Lo de “Año nuevo, vida nueva”,
generalmente no es cierto, por mucho que nos pese. Todos seguimos con nuestra
vida anterior y la sociedad adolece de los mismos vicios y malos hábitos. Lo
queramos o no, la gente no suele cambiar, y mucho menos de la noche a la
mañana.
Lo antedicho me sirve de
justificación para seguir con mi consabida actitud crítica ante determinados
hechos que tienen lugar ante mis mosqueadas narices.
En mi última entrada del 2021
afirmé que, para no acabar ese año tan nefasto con mis agrias críticas, había
aparcado —o quizá incluso desestimado para siempre— un tema probablemente
demasiado negativo y sensible en esos momentos, optando por otro mucho más
banal e intrascendente.
El tema que me traía de cabeza
era el modo con que los medios de comunicación habían estado cubriendo la dramática
noticia de la erupción volcánica en la isla canaria de La Palma, pero temía que
mi crítica pinchara en hueso, dada la magnitud del terrible suceso, y que se me
pudiera calificar de insensible, cuando he vivido lo acaecido con la misma
preocupación que cualquier hijo de vecino con un mínimo de empatía con los
palmeros que se han visto tremendamente afectados por esa catástrofe natural
que ha durado ochenta y cinco días y ha dejado más de 1.600 edificaciones arrasadas.
Pero me lo he pensado mejor y
creo que, aprovechando que ya se ha dado por terminado este episodio, por lo
menos en su apogeo, y que el tiempo todo lo enfría, no está de más sacar a
colación unos hechos que nada tienen que ver con el sufrimiento de los
afectados, sino que, tal como se puede intuir en el título de esta entrada, tienen
principalmente como protagonistas a los periodistas que trabajan para canales
de televisión que solo buscan vender sensacionalismo llenando el tiempo
supuestamente reservado a las noticias de última hora con información
repetitiva e innecesaria que solo pretende captar más audiencia y jugar con el
morbo de algunos, haciendo uso de testimonios inútiles, que no aportan
absolutamente nada a la esencia de la noticia.
Pero, si bien ha sido esa
noticia la que me ha inspirado esta entrada, son muchos los ejemplo de
sobreinformación interesada que busca el sensacionalismo. Recordemos, por
ejemplo, la desgarradora historia de las niñas de Alcàsser, plagada de un
excesivo e inmoral tratamiento mediático.
Por desgracia, los medios de
comunicación tienen siempre alimento para saciar su apetito de noticias
trágicas. Y si no, lo buscan donde sea. Ahora y hace veinticinco años.
Creo no exagerar si digo que
los dramas humanos, desde las catástrofes naturales hasta los atentados
terroristas, son el bien más preciado para un medio de comunicación y para los
periodistas que trabajan en ellos, actuando a veces como si fueran los
verdaderos protagonistas de la tragedia. Están al acecho como buitres que
esperan poder lanzarse sobre un animal moribundo y alimentarse de sus desechos.
Pero cuando esa noticia ya ha perdido el interés mediático que suscitó en un
principio, a otra cosa mariposa y todo ha quedado olvidado. Las noticias más
graves acaban siendo arrastradas por el olvido y no porque la causa que las
motivó haya desaparecido, sino porque, simplemente, ya no interesan. ¿Qué ha
sido de los rohignyas, de la guerra en Siria, de los refugiados en Lesbos? ¿Y
qué ha sido de Boko Haram? ¿Cuándo nos olvidaremos de Afganistán? Y pronto nos
olvidaremos del volcán de Cumbre Vieja que ha colapsado durante casi tres meses
los noticiarios y programas de toda índole, aunque sus afectados sigan sufriendo
las consecuencias durante mucho tiempo. Quizá es que, con tantos dramas humanos
que nos invaden a diario, los medios no dan abasto y tienen que seleccionar, priorizar
y redirigir sus antenas hacia temas más novedosos, dejando atrás las noticias
que ya no son rentables.
En cuanto a la
sobreinformación que solemos padecer en estos casos, una cosa es estar puntual
y fielmente informado y otra muy distinta que nos estén bombardeando a toda
hora, mañana, tarde y noche, con los mismos datos, sin aportar nada nuevo, repitiendo
exactamente las mismas imágenes una y otra vez, haciendo exactamente los mismos
comentarios y, por si eso fuera poco, invitando a intervenir a los afectados
para que cuenten de primera mano sus desgracias y a testigos que no aportan
nada nuevo. Para mí, lo único que logran con esa conducta es producir hartazgo,
cuando lo que debería producir es únicamente empatía y solidaridad.
Con la erupción volcánica en
la isla canaria, hemos sido torpedeados con noticias que por muy tristes e
incluso desgarradoras, han sido tratadas con demasiado celo por parte de los
informadores, y con celo quiero decir con un exceso tal de seguimiento que
delata que el único interés que ocultan es el de justificar su puesto de
trabajo y hacer méritos ante su empleador llenando horas y horas de programa.
