supo ponerle número a Felipe) se declaró rotundamente
monárquica, aunque no supo explicar el papel de un rey. Pero la gota que colmó
el vaso fue cuando el entrevistador preguntó cuál de las siguientes cosas
(bikini, reggaeton, minifalda o partidos políticos) estuvo prohibida durante el
franquismo (a algunos, Franco solo les sonaba de oídas). Ninguno de los
encuestados dio con la respuesta acertada. Pero el colmo fue cuando a una
chica, el simpático colaborador le ofreció el “comodín de la llamada”. Ni
corta ni perezosa, la joven hizo una llamada desde su móvil. “¿A quién
llamas?”, le preguntó Santi Villas. “A mi padre”, contestó la joven. Bien,
pensé para mis adentros, al menos su señor padre sabrá darle la respuesta
correcta. Si la chica rondaba los diecisiete años, su padre tendría unos
cuarenta y muchos y, por lo tanto, debió haber nacido allá por los años
setenta. Pero cuando la muchacha le repitió a su progenitor la pregunta y sus
cuatro posibles respuestas, aquel contestó, alto y claro (estaba activado el
manos-libres): “¡Y yo qué sé!”. Así que la ignorancia no era algo propio de una
adolescente desinteresada por el mundo que la rodea, sino que era algo heredado
en casa.
Pero
ese no es un ejemplo aislado, pues unas semanas atrás, otra encuesta realizada
por el mismo colaborador a pie de calle trataba el tema de las elecciones en
España. Esta vez las personas encuestadas eran de todas las edades. Fueron
pocas las que supieron decir cuántas elecciones iban a tener lugar en nuestro
país esta pasada primavera, la fecha exacta y qué se votaría en cada una de
ellas. La excusa más común para ese desconocimiento fue que no solían ver las
noticias.
Por lo
tanto, cultura es un concepto muy amplio y eso de saberse de memoria la lista
de los reyes godos o de qué color era el caballo blanco de Santiago, es lo de
menos. Cultura incluye el conocimiento e interés por lo que ocurre a nuestro
alrededor y saber valorarlo e interpretarlo. Claro que debe haber una mano que
guíe ese aprendizaje, pues, de lo contrario, lo único que interesaría a muchos
sería lo que corre por las redes sociales.
Quiero
pensar que ese ramillete de personas que tanto desconocimiento demostraron
sobre algo tan cercano y básico, representa a una franca minoría. Tampoco sé si
esas encuestas estuvieron sesgadas y solo se emitió lo que inclinaba la balanza
hacia la más absoluta ignorancia. Pero lo primero que me vino a la cabeza fue:
si esos jóvenes son los que tienen que gobernar este país algún día y esos otros,
jóvenes y no tan jóvenes, los que decidan en las urnas quién debe gobernarnos,
que Dios nos coja confesados. Y es que no sé qué es peor, si la ignorancia o la
falta de interés en saber. Claro que lo segundo lleva a lo primero. Lo cual me
recuerda ese chiste en el que uno pregunta al otro: “Oye, ¿tú sabes la
diferencia entre ignorancia e indiferencia? A lo que el otro responde: “No lo
sé ni me importa”.
Desde
luego, hay políticos y empresarios importantes que son muy ignorantes, y a la
vez sabemos que la ignorancia es mala consejera y muy peligrosa cuando hay que
tomar grandes decisiones que afectan a los ciudadanos. Pero, por otra parte,
por muy culto que sea quien ostente el poder económico y/o político, tampoco
ello es garantía de la buena marcha y/o buen gobierno de nuestro país. Así que
sigo preguntándome hasta qué punto es importante la cultura. Estoy hecho un verdadero
lío.