Situaciones parecidas las
encontramos también en el atentado de las Ramblas de Barcelona, en el caso de
“la manada”, en el juicio del procés, en los papeles de Bárcenas, los de
Panamá y los de Pandora, y un largo etcétera, todas ellas noticias muy
relevantes, que todo ciudadano debe conocer con detalle, pero en las que se ha
invertido, en mi opinión, una excesiva carga informativa.
Recuerdo cómo tras el trágico
atentado yihadista en Barcelona, los periodistas, a pie de calle, interrogaban
a supuestos testigos que en realidad no habían visto nada, pero que
gustosamente aportaban su granito de arena, que no era otro que haber visto a
mucha gente correr y gritar mientras ellos estaban trabajando en un comercio
aledaño. Por no hablar del, para mí, morboso interés en conocer de primera mano
lo que había sentido el padre de Xavi, el pequeño de tres años fallecido en el
atentado, al enterarse de su muerte, quien se sometió voluntariamente a decenas
de entrevistas. Pero este es otro tema que ya traté mucho tiempo atrás: la
exposición voluntaria ante las cámaras de quienes han sufrido la terrible pérdida
de un ser querido y que acaban siendo las personas más buscadas por parte de
los medios.
Volviendo al tema central de
esta entrada, insisto en que no quisiera que nadie pensara que relativizo un
hecho que puede considerarse histórico y que ha producido, y sigue produciendo,
mucho dolor. Empatizo totalmente con los palmeros que han visto cómo sus casas
y sus campos de cultivo se han visto engullidos por la lava y que lo han
perdido todo, hasta la esperanza de un futuro estable a corto plazo.
Evidentemente, una noticia de ese calibre requiere de toda nuestra atención e
interés, pero sigo creyendo que la atención mediática ha sido desproporcionada.
Tras las primeras semanas del desastre natural, con informar puntualmente en
las franjas horarias destinadas a las noticias habría sido suficiente, aun
dedicándole más tiempo de lo que habitualmente se dedica a casos similares
acaecidos en otros países. Para nosotros no es lo mismo una erupción del Etna
que del volcán canario. Nos afecta muy de cerca y afecta a nuestros
conciudadanos. Pero que todo el día hayamos tenido que ver, fuera cual fuera el
programa en emisión, un recuadro con las imágenes en directo de la erupción,
contactando cada diez minutos con el reportero desplazado en el lugar de los
hechos, me ha parecido fuera de lugar. Y el seguimiento informativo, al margen
del periodístico, ha contado con la participación de una pleyade de expertos —vulcanólogos,
geólogos terrestres y marinos, sismólogos y un largo etcétera, salidos de todas
las universidades y centros de investigación conocidos y por conocer— que, con
alguna honrosa excepción, solo daban su opinión sobre hechos ya reconocidos e
inevitables que muy poco o nada aportaban y que ya habíamos oído hasta la
saciedad.
Y por último tenemos a los “turistas”
curiosos que solo iban a hacerse la foto, “disfrutando” de unos días de asueto
para ver, en vivo y en directo, el volcán y su entorno fantasmagórico, mientras
los afectados sufrían lo indecible en sus propias carnes.
Esta sobredosis informativa
que hemos padecido, solo se ha visto superada (de momento) por la de la pandemia
de la Covid-19, algo que podría considerarse normal, por su afectación mundial,
su elevada mortalidad y su duración todavía incierta, pero que también ha dado
pie a la intervención de múltiples expertos en microbiología, virología,
epidemiología, vacunología, biología computacional —ni siquiera sabía que
existía esta especialidad— y jefes de servicio, directores médicos, presidentes
de asociaciones y colegios de médicos y profesionales de todo tipo de centros
de los que nunca había oído hablar, nacionales y extranjeros, e incluso
economistas y matemáticos, que, con toda su buena fe, han logrado, con esa
sobreinformación y disparidad de datos, muchas veces contradictorios, alarmar
todavía más a la población e incluso, diría yo, incentivar el negacionismo. Está
muy bien saber cómo se contagia el coronavirus, qué medidas debemos tomar para
no contagiarnos y no contagiar a los demás, conocer la evolución de la pandemia
por zonas y poner de relieve la situación de emergencia en la que se hallan los
hospitales públicos y más concretamente las UCI, una información que pretende
concienciar a la opinión pública de la gravedad de la situación en aras a una
colaboración en la contención de la pandemia. Pero esta información, mal
tratada, mal orientada y mal interpretada, ha tenido un resultado perverso en
muchos casos, con una imagen distorsionada, recurriendo a cifras que más bien
parecía que estábamos ante un concurso sobre qué CA lo hacía mejor o peor. Y si
encima intervienen los políticos con fines partidistas, se lía parda. Si la
Justicia no debe estar politizada, mucho menos la Sanidad y, por ende, la salud
pública.
Así pues, información la justa
y necesaria. Y sobre todo imparcial y contrastable, sin interferencias ni
sensacionalismos por parte de quienes tienen un interés mediático. Y el morbo,
ni mentarlo. Quien disfrute con la desgracia ajena, haría bien en pedir cita a
un psicólogo.